Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
22 agosto, 2015
por Juan Palomar Verea
¿Qué queda de Alejandro Zohn? Todo, y más. El dolor continuado de su ausencia para quienes fuimos sus amigos y lo extrañamos. Las lecciones de un temperamento severo y reidor a la vez. De alguien que empuñaba la guitarra y el lápiz con igual maestría. Las del geómetra infalible con un sentido de la estructuración arquitectónica que no tiene parangón en la arquitectura de Jalisco. De un hombre bueno, a ratos atormentado como todo mortal, profundamente entrañable.
El tiempo cruel regala, casi como azar, la perspectiva del tiempo para considerar, quince años después, las siete décadas vitales de Alejandro Zohn. Es lugar común decir que en la arquitectura no existen los Mozart. Zohn es una marcada excepción: a los veinticinco años proyectó y construyó una de las absolutas obras maestras de la arquitectura mexicana del siglo XX, y de otros siglos: el Mercado de San Juan de Dios.
Quizá no hemos terminado de valorar lo que esta extensa edificación significa para Guadalajara, para toda la región. Como equipamiento comercial —y más bien social—, es el edificio más importante que se ha construido en la ciudad después del Hospital de Belén y el Hospicio Cabañas. Esta afirmación, que a algunos les podrá parecer aventurada, puede ser comprobada con una simple inspección de lo que es hoy el mercado, en términos arquitectónicos, pero, más importante, en términos humanos. Es el corazón popular y genuino de la urbe, y aun de una extensa región. Encierra tantas indispensables esencias familiares que su visita debería ser obligada para todos los niños de la ciudad. Desde la comida, las artesanías, las mercaderías de todo tipo –hasta la fayuca, los tipos humanos, el trato desenfadado y cordial entre marchantes y comerciantes, los olores y colores, los pájaros del patio. (Al que por cierto es necesario plantarle los árboles perdidos.) Y un largo etcétera.
Y luego su arquitectura magistral, envolvente, rigurosa y amable. Un juego de elementos estructurales perfecto, unas luces exactas, ciertos cambios de escala asombrosos. Una reciedumbre extraordinaria, una capacidad de adaptación a diversas funciones que sólo la gran arquitectura posee. Encima de todo esto, el mercado no fue proyectado por un arquitecto, sino por un ingeniero: fue la tesis de esta carrera que cursó Alejandro Zohn antes de “cruzar el patio” y estudiar también arquitectura. Prueba al calce de la tradición que afirma que la mejor arquitectura tapatía ha sido, casi siempre, obra de los ingenieros civiles.
Pero amor no quita conocimiento, dice el refrán ranchero. Alejandro Zohn también se supo equivocar, y en serio. El edificio Mulbar, que se edificó sobre la lastimosísima demolición del Hotel García es quizá otra lección que también se puede así sacar de la carrera de Zohn. No se puede, impunemente, destruir el patrimonio arquitectónico de valía. Obviamente la demolición fue obra de los dueños: pero es preciso, para un arquitecto, saber decir que no. El Mulbar no carece de atributos positivos: si estuviera en un nuevo fraccionamiento, fuera del contexto histórico del centro y en terreno libre de patrimonio.
Pero al final, por supuesto, bastaría una sola obra para justificar al arquitecto: como el elegantísimo puente de concreto que une las dos segmentadas partes del Agua Azul. Y tantas otras. Alejandro Zohn estuvo frecuentemente tocado por una difícil gracia en medio de una vida a la que no le faltaron las contradicciones y tormentos. Pero triunfó, y por todo lo alto. Dejó para Guadalajara, y para los que lo quisimos, una estela perdurable y luminosa de bonhomía y de un talento al que supieron tocar las alas del genio.
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