10 noviembre, 2022
por Arquine
El periodista David Marcial relata para El País el momento en el que Agustín Hernández imaginó su estudio, una de sus obras más emblemáticas: “La idea le llegó mientras estaba tumbado en la playa”, cuenta. “Bocarriba en el Acapulco de los sesenta, se fijó en la parte interior de la palapa que le daba sombra. Aquel entramado de postes en lo alto de un único tronco, al modo de las copas de los árboles, le encendió la bombilla: su estudio de arquitectura sería como una palapa. Una sombrilla gigante pero, en vez de madera y hojas de palma, construida con acero, cristal y hormigón. Así nació una de las joyas de la arquitectura brutalista mexicana.” Egresado de la Escuela Nacional de Arquitectura, el arquitecto Hernández fue reconocido por privilegiar formas geométricas como los círculos, los triángulos y los hexágonos en una serie de edificios contundentes, como la Escuela de Ballet Folclórico de México (1968); el corporativo Calakmul (1994) y el Heroico Colegio Militar (1976), diseñado junto a Manuel González Rul, con quien también cursó sus estudios en la Escuela Nacional de Arquitectura y que fueron parte de su generación de alumnos. A decir de Alejandro Hernández Gálvez, esta nómina de alumnos
es la de aquellos nacidos en los años 20 y 30. Les tocó ver, en 1952, la inauguración de la Ciudad Universitaria, que marcó un punto de inflexión en la arquitectura mexicana al conjugar una versión ya aceptada de la modernidad internacional con una visión de la tradición local que recibió el curioso nombre de integración plástica. Al igual que en otras latitudes, en México esa otra modernidad arquitectónica pretendía reconciliarse con su historia –en oposición a la abstracción de la primera etapa– y se permitía una expresividad formal que, años antes, había sido suprimida.
Así también lo apunta David Marcial al nombrarlo “el último exponente vivo de la generación mexicana de arquitectos afiliados al movimiento moderno” que citó en muchos de sus trabajos el pasado prehispánico de la arquitectura. “Ese equilibrio está en su taller y en toda la obra de Hernández. Aunque su aportación a la llamada arquitectura emocional, la evolución mexicana del racionalismo a través las tradiciones precolombinas, ha sido quizá la más radical. Como apunta la curadora Pérez-Jofre en un libro temático sobre el arquitecto, ‘mientras Barragán o Goeritz apostaban por la serenidad o lo sublime, Hernández exploraba las ruidosas emociones del Mictlán, el inframundo mexica'”. Por otro lado, Hernández Gálvez trae a colación una de sus etapas más productivas, ocurrida en 1968 para la Olimpiada Cultural, ejemplos claros de lo que se llamaría “nuevo brutalismo”. Todo su cuerpo de obra, como lo describe Juan José Kochen en “Arquitecturas de la mente”, “abreva del pasado y desafía el futuro”.
Kochen también añade que sus proyectos no construidos son dignos de estudiarse ya que “se aprecian rasgos incipientes que perfilaron un giro en la representación gráfica. Son bocetos y esquema con una marcada transición de los dibujos a mano alzada hacia un render-realismo que ahora define la legibilidad de los proyectos de arquitectura”. Estas obras fueron recopiladas en el libro Arquitectura imaginada publicado en 2013 por Arquine, el cual recoge más de cinco décadas de proyectos que no vieron la luz y que, en sí mismos, forman parte de la carrera de uno de los arquitectos más singulares de México. En aquel libro, donde se encuentra la proyección del Centro Cultural de Arte Moderno, la Terminal 1-B del Aeropuerto o dos propuestas para la Torre de Pemex, el propio Agustín Hernández declara:”Quiero que mi lenguaje arquitectónico no siga más oculto en el depósito del olvido. En cada anteproyecto está el recuerdo de aquellos arquitectos que fueron el apoyo, la entrega incondicional de su trabajo creativo”.
“A los 98 años sigo trabajando y fumando como chacuaco”, afirmó en una entrevista otorgada también a David Marcial. El arquitecto murió el día de hoy.