Carme Pinós. Escenarios para la vida
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26 diciembre, 2014
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
Los aeropuertos son inventos recientes. Su desarrollo es doble, ligado tanto a los avances técnicos de la industria aeronáutica como a los logros sociales del siglo XX. La jornada de ocho horas, por ejemplo, trajo consigo no sólo mejores condiciones de trabajo sino una gestión del tiempo diferente donde el trabajador pasaba a tener un tiempo de ocio que hasta entonces no había dispuesto; con la aparición y consolidación de la clase media apareció otro fenómeno destacado: el turismo. Un fenómeno que, en palabras de Roland Barthes, no busca otra cosa que “calcular nuestro placer” en viajes organizados y clubes de vacaciones, “con su población clasificada y sus placeres planificados”, que eviten cualquier imprevisto.
Es justo ahora, en estas fechas navideñas, que aquellos que vamos de visita familiar nos confundimos en los aeropuertos con trabajadores de negocios –siempre con prisas– y, por supuesto, con los ya mencionados turistas, que abandonan por unos días su rutina diaria para sustituirla, en la mayoría de los casos, por “la búsqueda de nuevos climas”(1). Por unas horas, nos mezclamos en estos lugares de paso, esos no-lugares que brillantemente describió Marc Augé.
Y, aunque se puede decir que los aeropuertos son lugares — pues tienen una locación y una delimitación concreta — , en ellos la experiencia queda reducida al mínimo. Allí no pasa nada o, más bien, los que pasamos somos nosotros, usuarios anónimos en tránsito a los que la vida se nos transforma — y nos transforma — por unas horas.
Salimos de nuestra cotidianidad, comemos cosas que nos disgustan y (con)versamos con desconocidos que no volveremos a ver. Allí también nuestra identidad se diluye y se transforma en un dato, un nombre en una lista, mera estadística. Nos convertimos en números que sirven a otros para justificar ganancias o pérdidas, formas de suspendernos como personas hasta que, pasado el trámite, recuperemos nuestras vidas. Mientras, lo único que hacemos es esperar, tanto que, cansados, terminamos cayendo e alguno de los múltiples puestos de comida o de tiendas del aeropuerto con unos comerciantes listos para recibir nuestro dinero por un breve bocado o un chisme cualquiera que nunca habíamos pensado necesitar. Total, se trata de gastar las horas a la espera de ser lanzados por el aire de un lugar a otro en cabinas presurizadas.
Estés en el paralelo que estés, en los aeropuertos toda la comida sabe igual, el aire es igual de denso y la intensidad de la luz es constante a cualquier hora del día o de la noche. Nada cambia, todo es parecido. Rem Koolhaas acabó por utilizar a estos espacios como mejor representante de la nueva ciudad genérica, ese “lugar de sensaciones distendidas y débiles, pequeñas y lejos de las emociones, discretas y misteriosas como un gran espacio iluminado por una lámpara de mesita de noche. Comparada con la ciudad clásica, la Ciudad Genérica está sedada”. Una ciudad como cualquier otra, donde las sorpresas y los placeres se reducen y nunca cambian. Koolhaas —contradictorio siempre — abrazaba esta nueva ciudad sin identidad —o de identidad global — : “¡Abajo el carácter!”, decía.
“¿Qué queda si se quita la identidad?”. Ahí entra el consumo, o más bien, la identidad convertida en consumo digerible, fácil de asumir e interpretar, lecturas planas que no den lugar a error, en las que la ciudad, el país, y más concretamente, su aeropuerto, se vuelve un simple logotipo.
Divago todo esto mientras me toca abandonar la aduana de la flamante Terminal 4 del aeropuerto de Madrid —diseñada por Richard Rogers y Estudio Lamela—. Al salir, la ironía: lo primero que me cruzo son cuatro patas de jamón curado, colgadas en una moderna vitrina de vidrios rojos. Nada más castizo en España que un jamón y nada más contemporáneo —en lo que arquitectura se refiere— que ese edificio. Lo local y lo global se funden de forma inusitada.
Fue entonces cuando comprendí mejor las imágenes de la propuesta desarrollada por Norman Foster y Fernando Romero (FR-EE) para el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México: dentro de la gran plaza central del proyecto se pude apreciar una enorme cabeza olmeca —¿Será real o una réplica? — . Foster es quizás un pionero en mezclar tales situaciones: en su aeropuerto para Beijing lo hipertecnológico dialoga con tópicas esculturas de dragones, dos tiempos y dos tradiciones unidas sin pesar por los designios del capital, que aplana hasta el mínimo la identidad para que todos nosotros, usuarios fugaces, no necesitemos mucho tiempo para devorarla.
(1) BARTHES, Roland. Sade, Fourier, Loyola. Editorial Cátedra, Madrid, 1997
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