Gobierno situado: habitar
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21 enero, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Dentro del apartamento, una voz pastosa leía una lista de cifras relacionada con la producción de hierro en barras. La voz provenía de una placa metálica rectangular parecida a un espejo borroso que formaba parte de la superficie del muro del lado derecho. Winston movió un interruptor y la voz descendió de algún modo, aunque todavía se distinguían las palabras. El instrumento (lo llamaban telepantalla) podía atenuarse, pero no podía apagarse del todo.
Así describe George Orwell el departamento de Winston Smith, el protagonista de 1984, la novela que escribió en 1948 no para describir un futuro no tan lejano —apenas 36 años después— sino una visión intensificada de los regímenes totalitarios que, desde antes de la Segunda Guerra y todavía después, amenazaron a Europa y al mundo. William Alexander McClung dice que, en 1984, Orwell retrató dos Londres en el mismo lugar: “uno es una máquina reluciente, que incorpora la más avanzada tecnología; el otro es un derruido laberinto de ladrillo y cemento que oculta sistemas mecánicos degenerados.” No sólo una ciudad para los opresores y otra para los oprimidos, sino su materialización en una ciudad que oprime —literalmente mediante sus sistemas de control— y otra oprimida, decadente, siempre al borde de la ruina. Adolf Max Vogt sugiere que la arquitectura que Orwell imagina en su novela, sin demasiado detalle, acaso no fuera fruto de la modernidad arquitectónica más reciente sino de uno de sus orígenes, pensando en el título del libro de Emil Kaufmann publicó en 1933 —el mismo año que Hitler llegó al poder—: De Ledoux a Le Corbusier, origen y desarrollo de la arquitectura autónoma. El ensayo de Vogt, publicado en 1984, no habla de Ledoux sino de su contemporáneo, Boullée, y se titula Orwell’s «Nineteen Eighty-Four» and Etienne Louis Boullée’s Drafts of 1784. En la obra de Orwell, dice, “hay descripciones que, sin forzarlas, podrían ilustrar los dibujos que Bullée hizo doscientos años antes,” y cita la descripción del Ministerio de la Verdad en 1984:
Se decía que el Ministerio de la Verdad contenía trescientas habitaciones sobre el nivel del suelo, con sus correspondientes ramificaciones hacia abajo. Dispersos por Londres había otros tres edificios de aspecto y tamaño similares. Hacían parecer tan pequeña la arquitectura a su alrededor que desde el techo de las Mansiones Victoria se veían los cuatro al mismo tiempo.
Eran los cuatro Ministerios: además del de la Verdad, el de Paz, el del Amor —que no tenía ventanas—y el de la Abundancia. También en 1984 —la fecha obligaba—, Gerald S. Bernstein escribió un texto sobre la novela de Orwell: The Architecture of Repression: The Built Environment of George Orwell’s 1984. Bernstein dice que “la arquitectura del «futuro» de Orwell funciona como una metáfora de la represión totalitaria” y como una “expresión simbólica de una sociedad controlada mediante su arquitectura.” La imposibilidad física de esconderse y la vigilancia omnipresente del Gran Hermano son lo mismo: definen el espacio absoluto del totalitarismo. Bernstein también habla de Ledoux, pero le suma, por otro lado —aquella ciudad oprimida y de los oprimidos de la que habla McClung— la imagen de las ciudades perdidas subproducto de las promesas incumplidas de la modernidad —económicas o arquitectónicas—, como en Brasilia, dice. De nuevo, así como social o políticamente 1984 imagina el futuro a partir de una realidad muy concreta y visible en 1948, sucede lo mismo arquitectónicamente.
En 1937 Orwell publicó The Road to Wigan Pier, libro que combinaba un análisis sociológico de los barrios de trabajadores en Lancashire y Yorkshire, al norte de Inglaterra, con un recuento sobre su propia toma de consciencia política. Ahí habla de esos barrios en los que de noche no se puede ver la fealdad de las casas y la negrura de todo: “cuando se contempla una fealdad como esa, hay dos preguntas que te golpean. Primero, ¿es inevitable? Segundo, ¿importa?” Y agrega:
No creo que haya nada inherente e inevitablemente feo en el industrialismo. Una fábrica o incluso una fábrica de gas no están obligadas por su propia naturaleza a ser feas, no más que un palacio, una perrera o una catedral. Todo depende de la tradición arquitectónica del periodo. Las ciudades industriales del norte son feas porque resulta que construyeron en una época cuando los métodos modernos de construcción con acero y reducción de humo eran desconocidos y cuando todo mundo estaba demasiado ocupado haciendo dinero como para pensar en nada más.
Pero no sólo era la fealdad —¿importa?— sino la manera como cierta arquitectura oprime —o comprime— a quienes la usan. Al hablar del duro trabajo de los mineros, Orwell explica que el bajar y subir a la mina cada día representa en sí el trabajo de un día para una persona normal, aunque para el minero es sólo un extra, “como el viaje en metro del hombre de la ciudad.” Tal vez cuando George Orwell murió —el 21 de enero de 1950— el viaje diario en metro al trabajo no fuera aun tan pesada tarea, pero ¿será que hoy, en nuestras enormes y sobre pobladas ciudades, el viaje al trabajo se ha vuelto, si no tan duro como el descenso del minero a la mina, una carga extra al trabajo pero sin tomarse como parte de éste?
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