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Columnas

Vigilar, controlar y castigar

Vigilar, controlar y castigar

5 abril, 2017
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

El aumento en la criminalidad y la mayor demanda de servicios a la policía llevaron al Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD) a buscar nuevos y mejores métodos para controlar el crimen y dar servicio público de manera más efectiva. Para ese fin, el LAPD decidió a principios de 1968 poner a prueba el uso de helicópteros en un nuevo papel o fase de trabajo policiaco, específicamente como vehículo de patrullaje.

Así empieza el segundo volumen del reporte Effectiveness Analysis of Helicopter Patrols, publicado el 8 septiembre de 1970 por el departamento de Aplicaciones de Tecnología Espacial de la NASA. El reporte lo cita Geoff Manaugh en su libro A Burglar’s Guide to the City, publicado en abril del 2016. Manaugh escribe que el objetivo principal del estudio era “descubrir, mediante pruebas empíricas, si hay formas urbanas más apropiadas para ser patrulladas desde las alturas. ¿Hay tipos de ciudad que requieran patrullaje en helicóptero y, de ser así, cuáles son los puntos de inflexión que pueden llevar a una metrópolis más allá del límite de la policía que vigila a nivel del suelo a la necesidad de utilizar vehículos aéreos ligeros?” El reporte de la NASA concluía diciendo que “los resultados operativos indican que el equipo de patrullaje helicóptero-automóvil realiza casi tres veces más arrestos en la ciudad en general por delito reportado. Esto le otorga mayor seguridad a los oficiales de la unidad del suelo, pues el helicóptero-patrulla selecciona las llamadas que tienen el mayor potencial de culminar en un arresto y, por tanto, el criminal tiene más posibilidades de encontrarse en la escena. La respuesta más rápida de la unidad en helicóptero incrementa la posibilidad de realizar el arresto.” Manaugh explica que, casi cincuenta años después del estudio, la ciudad de Los Angeles sigue contando con un sistema de patrullaje mediante helicópteros y argumenta que eso tal vez se derive de la particular forma urbana de la ciudad. Tan particular que la NASA, bromea Manaugh, estudiaba Marte, la Luna y Los Angeles. La realidad, agrega, es que “en Los Angeles, simplemente no puedes ver la ciudad como un todo si confías tan sólo en el patrullaje terrestre.”

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Probablemente hayamos visto alguna vez una persecución a alta velocidad, como parece que sólo sería posible en una película, con patrullas buscando alcanzar a un auto que, a altísima velocidad, esquiva el tráfico de una autopista de Los Angeles mientras desde el aire lo siguen un helicóptero de la policía y varios más de los noticieros locales que transmiten en directo. El espectáculo no sería posible sin las autopistas que, al mismo tiempo que condenan a la mayoría de sus usuarios en horas pico a largas horas de espera en descomunales atascos de tráfico, permiten por lo menos que algunos cumplan con el sueño de viajar a la mayor velocidad posible en sus autos —aunque sea huyendo de la policía. En el caso de Los Ángeles, incluso quienes renegamos del automóvil particular debemos reconocer que no es éste el primer responsable de las condiciones que facilitan e incluso generan la persecución, aunque el conductor desbocado sea el responsable directo de sus actos y sus consecuencias. En su libro Los Ángeles, la arquitectura de las cuatro ecologías, publicado en 1971, Reyner Banham cuenta que “así como los antiguos estudiosos ingleses aprendían italiano para leer a Dante en el original,” el aprendió a manejar para “leer Los Ángeles en el original.” También escribe ahí mismo que “Los Ángeles no tiene una forma urbana en el sentido comúnmente aceptado. Pero (que) el automóvil no es el responsable de esta situación, por mucho que haya sacado provecho de la misma. La singularmente plana, poco densa y homogénea extensión del desarrollo urbano que ha sido capaz de absorber los monumentos al sistema de autopistas sin tensiones serias (hasta el momento), debe sus orígenes a viejos modos de transporte y patrones de desarrollo del suelo que los acompañaron. El sistema de autopistas es el tercer o cuarto diagrama de transporte que se dibuja en un mapa que es un profundo palimpsesto de antiguos métodos para moverse en la cuenca.” La no-forma urbana de Los Ángeles empezó a gestarse, según Banham, con la estructura de ranchos y caminos del pasado español de la ciudad. ¿Podríamos suponer que algo de eso hay en la Ciudad de México?

La madrugada del 31 de marzo, un conductor ebrio estrelló su auto, viajando a más de 185 kilómetros por hora, en la esquina de Reforma y Lieja. Cuatro pasajeros murieron al instante. El conductor resultó prácticamente ileso. Tras el choque, mucho se ha discutido sobre las condiciones en que tuvo lugar y las maneras de prevenir casos similares. A 47 años del Effectiveness Analysis of Helicopter Patrols, el Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, propuso que a partir de ayer, 4 de abril, durante la noche varios helicópteros patrullen la ciudad y ubiquen “a los vehículos que van a altas velocidades. Harán un seguimiento puntual y con patrullas se (les) detendrá.” Mancera agregó que este será “un equipo muy importante (que) nos estaba haciendo falta.” No es el primer elemento de televigilancia en la Ciudad de México y no podría serlo en la época de la imagen, la comunicación acelerada y las redes. En el 2015 se instalaron en varios puntos de avenida Constituyentes casetas desde donde vigilan policías con armas de largo alcance y equipo para descender a rapel en caso necesario. El secretario de Seguridad Pública del entonces aún Distrito Federal explicó que era el método requerido por “la arquitectura de la zona” que dificulta la visión. Desde hace poco, algunas vías rápidas de la ciudad son vigiladas por cámaras y los automovilistas que violan los límites de velocidad sancionados mediante fotomultas. A finales del año pasado, el mismo secretario de Seguridad Pública anunció que con ese método se habían recaudado más de 64 millones de pesos con más de 455 mil multas pagadas, representando el 60% de las emitidas. Las multas se incrementaron en cerca del 20% y las muertes en accidentes de tránsito disminuyeron en un 16%. Pero, pese a esos datos, el método ha resultado polémico. Este año un juez declaró inconstitucionales varios artículos en los que se fundamenta la aplicación de las fotomultas, tanto por no respetarse el derecho de audiencia del sancionado como por la participación de una empresa privada en su elaboración, misma que cobra el 46% de las multas para su operación. Hay que anotar que, en general, en tema de multas de tránsito, el Gobierno de la Ciudad de México parece llevar las de perder en casos judiciales: Animal Político reportó que de más de 13,800 multas impugnadas, sólo 56 fueron validadas por el Poder Judicial —el 0.4%. Sin entrar en esa discusión por ahora, podemos detenernos un poco más en la relación entre control, televigilancia y estructura urbana.

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En 1997 Wim Wenders escribió y dirigió El final de la violencia, filmada, no podría ser de otro modo, en Los Angeles. Mike Max, el protagonista, es un director de cine que recibe una mensaje de un empleado de la NASA que quiere informarle de un sistema de vigilancia que se ha instalado en la ciudad sin autorización del congreso. El sistema no sólo cuenta con cámaras conectadas a un centro de control sino que cada una es, además, capaz de disparar a distancia. El sistema no sólo puede registrar un hecho criminal sino ejecutar en el acto a quien lo comete. Se ahorra así el tiempo de apresar y juzgar al criminal captado in fraganti. Esa puede ser la fórmula que resume la eficiencia del método de vigilancia y castigo implementado en la película, pero también el del patrullaje mediante helicópteros o las fotomultas en Los Ángeles o en la Ciudad de México: a mayor distancia mayor velocidad de reacción, y no al contrario. En la película, a Max —como a Wenders— le preocupan las implicaciones del uso de esa tecnología y de la aplicación instantánea del castigo, anulando el juicio y haciendo de cualquiera un sospechoso—algo que ya es normal en aeropuertos, fronteras y muchos edificios públicos, no sólo de gobierno. Nosotros podríamos preguntarnos, como Manaugh, si hay estructuras urbanas o arquitectónicas que requieren o de menos incitan al uso de ese tipo de sistemas de televigilancia y si los helicópteros-patrulla o las cámaras y sus fotomultas son las únicas maneras de vigilar, controlar y castigar en ciertos casos o si, por el contrario, se podría intentar transformar las estructuras urbanas y arquitectónicas a las que las cámaras y los helicópteros sirven de suplemento —o, acaso, de suplentes. La cuestión es si preferirían los automovilistas dados a conducir a exceso de velocidad una calle donde fuera físicamente imposible viajar a más de cuarenta kilómetros por hora o automóviles con la velocidad también limitada, a los sistemas de televigilancia omnipresente. ¿Un espacio físicamente más seguro en vez de sistemas de seguridad virtual y a distancia omnipresentes?

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