Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
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¡Felices fiestas!
18 enero, 2014
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Hace poco menos de un año Paul Goldberger cuestionaba desde las páginas de Vanity Fair que el Museo de Arte Moderno de Nueva York hubiera decidido demoler el pequeño edificio vecino, diseñado por Tod Williams y Billie Tsien para el American Folk Art Museum hace poco más de una década y reconocido como buena arquitectura desde un principio. Pero la institución a la que albergaba, por razones económicas, tuvo que buscar otra sede menos costosa de mantener. Al MoMA, siempre ansioso de más espacio para sus amplísimas colecciones, le interesaba más el terreno que el edificio. Los arquitectos y críticos protestaron. Goldberger subrayaba la incongruencia de que uno de los museos que más atención le ha dedicado a la arquitectura y al diseño tuviera una actitud que censuramos pero entendemos en el desarrollador inmobiliario ávido del mejor y más rápido negocio.
El MoMA contrató a otro despacho no de menor prestigio —Diller & Scofidio + Renfro— para el proyecto de ampliación y para estudiar las posibilidades que ofrecía el proyecto de Williams y Tsien. Para sorpresa de muchos, Elizabeth Diller anunció —al parecer con gran pena— que el MoMA tenía razón: no había manera de salvar al edificio sin comprometer radicalmente tanto los planes de ampliación del gran museo como la integridad del pequeño. La furia no se hizo esperar. Si ya era ultrajante que funcionarios de una institución cultural arremetieran contra la arquitectura, resultó incomprensible que unos arquitectos afamados no defendieran la obra de sus colegas. ¿Fuego amigo en el frente de la cultura? —fue el título del nuevo texto de Goldberger en Vanity Fair.
En el New York Times, Michael Kimmelman escribió: “Elizabeth Diller y Ricardo Scofidio parecían realmente apenados con el resultado. Talentosos arquitectos, llevaron al High Line una energía y una visión que reconoció los obstáculos como oportunidades, el choque de lo viejo y lo nuevo como una virtud, cuando muchos estaban a favor de demoler esa vía elevada. ¿A donde quedaron esa energía y esa visión?”
Cuando en una entrevista Christopher Hawthorne, de Los Angeles Times, le preguntó a Diller si la reacción a su diagnóstico le había parecido dura, respondió que sí, que sabían que sería difícil pero no tanto. Kimmelman le pregunta cómo reaccionarían en caso de ser ellos quienes vieran una obra reciente condenada a ser demolida: “no monumentalizamos nuestros proyectos. No imaginamos que construimos para la historia. Imaginamos que construimos para los ocupantes. Tratamos de hacer edificios que duren y den de sí, pero no tan idiosincrásicos que no resistan el cambio”.
La idea tiene su encanto: hay que construir para el momento; los usos y las funciones cambian demasiado rápido. Pero no es muy creíble viniendo de arquitectos que proyectan obras de varias decenas de millones de dólares. Si pensamos que los usos cambian y que la arquitectura debe prestarse de la manera más fácil a esos cambios, ¿no habría que diseñar edificios genéricos, simples de construir, baratos de mantener, eficientes y, sobre todo, rápidos de desmantelar? Además, ¿no es eso del cambio de uso —si le creemos, por ejemplo, a Aldo Rossi— algo de siempre en la arquitectura y no algo nuevo con lo que recién se trata? El problema no es el cambio de uso, sino el cambio de paradigma —para usar el pomposo término. Conservar edificios es una idea más o menos reciente. En 1903, Alois Riegl publicó El culto moderno a los monumentos; antes del siglo XIX la arquitectura se transformaba y reformaba sin mucha pena —y a veces sin ninguna gloria. La modernidad exigió respeto, pero antes que por la historia —Le Corbusier no vaciló en borrar París casi por completo, aunque fuera en un plano—, respeto a sí misma. Parece que la arquitectura moderna no tolera el cambio ni sabe envejecer. Pero ese tampoco es, creo, asunto de funciones, de obsolescencia, sino de imagen: a la arquitectura le pasó lo que le pasó a todo y a todos en la cultura occidental: odiamos envejecer.
¿Hay que tirar o hay que hacer lo posible por ocupar de otra manera? Supongo que en la respuesta no hay sólo una toma de posición estética: salvemos Robin Hood Gardens en Londres, Prentice Hall en Chicago, o la terminal de Pan Am en Nueva York porque nos gustan, sino también una posición ética y económica, es decir, ecológica: más allá del gusto, por qué no aprovechar algo que puede aprovecharse —ese es, de hecho, el tema del número de Arquine aun en circulación: exceso de capacidad.
Pongo, para terminar, un ejemplo reciente en la ciudad de México. No se trata de una obra maestra o notable. Ni el Superservicio Lomas de Kaspé ni el Manacar de Carral, sino la Octava Delegación de Policía, en la esquina de Cuauhtémoc y Obrero Mundial, de autor, para mí, desconocido. El edificio se construyó en los años 40 en donde estuvo el convento de La Piedad y luego un cuartel. Ocupaba toda la cuadra y en la esquina noroeste, ochavada, tenía una fachada de cantera con dos columnas de planta oval en un austero y más rudo que sobrio estilo Art Decó. Si hubo quien opinó que el edificio de la Suprema Corte, al lado de Palacio Nacional, diseñado por Antonio Muñoz, era el más feo de la ciudad, seguramente no conocía la Octava Delegación de Policía. Pero el edificio estaba catalogado por Bellas Artes, institución a la que muchas veces reclamamos su lentitud para actuar pero que, a decir verdad, no cuenta con los mecanismos legales para hacerlo. En otras palabras: la catalogación sirve de adorno. Pese a los reclamos del INBA, el edificio desapareció por completo y rápidamente —no fuera que alguien protestara. Al principio dejaron la fachada pero buena parte terminó cediendo. ¿Quién lo tiró y por qué? El edificio, propiedad del Gobierno del Distrito Federal, fue demolido con evidente autorización del mismo, sin que la mentada catalogación sirviera de nada. En un ejercicio insuperable de cinismo o de irresponsabilidad, Simón Neumann, secretario de Desarrollo Urbano y Vivienda, declaró que el edificio se demolió para “ampliar el centro comercial que se está desarrollando, Parque Delta, pero se van a restituir las mismas instalaciones que había ahí con espacios más modernos, eficientes y demás”. ¿Qué quiso decir? ¿Se construirá de nuevo el mismo proyecto, como ridículamente promete hacer Grupo Danhos en el caso de Kaspé? A qué califica Neumann como “espacios más modernos y eficientes”? ¿Quién los diseñó? Y, para repetir la misma pregunta de siempre, ¿a quién y por qué se asignó ese proyecto? Lo peor es que a todo ese desorden y falta de transparencia se suma la torpeza —o, insisto, el cinismo. El edificio catalogado se demuele y se “presta” el terreno para que un centro comercial construya un estacionamiento subterráneo enfrente de la estación Obrero Mundial del metrobús. ¿Ésa es la apuesta por fomentar la movilidad en transporte público del Gobierno del Distrito Federal?
En fin, sea una institución como el MoMA y arquitectos como Diller, Scofidio y Renfro, o un gobierno con procedimientos poco claros y un secretario con una visión de ciudad desafortunada, la pregunta sigue en pie: tirar o no. Mi respuesta es un principio simple: in dubio pro ædificium.
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