Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
2 junio, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Incluso quienes le cantan alabanzas han de saber, en el fondo, que eso de la originalidad es un mito. La cultura —y englobemos ahí desde Platón hasta el Iphone y todo que quepa en medio, antes o después— se construye a partir de pequeños o grandes trozos de información y conocimiento existentes, sometidos a variaciones, combinaciones, alteraciones y cualquier otro tipo de operación que, cuando resultan en transformaciones exitosas, se suman al acervo de aquello que puede ser usado como material para producir cosas nuevas —que nunca lo son en un sentido literal.
Los “inventores” menos conscientes de lo que hacen insisten en perpetuar el mito de la originalidad no por creativos sino por ignorantes —quienes no hacen más que repetir cosas que ya se habían hecho antes y muchas veces mejor— o por olvidadizos —y éstos pueden tener mejores resultados aunque siempre habrá que recordarles que el big bang original siempre fue ya hace muchos años y en una galaxia muy lejana y no en el centro de sus inspirados cerebros.
El mito de la originalidad vive en parte alimentado por otras dos ideas que no tienen sólo que ver con la producción cultural: el derecho de autor y la propiedad intelectual. El primero surge más como obligación que como derecho y se deriva de la necesidad de identificar al autor como responsable de sus dichos; la segunda tiene que ver más con el derecho mercantil. La originalidad, finalmente, depende de otro mito: el de la inmaculada concepción. No hay ideas sin transmisión y contacto y, por lo mismo, sin riesgo de contagio. “La historia poética —dice Harold Bloom en La ansiedad de la influencia— sería indistinguible de la influencia poética, pues los poetas fuertes —y leamos poeta en el sentido griego, como hacedor, o productor— forjan esa historia malinterpretándose unos a otros para despegar un espacio imaginativo para sí mismos.” Para Bloom, los talentos débiles idealizan mientras los fuertes se apropian de sí mismos, “pero nada sale de la nada y apropiarse de sí mismo implica la inmensa ansiedad de estar en deuda.”
Como hizo notar Juan Manuel Heredia en FaceBook, el recién presentado edificio central de Uber, de SHoP, a terminarse en el 2018, recuerda al de la fábrica Van Nelle, en Rotterdam, diseñado entre 1925 y 1931 por Johannes Brinkman y Leender van der Vlugt. Los creyentes en la originalidad pensarán que un comentario así descalifica al proyecto más reciente reduciéndolo a la condición de copia. No necesariamente. La crítica —dice de nuevo Bloom— es el arte de conocer los caminos ocultos que van de un poema a otro. Los caminos que nos llevan de la fachada transparente de la fábrica holandesa —señalada como el primer muro-cortina prefabricado de la historia— a las dos cajas de vidrio con espacios interiores de una, dos y más alturas (y que pasan por parte de la historia de la arquitectura corporativa), con sus pasarelas, también traslúcidas, para conectar, en el caso de la fábrica, las oficinas con la parte propiamente de producción y, en el corporativo, las oficinas con las oficinas al otro lado de la calle, no se rastrean con gps: requieren un ejercicio de interpretación crítica.
Por lo pronto, Maddie Stone, en Gizmodo, ha escrito que “el énfasis en la transparencia no es, por supuesto, accidental: Uber trata de hacer una declaración sobre su política de negocios. Ahora, si Uber pudiera mandar un poco sobre esa apertura tratándose de los datos de conductores y clientes, diría que se trata de una gran idea.” Aunque tal vez la propuesta sea un ejercicio metacrítico de los arquitectos: formas pirata para una compañía de taxis pirata con problemas de identidad.
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