Sobre Antonin Raymond y su paso por México
En México, el arquitecto checo Antonin Raymond es prácticamente desconocido. Raymond visitó Mexico, como lo hicieron otras figuras extranjeras (por [...]
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¡Felices fiestas!
21 diciembre, 2016
por Juan Manuel Heredia | Twitter: guk_camello
Aunque el término horizonte adquirió un estatus filosófico solo en el siglo veinte, su uso sigue siendo muy común en el lenguaje cotidiano y sus significados muy variados. Horizonte proviene del latín horizontem que deriva del griego horizon kyklos y quiere decir círculo abarcante. El sustantivo proviene del verbo horizein que significa englobar, delimitar, dividir o separar, y éste a su vez de horos: borde, mojón, hito.(1) Se puede por lo tanto y de forma provisoria definir el horizonte como un límite más o menos circundante.
Familiarmente el horizonte es ese gran “círculo” que engloba nuestra campo visual y que coincide con la línea que separa la tierra del cielo. Sabemos, sin embargo, que ese círculo no tiene existencia real ya que se trata del efecto producido por nuestra percepción del momento en que el “plano” de la tierra se oculta tras su propia curvatura. En condiciones ideales de visibilidad y horizontalidad nuestro horizonte abarcaría casi cinco kilómetros a la redonda, pero esa distancia se ampliaría si nuestra altura fuese mayor. Así, sobre una torre de treinta metros de altura, nuestro horizonte podría alcanzar un radio de casi veinte kilómetros. Muchos sabemos que al viajar en avión esa distancia se incrementa de forma notable pero al mismo tiempo la tierra se percibe cada vez más pequeña. Para un astronauta mirando la tierra a unos treinta mil kilómetros de distancia, el horizonte sería total (su diámetro entero) pero a la vez ínfimo ya que el límite dejaría de circundarlo y la tierra se convertiría en una esfera ante sus ojos. Mientras más se aleje más pequeña la vería, hasta solo ver un pequeño punto en el espacio. No obstante esta factible aunque excepcional experiencia, un astronauta jamás podrá dejar de considerar aquel punto como algo vital para su orientación. Ni la luna ni los planetas tienen propiamente un horizonte. Podríamos, es cierto, experimentar un efecto de horizonte al pisar otras esferas celestes, pero dado que nuestro cuerpo -sus órganos, su forma, su orientación y su sentido de gravedad- son producto de la tierra misma -de su lenta y millonaria evolución en ella- el horizonte terrestre será siempre nuestra referencia última: nuestra ancla existencial. Se dice que el rincón preferido por los astronautas en las cápsulas espaciales es junto a la ventana con vista a la tierra y que suelen pasar mucho tiempo contemplándola fijamente y en silencio.(2)
Nuestra experiencia del horizonte es también paradójica ya que si tratamos de alcanzarlo se alejará de nosotros de forma directamente proporcional a nuestro avance. Es por ello que la noción de horizonte casi siempre se asocia con el deseo de trascendencia humana, esto a pesar, o quizás en virtud, de la dificultad -o inclusive futilidad- de la tarea. Quizás nadie mejor que Eduardo Galeano ha descrito el horizonte como ese anhelo de alcanzar lo inalcanzable, la utopía:
“Ella [la utopia] está en el horizonte –dice Fernando Birri-. Yo me acerco dos pasos y ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para que sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar.”(3)
Como decíamos, los significados de la palabra horizonte son múltiples pero casi siempre hay en ellos una gran carga moral. Ampliamos nuestros horizontes cuando leemos, estudiamos o nos cultivamos intelectualmente, o cuando viajamos y al hacerlo comprendemos las cosas o a los otros de mejor manera. La fuerza de la metáfora reside en su carácter espacial por lo que es natural que el término se use con relativa frecuencia en la arquitectura. La arquitectura puede, en un sentido literal, reconocer y manipular el horizonte a través de mimetismos y contrastes, o bien a través de vistas panorámicas o enmarques selectivos. Muchos arquitectos han echado mano de estos recursos con resultados variables, algunas veces espectaculares y otras, las menos, sutiles.
El horizonte sin embargo, no es solo el límite de mi visión, sino también el área comprendida entre ese límite y mi cuerpo. El horizonte es, en ese sentido, el plano horizontal sobre el que nos erguimos, nos movemos, nos encontramos y desencontramos. En tanto área, el horizonte podría subdividirse en regiones más o menos definidas, más o menos identificables, que irían de lo inmediato de aquello que tenemos “a la mano”, a lo cercano o alcanzable con cierto esfuerzo, a lo lejano y obtenible con mayor dificultad, a lo -de plano- inalcanzable.(4) Para Richard Neutra:
“las distancias [ranges] de posible control [humano] rodean a cada individuo como anillos concéntricos. Obviamente es más fácil negociar con las más cercanas que con las más lejanas. Empezando por el círculo central e inmediato y, procediendo hacia fuera, a través de distancias medias, hacia la lontananza del último y lejano horizonte, una serie de significados y connotaciones habituales se han establecido y sedimentado sobre esas distintas zonas”.(5)
Muchas pinturas postimpresionistas y cubistas de bodegones y ventanas colapsan dichas zonas en un solo plano, y mediante alineamientos, yuxtaposiciones, transparencias y desafíos a la perspectiva, las hacen participar unas con otras. Cuando una nube es el humo de una casa, una partitura musical las persianas de su ventana, y una guitarra comparte la silueta del paisaje, Juan Gris nos presenta con la codependencia de las cosas en el mundo y al horizonte (o los horizontes) como la estructura que las aglutina. Es bien sabido que Le Corbusier se nutrió de esas vanguardias pictóricas, no solo en su faceta de pintor sino también como arquitecto, y que sus recintos y aperturas fueron en gran medida elaboraciones sobre esos temas.(6)
Entendido como un área que se despliega ante mi cuerpo el concepto de horizonte se funde con el de mundo, el cual Heidegger analizó en su “circunmundanidad” y Merleau-Ponty definió como “el horizonte de los horizontes”(7). Perteneciente a la misma tradición filosófica, Ortega y Gasset nos legó en castellano un concepto muy accesible -“circunstancia”- que nos es útil para comprender las nociones de mundo y de horizonte como cosas complementarias.(8) Lo que Ortega hizo fue básicamente explicar las ideas de Husserl, quien fue el responsable de elevar el concepto de horizonte a su estatus filosófico actual. Este concepto como se verá, es -o podría ser- muy fértil en la arquitectura.
“Lo actualmente percibido, lo más o menos claramente copresente y determinado (determinado hasta cierto punto, al menos), está en parte cruzado en parte rodeado por un horizonte oscuramente consciente de realidad indeterminada”.(9)
Esta traducción de José Gaos de unas de las líneas más importantes de la filosofía de Husserl contiene ya los elementos del concepto de horizonte que tanto él como sus discípulos desarrollarían posteriormente de manera más articulada.(10) A riesgo de simplificarlo y deformarlo (especialmente por alguien sin credenciales filosóficas) intento aquí explicarlo en el contexto de la arquitectura. La idea de que lo que percibimos está rodeado por un horizonte indeterminado pero del cual tenemos cierta conciencia, es lo suficiente clara en vista de lo escrito más arriba. Un objeto, una cosa, una caja, una habitación, una casa, un edificio o una ciudad, se encuentran cada uno de ellos inmersos dentro de un ámbito mayor e inmediato que los engloba y que forma, junto con los otros ámbitos, una suerte de círculos o esferas circunscritas y concéntricas (más o menos como lo visualizaba Neutra). Así, la caja tendría a la habitación como su horizonte inmediato, ésta a la casa o al edificio, estos a la ciudad, ésta al territorio o al paisaje, y así aditiva y sucesivamente hasta llegar al mundo como el horizonte de los horizontes del que habla Merleau-Ponty. Cada uno de esos ámbitos es “indeterminado” en la medida en que el foco de mi atención (digamos, la casa) es lo único que puedo determinar con cierta claridad, y que lo que lo rodea (digamos, la ciudad) es algo aún nebuloso u “obscuro”. Pero al tener conciencia de ellos, dichos ámbitos tienen ya cierto grado de determinación, especialmente cuando decido prestarles atención.
Cuando Husserl menciona que lo que percibo está “copresente”, lo que quiere decir es que los objetos que se nos presentan a los sentidos no lo hacen en solitario sino que están rodeados de otros objetos que son parte de -y constituyen propiamente- su horizonte. Al inicio de su Fenomenología de la percepción Merleau-Ponty indica que uno de las lecciones más importantes de la teoría Gestalt (una teoría que anticipa en muchos aspectos a Husserl) es que el dato sensible más simple que podemos tener es el de una figura sobre un fondo, pero que éste no se trata de un simple “dato”, sino de la estructura de la percepción misma.(11) En otras palabras: que es imposible percibir algo sin simultáneamente percibir las cosas a él adyacentes. Es más, el filósofo francés sugiere que incluso dentro de un objeto tomado en su singularidad, cada uno de los puntos que lo conforman representa el horizonte de un punto anexo, y que esto se debe al simple hecho de que “los puntos del espacio son exteriores unos a otros”.(12) Lo que esto significa por un lado es que cualquier objeto percibido en los márgenes de otro, y que destaca sobre él, se convierte ipso facto en su horizonte, y que si yo decido desviar mi mirada para enfocar este objeto marginal, este nuevo foco transforma al anterior en su margen u horizonte, y así sucesivamente. La segunda cosa de importancia es que enfocar o “tematizar” algo -cualquier cosa u objeto, así esté acabado y definido en su forma- es algo imposible de hacer o, más bien, que enfocar no es recibir en nuestros ojos un dato estable y completo, sino el resultado de la síntesis mental lograda por mi inspección en el tiempo de los distintos “puntos” (o los más relevantes al menos) que constituyen dicho objeto.
Otra forma de comprender esto es considerando el fenómeno fisiológico del “movimiento sacádico” de los ojos. Cuando identificamos algo con nuestra mirada, digamos, el rostro de una persona, nuestros ojos no reciben una “impresión” de él como si fueran entes estáticos, sino que son nuestros ojos los que lo “buscan” intencionalmente, mapeándolo o escaneándolo, a través de movimientos rápidos que duran de veinte a doscientas milésimas de segundo, y es nuestra conciencia la que sintetiza o reconstruye esas micro miradas en algo que identificamos como “el rostro de alguien”. Aquí es donde entra el concepto de horizonte interno.
Que lo percibido esté también cruzado por el horizonte (no solamente rodeado por él) es una idea más compleja que a continuación trato de desarrollar con las mismas precauciones y advertencias. Pero antes diré que las explicaciones que hacen los filósofos de este concepto muchas veces usan edificios como ejemplo, y por lo tanto se trata de una idea muy accesible para quienes practican la arquitectura. Al mirar un edificio desde fuera resulta imposible percibirlo o comprenderlo en su totalidad ya que, obviamente, el edificio solo mostraría uno, dos o un número limitado de lados, y no todos de los que consta. Sabemos, sin embargo, que lo que vemos es un edificio y no otra cosa, ya que los edificios siempre tienen, además de los que veo, otros lados que los completan y que se perciben una vez que nos movemos y cambiamos de posición para descubrirlos. Nuestra experiencia previa de otros edificios nos hace anticipar esos otros lados que, aunque no presentes ante nuestros ojos, están copresentes pero “ocultos” tras los lados que se muestran. En otras palabras esos lados no vistos, se encuentran presentes pero en un estado, digamos, de “ausencia”, o dicho de otro modo: latentes. Esos lados no vistos pero esperados por mí, aunque no del todo prefigurados, representan el horizonte interno del edificio.
En el caso de que, al cambiar de posición, yo descubriera que lo que veo no es un edificio sino una escenografía, en donde el lado inicialmente visto estuviera realmente apuntalado a la manera de un set hollywoodense, mi sorpresa sería mayúscula. Pero una vez superado el shock yo podría aceptar que lo que veo es una escenografía y no un edificio. Es decir, que podría seguir inspeccionando el objeto de mi atención, en el entendido de que se trata de algo distinto a un edificio, y que lo que esperaría de él desde este momento serían otros lados o aspectos de una escenografía. En este cambio de presupuestos el “tipo” escenografía sustituiría al de edificio en el “banco de tipos” del que consta mi memoria, ya que antes de reconocer esa escenografía como tal, ya he conocido otras escenografías que me ayudarían estabilizar mi experiencia de acuerdo a patrones típicos o familiares.
Lo mismo puede decirse de nuestra experiencia de un interior. Si al avanzar logro corroborar que lo que veía antes era efectivamente un edificio, entonces la serie de anticipaciones que acompañarían mi percepción de él, se hilarían de forma más o menos continua, y mi conciencia sintetizaría esas percepciones determinando que lo que percibo es un edificio y no otra cosa. Estas anticipaciones serán, sin embargo, muy genéricas, ya que el edificio que ahora exploro no será idéntico a otros que ya he explorado con anterioridad, y por lo tanto pueden aguardarme sorpresas, quizás no tan fuertes como las que me harían dudar y eventualmente negar su “edificidad”, pero que podrían ser lo suficientemente fuertes como para transformar mis prejuicios sobre los edificios en general y la familiaridad con que me muevo en ellos.
A estas alturas resulta obvio que el horizonte interno no es muy distinto del “externo”. En efecto, al descubrir las cosas alrededor del objeto de mi atención, lo hago igualmente anticipándolas en el tiempo y sintetizándolas en mi conciencia. En realidad ambos horizontes son uno mismo, y solo difieren en el hecho de que el externo se compone de cosas latentes fuera de mi objeto, y el interno de facetas latentes dentro de él. Si para Ortega el horizonte externo no es otra cosa que “la línea fronteriza entre la porción patente del mundo y su porción latente”, el interno no sería más que la línea fronteriza entre la porción patente de una cosa y su porción latente.(13)
La arquitectura es en gran medida la definición de distancias, proporciones y materialidades que harían de un edificio una organización de posturas y situaciones humanas imaginadas aunque no siempre logradas en los hechos. Estos actos de la imaginación afirmarían, o en su caso desafiarían, lo típico y lo familiar. La arquitectura de hecho puede manipular las expectativas de la gente hasta el punto de la desorientación, pero con el objetivo de reorientarla en un mundo y un horizonte, y que idealmente debería mantenerse como un horizonte, es decir: abierto. Llegados aquí, y para finalizar el texto, unas breves líneas sobre un edificio memorable que aunque desaparecido y jamás visitado por quien escribe (pero conocido a través de sus re-presentaciones, que a fin de cuentas son el territorio de la arquitectura) podrían aclarar algo de lo dicho arriba.
Al entrar al patio de entrada de una de las “casas muestra” que Max Cetto diseñara en 1949 para el fraccionamiento El Pedregal de la ciudad de México me encuentro ante un patio que identifico como tal pero que no coincide plenamente con mi idea de patio. Entre otras cosas el volumen elevado localizado a media distancia me resulta atípico ya que se eleva sobre el suelo pareciendo levitar, aunque muy pronto descubro que se apoya sobre muros y un grueso marco formado por dos pilares y una trabe. El volumen, sin embargo, me sigue pareciendo extraño tan solo porque está pintado de un color obscuro y contrastante que le otorga cierta gravidez y por lo tanto desafía mis prejuicios sobre lo que debe o no debe apoyarse sobre la tierra. Debido a una pequeñísima ventana en su superficie, supongo ahora que detrás de él hay un espacio habitado. Aunque no logro ver ese espacio lo puedo anticipar debido a la ventana, y también debido a una escalera que se despliega en sentido contrario a mi caminar y aparenta conducir a él. Aunque vea la escalera como un objeto, gracias a ella también puedo “ver” más de lo que se me presenta a la vista. Lo mismo con la escalera del fondo que -junto a un muro que se fuga en profundidad- parece conducirme a un jardín. Pasando por debajo del volumen me encuentro en una zona de penumbra y, si giro a mi derecha puedo ingresar a la casa. Esta entrada está definida por la elevación del pavimento, un techo en cantiléver, un muro remetido, una columna esbelta, una formación rocosa y la puerta misma. Dichos elementos se conjugan de forma tal que me “resumen” la casa lo suficientemente como para orientarme. Mientras el piso anuncia el nivel de encuentro y ocupación al interior, las rocas – que aparentan escaparse del ámbito doméstico- presagian una experiencia agreste poco familiar y quizás incómoda. El cantiléver y el remetimiento, sin embargo, reafirman mis expectativas de abrigo y protección que toda casa suele tener, aunque la columna -recordatorio de mi posición erguida- me aconseja guardar cierta formalidad al entrar.
Pasando de largo sin ingresar, el patio recobra su brillo y me encuentro en un claro en donde mi ruta se bifurca en tres. A mi derecha, otra escalera, escondida tras las rocas pero señalada por ellas, conduce al pasillo de las habitaciones y abrevia, para los familiares, la ceremonia de la entrada principal. Girando ciento ochenta grados observo la parte trasera del volumen antes mencionado, y me doy cuenta de que insiste en ocultar lo que encierra, y que aquella promesa de la ventana y la escalera se disuelve en el aire, o al menos se pospone. Esta escalera carece de un descanso superior, por lo que la puerta que me conduciría a aquel recinto se muestra abrupta y sin conceder avance (solo al llegar a ese espacio desde el interior de la casa, me daré cuenta de que lo que esconde es un cuarto y un patio de servicio, nada más). La tercera escalera que ya veía desde mi entrada al patio, me anuncia el territorio del jardín y más allá, el horizonte del paisaje. Si permanezco en el patio, sin embargo, reconozco que este espacio no es tanto una bifurcación como una confluencia de caminos, un receptáculo que recoge las diversas rutas que se desarrollan al interior, una vez franqueada la puerta de ingreso. La tres escaleras se enfrentan cardinalmente como si compitieran entre ellas y -justo como con la entrada principal pero en sentido inverso- condensan mi experiencia de la casa, así no la haya explorado aún.
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