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Columnas

Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (3)

Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (3)

7 julio, 2017
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

3. El muro y el mural

Ahora bien, no me parece que se tenga demasiado presente que la superficie de una pared es para el arquitecto lo que un lienzo en blanco para el pintor, con una sola diferencia: que la pared tiene ya algo sublime en altura, el material y demás caracteres ya analizados y que es más peligroso romper que dar un toque de sombra a la superficie del lienzo.

John Ruskin

En diciembre de 1979 Juan O’Gorman, el  pintor, dictó una conferencia en la Academia de Artes de México titulada Técnicas de la pintura, una plática que, pese la advertencia que hace desde el primer párrafo —“va a ser bastante aburrida, excepto para los que pintan”— resulta interesante para entender al otro O’Gorman, el arquitecto. “Las generalidades sobre la pintura —dice— son las siguientes: se puede pintar sobre cualquier superficie, se puede pintar sobre una mesa, se puede pintar sobre una pared, se puede pintar sobre este libro, se puede pintar sobre una piedra…” Aquello sobre lo que se puede pintar, el soporte, la base, es decir “los subjetiles, son muy importantes, mucho más de lo que uno se imagina.” Los buenos pintores —los pintores tradicionales, sugiere O’Gorman— son aquellos que empiezan a pintar desde la preparación de la tela, desde la construcción misma del subjetil. ¿Qué pasa entonces cuando el subjetil es un muro? Al inicio de la misma conferencia, O’Gorman cuenta:

“Dicen los señores que han hecho investigaciones arqueológicas en Egipto que los monumentos egipcios, esos enormes monumentos egipcios, estaban pintados con acuarela; los bajorrelieves y las esculturas de piedra se pintaban con una goma y con pigmentos de agua, es decir, con acuarela, y que, cuando pasaba una temporadita se aburrían de los colores y pasaban unos años y decían, ¡ya no me gusta el azul!, ¡bórrenlo!, con una esponja borraban todo aquello, ponían sus andamios y otra vez a pintar de diferentes colores los bajorrelieves. Eso parece que fue descubierto por un señor que daba clase de teoría de al arquitectura en la Escuela de París en el siglo pasado, el señor Gaudet, de quien era el texto de la clase de teoría cuando yo fui alumno. Bueno, este señor descubrió que había varias capas de pigmentos en la piedra que se habían metido en los poros y que la acuarela que le encontraron era una especie de goma arábica, con la que se pintaba con el propósito de poder quitarla con una esponja. Esto se hacía cada año, cada dos años, cada 10 o 20 años, de manera qeu sobre cualquier superficie se puede pintar.”
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Sobre cualquier superficie se puede pintar, pero hay que preparar, construir esa superficie —como superficie para ser pintada: el subjetil—, y si se trata de un muro, esto es, de arquitectura, la construcción de la superficie implica, de cierto modo, la reconstrucción de la arquitectura como arte y, de paso, de toda la civilización, pues “la ausencia de pintura y de escultura —escribió O’Gorman— es una de las modalidades desorbitadas de nuestra desorbitada civilización.” El muralismo, pero no cualquier tipo de mural, sólo “la pintura realista monumental” —y aquí O’Gorman se encuentra con Vitruvio: “no podemos aprobar ninguna pintura que nosea similar a la verdad (similes veritati)”— puede recuperar la categoría de arte para la arquitectura —despojada de decoración gracias, en parte, a “un principio mecánico que es a su vez reflejo de la Revolución Industrial” y reducida a ingeniería por el funcionalismo. En la lógica de O’Gorman, el proceso de reconstrucción de la arquitectura como arte, pues, equivale al proceso de preparación de su superficie para recibir la pintura, es decir, a la transformación del muro en mural.

A partir de esta visión de O’Gorman, el pintor, no es de extrañar la violenta distancia que toma del otro O’Gorman, el arquitecto, en relación a Le Corbusier —quien, durante todas u vida, luchó por que se le reconociera su calidad de pintor al parejo que la de arquitecto. En una carta de 1932 al arquitecto, periodista y escritor ruso Victor Nekrasov, Le Corbusier escribió:

“Ustedes tienen en Moscú, en las iglesias del Kremlin, muchos frescos bizantinos magníficos. En algunos casos, estas pinturas no socavan la arquitectura. Pero no estoy seguro si se le suman; ese es el problema con los frescos. Acepto el fresco no como algo que le da énfasis al muro, sino al contrario, como un medio para destruir al muro con violencia, para remover cualquier noción de estabilidad, peso, etc. Acepto el Juicio final de Miguel Angel en la Capilla Sixtina, que destruye al muro; y acepto también el techo de la Sixtina, que completamente distorsiona la noción misma de techo. El dilema es simple: si los muros y el techo de la Capilla Sixtina se hubieran querido preservar como forma, jamás debieron haber sido pintados con frescos; esto significa que alguien quiso remover para siempre su carácter arquitectónico original y crear algo más, lo que es aceptable.”

El carácter arquitectónico original de los muros y techos, de las formas y los espacios, su condición de objetos verdaderos que irradian poder, sale a la luz —como pedía Le Corbusier en su famosa Ley de Ripolin— bajo una capa de pintura blanca que anule cualquier posible expresividad simbólica. “Cada ciudadano —prescribía Le Corbusier en esa ley— deberá remplazar sus tapices, sus damascos, sus papeles pintados por una capa pura de ripolin blanca.” Le Corbusier continúa dando una muestra de que su purismo estético no estaba lejos de un puritanismo moral: “limpiemos en casa (chez soi): no hay ya ningún rincón sucio, ningún rincón sombrío: todo se muestra como es. Después nos limpiamos a nosotros mismos (en soi), pues tomamos la vía de negarnos a admitir cualquier cosa que no sea lícita, autorizada, querida, deseada, concebida: no se actúa más que cuando se ha concebido” —recordemos aquí, de nuevo, la diferencia entre arquitectura y construcción para Boullée.

 

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La posición de Le Corbusier, su defensa del muro blanco —puro y objetivo— refuerza en parte la doble definición de la arquitectura moderna en dos frases, según O’Gorman, aparentemente contradictorias pero que en realidad se complementan:” “la casa es la máquina para habitar” —de donde se deduciría la innecesaria expresividad del muro— y “la arquitectura es el juego magnífico de los volúmenes geométricos bajo la acción de la luz” —de donde su necesaria pureza traducida en la blancura recetada. Por otro lado, la actitud del mismo Le Corbusier hacia el muro y el color parece contradecir su propia ley. Desde los muros policromados de sus proyectos hasta el diseño de los muestrarios de color para papel tapiz —claviers de couleurs— para la compañía suiza Salubra en 1931. Aunque tal vez el caso más extremo sea la guerra —como la califica Beatriz Colomina— declarada a la arquitectura por Le Corbusier en la casa E.1027, diseñada por Eileen Gray para ella y su marido, Jean Badovici, entre 1926 y 1929. Entre 1937 y 1939, Le Corbusier pintó su primer mural en la sala de la casa d Gray, tras que Fernand Léger pintara uno el año anterior en el patio adjunto. “Con base en esas intervenciones —explica Caroline Constant—, Badovici proclamó que él, Léger y Le Corbusier redescubrieron la gran tradición pictórica de la pintura espacial mientras que «reunidos frente al muro del patio, se nos ocurrió una idea: destruir los muros mediante el uso de pintura.»” Aunque parezca contradecir la visión redentora del mural para O’Gorman, siguiendo por supuesto a Rivera, para Le Corbusier, según Colomina, el mural se trata de “un arma contra la arquitectura, una bomba.”

También Léger —quien cuenta haber discutido frecuentemente en Montparnasse con Trostky sobre el “emocionante problema de una ciudad colorida”— habla de los efectos del color y la pintura en la arquitectura, en abierta contraposición al Le Corbusier de la Ley de Ripolin:

“El papel decorativo comenzó a desaparecer los muros. El muro blanco desnudo apareció de pronto. Un obstáculo: sus limitaciones. La experiencia será capáz de llevarnos hacia el espacio coloreado. El espacio que llamaré el «rectángulo habitable» será transformado. El sentimiento carcelario de un espacio constreñido, limitado, cambiará al de un «espacio colorido» sin límites. El «rectángulo habitable» se convierte en un «rectángulo elástico.» Un muro azul pálido se retira. Un muro negro avanza, un muro amarillo desaparece. Tres colores bien seleccionados dispuestos en contraste dinámico pueden destruir al muro.”

Incluso en la arquitectura más abstracta, en el sentido negativo que le da O’Gorman —de Mies van der Rohe al Estilo Internacional— se producirá una batalla entre la discusión del muro como estructura y espacio y su puesta en escena simbólica. Según Gevork Hartoonian, la mayor intención de Mies fue “disociar en el muro todas sus dimensiones figurativas y connotativas hasta que significara solamente un muro.” En el caso de Mies, dice Eric Lum, los muros con toda su expresividad material, “actuaban como un elemento más dentro del esquema general de superficies construido por el arquitecto:” si el muro era un mural sería por su propia expresividad, más allá —o más acá— de la “representación” y el “simbolismo.” Lum cuenta que, en 1950, el galerista Samuel Kootz organizó la muestra El muralista y el arquitecto moderno. “El pintor moderno está en una constante búsqueda de muros,” dijo Philip Johnson. Kootz buscaba “«impulsar el uso de artistas modernos por arquitectos» ilustrando cómo el trabajo mural podía ser incorporado en la arquitectura moderna y así aumentar la percepción y la aceptación públicas de la abstracción como el vocabulario visual de la alta cultura.” Para los pintores implicados en dicha búsqueda, el riesgo de que su pintura terminara siendo mera superficie decorativa —en nada diferente a las vetas de los muros de mármol en Mies— era demasiado grande. La pintura corría el riesgo de volverse superficial e insignificante. Riesgo que O’Gorman creía saber cómo evitar.

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