Carme Pinós. Escenarios para la vida
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30 octubre, 2015
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
El pasado año se celebraba en el Museo Tamayo una exposición llamada El teatro del mundo. Enfocada en la arquitectura, tomaba como punto de partida las villas Potemkin. La historia dice que, en 1787, Grigory Potemkin mando construir en las recién conquistadas tierras de Crimea, una serie de pueblos que no eran más que fachadas, cascarones vacíos de contenido que intentaban mostrar una supuesta prosperidad de aquellos territorios ante la reina Catalina II. Este origen mítico de la exposición tenía su continuación en las ferias mundiales y olimpiadas, donde la arquitectura se ponía a disposición de la imagen y la pantalla. Bien lo sabía Albert Speer, arquitecto personal de Hitler, cuando convirtió los eventos propagandísticos del Tercer Reich en pura escenografía, una que produjera tal pequeñez al espectador que, abrumado, debiera rendirse a la evidencia del poder alemán.
Años después de sus primeros trabajos de luz y color, en 1937, Speer proyectó el Pabellón de Alemania de la Exposición Universal de Paris. Situado frente al pabellón de la URSS, competía con éste, por ser el más grande y monumental de toda la muestra. Y junto a ellos, mucho más silencioso, se encontraba el realizado por Sert para la República Española –de un país por entonces en guerra– en cuyo interior podía disfrutarse la más célebre creación de Pablo Picasso, el Guernica. Años antes, este tipo de eventos habían podido disfrutar de destacados ejemplos para la historia de la arquitectura como el pabellón de Lúcio Costa, Oscar Niemeyer y Paul Lester Wiener en Nueva York (1939), el de Mies en Barcelona (1929), el de Melnikov en París (1925) o el Pabellón de Cristal de Bruno Taut (1914). Unos y otros, independientemente de su forma o su ideología se convertían en mecanismos de difusión, donde la forma, el material e, incluso, el espacio, debían hablar de un ideal nacional y progreso.
Hoy, en el mundo global del capitalismo y la hiperdifisión de la imagen, los pabellones, más que mostrar intereses nacionales a través de las formas arquitectónicas, los reducen a simples gestos y fachadas que permiten el consumo rápido. Ya no se trata de construir discursos más o menos elaborados a una población que aspiraba a descubrir lugares que le eran inaccesibles, sino de mostrar una imagen simple, casi caricaturesca, que resuma la complejidad de un país, sea en forma de casita, de palacio o de tamal. El pasado viernes, Día del trabajador, se inauguró en Milán la –de momento– última Exposición Universal. Mientras la ciudad sufría protestas en las calles, el recinto cerrado que acogía la expo se convertía en una especie de fiesta al consumo (de países).
Si bien es cierto que las exposiciones universales de este tipo, enfocadas en un tema aparente –en este año la alimentación– tendrían por objetivo construirse como un foro desde el cual mostrar las ultimas novedades y avances en torno al mismo, esta intención aparece opacada por una superficialidad que envuelve todos los espacios a modo de piel caduca cuya durabilidad no va más lejos de unos meses. Esto es, al menos, lo que desprenden las fotografías que circulan ya a través de los blogs y las redes sociales.
Milán no es el único ejemplo de esto. En 2010, en Shanghai, los países, apoyados en la mano de obra barata que ofrecía aquel país, competían por atraer la mirada de las inversiones chinas, llenándose de formas extravagantes que luego han quedado en el olvido. Frente a esto, Milán parecía apuntar bien. Detrás del proyecto del masterplan se encontraban nombres como Herzog y de Meuron, William McDonough, Richard Burdett o Stefano Boeri, que debían evitar que la exposición se convirtiera en puro espectáculo. Sin embargo, y ante la imposibilidad de transgredir este tipo de eventos, todos ellos acabaron por abandonar el proyecto en 2011. En una reciente entrevista en Uncube, Jacques Herzog lo describía como una feria de las vanidades “con el único objetivo de atraer a millones de turistas”, una total “perdida de dinero y recursos”. Su crítica es clara: “Hay una increíble variedad de temas globales que deben ser abordados y llevados a la palestra y el formato convencional con pabellones nacionales que compiten por premios de diseño no puede ofrecer eso”.
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