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Columnas

El dedo del arquitecto

El dedo del arquitecto

26 octubre, 2014
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

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Frente a lo que pasa hoy en México en estos días comentar el ridículo gesto de Frank Gehry tiene, tal vez, poco sentido, pero el caso es que el viejo arquitecto señaló a los cielos con el dedo medio en una conferencia de prensa en Oviedo, a donde viajó a recibir el premio Príncipe de Asturias de Artes de este año. Nacido en Canadá como Frank Owen Goldberg, desde 1947 vive en California y en 1956, por sugerencia de su esposa, cambió su nombre por el que hoy conocemos. El cambio de nombre no fue como el de Charles-Edouard Jeanneret-Gris, convertido en Le Corbusier en 1920, buscando un seudónimo artístico que se convirtiera casi en una marca, o el de Ludwig Mies quien, en 1921, agregó un holandés y aristocrático van der antes de su apellido materno para, igual que Le Corbusier, dicen, reinventarse, o, también, el caso de Jon Nelson Burke, quien junto a su hermano Cleve y los hermanos Marzicola bautizaron a su compañía de diseño y construcción como Craig Ellwood, nombre que finalmente terminaría siendo el auténtico de Jon. Frank cambió el Goldberg a Gehry, según se lee en Wikipedia, para evitar el antisemitismo.

A Gehry, dice El País, le preguntaron qué opinaba de quienes piensan que su arquitectura es espectáculo. La respuesta fue la de la foto: apuntó hacia arriba con el dedo medio. Tal vez equivocó el dedo. Quizá su índice no respondió y lo que realmente quería era señalar al Gran Arquitecto como culpable original de que la arquitectura se haya vuelto espectáculo. Quizás pensaba en la Sacra Congregatio de Propaganda Fide, establecida en 1622 por el Papa Gregorio XV para propagar la fe y resistir el embate de las iglesias protestantes. El efecto arquitectónico más notable de la propaganda fue el desarrollo y la difusión del barroco: una arquitectura espectacular, sin duda —el diccionario de la Real Academia define espectacular como ostentoso y aparatoso: desmedido, exagerado, pero habría que leer aquí, entonces, a Severo Sarduy: “poco se ha denunciado el prejuicio persistente, mantenido sobre todo por el oscurantismo de los diccionarios, que identifica lo barroco a lo estrambótico, lo excéntrico y hasta lo barato, sin excluir sus avatares más recientes de camp y de kitsch.

Pero Gehry no responde enfadado al calificativo de barroco —que lo es mucho más en su extraordinaria casa de Santa Mónica que en el aparatoso, desmedido y exagerado Guggenheim de Bilbao— sino al de que su arquitectura sea espectáculo. Da la impresión de que no sólo el que interroga sino también el que responde, Gehry, tiene una noción negativa del espectáculo. Como si ambos hubieran interpretado del mismo modo a Guy Debord para quien “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino la relación social entre personas mediatizada por las imágenes.” Debord también dijo que “el espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana, es decir: social, como simple apariencia” —aunque cuando Debord habla del espectáculo como “la reconstrucción material de la ilusión religiosa,” podríamos sin duda pensar, de nuevo, en la propaganda y en el barroco.

Así, cuando Gehry se enfada por que califiquen su arquitectura de espectáculo es porque piensa, como Debord, que contra el espectáculo, hay otra forma de hacer —arquitectura o lo que sea— que refleja o, más bien, expresa lo esencial, lo verdadero, lo auténtico, lo que subyace a las apariencias y que éstas traicionan. En su ensayo Contra Debord, Frédéric Schiffer dice que “la noción de espectáculo sugiere que la «esencia» del hombre se ha perdido en el flujo del tiempo desde el advenimiento del modo de producción y de intercambio mercantil.” Las apariencias engañan —así la retorcida cubierta de titanio que esconde más aire del que auténticamente ocupa el museo. Schiffer piensa distinto. “Por mi parte, dice, me inclino a pensar que era antaño —cuando los hombres tenían la pretensión de fabricar objetos y obras marcadas con el sello de la eternidad, que servían, por lo tanto, para enmascarar lo efímero y lo aleatorio— cuando los productos eran, de hecho, «espectaculares». Ahora que los hombres fabrican a la ligera productos inmediatamente consumibles, la verdad se restablece: todo lo que se había representado como lejano —lo divino, el poder, la riqueza— se vive directamente. Destinada a las modas, a la gozosa repetición de lo nuevo, la mercancía abole la distancia infranqueable de los trasmundos metafísicos y consagra la única temporalidad del instante. Tan pronto como se produce, ya es lo bastante vieja para morir.” Schiffer agrega que “lo único que le falta a la mercancía es la fecha de caducidad del placer que procura.”

A Gehry tal vez le moleste que califiquen su arquitectura como espectáculo porque supone que la coloca en el lado opuesto a, digamos, San Pedro o el Panteón, obras erigidas para la eternidad, que no pierden valor cuando cambian los valores de la época en que se construyeron. Pero para Schiffer, el espectáculo está en pretender que nada cambia, que hay algo que permanece y que los valores trascienden las valoraciones. Ahí está el engaño, en la negación de la precariedad de la apariencia y en la afirmación de lo permanente. Tan espectáculo serían entonces las pirámides y al Partenón como el Guggenheim, sea el de Wright o el de Gehry.

El problema de esa arquitectura no es, entonces, que resulte espectacular, sino el tipo de espectáculo que nos presenta. Cuando en 1929 Georges Bataille escribió el artículo Arquitectura para el diccionario de la revista Documents, aclaró que “la arquitectura es la expresión del ser mismo de las sociedades, de la misma manera como la fisonomía humana es la expresión del ser de los individuos. Sin embargo —agregó— es sobre todo la fisonomía de los personajes oficiales (prelados, magistrados, almirantes) a la que se debe referir esta comparación. En efecto, sólo el ser ideal de la sociedad, aquél que ordena y prohibe con autoridad, se expresa en las composiciones arquitectónicas propiamente dichas.” El dedo levantado responde, pues, al dedo en la llaga: el espectáculo no es el problema, sino justamente lo contrario: la arquitectura que niega su carácter de apariencia —de fachada, en cierto sentido— para presentarse como “el ser ideal de la sociedad, aquél que ordena y prohibe con autoridad.”

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