Gobierno situado: habitar
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31 marzo, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En un texto titulado Geometría y abyección, Victor Burgin trazó una brevísima historia del espacio en occidente. Primero, dice, el espacio estaba organizado vertical y jerárquicamente. Un espacio cerrado, clausurado y ordenado desde arriba y desde afuera por algo que lo trasciende. A éste espacio le sigue otro, el espacio moderno: horizontal, homogeneo. Si el espacio clásico, vertical, es uno donde los lugares le dan sentido a aquello que los ocupa: cada cosa está localizada, el espacio moderno es, como lo definió Descartes, pura extensión: “es predominantemente aquel que atravesamos (por ello consideramos que el preso dispone de poco).” A esos espacios sigue, explica Burgin, el espacio posmoderno. Uno en el que la velocidad de transporte ha sido sustituida por la velocidad de transmisión o, dicho de otro modo, la distancia por la demora: cuánto tardan los datos en llegar de un punto a otro –puntos a los que sería exagerado seguir llamando lugares. Ese espacio ya no es ni vertical —jerárquico– ni horizontal –homogéneo– sino plegado, replegado, digamos incluso complicado.
René Descartes nació en La Haye en Touraine, hoy rebautizada La Haya-Descartes, el 31 de marzo de 1596. El Discurso del Método fue el primer libro que publicó, el 8 de junio de 1637, en esa misma ciudad y en un principio de manera anónima. En el segundo capítulo, aquél que en su traducción al catalán Xirau tituló el Racionalismo, Descartes nos cuenta que, estando en Alemania, pasaba el día entero encerrado en su habitación, con todo el tiempo libre necesario para entregarse a sus pensamientos, entre los cuales, dice, uno de los primeros fue que no hay tanta perfección en aquellas viejas ciudades que han llegado a ser, con el tiempo, grandes urbes, como en las construcciones regulares que un ingeniero realiza según su fantasía en un plano. Para Descartes, aunque no lo diga así, “el mal probablemente es el tiempo”. Toda su filosofía, según afirma Jean Wahl, “parece estar dominada por captar, en la medida de lo posible, las cosas en el instante. Pienso luego existo no implica ninguna sucesión temporal: pensar y existir se dan juntos en un instante fuera del tiempo. Por eso escribe Sylviane Agacinski que la invención racional –y no hay otra que lo sea más que ese instantáneo sujeto cartesiano– “sugiere la idea mítica de una creación hecha de golpe, como en un presente puro. todo pasa –añade– como si esta intervención se atribuyera a un pensamiento él mismo fuera del tiempo, como si el pensamiento inventivo no estuviera sometido al régimen de la temporalidad.”
En 1965 Christopher Alexander publicó su ensayo La ciudad no es un árbol. “El árbol de mi título —dice Alexander— no es un árbol verde cubierto de hojas. Es el nombre de un cierto esquema mental” —aquél que divide para siempre la sustancia del mundo en parejas opuestas relacionadas por una conjunción disyuntiva: vivo o muerto, abierto o cerrado, racional o irracional, hombre o mujer, ciudad o campo. En el caso de las ciudades, Alexander habla de dos tipos de ciudad. Hay las ciudades naturales —no que sean un producto natural sino que siguen su propia naturaleza, es decir, crecen poco a poco, se transforman en y con el tiempo— y las ciudades artificiales, aquellas que para Descartes eran superiores a las primeras. Alexander, al revés que Descartes y casi como cualquier persona, prefiere Venecia a Brasilia, Florencia a Chandigarh y preferiría San Angel al Pedregal o a Tlatelolco. No sólo es un tema de la pátina del tiempo, del carácter pintoresco o reconocible frente a la innovación radical. Según Alexander, con el tiempo en las ciudades naturales se van tejiendo relaciones que las hacen más complejas, las enredan –las vuelven semiretículos dice él, rizomas dirían Deleuze y Guattari. En ellas hay múltiples conexiones. La plaza es jardín y también mercado los miércoles y teatro cuando hay fiesta. La ciudad que quiere Alexander, no es la ciudad jerárquica de la concepción antigua del espacio, como dice Burgin, ni la moderna, instantánea como la sueña Descartes, sino compleja y complicada. El problema de esos espacios complicados los explica el mismo Burgin, pues “en el ámbito político un equivalente de los espacios replegados de las tecnologías de la información es el terrorismo” —y su contracara: la sobre-vigilancia intensiva y nuestra condición de sospechosos perpetuos— mientras que “en el ámbito económico, lo es la tendencia del capitalismo multinacional a producir irrupciones del primer mundo en países del tercer mundo, a la vez que crea bolsas del tercero en los países desarrollados.”
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