Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
22 noviembre, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En un pequeño libro titulado El papel del instante en la filosofía de Descartes —dedicado a Henri Bergson, el filósofo de la duración— Jean Wahl explicó que la filosofía de aquél no podría entenderse cabalmente sin comprender la concepción que tenía del tiempo. Según Wahl, Descartes desconfiaba de la memoria, de los conocimientos acumulados cuya certidumbre no venía dada por la propia experiencia —y esa es otra de las grandes invenciones de Descartes: hacer de la experiencia algo personal, íntimo. Descartes duda y duda de todo, incluyendo lo que ve, lo que oye, lo que siente, hasta que, en la duda, se le revela que no puede dudar de eso mismo: de que duda y por tanto de que piensa y que si piensa, es. Pienso: soy, el cogito ergo sum no es un razonamiento, dice Wahl, no es un discurso como el que enuncia su método sino una intuición: “la afirmación de una certidumbre instantánea, un juicio, un razonamiento condensado en un instante.” Descartes, el filósofo que según algunos inaugura la modernidad y que sembró la semilla del individualismo contemporáneo es, también, un filósofo del instante.
https://www.youtube.com/watch?time_continue=360&v=j5Wu3kOJ3Fs
Este año Luciano Concheiro (Ciudad de México, 1992) resultó finalista al Premio Anagrama de Ensayo con su libro Contra el tiempo: filosofía práctica del instante. La experiencia del tiempo, nos dice, se ha acelerado. Lo vemos a diario, o casi no, porque va demasiado aprisa para percibirlo. La lógica del capital —producir, consumir y volver a producir para empezar de nuevo— se ha acelerado y todo hoy es una mercancía perecedera, destinada a ser remplazada lo antes posible por la última novedad. Todo. La ropa, claro, pero también la información y nuestra propia imagen registrada en las fotografías que nos identifican en las redes. “El capitalismo contemporáneo se ha convertido en un turbocapitalismo,” dice Concheiro. Un capitalismo acelerado, sí, pero también un capitalismo de la turba, de las masas arrastradas por esas fuerzas, entre cuyos efectos está la erosión de la memoria. Una sociedad acelerada no tiene historia porque es un lastre para avanzar, como supo dadá a principios del siglo pasado; pero tampoco tiene futuro, como reveló el punk. Su tiempo es el presente persistente e insistente del que parece imposible escapar.
Si hubiera una salida, no es oponer a la aceleración la lentitud. La lentitud es sólo otro tiempo, explica Concheiro, que finalmente será absorbido —y acelerado— por el sistema de flujos del capital. No hay que alentar el paso del tiempo: hay que detenerlo, ir en su contra: ahí el instante. Concheiro ve al instante como una forma de resistencia, tangencial, le llama, o acaso menor. Un escape esporádico de la aceleración que no busca transformar al mundo ni cambiar al sistema desde dentro sino vivir transitoriamente fuera de él. Un acto subversivo inasimilable por el sistema por ínfimo y que tiene efecto, la mayoría de las veces, sin cómplices. Casi cartesiano, Concheiro concibe al instante como un acto personal, una experiencia que nadie puede tener por nosotros” y, “por eso mismo, incomunicable.” La diferencia con el cogito cartesiano es que si ahí, según explica Enrique Lynch, la certidumbre es, literalmente, el subproducto de la reconstrucción de una historia de vida —lo que el Discurso tiene de autobiografía—, aquí la vida se cuenta por instantes: no una historia, una epifanía, una imagen, casi un aforismo: la primera manifestación como niño dormido en una carriola; corte; otra manifestación, adolescente con el rostro cubierto enfrentando a los policías. El tiempo salido de sus goznes: la fórmula de Shakespeare que Deleuze utiliza para explicar a Kant: “el tiempo ya no se relaciona con el movimiento que mide” —¿la aceleración o, al contrario, la lentitud?— “sino que el movimiento sigue al tiempo que lo condiciona.” Un instante que no surge de la duda sino que propicia la afirmación.
El instante es para Concheiro, pues, una revelación, un punctum que nos permite escapar a la aceleración que nos impone el sistema social, político y, sobre todo, económico en que vivimos. Un momento, brevísimo, de ebriedad y de fiesta —que, según Bataille, “es por sí misma negación de los límites de la vida ordenada por el trabajo”. No se da en el ámbito de la política sino que ocurre en la esfera de lo privado —agrega—, lo que a quienes seguimos pensando en una comunidad o, mejor, en comunidades que podrían, finalmente, cumplir con la misión de transformar al mundo, acaso nos asuste; seguramente nos inquieta. Pero Concheiro advierte ser consciente de que, frente a la magnitud de la barbarie, el impacto del instante es insignificante, si bien sirve para afirmar que hay espacio para la resistencia y, más que por lo que es, lo celebra por su potencialidad: la promesa del instante.
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