¿De quién es el aire?
Al edificio que hasta hace unos años ocupaba el predio ubicado en Avenida Juárez 92 se le conocía como el [...]
9 febrero, 2017
por Ernesto Betancourt
Protesters holds signs at San Francisco International Airport to denounce President Donald Trump's executive order that bars citizens of seven predominantly Muslim-majority countries from entering the U.S., Monday, Jan. 30, 2017, in San Francisco. (AP Photo/Marcio Jose Sanchez)
…Atenas había conquistado a lo largo de todo el siglo V a.c. grandes espacios de libertad; tantos que a veces olvidamos que fueron conquistados con cautela y esfuerzo ente a la intolerancia, a la ambición y el abuso que han imperado siempre en toda sociedad.” *
Santuario: 1. m. Templo en que se venera la imagen o reliquia de un santo de especial devoción. 2. m. Parte anterior del tabernáculo, separada por un velo del sanctasanctórum. 3. m. Col. Tesoro de dinero o de objetos preciosos que se guarda en un lugar.**
La noción de “santuario” siempre ha estado asociada con una idea de lugar, la santidad o sacralidad no puede vagar errante, requiere puntos fijos de referencia. No hay santuario sin lugar. Todo santuario está ubicado, situado, anclado a un sitio. No hay santuario sin rito ni topos.
El lugar no nace santo. El carácter sacro se adquiere: la epifanía, la conmemoración o la inhumación, son algunas de las causas que transforman un lugar cualquiera en un destino. El sitio queda investido ante un suceso asociado generalmente a la divinidad y queda marcado en una geografía sacra. Por mucho tiempo la sacralidad y la arquitectura formaron un binomio indisociable, si bien la consagración de un lugar no requiere en principio “arquitecturarse,” muy pronto en la historia de la civilización, templos, tumbas, mastabas y tabernáculos se conjugaron con el paisaje natural y con constructores para darle forma física y hospedar lo sacro. Millones de peregrinos acudieron por siglos a la Acrópolis, a Chartres, a San Marcos, a Jerusalem o a la Meca, con la ilusión de con-fundirse y comulgar en esa atmósfera “sacra” y recibir alivio y promesas. Santificarse, así fuese por un momento, originó innumerables flujos de peregrinos y migrantes y aun siguen acudiendo millones de personas a redimirse a esos mismos lugares.
Arquitecturas magníficas se erigieron como santuarios e hicieron que lo sagrado se volviera palpable y visible. Bajo sus bóvedas y cúpulas era posible alentar epifanias y conectarse con la divinidad. La historia de la arquitectura y las ciudades corren paralelas a la historia de los santuarios. Con la modernidad y al tiempo, la arquitectura perdió sacralidad y ganó secularidad, su representatividad tectónica mudó hacia lo civil y al mismo tiempo muchos santuarios comenzaron a servir al fanatismo, a la superstición o al consumo de masas.
Pero otro tipo de sucesos también pueden provocar consagraciones o epifanias seculares —aun bajo el signo de la modernidad o de la hiper-modernidad. Muy recientemente, ante nuestros ojos, parece estar surgiendo una nueva forma de “sacralidad civil” y que la modernidad parecía ignorar. Tras las amenazas y exabruptos del flamante gobierno neo-fascista de Donald Trump, se intenta expulsar y marginar a migrantes e “indocumentados”, ante lo cual un buen número de ciudades, se han erigido —en voz de sus gobernantes— como “ciudades santuario.” Urbes enteras en las que dentro de su espacio político y administrativo los edictos federales para criminalizar al migrante no tendrían efecto. Es sin duda un acto de rebeldía y autonomía civil plausible y que requiere reflexión. La ciudad —la polis— parece alzarse contra el Estado-Nación, y lo que fue la primer federación de territorios libres y soberanos: Los Estados Unidos de América, podría estar naufragando entre un archipiélago de comunidades urbanas libertarias que se resisten al sectarismo de la dictadura nacionalista y populista de un autócrata. La ciudad reacciona a la ignominia.
En este temprano momento de incertidumbre, las ciudades santuarios pueden ser un espejismo o un oasis verdadero. Dependerá —como en el desierto— de si los recursos y medios que ofrezcan sean reales o imaginarios. Por ahora parece ser más una postura ética de algunos alcaldes estadounidenses que una tendencia política definida. Sin embargo, su sólo enunciado es de celebrarse y debe echar a andar una discusión sobre la función contemporánea de la metrópoli y su vocación aglutinadora. No veo casual que sea en las ciudades más plurales, autónomas y productivas, en las que se ha hecho esa proclama: sus alcaldes —políticos lúcidos y osados— honran y certifican que son en las ciudades donde se producen y se albergan los valores y logros más certeros y distintivos de la humanidad. ¿Tendrán éxito contra el maniqueísmo fascista de lo blanco contra lo negro?
¿Después de la ciudad industrial, la ciudad jardín, la ciudad radiante, la ciudad genérica, la ciudad temática, surgirá la ciudad santuario? ¿Estaremos ante el nacimiento de una federación de Ciudades-Estado y el debilitamiento del Estado-Nación? La sacralidad confluye con los derechos humanos y se asienta en la ciudad liberal.
¿Qué características o qué condiciones deberán poseer estos centros de acogida de seres humanos sin polis, “cityless people”: ciudadanos “sin papeles” cuya identidad brota de lo más intimo: de sus genes expuestos por el color y el olor de la piel, su idioma y los respectivos dioses a los que veneran, no de certificados de nacimiento o visados diplomáticos. Si la ciudad santuario ha de convertirse en una realidad —y creemos que sí— deberá ser heterogénea y heteróclita. Más que una morfología específica, la ciudad-santuario poseerá una ontología y una axiología. Será multirracial y plurilinguistica por necesidad, global en la oferta de servicios u oportunidades, local por la demanda limitada de su espacio, será autosuficiente e impensable sin el libre mercado en el que los recién llegados puedan insertarse sin más trámite que comprar y vender. La regulación urbana solo podría admitir el uso mixto para su suelo, pues tiene que ser opuesta a la segregación. Así quizás podríamos ver el fin del pernicioso “zoning”. Debe ser necesariamente laica, la multiplicidad de credos requiere de la laicidad civil que es lo único que protege la fe diversificada. Y por supuesto democrática, parlamentaria y abierta. En la ciudad santuario se invierte el proceso gentrificador o quizás sólo sea un modo distinto de gentrificar: la densificación de los excluidos.
Lugares privilegiados, alivio y promesas, han sido los componentes constantes de los santuarios, por ahora solo un puñado de ciudades americanas: Nueva York, San Francisco, Houston, Los Angeles, entre otras, pueden ofrecer algo de ello. Es posible que algunas otras ciudades fuera de los Estados Unidos puedan sumarse: Londres, Paris, Tijuana, Ciudad de México o Berlin, y así comience a construirse una red de santuarios como los que existen para escritores o perseguidos políticos. Tal vez aun sea mucho pedir y falta para saberlo. Las ciudades no son autónomas del todo, las que más, y las que menos todavía dependen de fondos y programas federales. Pero la ciudad moderna: la metrópolis del capitalismo avanzado, puede devenir como el nuevo motor de progreso y resguardo que va a requerir el planeta ante los desequilibrios de mandatarios estúpidos, el desbalance ecológico y la desigualdad económica. También cabe la posibilidad de que el riesgo de sobre-congestión, déficit, recortes de fondos federales y pugnas internas desborden y aborten lo que hasta ahora parece la única iniciativa esperanzadora en un imperio en decadencia. Sin embargo hay que apostarle a la iniciativa, mantener la atención y la voluntad para hacer de nuestras ciudades nuevos lugares privilegiados de sacralidades múltiples, civiles, urbanos, lugares de refugio y de libertades plenas. Pudiéramos llegar a ser testigos y actores de una nueva etapa en la evolución milenaria de los centros urbanos.
*Olalla Pedro, Grecia en el aire. Acantilado, 2015.
**Diccionario de la Real Academia Española.
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