¿De quién es el aire?
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¡Felices fiestas!
1 febrero, 2014
por Ernesto Betancourt
El término “vecinocracia” no existe, preferiría usar oligarquía o plutocracia, pero el neologismo se ha impuesto en el uso cotidiano de ciudad de México para designar al poder de pocos —es decir oligárquico— que de facto ostentan o intentan ejercer (a veces con éxito) unos cuantos, basado en una supuesta vecindad o carácter vecinal que no siempre queda muy claro de dónde surge, quién pertenece a él, quién no, o cómo se ejerce.
Grupos más o menos organizados, más o menos representativos, más o menos homogéneos cuyo común denominador es el de situarse en un ámbito geográfico definido en el imaginario territorial de una ciudad se denominan “vecinos” a fin de ejercer casi siempre sus derechos y pocas veces sus obligaciones. Agrupaciones frecuentemente legitimadas por su lugar de residencia y que ostentan la denominación de vecinos “legítimos,” usualmente constituidas por aquellos que no sólo poseen la residencia en el sitio determinado sino que son a su vez propietarios —excluyendo a los que ahí trabajan, alquilan o incluso transitan por ahí. Sean barrios, colonias, unidades habitacionales o asentamientos informales, los propietarios-residentes (que por comodidad seguiremos llamando “vecinos”) se agrupan en una o varias de estas asociaciones, más o menos formales y también más o menos antagónicas entre si por diversas causas, que intentan tomar el lugar de una autoridad que a su entender —y, paradójicamente como ellos mismos— no siempre es legítima, representativa o eficaz.
Aquí sostendré que la vecinocracia es la otra cara de la moneda de la ineficacia legal de la autoridad civil constituida, principalmente de las demarcaciones políticas de ciudad de México llamadas Delegaciones, ambas atrapadas y entrampadas casi siempre en un juego perverso de complicidades, rivalidades, mezquindades y muy a menudo autoritarias las dos.
Nadie en su sano juicio dudaría en otorgar y escuchar la voz de los ciudadanos, los conglomerados urbanos requieren de una permanente comunicación entre gobierno y gobernados y es indiscutible que el diseño de políticas públicas y su operación no sólo deberá ser vigilado por los ciudadanos sino de su participación en todas sus etapas. La ciudadanía ha sido en este país desestimada por sus gobernantes de cualquier signo político por muchas razones —y muchas, pero muchas veces se han tomado decisiones equivocadas en nombre del pueblo, los ciudadanos o como quiera que le llamemos a los que habitan en un territorio urbanizado determinado. ¿Pero siempre es así? Lo contrario tampoco es verdad; decir que sólo los “vecinos” saben lo que les conviene en temas metropolitanos, de desarrollo o de políticas urbanas sería igualmente erróneo por decir lo menos. Entre otras cosas porque lo propio de las ciudades consiste en ser sistemas heterogéneos y complejos que engloban a grupos distintos muy variados de población y con intereses muchas veces antagónicos por edades, ingresos, etnias, ideologías, credos, profesiones, preferencias, gustos y cuantos más podamos nombrar. Suponer que todos pueden constituirse en una mayoría uniforme y que coincidirán siempre en su opinión y visión urbana es un galimatías.
Por ello los medios de representación, opinión y fiscalización que los gobiernos se han dado en el mundo son muchos y van desde el puro y llano plebiscito hasta complejos mecanismos de consejos, comités y colegios que votan de manera diferenciada y por temas específicos.
¿Qué sucede en ciudad de México? La Ley de Participación Ciudadana emitida en 2004 y reformada en el 2013 prevé distintos modos de representación y participación que como todo en este país suena bien en la letra pero en la realidad es poco funcional; la votación para elegir representantes es muy baja y frecuentemente los candidatos son impulsados y apoyados por los poderes partidistas y delegacionales para contar con aliados en la toma de decisiones. El resultado es que hay escasa o nula representatividad y descontento colectivo con las decisiones importantes tomadas muchas veces en su nombre por otros y los supuestos representantes. Asimismo es tan mala la calidad de los servicios metropolitanos como transporte, agua, seguridad o limpia, que los ciudadanos —furiosos, enojados y permanentemente frustrados— están en un estado de guerra contra cualquier iniciativa urbana que provenga de la autoridad (a menudo con razón) y se oponen con gritos, amenazas, marchas o plantones —frecuentemente aliados con los grupos políticos opositores a la autoridad en turno— a políticas metropolitanas, sean públicas o privadas. El griterío casi siempre ignora y pasa por encima de las leyes y las garantías que permiten, dando como único resultado la inmovilidad del desarrollo y la mejora urbana. El caso de la oposición a los parquímetros por grupos clientelares es un magnífico ejemplo de la demagogia, sinrazón e ineficacia de autoridades y “vecinos” en una opción positiva de ordenamiento del espacio público, mientras que en casos como los llamados “segundos pisos” esas mismas organizaciones demuestran su ineficacia para evitar iniciativas públicas discutibles.
La otra cara de la moneda son las Delegaciones. Entidades regionales administrativas que se han convertido en feudos disfuncionales, la mayoría de las 16 en las que se encuentra dividido el Distrito Federal son botín político-partidista, lo que complica más de lo que resuelve la dinámica urbana —además de ser en muchos casos un semillero de corrupción e intereses perversos con grupos corporativos fuera de la ley que les aportan su base electoral: ambulantes, franeleros o giros negros, por no mencionar actores mucho más perversos que actúan en complicidad con la autoridad delegacional. Cuentan con un presupuesto muy limitado que se emplea primordialmente en el gasto corriente (justo como debería ser: limpia, alumbrado, vigilancia), pero ya que los titulares usualmente emplean su puesto buscando proyectarse hacia puestos políticos cada vez más altos, intentan suplantar al gobierno ejecutivo central y emplean parte —grande a veces— de esos recursos en obras intrascendentes o innecesarias que según sea su capacidad de gestión de fondos públicos o privados harán con mayor o menor éxito. Su limitación espacio-temporal —es decir: el ámbito de su demarcación y con un tiempo de ejercicio en el mejor de los casos de tres años pero que en la realidad se limita a dos, sin reelección— debido a las aspiraciones políticas de los virreyes delegacionales, hace prácticamente imposible un ejercicio eficaz de lo que debería ser su función primordial: administrar el gasto corriente de su localidad, y somete sus acciones a la lógica de la agenda político electoral de muy corto plazo.
Pienso que ciudad de México no se debe municipalizar: son tantos los servicios compartidos de carácter metropolitano —como agua potable, drenaje, metro, energía, vialidad, ecología— que no pueden ser fragmentados ni gestionados por un poder local, sea vecinal o delegacional, rebasando los estrictamente locales. Las Delegaciones deberían servir como gestores de iniciativas metropolitanas locales y sobre todo para ejercer el presupuesto cotidiano de servicios de la demarcación. Asimismo las organizaciones vecinales deberían tener propósitos definidos: no es posible que todos opinemos de todo, todo el tiempo. La gestión ciudadana debería estar informada y ser particular, no totalitaria o arbitraria. Ello evitaría liderazgos caciquiles o agendas políticas y partidistas para la oposición o toma de decisiones de iniciativas públicas. La autoridad debe encontrar medios democráticos, justos y a-partidistas para gestionar, comunicar y construir ciudad: No siempre puede someterse todo a consulta. Las mejoras en drenaje, agua potable, ordenamiento del espacio o el metro, por ejemplo, deben ser ejercidas con toda autoridad por el poder central basados en planes racionales y bien comunicados. Sin embargo iniciativas como parques, plazas, intervenciones privadas en su entorno, complejos comerciales o proyectos de espacio público si deben admitir la opinión y el concurso ciudadano. Al día de hoy no hay medios funcionales para lo uno ni para la otro, solo ruido, oportunismo, frustración, enojo y clientelismo político.
Ciudad es sinónimo de convivencia, no de exclusión ni de segregación, no podemos permitir que gobernantes y gobernados piensen que sólo aquellos que viven y poseen bienes en un sector limitado o que fueron electos por ese núcleo poblacional son los dueños de ese espacio público y su gestión, no podemos permitir que cunda el sentimiento de vecinos como el que hace poco me dijo “yo no voy a Tepíto, no sé porque los de Tepíto tengan que venir a donde yo vivo”.
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