Sobre Antonin Raymond y su paso por México
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18 septiembre, 2014
por Juan Manuel Heredia | Twitter: guk_camello
En enero de 1934, apenas terminadas las escuelas funcionalistas de Juan O’Gorman, Diego Rivera publicó un ensayo sobre la relación entre arquitectura y pintura mural. Escrito para la revista Architectural Forum, el artículo de Rivera era un llamado a los arquitectos a aprovechar el carácter ‘funcional’ y ‘esencialmente constructivo’ del muralismo para beneficio de sus edificios. Según Rivera un fresco ‘no es simplemente un muro pintado sino una pintura que es un muro.’[1] Su ensayo proponía formas concretas de diálogo entre pintura y arquitectura: ‘si los murales se colocan sobre paneles móviles pueden ser los mejores elementos divisorios de los espacios en los edificios modernos. [Asimismo] dividiendo y redistribuyendo sus superficies en unidades geométricas, armónicas y proporcionales, pueden sin dificultad convertirse en paneles desmontables. [Finalmente] enfatizando -no escondiendo- esas subdivisiones mediante bandas metálicas se puede crear un estilo de pintura mural de tal pureza, altivez y grandeza como la del mosaico, [es decir] tan acorde con el dinamismo moderno como el mosaico lo era con la tradicional idea de estabilidad’.[2]
Como complemento de su artículo la revista también publicó un texto de A. Sanches [sic] Flores, ‘asistente técnico’ de Rivera, en donde se explicaba minuciosamente la técnica del fresco. Mientras en su ensayo Rivera se limitaba a ver la relación entre arquitectura y murales en términos de una materialidad y modulación compartida, Sanches Flores hizo algunas observaciones más profundas: ‘La importancia y el papel de la pintura al fresco es tan grande como la de la arquitectura. La arquitectura moldea y adapta sus formas a la función específica para la cual esta destinado el edificio. El papel del fresco es igualmente funcional y tiene relación directa con la arquitectura, especialmente con las funciones a las que está dedicada. La arquitectura provee los fundamentos del fresco, y [el papel] de este es decir las cosas que la arquitectura no puede decir ella misma: los propósitos pasados, presentes, y futuros del edificio.’[3] Analizando la relación entre arquitectura y pintura mural en las casas de la antigüedad romana, Clive Knights afirma de manera similar que ‘ahí donde la corporalidad arquitectónica llega a su límite [en sus tareas de representación], la materialidad pictórica la releva, y donde lo pictórico llega a su respectivo límite, la narrativa mítica lo releva. Sin embargo [añade Knights] verlo así es demasiado artificial ya que cada uno de estos niveles contribuye de manera consistente -de distintas formas y en diversos grados- a la continuidad de la experiencia. Cada nivel toma prestado del otro; cada uno articula el contenido simbólico a su manera.’[4]
Este par de observaciones hacen referencia a la reciprocidad o codeterminación entre arquitectura y pintura mural pero reconociendo una jerarquía entre ellas en donde la primera fundamenta a la segunda en sus aspectos primarios, y esta a su vez rebasa a la primera en su precisión narrativa. La continuidad entre los dos niveles no es solo física o formal (es decir de materiales, alineamientos o proporciones compartidas) sino temática y hecha presente en la experiencia misma. Dado que lo que la arquitectura ‘narra’ no se expresa solo visual o literariamente (a pesar de la dedicación de muchos arquitectos a la dimensión iconográfica y textual de sus obras), uno de los aspectos más importantes en ese tipo de síntesis artística reside en aquella ‘función’ común, función no entendida en su acepción biológica sino teatral: representación sujeta a los dictados de la propiedad y el decoro con el objeto de proveer orientación física o moral. Un ejemplo que viene a la mente es el de los murales realizados por Ambrogio Lorenzetti en 1339 en el Palacio Público de Siena.
Localizados en la Sala dei Nove (el recinto más importante del Palacio, en donde los nueve magistrados electos deliberaban los asuntos públicos de la ciudad) estos frescos son en su conjunto -y como su nombre lo indica- una ‘Alegoría del buen y del mal gobierno’. Los murales ocupan tres de las cuatro paredes de la sala. Al entrar por la puerta principal los gobernantes encaraban directamente el muro poniente y observaban la ‘Alegoría del mal gobierno’, un panorama desolador de la ciudad en ruinas producto de la injusticia y la guerra y una advertencia para ellos sobre los peligros que conlleva el ejercicio de la tiranía. Volteando a su derecha –hacia el norte- se encontraban con la ‘Alegoría del buen gobierno’, una representación de los ciudadanos de Siena unidos por el lazo de la concordia, rodeados de figuras femeninas representando las distintas virtudes cívicas y morales, todos ellos bajo la imagen protectora del bene comune (personificado como un rey barbado sentado en su trono).
Volteando finalmente hacia el muro de la entrada los magistrados podían admirar la pintura principal de la sala. Conocido popularmente como ‘Los efectos de la paz y del buen gobierno en la ciudad y en el campo’ este mural simbolizaba lo opuesto del primero y retrataba a una ciudad productiva, en armonía y con una vida pública vibrante y dinámica. Los frescos no solo se coordinaban con los movimientos corporales y rituales de los magistrados sino que estaban específicamente orientados hacia la ciudad y el condado de Siena. A pesar de no tener vistas hacia la famosa piazza de la ciudad, la ‘Sala de los Nueve’ emulaba la verticalidad del palacio público (y de su torre) mediante la figura erguida del Bien Común pintada en el muro norte en dirección a la plaza. Por su parte el muro oriente era el más beneficiado por la única ventana de la sala y recibía iluminación todo el día de acuerdo a la importancia del fresco que lo revestía. La organización y disposición general de esta pintura (así como de la opuesta) de hecho coincidía con la orientación de la sala en relación al casco urbano, el mercado y los campos agrícolas de Siena.[5]
Producto de una cultura pre-moderna, los frescos de Lorenzetti formaban parte de la rica y ubicua tradición de pintura mural en donde la ‘integración plástica’ no era tanto una búsqueda autoconsciente sino el resultado conjunto de intenciones programáticas y acuerdos tácitos entre arquitectos y pintores. Cosas similares aunque no idénticas podrían decirse de los murales de Mesopotamia, Mesoamérica o cualquier otra región del mundo en donde la orientación conservaba su primacía en las distintas formas de producción artística. En este sentido el movimiento de integración plástica mexicano del siglo XX participó de las mismas inquietudes y ansiedades de la modernidad internacional.
[1] Diego Rivera ‘On Architecture and Mural Painting’, en Architectural Forum (Enero de 1934), 3-6.
[2] Ibid. Hasta donde tengo entendido Rivera no llegó a realizar murales móviles, sin embargo su idea de los paneles desmontables la había recientemente aplicado en sus pinturas para el New Workers School de Nueva York.
[3] A. Sanches Flores, ‘The Technique of Fresco’ en Architectural Forum (Enero de 1934), 7-16.
[4] ‘Clive Knights, ‘The Spatiality of the Roman Domestic Setting,’ en Michael Parker Pearson y Colin Richards editores, Architecture and Order: Approaches to Social Space (Londres y Nueva York: Routledge, 1994), 134.
[5] Estos frescos han sido objeto de múltiples interpretaciones iconográficas pero pocas veces analizados en su contexto espacial. Para un análisis en este sentido ver Fabrizio Nevola, Siena, Constructing the Renaissance City (New Haven y Londres: Yale University Press, 2007), 5-27.
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