Las palabras y las normas
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¡Felices fiestas!
21 febrero, 2018
por Rosalba González Loyde | Twitter: LaManchaGris_
Comúnmente, el relato de la historia de las ciudades está supeditado al relato de la historia del tránsito de poder, por lo que se realizan divisiones temporales de forma paralela a los periodos de la historia política, es decir, se vinculan con procesos históricos que no necesariamente están relacionados directa y claramente con la evolución de estas. Así, tenemos declaraciones como la “ciudad en la época colonial”, “la ciudad del porfiriato” que ayudan a poner en contexto ciertos cambios, pero obvia aquellas transformaciones que son propias de las urbes y, aunque vinculadas con los contextos políticos, esos hitos o procesos son más claros al describir la historia de las ciudades; como la construcción y destrucción de infraestructura, el crecimiento poblacional o una catástrofe “natural”.
La Zona Metropolitana del Valle de México tiene una historia que se vincula de manera íntima con la geografía del lugar; su ubicación, la tipología del suelo y el sistema lacustre, todo ello relacionado con la actividad sísmica de la región. Esto último, al igual que el agua, han resultado ser relevantes no sólo en la administración de la ciudad, sino también para la construcción de identidad de la misma.
De ser posible reestructurar la historia contemporánea de la ciudad con otros parámetros fuera de los periodos sexenales de gobierno, seguramente muchos estarían de acuerdo en definir algunos de sus hitos en los sismos que han ocurrido en el último siglo. En este escenario, sin duda el de septiembre de 1985 tendría un lugar importante, porque transformó no solo la geografía de la ciudad, sino que reinventó la organización política desde la ciudadanía para administrarla.
Las normativas para las edificaciones se endurecieron y reestructuraron luego del terremoto del 85 y entonces surgieron los protocolos de emergencia que hoy conocemos. La memoria del 85, especialmente para quienes no vivimos el acontecimiento, se había convertido en un recordatorio constante de lo que había sido capaz de producir un sismo en la ciudad. La historia oral funcionaba como detonante para actuar con precaución, aunque quizá el tiempo había estado diluyendo partes de esa memoria.
Exactamente 32 años después, como homenaje violento, un nuevo sismo remecía la ciudad. El sistema sonoro de alarma sísmica anunciaba la llegada de quien ya había entrado a la ciudad con alarde; la cercanía del epicentro impidió que la alerta se activara con anticipación, como ha sucedido en otras ocasiones. Ese nuevo 19 de septiembre, la historia parecía repetirse y se desmoronaba la idea de que se había aprendido lo suficiente de 1985. Con el paso de los días, el contexto nos recordaba la vulnerabilidad de la que somos parte y nuestras instituciones lo poco eficientes que son ante la emergencia.
Roberto Moris, profesor del Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales de la Universidad Católica de Chile, explicó durante su presentación en un evento organizado por Mejor Ciudad A.C. en el pasado mes de enero, que uno de los elementos que cambiaron para pensar la planificación urbana en Chile, fue considerar los desastres naturales como un elemento intrínseco en las ciudades chilenas y no como variable atípica, de tal forma que el paradigma chileno sobre los desastres se construye a la par que la planificación. La geografía del país sudamericano obliga a pensar en la catástrofe, el enfoque de prevención sobre el de la emergencia ha resultado más efectivo a corto y largo plazo.
Este 16 y 19 de febrero volvió a alertar el sonido a través de los parlantes. En redes sociales hubo quienes se quejaron de la histeria de otros en ambos sismos. No detallaré aquí el malestar individual que puede producir el sonido a través de los altavoces para quienes perdieron su patrimonio, para quienes perdieron a un conocido o para quienes les angustia sentirse vulnerables; sino del malestar colectivo, ese que encuentra justificación en la historia de nuestro país y lo poco efectivas que han demostrado ser las instituciones de gobierno ante la emergencia.
Así, el sonido de la alerta sísmica, ese que no todos tienen la suerte -o no- de escucharlo, ha resultado ser una alarma de incertidumbre, no porque el sistema sea deficiente, sino porque declara la posibilidad que si el sismo es destructivo para la ciudad, las instituciones no serán capaces de responder de manera eficiente y permitirá abrir nuevos procesos para seguir operando desde la corrupción, lo que devendrá en una doble destrucción.
Hoy, a cinco meses del sismo que cobró cientos de vidas en la región central del país, muchos de los damnificados aún no encuentran solución a sus demandas y, por el contrario, se han destapado casos de desvío de recursos que originalmente eran para la reconstrucción, como la entrega de tarjetas del Fonden en donde se identificó que se emitieron múltiples tarjetas con fondos que nunca fueron entregados a los damnificados, y recientemente, con los recursos asignados para la reconstrucción en la Ciudad de México, donde integrantes de la Comisión renunciaron luego de denunciar el mal manejo en la asignación de recursos.
Aun cuando la historia del país y de la ciudad nos exhibe a detalle los riesgos de habitar aquí, incluso con el relato científico de lo que puede suceder, la corrupción, combinado con una falta de visión sobre la administración, limitan mejores formas para pensar la ciudad ante estos fenómenos. De esta forma, la alerta, que ya se convierte en uno más de los sonidos típicos de la ciudad, genera mucha más incertidumbre que certezas.
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