Resultados de búsqueda para la etiqueta [Tláhuac ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 09 Jul 2024 17:03:39 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.2 A cielo (medio) abierto https://arquine.com/a-cielo-medio-abierto/ Fri, 24 May 2024 22:18:35 +0000 https://arquine.com/?p=90464 En cuestión de días será la presentación en sociedad (cosa que sucede cuando una revista, libro u otro objeto cualquiera de celulosa empieza a recorrer las calles) de Arquine 108 — Suelos, un número en el que, como dice su nombre en plural, les lectores de esta revista podrán ver proyectos y ensayos que regresan […]

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En cuestión de días será la presentación en sociedad (cosa que sucede cuando una revista, libro u otro objeto cualquiera de celulosa empieza a recorrer las calles) de Arquine 108 — Suelos, un número en el que, como dice su nombre en plural, les lectores de esta revista podrán ver proyectos y ensayos que regresan al fundamento de la vida sobre la Tierra. Bípedos o no, siempre hay un suelo debajo de nosotros, aunque pocas veces pensemos más allá de la corteza fina que nos sostiene, sin considerar las capas estratigráficas (cada vez más antropogénicas), las conexiones planetarias entre volcanes y placas tectónicas, o la inconcebible biomasa y diversidad que contiene un metro cúbico de suelo.

Volcanes, mundos subterráneos, groundscapes futuros, parques ecológicos y renovaciones que servirán como esponjas como respuesta (quizá insuficiente) frente al cambio climático, todo eso recorre una A108 —nomenclatura que usamos para hablar de los números de marras, en un afán por ahorrarnos caracteres en chats y correos electrónicos— que de cierta manera es una secuela de las ideas depositadas (metáfora terrena) en Trazas (107). A reserva de no revelar de qué tratará A109 (en el que ya hemos empezado a trabajar), puedo decir que, con facilidad, podría conformar una trilogía con sus dos hermanas más recientes; y, para más suspenso, incluso a finales de 2024 podrían completar una tetralogía con A110. Ojalá sí, ojalá no, ojalá quién sabe.

Como fuere, al terminar las revisiones, veía de nuevo algunas de las fotos, láminas y mapas de este número. Las más notables: el Naturgemälde que Humboldt hizo del Chimborazo, una imagen cosmogónica de esa cumbre andina; el Plano general de las obras de desagüe en el sur del Valle de México (1866), de M. Téllez Pizarro, en el que vemos una ciudad a punto de desecarse; o las coloridas secciones y estratos de la artista científica, o científica poetisa, Orra White Hitchcock. Pensaba en la potencia visual de A108, que incluso dejó fuera a varias imágenes excepcionales. 

Como una foto del volcán Xaltepec, en Tláhuac, mi alcaldía de residencia. Este volcán rojizo, de apenas 2,489 metros de altura, es una de las referencias para el skyline chaparro del oriente de la ciudad, mismo que es posible observar desde hace 10 años, sobre todo, en las estaciones de metro que corren desde Calle 11 hasta Zapotitlán. El Xaltepec es la más sobresaliente de las formaciones volcánicas que conforman la sierra de Santa Catarina, junto con el Yuhualixqui, Tetecón, Tecuauhtzin, Guadalupe y La Caldera. Son volcanes de cierta belleza sangrante, por sus laderas explotadas por la minería local de tezontle y basalto y que, durante algunas partes del año, se cubren de terciopelo verde. Cuando el sistema de lagos del noroeste del valle de México, mejor conocido como Lago de Texcoco, aún no se había desecado, esta era una zona que incluso llegó a llamarse Península de Iztapalapa. Hasta el siglo XVI, esta prolongación de tierra se encontraba entre los lagos de Xochimilco y Chalco. Fue declarada área de conservación en 1998, pero eso no ha impedido que el explosivo crecimiento urbano del siglo XXI haya convertido las faldas de esos volcanes en uno de los sitios más famosos (e infames) de la urbanización desorganizada de esta zona entre Iztapalapa y Tláhuac. 

Entre los habitantes y vecinos, esta sierra es conocida simplemente como Las minas, a secas (nadie los llama volcanes). Es posible llegar a ellas a pie o en uno de los autobuses guajoloteros que van rumbo al Estado de México y cruzan por las colonias aledañas, caracterizadas por su pésima pavimentación, iluminación dudosa y edificios de ladrillo gris expuesto. Una vez ahí, los volcanes imponen su altura y un paisaje que, más que distópico, parece liminal: como si uno saliera de la ciudad del todo, allí es posible recorrer paisajes de arena roja y rocas de diversa coloración, al tiempo que ve un constante trasiego de maquinaria pesada y vehículos blindados (de militares, narcos y lo que sea). El Xaltepec, pese a esto, tiene algo de legendario: para niños que tienen en sus túmulos y colinas el mejor parque para bicicletas; por la facilidad con la que uno puede encontrarse pertenencias personales (se afirma que por ser desechos de basura); o por los incendios en su cima, que dan la impresión de que el volcán ha vuelto a despertar. Yo mismo he paseado por ahí, sobre todo alrededor del Yuhualixqui, que corona, por así decirlo, las colonias San Lorenzo Tezonco y La Estación. Es fácil encontrar en esos parajes de arena roja, que en la noche parecen llevar a un desierto lejano, credenciales extraviadas, ropa, basura y, por supuesto, huesos y cenizas.

Todo esto viene a cuento por la reciente controversia en la que, se supone, se halló un crematorio a cielo abierto en el volcán Xaltepec. La denuncia la puso Ceci Patricia Flores Armenta, fundadora del colectivo Madres Buscadoras de Sonora. Tras una llamada anónima, la activista se dirigió al Xaltepec y, tras algunas pesquisas, anunció por medio de su cuenta de X el hallazgo de un lote calcinado, rodeado de pertenencias personales. El escándalo fue inmediato, en gran parte por la reputación de Flores quien, desde la desaparición de sus hijos Alejandro Guadalupe Islas Flores (en 2015) y Marco Antonio Sauceda Rocha (en 2019) , ha atravesado el país de sepulturas comunes que es México para desenterrar todo tipo de fosas clandestinas. La autora de Madre buscadora. Crónica de la desaparición (Fondo Blanco, 2023) abrió el caso como noticia criminal y, para el 19 de abril de 2024, las autoridades ya habían realizado acciones de búsqueda a lo largo de Las Minas.

Como Pablo Ferri refiere en una crónica reciente (El País México, 11 de mayo de 2024), el caso ha sido casi descartado. El consenso pericial es que los restos óseos tienen un origen animal, sobre todo perros, y que los documentos y objetos son sólo basura. Restos que han llegado de muchas partes de la ciudad a esas laderas que, por otro lado, sirven a corredores y hasta a un rancho balneario, el Parque Xalli, que tiene palapas y una tirolesa. En este territorio que comparte con Iztapalapa los índices de criminalidad y parte de su cultura urbana, la noticia, si bien no pareció inverosímil, sí fue desacreditada por los habitantes. 

Caso cerrado o no, el asunto recuerda el parentesco que el concepto de “cielo abierto” da a cosas en apariencia tan disímiles como una mina o un crematorio. El caso de las primeras es literal y está a la vista de todo aquel que recorra las carreteras de México: con sus círculos concéntricos, la minería metálica contemporánea destruye literalmente el paisaje y lo deja como un agujero irremediable. Es tanto un ecocidio como un acto explícito, y hasta de una literalidad insultante, de extractivismo. El Xaltepec y sus volcanes vecinos no son los únicos que han sido sujetos a esta expoliación: ahí está también el caso de los humedales en Xochimilco y Tláhuac, que han despertado una defensa del territorio por parte de los chinamperos.

Ese movimiento no ha sido el único que enlaza la realidad global, que es la de la explotación de los suelos y recursos naturales, a otros sucesos que han cambiado de manera radical la vida cotidiana en Tláhuac: como la debacle que supuso la caída de la línea 12 del metro en 2021, apenas reparada; o movimientos demográficos inesperados como la inmigración haitiana que, a instancias de las autoridades migratorias mexicanas, en un momento llegó a concentrar a una gran mayoría de los refugiados por las turbulencias políticas del país caribeño en campamentos temporales y muy endebles en el Bosque de Tláhuac. Pareciera que, por fin, tras décadas (cuando no siglos) de periferización, el oriente de la ciudad ha entrado a las grandes corrientes historia mundial por causa del extractivismo, los movimientos geopolíticos internacionales (que, en el caso haitiano, tienen sus raíces en el colonialismo y el racismo más primigenios), el crimen organizado y una lógica metropolitana que jamás dejará que el suroriente de la Ciudad de México deje de ser una periferia.

Como mencionaba en otro lado, los campos de concentración están más cerca de lo que creemos, tanto en espacio como en tiempo. 

Y esto puede constatarse sobre todo en las ciudades, como lo han hecho varias teóricas y pensadoras en la última década, concebidas como campos de exterminio a cielo abierto. Eso incluiría, de manera menos foucaultiana que mbembiana, espacios donde se realiza la tanatopolítica (el arte de decidir y tener la potestad de quién vive y quién muere): las prisiones, escuelas, manicomios y sus pares: las ciudades, convertidas en espacios de encierro. No es sólo que la compartimentalización extrema de lugares como las unidades habitacionales replique, en gran medida, el enjaulamiento de otros lugares, o que haya una clara demarcación en las ciudades entre centros y periferia; es que ahora incluso nos enfrentaremos a islas o domos de calor, en las que el asfalto y el concreto a los que la arquitectura y la urbanización modernas nos han acostumbrado convierten las urbes en gigantescas trampas para millones de personas. 

Sirva esta pequeña reflexión sobre los espacios de encierro a cielo abierto para pensar que, después de todo, siempre se ve hacia arriba desde un suelo, desde un fundamento. Aunque todos tendremos que regresar, tarde o temprano, al suelo (ya sea en un ataúd, hechos cenizas o convertidos en proteínas, fármacos o incluso microplásticos), es imposible no pensar en mirar al cielo. Aquí sirve un concepto astrológico cuyo nombre me parece digno de investigarse y trasladarse a metáforas más fundamentadas: el medium coeli o cielo medio, concepto fundamental para los lectores y confeccionadores de horóscopos (hermeneutas de personajes, más que de personas de tal o cual signo), y cuya definición recojo de la AstroWiki:

el cielo medio simboliza el ámbito de la vida en el que un individuo deja su huella en el mundo exterior. Al ser el punto en el que el individuo abandona la protección y la intimidad simbolizadas por el Imum Coeli [el fondo del cielo] en el ejercicio de una profesión, el Medium Coeli […] representa la profesión del individuo o, más exactamente, su vocación (“destino”). Representa la posición pública o social. [El cielo medio simboliza] una relación con un colectivo más indefinido al que el individuo aporta algún tipo de contribución. 

Así como A108 comenzará su circulación por el mundo terrestre, después de estar alojado sobre todo en servidores y discos duros, también es destino de estos ejemplares regresar al suelo (quizá a uno más inhóspito que el de los árboles que le dieron origen). Pero pienso en nuestro transcurso por la tierra y ese cielo medio que, en el mundo editorial, es el de la conversación silenciosa entre lectores y productos escritos.

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La polis sin metro o Adiós a la ciudad  https://arquine.com/la-polis-sin-metro-o-adios-a-la-ciudad/ Mon, 25 Oct 2021 13:25:27 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-polis-sin-metro-o-adios-a-la-ciudad/ Cuando se inauguró la Línea 12 del metro, llamada con grandilocuencia la Línea Dorada, la gente de Tláhuac pudo imaginar que pertenecía a ese otro gran territorio, la Ciudad de México. Pero en el momento en que se concibió la idea de un metro en la zona oriente de la ciudad (esto es, en una zona que sirve como periferia y por sistema debe seguir siéndolo), de alguna manera se inventó también la catástrofe del 3 de mayo.

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A las víctimas, a los heridos y a los damnificados

“Nuestra época está plagada de ilusiones. Una de ellas es la firme creencia en el crecimiento imparable de las ciudades.”

Consejo Nocturno, [2018], Un habitar más fuerte que la metrópoli, p. 36.

 

Y sí —para iniciar con una afirmación que termina en desprendimiento—, una ilusión que se vivió en Tláhuac durante algunos años (no muchos, ni tampoco de forma ininterrumpida), fue la de que la periferia podía llegar a ser parte de la ciudad. Cuando se inauguró la Línea 12 del metro, llamada con grandilocuencia la Línea Dorada, la gente de Tláhuac pudo imaginar que pertenecía a ese otro gran territorio, la Ciudad de México. De pronto, la gente de esta demarcación del Oriente capitalino podía llegar a las zonas céntricas de CDMX con tan sólo pagar una entrada o, en su defecto, un par de transbordos por el sistema colectivo.

Frente a esa ilusión la metrópoli contestó otra cosa, haciendo uso de su lenguaje de concreto, que es como se expresa el poder imperial. Una respuesta que sigue resonando hoy, cinco meses después de aquella noche de mayo en que colapsó el metro (así lo dijeron y replicaron los medios), específicamente el tramo entre las estaciones Olivos y Tezonco: “aquí no es la Ciudad” —dictaba el acontecimiento—, y que nadie se imagine lo contrario” —parecía concluir la metrópoli. A la ofensa directa que supuso el accidente, el horror de las imágenes transmitidas en vivo, y las historias que se contaron en las redes sociales y de boca en boca sobre las víctimas y sus cuerpos destruidos, se sumó la lógica necropolítica y sus teorías de la conspiración, los candidatos (era época de campañas) que fueron a fotografiarse en la “zona cero” y el cerco policiaco, casi militar, que impidió en los días siguientes que la gente expresara su luto e ira bajo el viaducto quebrantado. Como memorial premonitorio, el sitio de la caída quedó de manera cruel a unos metros del arco que celebra la llegada a Tláhuac y separa esta alcaldía de su vecina, Iztapalapa —demarcación con la que esta zona comparte muchos de sus rasgos culturales y urbanos.  

Y alguno podría decir que el problema de fondo era esa oposición, la de metrópoli y periferia, cuando ambas no son componentes de una misma lógica. Para seguir con el Consejo Nocturno, esta ilusión se sostenía en la ignorancia de que lo único que crece en las ciudades son precisamente las periferias: “una mancha metropolitana que hace entrar en una zona de indiscernibilidad la ciudad y el campo, la capital y la provincia, el centro y los márgenes.” (p. 37)

Pero sucede que esta línea del metro, inaugurada en 2012, venía con promesas de Utopía, de un esfuerzo finalmente recompensado. Si bien en su tramo profundo la Línea 12 apenas y se distinguía de sus hermanas, es en el tramo elevado en el que se percibía su verdadera naturaleza: por su horizonte chaparro y su suelo arcilloso, la gente de Tláhuac nunca había visto desde su perspectiva la ciudad, en específico, lo que iba desde Culhuacán hasta Tlatlenco. Era un metro digno, con luz, espacios amplios y donde se podía viajar con relativa calma. Era también la única línea en la que el ambulantaje estaba prohibido —aunque lo había y era caótico y alegre como en el resto del SCM— , por razones ahora indiscernibles. Contra el pesimismo, ese metro hacía que la gente fuera un poco menos un turista o un exiliado en su propia ciudad, que la crisis de presencia que azota el planeta se atenuara un poco. 

Durante algún tiempo, la Línea Dorada ofreció a este rincón de la ciudad una ilusión de cercanía, de metropolización, de formar parte de una smart city, de ese tipo de ciudades que se hermanan con otras del mundo en una de esas simulaciones que demuestran que el proyecto de la metrópoli es global y, valga la redundancia, cosmopolita. Pero, como decía Paul Virilio en El accidente original, “inventar el barco de vela o de vapor es inventar el naufragio; inventar el tren es inventar el accidente ferroviario”. En el momento en que se concibió la idea de un metro en la zona oriente de la ciudad (esto es, en una zona que sirve como periferia y por sistema debe seguir siéndolo), de alguna manera se inventó también la catástrofe del 3 de mayo. Y la amenaza estuvo siempre ahí incluso cuando la Línea Dorada funcionó más o menos normalmente, aunque nunca lo hizo: tan sólo en 2014, dos años después de inaugurada, tuvo que ser cerrada por completo; además de las múltiples veces que fue cerrada por mantenimiento. Tras el terremoto de 2017, cabe destacar, el uso de la línea quedó suspendida desde Olivos hasta Tláhuac durante un mes. 

Y aunque el chirrido ensordecedor de los convoys se ha detenido (ese sonido que en las curvas más pronunciadas se afilaba hasta parecerse a un grito de metal), el ritmo febril de la metrópoli no se detuvo: ni porque había una pandemia, ni porque había un tramo del metro como un fémur roto con los nervios al aire. A los exmetronautas de Tláhuac no les ha quedado otra cosa que tratar de salvarse y cruzar diariamente por la zona del desastre: “propedéutica de resiliencia ciudadana con miras a recomponer la unidad de fachada metropolitana ante cualquier forma posible de catástrofe, entre las cuales se incluye un levantamiento popular”. (Consejo Nocturno, 2018, p. 59). 

La pregunta como siempre es: ¿qué hacer? Mudarse de la ciudad o simplemente cambiar una periferia por otra sería la respuesta más práctica, pero sería una desobediencia adherida a la lógica imperial de la metrópoli, y a uno de sus mejores dispositivos, la esperanza, ese invento que ya trae consigo su accidente. Lo primero sería rehusarse a la promesa ya insostenible de la metrópoli que en Tláhuac (como lo es también en Ecatepec, en Iztapalapa, Los Reyes o cualquier otra periferia que venga a la mente) es signo de algo que está exhausto, que ya no puede más: el crecimiento de ese magnífico monstruo, ese esperpéntico tetragramatón titulado CDMX. Contra las devastaciones futuras y proyectadas de esa Utopía hay que pensar en algo para lo que no es necesario pedir permiso. Un punto de partida para nuevas geografías. Una secesión íntima, “porque lo íntimo es también dominio del poder” (Consejo Nocturno, 2018, p. 81). Una despedida como repudio a la metrópoli que nos ha lisiado. Pensar en eso que se resume en una palabra: “adiós”.  

Y después, otra vez como siempre, sobrevivir al apartheid y, sobre todo, no olvidar. 

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