Resultados de búsqueda para la etiqueta [Mural ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 04 Apr 2024 22:37:38 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.2 Espectros https://arquine.com/espectros/ Fri, 02 Nov 2018 15:00:37 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/espectros/ El edificio del Sindicato Mexicano de Electricistas se opone completamente a la idea que se tiene sobre las instituciones y sus murales. El edificio que alberga el mural es un documento doloroso aunque vigente, que tal vez tengamos ahora que aprender a interpretar.

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Los recintos culturales de la Ciudad de México son lugares cuyas significaciones no pueden ser leídas de otras manera que no sea la que indica su propósito. Los museos, las galerías, los teatros y las iglesias —que en sí mismas son espacios expositivos— forman parte de un discurso cultural que puede ser asimilado por el visitante. Los mismos recintos generan sus propias mediaciones entre el público y el edificio. Las visitas guiadas, los viajes escolares, las revistas de estilo de vida que mantienen al circuito artístico en sus recomendaciones para el turismo local, e incluso la construcción de espacio público —jardines escultóricos o instalaciones pensadas para la plaza, por ejemplo— son algunos de los instrumentos que mantienen constante la afluencia en aquellos sitios que indican que ahí está albergado el conocimiento, no sólo del arte sino también de la historia nacional. El caso del muralismo mexicano continúa explicando cómo es posible que sean todavía importantes y formativas las relaciones entre pedagogía y apreciación artística. 

San Ildefonso, Palacio Nacional, la Universidad Nacional Autónoma de México, la Secretaría de Educación Pública, la Secretaría de Comunicaciones y  Transportes, son instituciones que importan culturalmente por los murales que albergan; sitios a los que se sigue acudiendo para educarse, aún cuando la Revolución se haya travestido de neoliberalismo, y que ese neoliberalismo ya sea una fosa común. La noción de patrimonio ha mantenido la vigencia de los murales, cuyo discurso continuamente se restaura no sólo en lo físico, sino también en lo colectivo. Ahí, México sigue siendo el país desarrollista, y no se perciben los embates políticos y económicos de los últimos años. Fuera de los perímetros de esos muros, también podemos rastrear los alcances de un proyecto pictórico-ideológico. La didáctica del muralismo tuvo resonancias hasta la década de los noventa, a través de los libros de texto gratuito, unas ediciones económicas aunque elegantes donde varios leímos por primera vez el nombre de Diego Rivera. Esas mismas imágenes continúan estructurando el relato de una historia que consideramos irrecuperable, y que sin embargo añoramos. Ese recuerdo es ahora el patrimonio que debemos preservar para que aprendamos sobre “lo nuestro”. 

Sin embargo, podría decirse que el edificio del Sindicato Mexicano de Electricistas se opone completamente a la idea que se tiene sobre las instituciones y sus murales. En los interiores de Antonio Caso Nº45, Colonia Tabacalera, se encuentra la obra Retrato de la burguesía de David Alfaro Siqueiros. La entrada derruida se acerca más a la de los estacionamientos públicos, y una vez que se ingresa, lo que al principio parece abandono, se trata más bien de una ruina. En el suelo se acumula una suciedad  probablemente de años, las lámparas blancas parpadean, y los muebles se encuentran colocados en lugares aleatorios, como si fueran movidos constantemente por juergas o peleas. La funcionalidad de las oficinas se encuentra suspendida. No hay señales que dirijan hacia el mural. De pronto aparece, ligeramente iluminado por linternas cálidas. Siqueiros, en un espacio que apenas abarca el tránsito entre un piso y otro, resumió toda la violencia de la Primera Guerra mundial, las coreografías laborales de los obreros y la producción del capitalismo industrial, tanto económica como de crisis humanas. La superficie de las máquinas está punteada de cadáveres. 

El 14 de diciembre de 1914 fue fundado el Sindicato Mexicano de Electricistas, y la sede de Antonio Caso, años más tarde, sería el centro de operaciones de Luz y Fuerza del Centro, organismo público descentralizado que, en el año 2009, fue liquidado por un precio menor al que realmente valía. El acarreo de deudas públicas millonarias, provocadas por conflictos internos así como por los sexenios que significaron el ingreso del país a la economía neoliberal, provocaron la extinción del sindicato. En 2010, once mujeres trabajadoras del SME hicieron una huelga de hambre ante las puertas de la Comisión Federal de Electricidad, organismo privado que reemplazaría a los electricistas de Antonio Caso. El vigor comunista que narró Siqueiros ahora forma parte de un espacio espectral donde muebles y hombres cesados ocupan zonas de trabajo y protesta que fueron sepultados por el ímpetu privatizador del sexenio de Felipe Calderón. Si todos los lugares que albergan arte público son todavía signos de lo nacional, el Sindicato Mexicano de Electricistas no opera con la lógica del patrimonio. Frente al mural de Siqueiros, inmerso en un laberinto de pasillos fantasmagóricos, el código es otro: el del fracaso de los proyectos modernos. Aunque ese fracaso no puede observarse como una mera arqueología, sino como un conflicto que permanece vivo. 

Esta convivencia entre lo desértico y lo todavía operante, entre lo que sigue hablando pero que se encuentra sepultado, más que una metáfora podría ser una descripción precisa del edificio y del mural, aunque esta cualidad fantasmática no alcanza a describir la ficción que encarna. El filósofo francés nacido en Argelia Jacques Derrida dijo que los fantasmas son históricos, entidades inabarcables y colectivas. Si quienes acuden a los murales de otros edificios recuperan el espíritu de la modernidad mexicana, mirar el Retrato de la burguesía nos enfrenta a una identidad un tanto más desfigurada. El edificio que alberga el mural es un documento doloroso aunque vigente, que tal vez tengamos ahora que aprender a interpretar, aun cuando signifique ir en contra del fervor que nos provocan otras representaciones del hombre que se dirige hacia su propio progreso. El inmueble del SME tampoco podría considerarse un memorial, ya que los trabajadores continúan ocupándolo. Igualmente, los procesos que asediaron sus espacios no han finalizado. Los sindicalistas continúan pidiendo una solución a su conflicto, además de que la Privatización de Luz y Fuerza vino acompañada de la guerra contra el narcotráfico. 

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Los murales y la vitrina https://arquine.com/los-murales-y-la-vitrina/ Wed, 11 Apr 2018 13:00:11 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/los-murales-y-la-vitrina/ Tras el daño sufrido por los edificios de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes tras los terremotos, se propone trasladar los murales que los caracterizaban al nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México. ¿Resulta esa la mejor manera de conservar una muestra de arte público?

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Cuando se suscitó la controversia por Tilted Arc, la escultura que Richard Serra instaló en la Foley Federal Plaza de Manhattan en 1981, el escultor rechazó que la pieza de acero fuera llevada a otro sitio, dada la oposición a que permaneciera en el que ocupaba, argumentando, entre varias razones, que la obra había sido pensada para ese lugar específico y que trasladarla a uno distinto era lo mismo que destruirla. Al final, quienes estaban en contra de la escultura ganaron la batalla legal y desde entonces, dado el rechazo de Serra a colocarla en cualquier otro espacio público, permanece guardada en una bodega.

 

Un mural no es una pintura de caballete. Es una afirmación por obvia casi absurda, pero incluso si el mural no es parte misma del muro que lo sostiene —los hay que son paneles montados sobre una pared—, idealmente se trata de obras que se han pensado para un espacio específico y unas condiciones precisas. Son parte integral de la arquitectura —no en balde en México se calificó en su momento a la combinación entre muralismo y arquitectura como integración plástica. Al decidir desplazar un mural del sitio para el que fue pensado se deben resolver cuestiones técnicas, sin duda, pero también entender las condiciones originales de la obra. Pudiera darse el caso que, como reclamaba Serra de su obra, cambiarla de sitio resulte lo mismo que destruirla.

Hay veces, sin embargo, que no hay opción. Así con el Sueño de un domingo en la Alameda, que el arquitecto Carlos Obregón Santacilia encargó a Diego Rivera en 1947 para el comedor del Hotel del Prado, en la avenida Juárez de la Ciudad de México, y que debió trasladarse cuando el edificio resultó gravemente dañado con los terremotos de septiembre de 1985. Rivera pintó ese mural —en el que escribió la frase del Nigromante: Dios no existe, por lo que el arzobispo Luis María Martínez se negó a bendecir el hotel—, al fresco: ligándolo inevitablemente al muro que ocupa, aunque en 1959 se movió el muro entero del comedor al vestíbulo del hotel. Tras los terremotos del 85, el mural de Rivera, con todo y muro, obviamente, volvió a moverse, esta vez al otro lado de la avenida Juárez, en un museo construido ex profeso para albergarlo —diseñado por Jose Luis Benlliure, autor del famoso Conjunto Aristos, en avenida de los Insurgentes. En ese nuevo recinto, el mural seguía protegido de la intemperie pero ahora en un espacio público —pues aunque haya quien piense que el vestíbulo de un hotel de lujo es un espacio público, sabemos que en la práctica no cualquiera entra a cualquiera de esos espacios.

Entre los muchos otros edificios que se dañaron con los terremotos del 85 se encuentra el de la actual Secretaría de Comunicaciones y Transportes, originalmente conocido como Centro SCOP. El edificio se empezó a construir para servir como hospital del IMSS en 1953, pero en 1954 Carlos Lazo, arquitecto y Secretario de Comunicaciones y Obras Públicas en aquel momento y quien estuvo a cargo de la gestión del proyecto de Ciudad Universitaria, encomendó a Raúl Cacho y Augusto Pérez Palacios que se hicieran cargo de la adaptación de la obra para que fuera la sede de la dependencia que encabezaba.

Como correspondía a la época, un edificio público debía de ser ejemplo de la integración plástica e incluir pintura y escultura. En este caso, contó con murales de Juan O’Gorman, José Chavez Morado, Luis García Robledo, Guillermo Monroy y Arturo Estrada. El número 21-22 de la revista Espacios, de octubre-diciembre de 1954, fue dedicado a la SCOP y a este proyecto y presenta varias opiniones sobre el edificio y los murales que lo envuelven.

David Alfaro Siqueiros dijo que “el paso de la pintura mural del interior al exterior” representaba “la etapa lógica subsecuente del movimiento muralista mexicano; un paso de inmensa trascendencia para el arte en México y el arte universal.” Alfonso Caso “admite que le agrada el edificio” y Diego Rivera “con cáustico humorismo critica la obra, llama «mentecatos» a los arquitectos de México, pero, gran artista que es, se remonta en vuelo de gran aliento al referirse a la técnica del mosaico en piedra: «…desde el punto de vista de la conservación es la más deseable de todas.»”

La técnica, desarrollada por O’Gorman, primero en el Museo Anahuacalli, de Rivera, y luego en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, consiste en dividir el dibujo del mural en paneles que, con piedras de distintos colores y colados en concreto horizontalmente sobre el suelo, luego se montan sobre los muros. Eso permitió que, tras los graves daños que sufrió el edificio de la SCOP en 1985, los murales pudieran recuperarse y reconstruirse en buena parte y mantenerse así hasta el nuevo terremoto del 19 de septiembre del 2017, tras el cual aun no se determina cuál será la suerte de ese conjunto. Sin embargo, se ha dado a conocer una posible solución para rescatar los murales, aparentemente mencionada incluso por Rodrigo Ramírez, oficial mayor de la SCT: “el traslado de estos murales al nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México,” un proyecto, agrega, “que se puede desarrollar en armonía y nos ayudaría a preservar nuestro patrimonio en un espacio funcional.” La idea de trasladar los murales al NAICM fue propuesta por Fernando Romero —coautor, junto con Norman Foster, del proyecto— y Pedro Reyes, y se presenta actualmente en una exposición en Archivo, diseño y arquitectura y ha sido confirmada por el secretario de Comunicaciones y Transportes aunque “aun no es un hecho.”

Más allá de las muchas polémicas que rodean al proyecto y construcción del NAICM y de las buenas intenciones de la propuesta para reubicar los murales, cabe preguntarse para quiénes se preservaría nuestro patrimonio de llevar estas obras a ese “espacio funcional.” ¿En qué parte del nuevo aeropuerto se colocarían? Incluso si se instalaran en una zona de acceso totalmente público, para la que no hubiera que pasar controles de seguridad, quien quisiera ver estos murales y no tuviera un vuelo programado debería emprender una excursión en una forma de transporte que, gracias a la opaca planeación de todo lo que rodea a ese aeropuerto, aun no sabemos bien cuál sería. Ir en tren o metro —si se construyen— o en taxi o automóvil privado y pagar estacionamiento, supongo. Los murales serían vistos no en el orden y la disposición que pensaron sus autores, sino como mejor convenga al diseño de Foster y Romero, imagino. Veríamos, pues, cómo el arte público y la idea de integración plástica se transforman en decoración para la “gran vitrina” que pretende ser el nuevo aeropuerto para la ciudad y el país. Cambiaríamos la calle por el lounge.

Por mientras, respondiendo a la propuesta de llevar los murales a la enorme y costosa vitrina que sería el nuevo aeropuerto, una inevitable petición en línea reúne firmas para que los murales permanezcan en la ciudad —que yo entendería como la calle— ofreciendo varias opciones: que se mantengan en el mismo sitio, que se lleven al Museo Tecnológico de la CFE, a la tercera sección del Bosque de Chapultepec o a Ciudad Universitaria o, finalmente, que se coloquen en diversas estaciones del metro cercanas a su sitio original.

A mi juicio, la primera es la mejor idea y más si se refuerza con la exigencia de un concurso público y abierto para diseñar una nueva sede para la Secretaría de Comunicaciones y Transportes en el mismo sitio que ocupó, con la condición —que no es necesariamente limitante— de reinstalar los murales en la posición más cercana posible a aquella en que se pensaron y como arte público, para todos, y no sólo exclusivo para diletantes con pase de abordar.

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Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (4) https://arquine.com/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-4/ Fri, 07 Jul 2017 23:30:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-4/ Juan O'Gorman emprendió una particular guerra por la arquitectura usando los mismos medios con los que Le Corbusier luchó contra la arquitectura: tomar los muros por asalto.

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4. Arquitectura, arte y política

Esto matará aquello

Victor Hugo

La creación artística es en sí misma un acto político

Juan O’Gorman

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Para O’Gorman, como hemos visto, “el llamado Estilo internacional en el arte representa todo aquello contrario a la tradición y a lo regional y resulta ser la antítesis de la corriente de arte aceptable por la masa popular.” El que la arquitectura o el arte dejen de ser populares implica que “dejan de ser necesarios para la burguesía como instrumento y medio de lucha y se convierten en juego de salón para entretenimiento de esnobs.” Sin nada que decir, la arquitectura que sólo es abstracta sin ser también, al mismo tiempo, realista —o, mejor, que no es primero realista y por eso abstracta— se reduce a pura geometría —al magnífico juego de volúmenes bajo la luz. Es la visión crítica, desde el romanticismo de Victor Hugo en Nuestra Señora de París. Desde los comienzos de la humanidad hasta la Edad Media, dice Hugo, todas las manifestaciones del arte “se situaban obedientes bajo la disciplina de la arquitectura” y era “el arquitecto, el poeta, el maestro” quien “totalizaba en su persona la escultura que cincelaba las fachadas, la pintura con que iluminaba las vidrieras, la música que animaba sus campanas y que insuflaba sus órganos.” Así, “hasta Gutemberg, la arquitectura es la escritura principal, la escritura universal.” Con la invención de la imprenta —“el acontecimiento más grande de la historia”— “el pensamiento humano descubre un medio de perpetuarse no sólo más duradero y más resistente que la arquitectura, sino también más fácil y más sencillo.” La arquitectura pierde todo: desde el momento en que ya no es “más que un arte como cualquier otro; en cuanto deja de ser el arte total, el arte soberano, el arte tirano, carece entonces de la fuerza necesaria para retener a las demás artes y éstas se emancipan, rompen el yugo del arquitecto y cada una se va por su lado y sale ganando con este divorcio.” La escultura —sigue Victor Hugo— se hace estatuaria y la imaginería se convierte en pintura. La arquitectura, en cambio, “se va desluciendo;” “se despoja, se deshoja y se adelgaza a ojos vista; se hace mezquina, se empobrece y hasta se anula.” Victor Hugo adelanta las críticas de O’Gorman y Rivera: la “forma arquitectural del edificio —dice— desaparece cada vez más y deja surgir la forma geométrica.” —¿puro juego de volúmenes bajo la luz? Anuncia también lo que será la arquitectura pura y funcional: “un edificio ya no es cal sino poliedro.” Y, sin embargo —replica Hugo— “la arquitectura se atormenta para ocultar esa desnudez.”

Mientras que bajo cierta visión del funcionalismo y del Estilo internacional la arquitectura podría ya aceptar su desnudez y dejar de atormentarse por ocultarla, para O’Gorman la solución era la pintura realista monumental, que le devolvía su sentido, es decir, su capacidad de actuar sobre las masas. La negación del realismo, la reducción del mural a un simple muro —y peor: transparente— “equivale a la negación de acción sobre las mayorías de la población” Esa negación de la acción política —si entendemos así aquella sobre las mayorías— equivale a la negación del realismo y, por tanto, a la negación de la arquitectura o a su reducción a mera geometría.

En consonancia con Hegel —como explica John Whiteman—, la arquitectura se encontraba entre dos límites que la definían y que no debía transgredir. siendo el límite inferior “ la negación del simbolismo, donde el simbolismo es tomado como la construcción deliberada de la apariencia en vías y con propósito del significado” —por debajo del cual, una arquitectura construida de “abstracciones, purezas y regularidades resulta repugnante a la mente humana y a nuestra sensibilidad corporal, ya que no podemos figurarnos en ella”— y el límite superior, en el que la arquitectura “es tan poderosa que se vuelve «super-real.»” Para O’Gorman, la pura abstracción equivalía a impotencia.

Como para el arquitecto y teórico alemán Gottfried Semper —quien según Elizabeth Rowe Spelman pensaba que “las transformaciones en la arquitectura son impulsadas primariamente por cambios en la estructura social,” que esas transformaciones “se leen de mejor manera en la superficie de la arquitectura” y que, por tanto, el rechazo de la policromía que decoraba los muros no era sólo “Un rechazo del poder cooperativo y creador de todas las artes,” sino también”el rechazo de la cooperación, la democracia y la liberación en términos políticos”—. para O’Gorman el rechazo de la ornamentación y del poder simbólico de la arquitectura era un rechazo a su carácter social y de su potencial artístico, al mismo tiempo, así como una aceptación acrítica de la especialización capitalista.

Como Rivera —que pensaba que la arquitectura de los frontones y del estadio de Ciudad Universitaria era orgánica, ligada al paisaje y a la tradición por tratarse de edificios abiertos, de carácter “fundamentalmente popular y fundamentalmente democrático” en oposición a las Facultades y Escuelas destinadas a los herederos de la burguesía pre-revolucionaria y a los nuevos ricos pos-revolucionarios—, O’Gorman pensaba que la arquitectura reintegrada al arte cumplía con claros propósitos sociales, didácticos e incluso libertarios. Para eso la arquitectura debía responder a la superficie pintada o esculpida. Como no había sido el caso —admitía de manera autocrítica— en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria: “unos sarapes colgados en cuatro palos” —según cuenta Rivera que se decía entre algunos arquitectos que también participaban en el proyecto de CU— o “una gringa vestida de china poblana” —denuesto propinado por David Alfaro Siqueiros que O’Gorman acepta no sin acusarle de vuelta de que su obra no tenía carácter regional ni concepto mexicano, de acercarse “en forma peligrosa a la pintura abstracta de la escuela purista de París (Ozenfant, Jeanneret, etc),” y de que su pntura es una aplicación superpuesta, “como las bambalinas de una decoración teatral”, sin nada qeu ver con el espacio arquitectónico.

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Para O’Gorman, a México le había tocado ser el lugar donde se había iniciado el “movimiento para incorporar de nuevo la pintura y la escultura a la arquitectura en escala mayor.” Un movimiento que tenía causas y razones históricas y sociales profundas y que permitía unir el organicismo de Wright con las ideas del muralismo revolucionario mexicano encarnado en Diego Rivera. De los colores rojo óxido y azul intenso de las casas de Diego y Frida en San Angel a los muros-esculturas de su casa en San Jerónimo, donde “sin camuflajes, sin esconderla,” la arquitectura desaparece tras “las aplicaciones de mosaico de piedra de colores naturales en los muros de la casa [que] corresponden, arquitectónicamente, a esta flora,” O’Gorman emprendió una particular guerra por la arquitectura que, como aquella comentada contra la misma de parte de Le Corbusier en la casa de Eileen Gray, empezó por tomar los muros por asalto, en busca de una arquitectura objetiva y realista, internándose —como dijo Tibol de manera crítica— “por las redes de la sobrevaloración del recubrimiento.”

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Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (3) https://arquine.com/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-3/ Fri, 07 Jul 2017 22:00:09 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-3/ En diciembre de 1979 Juan O’Gorman, el pintor, dictó una conferencia en la Academia de Artes de México titulada Técnicas de la pintura, una plática que, pese la advertencia que hace desde el primer párrafo —“va a ser bastante aburrida, excepto para los que pintan”— resulta interesante para entender al otro O’Gorman, el arquitecto.

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3. El muro y el mural

Ahora bien, no me parece que se tenga demasiado presente que la superficie de una pared es para el arquitecto lo que un lienzo en blanco para el pintor, con una sola diferencia: que la pared tiene ya algo sublime en altura, el material y demás caracteres ya analizados y que es más peligroso romper que dar un toque de sombra a la superficie del lienzo.

John Ruskin

En diciembre de 1979 Juan O’Gorman, el  pintor, dictó una conferencia en la Academia de Artes de México titulada Técnicas de la pintura, una plática que, pese la advertencia que hace desde el primer párrafo —“va a ser bastante aburrida, excepto para los que pintan”— resulta interesante para entender al otro O’Gorman, el arquitecto. “Las generalidades sobre la pintura —dice— son las siguientes: se puede pintar sobre cualquier superficie, se puede pintar sobre una mesa, se puede pintar sobre una pared, se puede pintar sobre este libro, se puede pintar sobre una piedra…” Aquello sobre lo que se puede pintar, el soporte, la base, es decir “los subjetiles, son muy importantes, mucho más de lo que uno se imagina.” Los buenos pintores —los pintores tradicionales, sugiere O’Gorman— son aquellos que empiezan a pintar desde la preparación de la tela, desde la construcción misma del subjetil. ¿Qué pasa entonces cuando el subjetil es un muro? Al inicio de la misma conferencia, O’Gorman cuenta:

“Dicen los señores que han hecho investigaciones arqueológicas en Egipto que los monumentos egipcios, esos enormes monumentos egipcios, estaban pintados con acuarela; los bajorrelieves y las esculturas de piedra se pintaban con una goma y con pigmentos de agua, es decir, con acuarela, y que, cuando pasaba una temporadita se aburrían de los colores y pasaban unos años y decían, ¡ya no me gusta el azul!, ¡bórrenlo!, con una esponja borraban todo aquello, ponían sus andamios y otra vez a pintar de diferentes colores los bajorrelieves. Eso parece que fue descubierto por un señor que daba clase de teoría de al arquitectura en la Escuela de París en el siglo pasado, el señor Gaudet, de quien era el texto de la clase de teoría cuando yo fui alumno. Bueno, este señor descubrió que había varias capas de pigmentos en la piedra que se habían metido en los poros y que la acuarela que le encontraron era una especie de goma arábica, con la que se pintaba con el propósito de poder quitarla con una esponja. Esto se hacía cada año, cada dos años, cada 10 o 20 años, de manera qeu sobre cualquier superficie se puede pintar.”
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Sobre cualquier superficie se puede pintar, pero hay que preparar, construir esa superficie —como superficie para ser pintada: el subjetil—, y si se trata de un muro, esto es, de arquitectura, la construcción de la superficie implica, de cierto modo, la reconstrucción de la arquitectura como arte y, de paso, de toda la civilización, pues “la ausencia de pintura y de escultura —escribió O’Gorman— es una de las modalidades desorbitadas de nuestra desorbitada civilización.” El muralismo, pero no cualquier tipo de mural, sólo “la pintura realista monumental” —y aquí O’Gorman se encuentra con Vitruvio: “no podemos aprobar ninguna pintura que nosea similar a la verdad (similes veritati)”— puede recuperar la categoría de arte para la arquitectura —despojada de decoración gracias, en parte, a “un principio mecánico que es a su vez reflejo de la Revolución Industrial” y reducida a ingeniería por el funcionalismo. En la lógica de O’Gorman, el proceso de reconstrucción de la arquitectura como arte, pues, equivale al proceso de preparación de su superficie para recibir la pintura, es decir, a la transformación del muro en mural.

A partir de esta visión de O’Gorman, el pintor, no es de extrañar la violenta distancia que toma del otro O’Gorman, el arquitecto, en relación a Le Corbusier —quien, durante todas u vida, luchó por que se le reconociera su calidad de pintor al parejo que la de arquitecto. En una carta de 1932 al arquitecto, periodista y escritor ruso Victor Nekrasov, Le Corbusier escribió:

“Ustedes tienen en Moscú, en las iglesias del Kremlin, muchos frescos bizantinos magníficos. En algunos casos, estas pinturas no socavan la arquitectura. Pero no estoy seguro si se le suman; ese es el problema con los frescos. Acepto el fresco no como algo que le da énfasis al muro, sino al contrario, como un medio para destruir al muro con violencia, para remover cualquier noción de estabilidad, peso, etc. Acepto el Juicio final de Miguel Angel en la Capilla Sixtina, que destruye al muro; y acepto también el techo de la Sixtina, que completamente distorsiona la noción misma de techo. El dilema es simple: si los muros y el techo de la Capilla Sixtina se hubieran querido preservar como forma, jamás debieron haber sido pintados con frescos; esto significa que alguien quiso remover para siempre su carácter arquitectónico original y crear algo más, lo que es aceptable.”

El carácter arquitectónico original de los muros y techos, de las formas y los espacios, su condición de objetos verdaderos que irradian poder, sale a la luz —como pedía Le Corbusier en su famosa Ley de Ripolin— bajo una capa de pintura blanca que anule cualquier posible expresividad simbólica. “Cada ciudadano —prescribía Le Corbusier en esa ley— deberá remplazar sus tapices, sus damascos, sus papeles pintados por una capa pura de ripolin blanca.” Le Corbusier continúa dando una muestra de que su purismo estético no estaba lejos de un puritanismo moral: “limpiemos en casa (chez soi): no hay ya ningún rincón sucio, ningún rincón sombrío: todo se muestra como es. Después nos limpiamos a nosotros mismos (en soi), pues tomamos la vía de negarnos a admitir cualquier cosa que no sea lícita, autorizada, querida, deseada, concebida: no se actúa más que cuando se ha concebido” —recordemos aquí, de nuevo, la diferencia entre arquitectura y construcción para Boullée.

 

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La posición de Le Corbusier, su defensa del muro blanco —puro y objetivo— refuerza en parte la doble definición de la arquitectura moderna en dos frases, según O’Gorman, aparentemente contradictorias pero que en realidad se complementan:” “la casa es la máquina para habitar” —de donde se deduciría la innecesaria expresividad del muro— y “la arquitectura es el juego magnífico de los volúmenes geométricos bajo la acción de la luz” —de donde su necesaria pureza traducida en la blancura recetada. Por otro lado, la actitud del mismo Le Corbusier hacia el muro y el color parece contradecir su propia ley. Desde los muros policromados de sus proyectos hasta el diseño de los muestrarios de color para papel tapiz —claviers de couleurs— para la compañía suiza Salubra en 1931. Aunque tal vez el caso más extremo sea la guerra —como la califica Beatriz Colomina— declarada a la arquitectura por Le Corbusier en la casa E.1027, diseñada por Eileen Gray para ella y su marido, Jean Badovici, entre 1926 y 1929. Entre 1937 y 1939, Le Corbusier pintó su primer mural en la sala de la casa d Gray, tras que Fernand Léger pintara uno el año anterior en el patio adjunto. “Con base en esas intervenciones —explica Caroline Constant—, Badovici proclamó que él, Léger y Le Corbusier redescubrieron la gran tradición pictórica de la pintura espacial mientras que «reunidos frente al muro del patio, se nos ocurrió una idea: destruir los muros mediante el uso de pintura.»” Aunque parezca contradecir la visión redentora del mural para O’Gorman, siguiendo por supuesto a Rivera, para Le Corbusier, según Colomina, el mural se trata de “un arma contra la arquitectura, una bomba.”

También Léger —quien cuenta haber discutido frecuentemente en Montparnasse con Trostky sobre el “emocionante problema de una ciudad colorida”— habla de los efectos del color y la pintura en la arquitectura, en abierta contraposición al Le Corbusier de la Ley de Ripolin:

“El papel decorativo comenzó a desaparecer los muros. El muro blanco desnudo apareció de pronto. Un obstáculo: sus limitaciones. La experiencia será capáz de llevarnos hacia el espacio coloreado. El espacio que llamaré el «rectángulo habitable» será transformado. El sentimiento carcelario de un espacio constreñido, limitado, cambiará al de un «espacio colorido» sin límites. El «rectángulo habitable» se convierte en un «rectángulo elástico.» Un muro azul pálido se retira. Un muro negro avanza, un muro amarillo desaparece. Tres colores bien seleccionados dispuestos en contraste dinámico pueden destruir al muro.”

Incluso en la arquitectura más abstracta, en el sentido negativo que le da O’Gorman —de Mies van der Rohe al Estilo Internacional— se producirá una batalla entre la discusión del muro como estructura y espacio y su puesta en escena simbólica. Según Gevork Hartoonian, la mayor intención de Mies fue “disociar en el muro todas sus dimensiones figurativas y connotativas hasta que significara solamente un muro.” En el caso de Mies, dice Eric Lum, los muros con toda su expresividad material, “actuaban como un elemento más dentro del esquema general de superficies construido por el arquitecto:” si el muro era un mural sería por su propia expresividad, más allá —o más acá— de la “representación” y el “simbolismo.” Lum cuenta que, en 1950, el galerista Samuel Kootz organizó la muestra El muralista y el arquitecto moderno. “El pintor moderno está en una constante búsqueda de muros,” dijo Philip Johnson. Kootz buscaba “«impulsar el uso de artistas modernos por arquitectos» ilustrando cómo el trabajo mural podía ser incorporado en la arquitectura moderna y así aumentar la percepción y la aceptación públicas de la abstracción como el vocabulario visual de la alta cultura.” Para los pintores implicados en dicha búsqueda, el riesgo de que su pintura terminara siendo mera superficie decorativa —en nada diferente a las vetas de los muros de mármol en Mies— era demasiado grande. La pintura corría el riesgo de volverse superficial e insignificante. Riesgo que O’Gorman creía saber cómo evitar.

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Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (2) https://arquine.com/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-2/ Fri, 07 Jul 2017 05:04:03 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-2/ De la construcción de muros pintados en colores fuertes bajo la influencia de Le Corbusier en las casas de Diego y Frida a la construcción de murales escultóricos en su casa de San Jerónimo, O’Gorman teje su concepción de la arquitectura como arte a partir de la diferencia entre mera construcción y lo propiamente arquitectónico. En otras palabras, a partir de la oposición entre el muro y el mural.

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2. Arquitectura y construcción

 

La arquitectura es el arte que dispone y adorna los edificios levantados por el ser humano para el uso que sea, de modo que la visión de ellos contribuya a su salud mental, poder y placer. Es muy necesario, al comienzo de toda investigación, hacer una cuidadosa distinción entre Arquitectura y construcción.

John Ruskin

La diferencia entre arquitectura, entendida como arte, y la mera construcción es una diferencia que atraviesa y articula a la arquitectura como disciplina de parte a parte a lo largo de toda su historia. Boullée, en su breve tratado Architecture, essai sur l’art —escrito a principios del 1790— se pregunta “¿qué es la arquitectura? ¿Debería acaso definirla, con Vitruvio, como el arte de construir?” Para responder tajante: “No. Esa definición conlleva un error terrible. Vitruvio confunde el efecto con la causa. Hay que concebir para poder obrar.” Si bien VItruvio menciona que las partes de la arquitectura son tres: la construcción (aedificatio), la fabricación de relojes solares (gnomonice) y la de máquinas (machinatio), su concepción de la construcción no excluye, como supone Boullée, la concepción. En el capítulo primero del libro segundo, Vitruvio explica el origen de la construcción a partir del acuerdo original entre los primeros humanos, quienes, dice, vivían “como animales en los bosques y en las cuevas.” Cuando, accidentalmente, unas rajas secas prenden en llamas y, tras dominar su miedo, descubren las bondades del fuego y se dedican a cuidarlo, en eses “concurso de la humanidad” surge el lenguaje y, por tanto, la posibilidad del sentido. Esto, sumado al hecho de andar erguidos y poder manipular cosas, los ayudó a construir sus refugios (tecta) imitando a los animales. “Entonces, observando los de otros y sumando a sus ideas (cogitationibus) nuevas cosas cada día, produjeron mejores tipos de albergues.” La diferencia entre Vitruvio y Boullée no es tanto, pues, la concepción o su falta, sino su orden. Para Vitruvio la reflexión es una parte necesaria pero imbricada en la acción: es el paso ineludible entre la fabricación de algo y la siguiente vez que se emprende una construcción; la suma de cosas nuevas a las ideas —no de ideas nuevas a las cosas. Para Boullée, en consecuencia con su momento histórico, la concepción es un paso anterior y privilegiado en relación a la construcción:

“Nuestros primeros padres —dice— no construyeron sus cabañas sino después de haber concebido su imagen. Esa creación que constituye la arquitectura es una producción del espíritu por medio de la cual podemos definir el arte de producir y llevar a la perfección cualquier edificio.”

Medio siglo después de Boullée, Ruskin, en sus Siete lámparas de la arquitectura (1840), repite el mismo esquema: “es muy necesario, al comienzo de toda investigación, hacer una cuidados distinción entre Arquitectura y Construcción.” Y en una nota al pié aclara que esa distinción “un tanto rígida” es “perfectamente precisa”: “es la suma del arche mental —en el sentido que usa la palabra Platón en sus Leyes— lo que separa a la arquitectura de un nido de avista, una madriguera de ratón o una estación de trenes.” Idéntica distinción —excluyendo la estación— a aquella famosa que hará Marx, tres décadas después, en El Capital, al comentar que “una araña lleva a cabo operaciones que se parecen a las de un tejedor y una abeja avergüenza a muchos arquitectos en la construcción de sus panales. Pero lo que distingue al peor arquitecto de la mejor abeja es esto: el arquitecto levanta su estructura en su imaginación antes de erigirla en la realidad.” Casi cien años después de Marx, Jacques Lacan, en su texto En memoria de Ernest Jones: sobre su teoría del simbolismo, habla —en referencia metafórica a la teoría de Jones como algo más que una mera construcción— de aquello “que distingue a la arquitectura del edificio: o sea, un poder lógico que ordena la arquitectura más allá de lo que el edificio soporta de posible utilización. Por eso —continúa— ningún edificio, a menos que se reduzca a la barraca, puede prescindir de ese orden que lo emparienta al discurso. Esa lógica no se armoniza con la eficacia sino dominándola y su discordia no es, en el arte de la construcción, un hecho solamente eventual.”

 

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Esta metáfora arquitectural, como la llama Denis Hollier, hace de la arquitectura “aquello que en un edificio no refiere a lo construido, sino aquello por lo que la construcción escapa al espacio puramente utilitario, aquello que tendría en sí de estético.” Aquello que Mark Wigley llama a su vez la traducción arquitectónica: “la arquitectura es, como si fuera, la traducción de una construcción que representa la construcción en si misma como completa, segura y sin divisiones.” Para el arquitecto, pues, en palabras de Boullée, “el arte de construir no es más que un arte secundario.” —un arte secundario que vendrá a ser redimido, es decir: recubierto, por el arte primordial que es la arquitectura. Boullée dice que es conveniente definir a la construcción “como la parte científica de la arquitectura” o, en los términos de O’Gorman, la parte técnica —dividida, como ya vimos, en construcción y distribución— que, sin el suplemento de la expresión y la fantasía, no llega a ser arquitectura, quedándose en simple ingeniería de edificios.

En una entrevista de 1970, a la pregunta de cómo surgió la idea de recubrir los muros con mosaicos de piedras de colores, O’Gorman responde:

“Fue una experiencia muy importante y tiene su origen cuando en 1944 o 1945 le construí al maestro Diego Rivera su casa-estudio en un terreno del Pedregal de San Pablo Tepetlapa que denominó Anahuacali, que significa casa sobre la tierra entre dos mares. Durante la construcción, el maestro Rivera me planteó el problema: ¿cómo le vamos a hacer para que no se vean las estructuras de concreto?”

En otras palabras, lo que Rivera cuestionó fue la manera de hacer que la arquitectura fuera visible logrando al mismo tiempo volver invisible la mera construcción. Este acto de desaparición y aparición simultáneas suponía la reintegración a la arquitectura de las otras artes —la pintura y la escultura específicamente— que a lo largo de toda la historia, habían sido una unidad —fracturada y desmembrada por las vanguardias europeas de principios del siglo XX. En un texto titulado Un pintor opina, Diego Rivera afirmó que en la arquitectura prehispánica mexicana —como en cualquier otra arquitectura premoderna— “no se podía delimitar dónde terminaba ni dónde principiaba la escultura y la pintura que formaban, con la construcción misma, un todo armónico totalmente integrado en su plástica.” La influencia sobre O’Gorman de las opiniones de Rivera —a quien consideraba, junto con José María Velasco y Frida Kahlo uno de los tres mayores pintores de México— era notable. Ambos criticaban al funcionalismo. “Una arquitectura —afirmaba Rivera— como destinada que está a seres humanos, no es realmente funcional si no provee a las necesidades del aparato endocrinosimpático de ellos, tan importantes como las del aparato digestivo, es decir, a la necesidad de emoción estética por medio de la presencia de lo que llamamos belleza y que son las condiciones armónicas capaces de provocar aquella emoción en el ser humano.” Ambos consideraban —pese a las casas qeu el primero le había construidio al segundo en su etapa de funcionalista radical— que esa tendencia no sólo era una reducción, si no es que una amenaza mayor a la arquitectura en general, sino en especial a las tradiciones artísticas y culturales mexicanas. El peso de las ideas de Rivera en O’Gorman puede medirse comparándolas con aquellas expresadas por el pintor americano Ben Shahn, quien en 1933 fuera asistente de Diego Rivera en la realización de los murales del Rockefeller Center, y que —según refiere Eric Lum— en un simposio sobre cómo combinar arquitectura, pintura y escultura afirmó que la “arquitectura había perdido su espíritu expresivo en la era moderna con su énfasis en el funcionalismo científico.”

Curiosamente, las críticas de Diego Rivera y Juan O’Gorman coincidían con las que hacían tras la Segunda Guerra muchos reconocidos arquitectos internacionales, incluido el mismo Le Corbusier, al funcionalismo radical ya su versión corporativa: el Estilo internacional. En 1947, en el séptimo Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, Siegfried Giedion escribía sobre las actitudes de los arquitectos frente a la estética:

“El CIAM está preocupado por aquellos problemas que apenas emergen en el horizonte. En 1928 era la industrialización de los métodos de construcción; luego la estandarización, luego el desarrollo de la planeación contemporánea de ciudades. Ahora conscientemente damos un paso más, un paso hacia un asunto acaso intangible: los problemas estéticos o, como prefiero decir, la expresión emocional.”

 

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Sin embargo, ni O’Gorman ni Rivera estaban dispuestos a sumarse en sus críticas al funcionalismo a quienes consideraban, de cierto modo, los enemigios. Rivera decía que la arquitectura de Le Corbusier —de quien afirmaba haber sido camarada “desde antes que fuera arquitecto, cuando era pintor de no mucho talento”— era para dandys, que su doctrina no representaba nada para la arquitectura moderna, que ninguno de sus conocidos cinco puntos doctrinarios tenían aplicación, para rematar calificando al arquitecto suizo como reaccionario. Para O’Gorman, “la arquitectura escueta y abstraccionista del estilo Le Corbusier u otra cualquiera importada a México,” era necesariamente ajena a los “gustos e intereses” de la mayoría de los mexicanos: “el puritanismo suizo de la arquitectura de Le Corbusier es exactamente la antítesis del arte plástico en México.” Este desprecio por Le Corbusier y sus epígonos va acompañado por una admiración inversamente proporcional por las ideas y la obra de Frank Lloyd Wright, a quien Rivera reconoce como “su maestro.” O’Gorman lleva la oposición entre los dos arqutiectos aun más lejos en lo que parece una confesión de culpas:

“Por lo que a mi personalmente toca, quiero afirmar aquí que entre los años de 1926 y 1935 trabajé activamente por la implantación del funcionalismo en México, tomando como modelo para mi propio trabajo la arquitectura de Le Corbusier; lo que por una parte demuestra la falta de real orientación y lo vacuo de nuestra enseñanza académico-universitaria y, por otra parte, mi propia falta de talento, pues estuvo a mi alcance el conocimiento de la obra de Frank Lloyd Wright, que por entonces ya era la expresión actual de nuestra propia tradición. De este grave error me di cuenta por el año de 1938, en el que dejé la arquitectura para dedicarme a la pintura.”

De la construcción de muros pintados al fresco en colores fuertes bajo la influencia de Le Corbusier en las casas de Diego y Frida en San Angel Inn a la construcción de murales escultóricos en su casa de San Jerónimo en 1948, resultado “de la aplicación de la teoría orgánica en México y de las enseñanzas que se desprenden de la gran obra de Frank Lloyd Wright” —la única contribución de O’Gorman, según sus propias palabras, “dentro del ineludible camino hacia el realismo en arquitectura”—, O’Gorman teje, con ayuda de las ideas de Rivera, su concepción de la arquitectura como arte y, más aún, como arte nacional, a partir de la diferencia entre mera construcción —ingeniería de edificios— y lo propiamente arquitectónico —la decoración. En otras palabras, a partir de la oposición entre el muro y el mural.

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El muro y el mural https://arquine.com/el-muro-y-el-mural/ Wed, 09 Dec 2015 05:18:08 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-muro-y-el-mural/ El diseño arquitectónico del exterior será racional, interpretando las funciones del edificio y expresando, en materia de proporción, el romance de la industria. La belleza arquitectónica es en gran medida asunto de proporción y no requiere ningún ornamento para engrandecerla. No necesita ser cara o rebuscada con el simple propósito de parecer funcional, sino que debe ser directa, simple y honesta —Albert Kahn

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Los amantes del arte del mundo entero harán peregrinaciones al Instituto de Arte de Detroit para ver los frescos de Diego Rivera después de que los que hoy critican los murales estén muertos y olvidados o sean recordados sólo por su ceguera de cara a esa gran y poderosa obra de arte.

Esa fue una declaración de Albert Kahn, publicada en un periódico de Detroit el 22 de marzo de 1933. Diego Rivera había llegado a Detroit el 21 de abril de 1932, contratado por Edsel Ford, quien le pagaría 21,000 dólares por pintar el mural, aunque la decisión de comisionarle la obra fue de Wilhelm Valantier, inmigrante alemán que era el director del Instituto de Arte de Chicago. El encargo consistía en pintar 27 murales que mostraran la fuerza industrial de Detroit. Rivera visitó decenas de fábricas en la región con el fin de hacer estudios que luego emplearía en sus composiciones. La que más lo impresionó, dicen, fue el Complejo de River Rouge de Ford, que se construyó entre 1917 y 1928, cuando al inaugurarse era el conjunto fabril más grande del mundo. El arquitecto que diseñó River Rouge fue Albert Kahn.

Kahn nació en Prusia el 21 de marzo de 1869. Jerry Herron dice que Kahn “llegó a Detroit a los once años, acompañado de su madre y de cinco hermanos. Su padre, un rabino, había llegado antes a esa ciudad. Desde joven mostró talento artístico y, con la ayuda de su maestro, el escutor Julius Melchers, aseguró un puesto como ayudante en el despacho de arquitectos Mason & Rice.” En 1895 Kahn fundó su propia oficina y, según Herron, entre 1910 y 1930, cuando se dio el mayor crecimiento de Detroit, había realizado la cuarta parte de todos los proyectos de la ciudad. Al momento de morir, el 8 de diciembre de 1942 —mismo día que Diefo Rivera cumplía 56 años—, Kahn había construido más de 1900 edificios.

Henry Jonas Magaziner, que nació en Filadelfia el 13 de septiembre de 1911 y se graduó de la Universidad de Pensilvania en 1936, cuenta que el número de agosto de 1938 de The Architectural Forum fue dedicado por completo a la obra de Kahn. En ese momento, dice, decidió que debía trabajar en el despacho de Kahn. Tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, se incrementó la construcción de grandes fábricas para la industria de la guerra. En enero de 1942 fue contratado por la oficina de Kahn. “Ningún otro despacho de los Estados Unidos estaba mejor preparado que el de Kahn para diseñar plantas industriales orientadas a la guerra.” Magaziner dice que si bien las primeras obras de Kahn fueron realizadas siguiendo estilos tradicionales, “su reputación internacional —llegó a construir en la Unión Soviética— estaba basada en sus fábricas, modernas y funcionales.” Davide Leatherbarrow y Moshe Mostafavi escriben que “al describir el carácter espacial de los edificios de Kahn, sus contemporáneos utilizaban metáforas acuáticas o eléctricas: el espacio, como el proceso de ensamblaje y la luz del día, «fluían» sin interrupción: continua, constante y rápidamente. La metáfora puede ser más concreta cuando el «flujo» de la producción se relaciona a la organización del trabajo y al movimiento del capital: todas las restricciones que reducen la ganancia o el incremento son eliminadas.” Magaziner cita también una declaración del mismo Kahn:

El diseño arquitectónico del exterior será racional, interpretando las funciones del edificio y expresando, en materia de proporción, el romance de la industria. La belleza arquitectónica es en gran medida asunto de proporción y no requiere ningún ornamento para engrandecerla. No necesita ser cara o rebuscada con el simple propósito de parecer funcional, sino que debe ser directa, simple y honesta.

Para Leatherbarrow y Mostafavi, en el trabajo de Kahn o, más bien, en la diferencia entre sus proyectos industriales y el resto, se puede leer, sobre todo en los muros de sus fachadas, una diferencia profunda en toda la arquitectura moderna: aquella entre una lógica de producción y otra de representación. Los murales que Rivera pintó en Detroit buscaban representar un modo de producción, uno con el que no estaba de acuerdo: la explotación capitalista de los obreros. Cuando los murales se presentaron al público, fueron rechazados por grupos religiosos y por los más adinerados de la ciudad, quienes pidieron que se destruyeran. Ford y Walentiner los defendieron, así como Kahn, el arquitecto más prolífico de su época y el que más había construido para el sistema que Rivera criticaba —según Wikipedia en 1941, un año antes de morir, Kahn había ganado el octavo salario más alto en los Estados Unidos. Así el arquitecto de los muros desnudos, resultado de un sistema de producción, defendió los murales en los que un pintor criticaba ese mismo sistema.

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El mural a medio terminar https://arquine.com/el-mural-a-medio-terminar/ Mon, 20 Apr 2015 16:12:26 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-mural-a-medio-terminar/ No puedo concebir un mural estrictamente vinculado a un muro, formando con él un todo único. En el momento en que la arquitectura se caracteriza por su flexibilidad, ligereza y relativa provisionalidad —Joan Miró

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“Por regla general, aquellos que gobiernan y administran un pueblo, por brillantes que puedan ser en sus campos específicos, representan al hombre común de nuestra época en cuanto a sus juicios artísticos. Como el hombre promedio, experimentan un quiebre entre sus métodos para pensar y sus métodos para sentir. El sentimiento de quienes gobiernan y administran los países no ha sido entrenado y sigue inmerso en los seudo-ideales del siglo XIX.”

Eso escribían en sus Nueve puntos sobre la monumentalidad, publicados en 1943, Jose Luis Sert, Sigfried Giedion y Fernand Leger. La nueva monumentalidad que proclamaban el crítico, el pintor y el arquitecto implica “la integración del trabajo del planificador, el arquitecto, el pintor, el escultor y el paisajista en cercana colaboración” —algo que no está lejos de lo que unos años después en México se calificará como integración plástica. En el noveno punto, hablan de los nuevos materiales y técnicas, de elementos móviles que pueden variar constantemente el aspecto de los edificios y de grandes superficies que ofrecerán “campos inexplorados a los pintores murales y a los escultores.”

Años después, alrededor de 1961, Sert volverá al tema de los murales. “Al pensar en la pintura mural, estamos acostumbrados a imaginarla cubriendo de manera continua una o más paredes de una estancia, con toda la superficie trabajada por el pintor, de derecha a izquierda y de suelo a techo.” Pensar así, dice Sert, llevaba a los pintores a “rellenar” zonas de los murales con “elementos pictóricos carentes de interés.” No es que Sert se desdijera en el 61 de su idea de la monumentalidad que integra pintura y arquitectura del 43, al contrario. El texto de Sert está dedicado a su amigo Joan Miró y se incluye en la colección de las cartas que ambos se escribieron y que editó Patricia Juncosa Vecchierini. Sert continúa: “He mantenido a menudo con mi amigo Joan Miró largas conversaciones sobre la pintura mural y su relación con la arquitectura (…). Miró, que habla menos pero piensa más que la mayoría de los pintores, ha concebido un nuevo planteamiento de la pintura mural que abandona la idea de los murales continuos, reemplazándola por un tratamiento mucho más lógico del muro mediante puntos focales.”

Joan Miró nació en Palma de Mallorca el 20 de abril de 1893. Sert cuenta que lo conoció en Barcelona en 1931, cuando varios jóvenes arquitectos formaron “un grupo interesado en integrar su trabajo con el de pintores y escultores que también hubieran roto con el pasado, particularmente el pasado reciente.” Volvieron a trabajar juntos en el Pabellón Español de la Exposición Universal de París de 1937, donde Miró “pintó sobre el panel del muro sin cubrirlo por completo. Un conocido marchante de arte —dice Sert— al ver el mural sugirió que necesitaba un marco, ya que para él resultaba inconcebible una pintura sin límites precisos.”

Sert dice que en una carta Miró le escribió: “No puedo concebir un mural estrictamente vinculado a un muro, formando con él un todo único. En el momento en que la arquitectura se caracteriza por su flexibilidad, ligereza y relativa provisionalidad (…) los murales deberían tener una característica más móvil.”  En una nota Sert aclara que esas ideas no las siguió Miró en los murales que le encargaron para Cincinnati y para el Centro de Graduados de Harvard.

El 22 de febrero de 1950 Miró le escribe a Sert: “Acabo de enviarle la maqueta a Gropius. (…) Si por algún motivo no se llegara a realizar [el mural], lo ejecutaría para mi mismo.” Más adelante agrega: “Tengo muchas ideas sobre la colaboración del pintor con el arquitecto y el paisaje que los rodea. El fijarme directamente al muro pintado al fresco me parece más indicado para países latinos. Tenemos que hablar largo y tendidos sobre la intervención de la cerámica en la buena arquitectura, pero no colocada en los muros como decoraciones regulares y rectangulares, sino en el espacio, como si dijéramos.”

En otra carta del 28 de julio de ese mismo año, Gropius le explica las condiciones del sitio donde estaría su mural: “Para su información, el techo será blanco; el suelo es de caucho de un gris pizarra oscuro; el ladrillo de la pared es de un beige teja pálido; el mobiliario de un nogal oscuro. Las cortinas a ambos lados del gran ventanal son de tela de crin natural de caballo, con un efecto moteado gris pálido. Todo ello le revela que se trata de un entorno muy plácido y tranquilizador.” Gropius le pide a Miró un “lienzo” que “debería exceder suficientemente” las medidas del muro para “que se pueda clavar al marco. Si nos envía el mural enrollado —agrega Gropius– nosotros nos encargaremos del montaje.”

Una nota publicada el 26 de septiembre de 1951 en The Harvard Crimson, el periódico estudiantil de la universidad, se lee que “tras varios meses de viajar por Europa, terminado a medias, el nuevo mural de Juan (sic) Miró llegó al comedor del Centro de Graduados el mes pasado. Algunos aficionados están encantados, otros consternados.” ¿Terminado a medias? ¿Así se había entendido el vacío teorizado  y justificado por Sert? “Miró no puede ser un pintor rutinario e indiferente”, había escrito Sert en 1961 acerca del vacío en los murales de su amigo, “cualquier buen pintor de paredes podría pintar esas zonas dándole las tres manos correspondientes siguiendo las instrucciones del artista.”

Finalmente, el lienzo-mural terminaría en un muro distinto al que estaba destinado. En otra nota del Crimson, del 10 de noviembre de 1960, se lee que el calor y la humedad lo habían dañado irremediablemente. El mismo Miró, en una visita a Harvard, había constatado el deterioro. Satírico, el anónimo autor de la nota agrega que “los estudiantes poco ilustrados que se regocijan porque se remueva esa configuración de formas extrañas” se desilusionarán pues “Miró generosamente ha ofrecido remplazarlo con una cerámica con el mismo tema.” El lienzo de Miró ahora es parte de la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York.

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