Resultados de búsqueda para la etiqueta [Humberto Ricalde ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 16 Jul 2024 01:20:34 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.2 El mundo como historia: libros y arquitectura. O notas sueltas desde Benjamin, o casi https://arquine.com/el-mundo-como-historia-libros-y-arquitectura-o-notas-sueltas-desde-benjamin-o-casi/ Mon, 15 Jul 2024 17:27:47 +0000 https://arquine.com/?p=91666 Hoy, ese mundo del que se quiso contar una única historia dejando fuera lo que no se consideró importante y, también, toda la barbarie necesaria para que lo que se considera importante lo aparentara, se cae a pedazos. Quizá intentar contar esas otras historias, historias de nuestras ruinas, de esas que estamos construyendo incluso hoy, sea lo único que nos quede en lo que otros mundos y otras historias se van abriendo camino.

El cargo El mundo como historia: libros y arquitectura. O notas sueltas desde Benjamin, o casi apareció primero en Arquine.

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Vendrá el oficial del censo.
Inspeccionará
calles y casas. Y entonces,
me dejará contar mis ruinas
con mis manos sin dedos.

Vendrá el oficial del censo“, Haidar Al-Ghazali

 

En las últimas décadas del siglo pasado —y lo escribo así para darle más peso al tiempo de estas historias—, mientras estudiaba arquitectura, tuve dos profesores de historia a quienes recuerdo no por la calidad de sus clases —nada sobresaliente—, sino por los memes que, de generación en generación, circulaban entre sus estudiantes. No, no existían los teléfonos inteligentes entonces. Ni siquiera los teléfonos móviles sin ninguna inteligencia añadida. Nuestros memes se apegaban a la definición que de ellos diera el inventor del término, el biólogo Richard Dawkins, más cercanos a “tonadas, ideas, eslóganes, modas de ropa, formas de hacer vasijas o construir arcos” que a imágenes voluntariamente torpes acompañadas por frases voluntariamente sosas que, las más de las veces,  más vale olvidar que recordar. Algunos de nuestros memes implicaban, por ejemplo, fruncir el ceño, entrecerrar los ojos y, con voz más o menos gangosa, decir: esto es muy importante, que era la frase con la que uno de esos dos profesores de historia de cursos nada memorables repetía casi cada clase. Muchas veces, después de esa frase continuaba diciendo: los griegos… Y explicaba algo que, en retrospectiva, no recuerdo que fuera tan importante. A decir verdad: no recuerdo qué explicaba. Pero sí recuerdo que nunca nos habló de las ideas de Platón sobre la arquitectura o de Aristóteles sobre la ciudad, ni de la traza de Hipodamo de Mileto y, mucho menos, de la metis, esa astucia de la que hablan Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant en su libro Las artimañas de la inteligencia: la metis en la Grecia antigua. La frase que recordaba el meme, repetida casi en cada clase aludiendo a los griegos, aunque pudo tener la intención de hacernos ver un desarrollo lineal desde la Antigüedad griega hasta nuestros días, nos volvía a los alumnos una especie de parodias de Sísifo que, tras empujar penosamente la pesada piedra de la historia de la arquitectura, volvíamos a encontrarnos al inicio de cada clase otra vez con los griegos. ¡Ah, porque el inicio eran los griegos!

El otro profesor enseñaba historia de la arquitectura prehispánica en dos semestres. Había quien aseguraba que era una eminencia y que había participado en varias exploraciones arqueológicas. Pero su clase era otra forma de esos tormentos que muchas escuelas, no sólo de arquitectura, se empeñan en perpetuar a pesar de su sabida y reconocida inutilidad pedagógica. En un auditorio en penumbras, el profesor proyectaba viejas diapositivas que nos mostraban una construcción mientras él decía, con voz monótona: “juego de pelota”, “Chichen Itzá”, “periodo preclásico”. El método se repetía en otras regiones, otras épocas y, quizá prefigurando de algún modo la Ontología Orientada a Objetos, trataba del mismo modo una edificación, una tumba o una vasija. Para los exámenes, el método era prácticamente el mismo, sólo que ahora él callaba y, viéndonos detrás de unos anteojos de fondo de botella, y apenas esbozando una sonrisa, guardaba silencio a la espera de que fuéramos nosotros quienes escribiéramos ahora: “vasija”, “Teotihuacán”, “periodo postclásico”. La mayoría reprobábamos. Y estoy seguro de que ninguno de los que cursamos aquellas clases, incluso quienes pasaron, hubiera sido capaz de entender qué diablos vio Jörn Utzon en su viaje a Chichen, que lo llevó a escribir sobre plataformas y mesetas; y después a relacionar esas ideas con las del proyecto con el que ganó el concurso para la Ópera de Sydney. De hecho, creo que nunca nadie nos habló de aquel ensayo, ni de Utzon, ni del concurso, ni de Sydney. Mucho menos de ópera.

Sí, lo sé: no tuve la suerte de estudiar ni en la mejor escuela ni con los mejores maestros. Y puede ser cierto que, como alguna vez se me señaló sin ocultar cierta molestia: uno tiene los maestros que se merece. Pero también es cierto que uno puede ser redimido.

Algunos años después de graduarme como arquitecto, Humberto Ricalde me invitó a ser su asistente —supongo que por alguna forma de compasión, pero no sin una dosis de ironía— en una clase que tenía por nombre oficial algo como Metodología de investigación I —o II o III, da igual— y que él había rebautizado como Pensando con arquitectura, subrayando el uso de esa preposición: no en, sino con. La clase era, si recuerdo bien, cada miércoles a las 7 de la mañana. Y en cada sesión se trataba del trabajo de algún arquitecto, fundamentalmente de la primera mitad del siglo XX: Mies, Aalto, Scarpa. Si no me equivoco, Barragán era el único latinoamericano; quizá el único no europeo. En esa clase que no era ni de historia ni de diseño, pero era las dos cosas y más al mismo tiempo, Humberto explicaba la planta de la Villa Mairea sin dejar de mencionar el gusto de Aalto por los coches, el vodka y volar en avión, o a su padre inspector de bosques, no para explicar, sino para acompañar la idea de que eso —la planta de esa casa— era una topografía. Algunas veces la mención del vodka iba acompañada de la presencia real de una botella de vodka, introducida de contrabando en el salón de clases, y un vasito para tomar un trago y regresar a ver la planta de la Villa Mairea, con algo de Sibelius como música de fondo.

Pero con todo, lo amplia y ampliada que fueran la historia y las historias de la arquitectura como las pensaba y enseñaba el maestro Ricalde—aunque él hubiera dicho, “aprendía”—, con información de primera mano o rumores no verificados (pero muchas veces esclarecedores o con menciones y visitas, si era posible, a Paquimé o a Xochicalco o a Santo Domingo en Oaxaca), seguía teniendo un foco y un enfoque que hoy, con los discursos y las ideas que atraviesan no sólo el pensamiento y la crítica de arquitectura, sino la cultura en general, calificaríamos quizá como eurocéntrico. 

Todo lo anterior no es más que el preámbulo a lo que me ha hecho pensar el encuentro —no tan fortuito como el de la máquina de coser con el paraguas— de un libro recién recibido con la efeméride inevitable, para mí, al menos, del día de hoy, 15 de julio.

 

El libro

El libro, publicado por MIT Press a finales de octubre del año pasado, es grande y pesado —9 por 12 pulgadas, 564 páginas—, y bello. Editado por Petra Brouwer, Martin Bressani y Christopher Drew Armstrong, lleva por título Narrating the Globe. The Emergence of World Histories of Architecture y se presenta de la siguiente manera:

El siglo XIX vio el surgimiento de un nuevo género de escritura arquitectónica: la gran historia de la arquitectura mundial. Este género a menudo expresaba una visión del mundo profundamente eurocéntrica, que descartaba en gran medida la arquitectura no occidental por medio de narrativas de progreso histórico y belleza estilística. Sin embargo, incluso mientras los historiadores del siglo XIX trabajaban para construir un canon arquitectónico exclusivo, estaban inmersos en un debate constante sobre sus categorías y limitaciones. Narrating the Globe rastrea el surgimiento de este canon histórico, y expone las preguntas y problemas que impulsaron la formación misma del canon.

Esta colección de ensayos, que reúne a historiadores de la arquitectura de todo el mundo, es el primer examen exhaustivo del estudio de la historia de la arquitectura del siglo XIX como género literario, e incluye resúmenes de los orígenes y el legado del género del estudio de la arquitectura global, así como exámenes minuciosos. de obras clave, incluidos libros de autores menos conocidos pero intrigantes como Louisa C. Tuthill, Christian L. Stieglitz y Daniel Ramée, y los estudios más famosos de James Fergusson, Franz Kugler, Banister Fletcher y Auguste Choisy. Narrating the Globe es una lectura esclarecedora para cualquier persona interesada en la trayectoria larga, compleja y a menudo tendenciosa de la historia de la arquitectura.

 

Formal y editorialmente, este libro parece sumarse a otros, más o menos recientes, que investigan la arquitectura no sólo como el diseño y la construcción de edificios —sabemos que es mucho más y, a veces, menos que eso— o, incluso, no sólo de los discursos y las ideas acerca de lo que la arquitectura pueda ser, sino también de las formas materiales como esos discursos se exponen y explican: fundamentalmente con libros. Ante la imposibilidad de hacer una reseña de un libro de 564 páginas recién recibido, decidí usar imágenes, en vez de palabras, para mostrar otras de esas publicaciones en las que el espacio arquitectónico de la página es tema y protagonista —e incluir, sin modestia alguna, el antepenúltimo número de la revista Arquine (núm. 106 — Libros).

Aprovecho sólo para anotar dos cosas que se mencionan en la introducción de Narrating the Globe. Primero, que muchas de esas historias universales de la arquitectura eran “una manera de describir la arquitectura como una atracción para turistas: en la mayoría de los casos, viajeros de sillón, que ahora podían hacer el tour de las maravillas arquitectónicas del mundo en formato folio.” Y, segundo, que “lo que hace urgente la revaluación de esas revisiones decimonónicas es la atención renovada en la “lógica epistémica” y racista de los textos fundacionales de la historia de la arquitectura y su persistencia en el pensamiento disciplinar contemporáneo.” Léanse, por ejemplo, cómo las declaraciones del jurado del premio más mediático de la arquitectura en nuestro tiempo refuerzan la creencia, gane quien gane, de que la forma de pensar y dibujar la arquitectura que se conformó entre Roma y Florencia hace poco más de cinco siglos, extendiéndose después —aunque habría que escribir: imponiéndose y agregar imperialmente— por todo el mundo, es la arquitectura toda y única, en cualquier época y lugar del mundo.

 

La efeméride

Hoy —aunque lo admito: esto lo empecé a escribir el día en que la Toma de la Bastilla conmemoró sus 225 años—, si Walter Benjamin no se hubiera suicidado el 26 de septiembre de 1940, huyendo del fascismo que entonces —como hoy, ¡ay, la historia!— amenazaba al mundo, y los humanos viviéramos tanto como ciertas especies de tortugas, estaría soplando 132 velas en su pastel de cumpleaños.

En principio, pensando desde las historias mundiales de la arquitectura, me vino a la mente la inconclusa Obra de los pasajes de Benjamin (escrita entre 1927 hasta su muerte en 1940), lo que podría ser contradictorio, pues ahí el mundo es una ciudad: París. Pero leída, de ahí la conexión, a partir de recortes de publicaciones varias —en este caso citas transcritas con sumo cuidado en una minúscula caligrafía y luego anotadas y reordenadas varias veces— que dan cuenta, al menos en la lectura de Benjamin, de las transformaciones materiales y espaciales —arquitectónicas, pues— que hicieron de París no sólo el centro del mundo, sino un nuevo mundo por sí mismo en la segunda mitad del siglo XIX.

Pero está también el que se considera el último ensayo de Benjamin: “Sobre el concepto de historia”. Compuesto por 18 tesis y 2 apéndices, el texto fue terminado a inicios de 1940 y Benjamin se lo envió a pocos amigos muy cercanos, como Hannah Arendt y Theodor Adorno, bajo la advertencia de que no era su intención publicarlo. Se publicó de manera póstuma en 1942. El breve ensayo ha sido objeto de numerosos análisis y estudios, algunos “talmúdicos” —“palabra por palabra y frase por frase”—, como califica Michel Löwy en su libro Walter Benjamin: aviso de incendio, y no tengo ni el conocimiento ni la capacidad para intentar aquí un resumen. Me contento con dos famosas imágenes que incluye, imágenes textuales, pero que refieren a imágenes gráficas. Una es la del (falso) autómata, vestido como turco, de un jugador de ajedrez que vencía a cualquier adversario —un jugador virtuoso, de muy poca estatura y jorobado, que se escondía entre el mecanismo del truco— y que, según la interpretación de Löwy, significaba la imposibilidad de derrotar a las clases opresoras y al fascismo sin dejar de lado un falso “materialismo histórico” e interpretando de nuevo y de otra forma la historia.

La otra imagen parte de un dibujo de Paul Klee que Benjamin compró y atesoraba: el Angelus Novus (1920). Para Löwy, esta imagen atrapó “la imaginación de nuestra era, sin duda porque toca algo profundo en la crisis de la cultura moderna.” Benjamin escribe:

Hay un cuadro de Klee llamado Angelus Novus. Muestra un ángel que parece a punto de alejarse de algo que mira fijamente. Tiene los ojos muy abiertos, la boca abierta y las alas extendidas. Así debe lucir el ángel de la historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde se nos presenta una cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe, que va acumulando escombros sobre escombros y los arroja a sus pies. Al ángel le gustaría quedarse, despertar a los muertos y reparar lo que ha sido destrozado. Pero una tormenta sopla desde el Paraíso y se ha quedado atrapada en sus alas; es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Esta tormenta lo conduce irresistiblemente hacia el futuro, al que le da la espalda, mientras el montón de escombros ante él crece hacia el cielo. Lo que llamamos progreso es esta tormenta.

El progreso, ese empuje imparable al que la cultura burguesa rindió —y, en sus despojos, rinde aún— culto, es una tormenta que, en retrospectiva, va acumulando destrozo sobre destrozo, ruina sobre ruina. A los idólatras del progreso esto no parece pesarles demasiado: la mirada fija en el futuro y, sobre todo, los pies sobre esas ruinas y esos cuerpos que prefieren ignorar, en sus vidas y en sus historias. En la séptima tesis, Benjamin escribe:

¿Con quién simpatiza realmente el historicismo? La respuesta es inevitable: con el vencedor. Y todos los gobernantes son herederos de conquistadores anteriores. Por lo tanto, empatizar con el vencedor beneficia invariablemente a los gobernantes actuales. El materialista histórico sabe lo que esto significa. Quien ha salido victorioso participa hasta el día de hoy en la procesión triunfal en la que los gobernantes actuales pasan por encima de los que yacían postrados. Según la práctica tradicional, el botín se lleva en procesión. Se les llama “tesoros culturales” y un materialista histórico los mira con cauteloso distanciamiento. Porque en todos los casos estos tesoros tienen un linaje que él no puede contemplar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los crearon, sino también al trabajo anónimo de otros que vivieron en el mismo período. No hay documento de cultura que no sea al mismo tiempo documento de barbarie. Y así como un documento así nunca está libre de barbarie, la barbarie mancha la manera en que fue transmitido de una mano a otra.

Volvamos a la historia de la arquitectura del mundo o al mundo y su arquitectura como tema, como sujeto de una sola historia. Ahí, también, se ignora cuando no se borra la voz de los vencidos y, parafraseando a Benjamin, cada monumento de la civilización es al mismo tiempo un monumento de barbarie.

Mis clases de historia, cuando era estudiante de arquitectura, con sus cosas tan importantes que regresan siempre y sólo a los griegos, o con “lo otro” contado de manera tan aburrida como indigna, son ejemplo de esto. Pero también las “grandes historias”, como las de los Fletcher, padre e hijo, que de las casi 700 páginas de su A History of Architecture on the Comparative Method dedican una, sólo una, a la antigua arquitectura americana abriendo con esta frase:

La arquitectura de América Central es tan poco importante en sus aspectos generales que unas cuantas palabras bastarán para explicar su carácter.

Cómo damos cuenta de la otra arquitectura en nuestras historias también explica cómo imaginamos el presente y el futuro de “la disciplina” y de nuestras ciudades y territorios. El arquitecto desaparece una ciudad con la facilidad de un bombardeo, y el gesto que traza la curva magistral no puede ocultar la barbarie del mismo acto.

Hoy, ese mundo del que se quiso contar una única historia, dejando fuera lo que no se consideró importante y, también, toda la barbarie necesaria para que lo que se considera importante lo aparentara, se cae a pedazos. “Es el fin del mundo como lo conocemos”, cual cantó R.E.M., aunque quizá no nos sintamos tan bien al respecto. Quizá intentar contar esas otras historias, historias de nuestras ruinas, de esas que estamos construyendo incluso hoy, sea lo único que nos quede en lo que otros mundos y otras historias se van abriendo camino. Es un hacerse cargo del presente tanto como del pasado para redimirlo y redimirnos. Como escribió Benjamin:

El pasado lleva un índice oculto que no deja de remitirlo a la redención. […] Si es así, un secreto compromiso de encuentro está entonces vigente entre las generaciones del pasado y la nuestra. Es decir: éramos esperados sobre la tierra. También a nosotros, entonces, como a toda otra generación, nos ha sido conferida una débil fuerza mesiánica a la que el pasado tiene derecho de dirigir sus reclamos.

O, como escribió Mahmoud Darwish en las últimas líneas de su maravilloso poema  “Penúltimo discurso de los “pieles rojas” al hombre blanco“:

Hay muertos durmiendo en las habitaciones que construirás

hay muertos que visitan los lugares que demueles

hay muertos que cruzan los puentes que vas a erigir

hay muertos que iluminan la noche de las mariposas, muertos

que vienen con el atardecer a beber el té contigo, tan pacíficos

como tus rifles los dejaron; así que déjales, tú el huésped, 

algunos lugares vacíos a los anfitriones… son ellos quienes te dirán

cuáles son los términos de la paz… con los muertos.

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Javier Calleja (1944-2020) https://arquine.com/javier-calleja-1944-2020/ Fri, 18 Sep 2020 23:23:47 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/javier-calleja-1944-2020/ Ha muerto Javier Calleja. Un gran arquitecto, que junto a su socio inseparable Poncho López Baz, conformaron LBC, un equipo único, elegante y discreto.

El cargo Javier Calleja (1944-2020) apareció primero en Arquine.

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Ha muerto Javier Calleja. Un gran arquitecto, que junto a su socio inseparable Poncho López Baz, conformaron LBC, un equipo único, elegante y discreto. Creo que los conocí por Humberto Ricalde, quien eventualmente colaboraba con ellos, y fueron los primeros arquitectos mexicanos que publicamos en Arquine, en el número uno, en septiembre de 1997. Entonces escribí “con más de veinticinco años de coherente trayectoria profesional LBC es una de las más destacadas presencias de la arquitectura mexicana actual. De gesto amable y educado, con un agudísimo sentido del humor, estos arquitectos son autores de obras que encarnan una síntesis entre la tradición de su país, el legado minimalista y austero de Barragán y la más estetizante de la arquitectura internacional reciente. La obra de López Baz y Calleja manifiesta una preocupación constante por la esencialidad de las líneas y los planos, y se refleja en un obsesivo cuidado en los detalles, los remates y las entregas. Así mismo destaca en su lenguaje la función de la luz, que subraya y contrasta deliberadamente las texturas con nitidez y con gran riqueza de soluciones.”

Ese primer número que compartieron con Waro Kishi y que tuve la suerte de pasar unos días con todos ellos, dio pie a todo tipo de bromas, y los albures a nuestro amigo japonés no cesaron: el eje central era que cualquiera de sus casas cabía en uno de los baños de Javier y Poncho. Su tono alegre y contagioso siempre era respetuoso y la empatía no tenía fronteras. En una entrevista que acompañó las obras publicadas en ese primer número les pregunté por el paso del tiempo. Javier arrancó con un axioma: “a nosotros nos interesa la atemporalidad de la arquitectura.” Y así fue en las décadas que siguieron, nunca preocupados por aferrarse a un estilo y arrastrando aprendizajes de una obra a otra.

Cinco años más tarde publicábamos una monografía con un texto de Alberto Kalach en el que vinculaba el carácter de la obra de Javier Calleja y Poncho López Baz con la personalidad de sus autores, su forma de ser y la manera con que se relacionan con los demás. Kalach escribía del confort de sus espacios domésticos, la generosidad espacial, el orden y la simplicidad de formas, la perfección en los detalles, el lujo dirigido al bienestar y el gozo, como reflejo del carácter y personalidad de sus autores. En un texto que escribí en ese mismo libro, titulado “La casa de los sueños”, añadí que “en sus casas crean atmósferas perfectas (…) como templos profanos que veneran a los dioses eternos del arte, la serenidad y la belleza.”

Los viajes a algún destino nacional para impartir pláticas o las comidas eventuales en alguno de los jardines del más selecto club de arquitectos nacionales al que a veces tuve acceso, me dieron la oportunidad de conocer de cerca a Javier, hasta de colaborar en algún anteproyecto casi de ficción. Siempre encontré a un amigo generoso, a un colega exigente y detallista en aras de la excelencia de cuanto diseñara y sobre todo, un ser humano entrañable. Algún evento todavía nos unió el año pasado y su porte erguido y aristocrático de años antes, se conservaba en la silla que empujaba su hijo, también arquitecto Calleja.

Compartimos el dolor por su pérdida con su esposa Verónica y con sus hijos Jerónimo y Daniela. Y con Poncho López Baz compartimos también el vacío profundo del que pierde un socio y un hermano, un amigo —el uno, el otro— que lo enraizó con la tierra, cada vez que se echaba a volar. Descanse en paz.

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Últimos Martinis con Humberto https://arquine.com/ultimos-martinis-con-humberto/ Tue, 07 Jan 2014 18:47:18 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ultimos-martinis-con-humberto/ El 7 de enero de 2013 murió Humberto Ricalde. Agotar los límites de lo posible en el vocabulario de Humberto era ejercer la doble disciplina, trabajar sin parar y vivir sin parar, aunque en realidad trabajar y disfrutar la vida sólo eran pretextos para algo más importante, conversar, discutir, pensar, crear. Ya habría tiempo para el descanso.

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El 7 de enero de 2013 murió Humberto Ricalde. O pudo haber sido el 5, no lo sé. El viernes anterior había convocado a varios amigos a tomar unos tragos al bar Felina. Lo rutinario era emborracharse con Humberto, lo inusual era la insistencia con la que quería ver a todos sus cómplices reunidos. Uno a uno iban llegando y Humberto se quejaba de los que todavía no lo hacían. “Ya he perdido poder de convocatoria”, decía con esa voz gangosa, entre duende y demonio. En la pequeña barra, sentado de espaldas al barman, Humberto pedía martinis secos y no paraba de conversar. Que si el edificio de la Menil Collection demostraba la perfección constructiva de Renzo Piano, que si Zaha la gorda le contagiaba traumas corporales a sus edificios, que si Mauricio Rocha estaba perdiendo el piso, que si los arquitectos iban a reaccionar como siempre lo hacían ante el nuevo sexenio político mexicano. Los chismes cotidianos. Mientras bebía su martini, el barman preparaba tragos para los demás y los colocaba en la barra. Humberto se robaba los tragos ajenos que estuvieran a su alcance y al primer sorbo le reclamaba al barman que él había pedido un martini seco y no una pinche margarita.

Los amigos aparecían y desaparecían. Risas, gritos, cábula y, al centro de la conversación, Ricalde con sus comentarios implacables, dardos certeros que podían ir dirigidos a cualquier arquitecto afamado, a los horrores de la burocracia académica o al ingenuo, conocido o desconocido, que tuviera frente a él en ese momento. La hipocresía nunca fue una de sus virtudes. La hipocresía, uno de los elementos necesarios para moverse dentro del mundillo arquitectónico local. De hecho, a pesar de ser uno de los arquitectos más respetados entre sus congéneres, Humberto sabía que jugaba en desventaja, que jamás iba a ser aceptado del todo, que para sobrevivir y destacar había que navegar sonriendo ante las gracias de los mediocres y que no estaba dispuesto a hacerlo. Esta fue una de las razones, además del entendimiento de que su espíritu caótico no le hubiera permitido tener un despacho propio, por las que prefirió asociarse con aquellos cercanos a él que sabían dominar el juego, aquellos con los que existían ciertas afinidades electivas y que le darían la libertad de opinar e influir desde un segundo plano. Varios socios a lo largo de su vida le dieron esa oportunidad, Félix Sánchez, López Baz y Calleja, Moisés Becker, Alberto Kalach, Walter Lingard. Los cómplices, los que sabían cómo manejar los hilos de ese mundo real que a Humberto le daba una pereza insoportable, los que se llevarían los créditos y las palmas, mientras que reconocerían la influencia del consigliere. Ricalde comprendía que su valor no estaba en el hecho de firmar tal o cual obra sino en moldear el pensamiento de aquellos que tenían la capacidad suficiente para modificar el curso de la arquitectura mexicana. Nunca iba ser un arquitecto estrella sino el razonador detrás del escenario, el mercenario que no traficaba con fama, dinero o prestigio, sino con pura honestidad intelectual. Así Humberto Ricalde, el borracho incómodo, el maleducado, el sátiro, el mercenario que jugó limpió hasta el final.

Christopher Hitchens, el escritor inglés, murió en 2011. Un cáncer en el esófago lo tomó por sorpresa para el deleite de todos los creyentes a los que había hostigado. Hitchens, polemista implacable, era un ateo confeso que había sido adversario de todo tipo de religión y que siempre ponía en ridículo a sus fervientes opositores. Cuando agonizaba, muchos esperaban que se arrepintiera, rezaban por ello, sin embargo, en su último libro, Mortality, dejó claro que no lo haría y que ni se les ocurriera inventar que al final de sus días se había acogido a los brazos de dios. Más bien asumía con gracia sus convicciones: “A la estúpida pregunta de ¿por qué a mí? el cosmos apenas se toma la molestia de responder: ¿por qué no?”. El paralelismo con Ricalde es claro, alguien que está consciente de que le quedan pocos días de vida, que no va a dejar de lado sus principios y que además no va a desperdiciar ni un segundo del tiempo que le quede. Hitchens, en el prólogo (escrito cuando ya sabía que estaba enfermo) a su libro de memorias, Hitch-22, incluyó un epígrafe de Píndaro: “No aspires a la inmortalidad, pero agota con todas tus fuerzas los límites de lo posible”. Humberto también estaba enfermo, había superado casi del todo un cáncer de próstata, sin embargo esto no lo hizo cambiar su rutina intensa, sus excesos. Sabía que no hacía lo correcto, que no se cuidaba como cualquier persona sensata lo hubiera hecho, pero ¿acaso alguna vez en su vida había seguido las reglas?

Agotar los límites de lo posible en el vocabulario de Humberto era ejercer la doble disciplina, trabajar sin parar y vivir sin parar, aunque en realidad trabajar y disfrutar la vida sólo eran pretextos para algo más importante, conversar, discutir, pensar, crear. Ya habría tiempo para el descanso. Aquel viernes, entre un martini y otro, Humberto no se cansaba de repetir: “Me voy a morir y todos ustedes me van a extrañar, bola de cabrones”. Era algo que venía diciendo desde hacía tiempo, como si supiera algo que nadie más podía entender. Yo no creía que se fuera a morir, pensaba que ese viejo diablo correoso iba a durar al menos siglo y medio. Pues no, el diablo se murió. Y la bola de cabrones lo extrañamos. De algún modo, su muerte fue una especie de suicidio aleatorio, no se sabía ni cómo ni cuándo ni dónde sucedería, pero el aviso estaba dado, la dados sólo esperaban las rutinas del azar. Era un punto final que Humberto no iba concederle a nadie. Como en algún lado escribió Franz Kafka: “La criatura humana, frívola, ligera, como el polvo, no soporta ataduras; y si se las impone ella misma, pronto, enloquecida, comenzará a tironear hasta despedazar murallas, cadenas y a sí misma.” Ni dios ni el diablo tenían derecho a decidir nada. Mucho menos Ricalde. Y sabemos que la inmortalidad es una mera ilusión.

Humberto Ricalde escribió poco. Cada vez que alguien le insistía que debía escribir un libro de ensayos o que recopilara sus artículos ya publicados, un pudor extraño lo absorbía e intentaba desviar la conversación. Méritos y lucidez no le faltaban, temas tampoco. Él era consciente de ello, sin embargo, parecía como si el sarcasmo actuara en su contra y se proyectara en una autocrítica paralizante, como si esa lucidez extrema lo volviera más dubitativo al tener que afirmar algo por escrito y posteriormente querer contradecirlo. Humberto tenía la excepcional virtud de saber dialogar. Podía afirmar algo con contundencia, luego escuchar la opinión contraria y si encontraba sensatez en ella, cambiar su postura original. Eso provocó que su pensamiento crítico se fuera modificando con el tiempo y no dejara de perder vigencia.

Al analizar en retrospectiva el pensamiento de algunos de sus contemporáneos, es posible observar lo anacrónico de muchas de sus afirmaciones, es fácil encontrar aquellos discursos que sólo eran repeticiones de lo que estaba de moda en ciertas épocas. Con Ricalde sucede lo contrario, sus opiniones se fueron moldeando e incluso contradiciendo con el tiempo sin perder nunca el eje de su discurso: el valor de la modernidad arquitectónica y su continuidad. Bajo su óptica, la arquitectura no puede perderse en gestualidades triviales ni en reinterpretaciones posmodernas o discursos excesivamente intelectualizados, más bien debe concentrase en una reflexión tectónica que incorpore el rigor constructivo, la coherencia lingüística y material, la atención al lugar, a la cultura y al momento histórico. Eso es ser moderno. De ahí sus afinidades, Alvar Aalto, Carlo Scarpa, Louis Kahn, Augusto Álvarez, Luis Barragán, Juan O’Gorman, Ramón Torres, Peter Zumthor. Maestros de la poética contemporánea a los que Ricalde diseccionaba hasta el último milímetro y de los que siempre sacaba algo nuevo, algún detalle que se le había perdido en la cirugía anterior.

Sin embargo, la razón más probable por la que Ricalde no haya escrito demasiado, es que entendió que la única manera en la cual él podría transmitir su pasión por la arquitectura no era el lenguaje escrito sino la oralidad. Creía en la enseñanza y estaba convencido de que la mejor manera de contagiar algo es a través de la palabra, de sus distintas entonaciones, sus gestualidades, de caminar, ver, oír, tocar. La arquitectura sólo se entiende cuando se recorre, cuando se respira; es un oficio que no se puede transmitir a través de planos y fotografías, es más bien un oficio que necesita el instinto del cazador y eso sólo se aprende por contagio y disciplina, por el diálogo paciente entre maestro y aprendiz. Humberto fue de los pocos que siempre apostaron por las nuevas generaciones, lo siguió haciendo hasta el final con un ojo atinado, siempre intentando mantener la objetividad. Si bien es cierto que era implacable y brutal con sus críticas también era muy generoso con los elogios cuando el trabajo de alguien lo emocionaba. Podía criticar ferozmente la obra de los amigos y ensalzar a sus enemigos con igual entusiasmo. Una plática de Ricalde era un deleite, una visita a una obra cualquiera también. Su incontinencia verbal y su histrionismo se combinaban para dar clases caminando sobre las mesas de los alumnos, bajo las mesas de las cantinas o abriendo cajones y probándose las botas de montar de Luis Barragán para terminar afirmando que sin duda le quedaban muy grandes.

A fin de cuentas, Ricalde fue esa clase de poeta que se encuentra a medio camino entre el bufón y el sacerdote. El sacerdote que cada mañana hace gimnasia dando un sermón desde un púlpito escolar, que nunca acepta prebendas ni placas con su nombre en salones universitarios porque entiende que los homenajes deben reservarse para la paz interior de los viejos vanidosos. El bufón, como aquel del Rey Lear, que es el único que le dice la verdad al rey, que se puede burlar a carcajadas de la estupidez de los poderosos. O mejor aún, como aquel personaje de Moby Dick, Pip, el negro loco consentido del capitán Ahab, al que toda la tripulación consideraba un idiota pero mediante el cual Ahab vislumbraba la sabiduría y entendía que “la locura del hombre es la sensatez del cielo”. Todo para después intentar cargarse una ballena blanca.

A medida que los martinis se multiplicaban aquella noche en el bar Felina, los amigos desaparecían. La noche cansa. Era una escena frecuente en las borracheras de Humberto, llegaba el momento en que era necesario abandonarlo, algunas veces en el Ardalio, otras en el Casablanca, o en casos más extremos, cuando se ponía insoportable, había que bajarlo del coche en plena lateral del Viaducto o sacarlo a empujones de alguna casa ajena. Otras veces simplemente desaparecía con un “adiós” indignado y se le podía ver caminando con las manos en los bolsillos o subiéndose a su Sedán, el vocho negro de la arquitectura mexicana. Sabíamos que reaparecería puntual en su clase de las siete de la mañana. Uno a uno, cansados, lo fuimos dejando. Al final, cuando los últimos lo querían acompañar a su casa, unos jóvenes lo interceptaron y se quedó con ellos a continuar su prédica. Que se cansen los viejos. De ahí en adelante sólo queda imaginar la escena. El viejo incombustible que camina con las manos en los bolsillos. Gira en cualquier esquina. Desaparece por siempre. No sé quién haya pagado los martinis.

(P.S.  En Hitch-22, Christopher Hitchens incluyó, como otro epígrafe, el final de Death’s Echo, el poema de W.H. Auden. Muchas veces me ha parecido que este poema podría ser el retrato de los últimos días de Humberto Ricalde, o quizá una más de sus lecciones. Creía que era excesivo poner otra referencia a Hitchens, pero qué más da, estamos hablando de gente excesiva.)

 

So dreamer and drunkard sing,
Till day their sobriety bring:
Parrotwise with Death’s reply
From whelping fear and nesting lie,
Woods and their echoes ring.

The desires of the heart are as crooked as corkscrews
Not to be born is the best for man
The second best is a formal order
The dance’s pattern, dance while you can.

Dance, dance, for the figure is easy
The tune is catching and will not stop
Dance till the stars come down with the rafters
Dance, dance, dance till you drop.

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La cultura arquitectónica https://arquine.com/la-cultura-arquitectonica-humberto-ricalde/ Wed, 21 Aug 2013 15:46:04 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-cultura-arquitectonica-humberto-ricalde/ Hoy, el día de su nacimiento, recordamos a Humberto Ricalde, arquitecto, maestro y crítico con la última entrevista que le dio a Andrea Griborio para Arquine, hablando del proyecto de Ciudad Universitaria, de los concursos, las ideas y la colaboración entre arquitectos, entre otras cosas.

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Lo admirable de esta Ciudad, de esta Ciudad de cultura, de ciencia, de difusión de investigación, es como se ha mantenido joven. No sólo la arquitectura, los espacios, sino como se ha mantenido joven como espíritu universitario. Esto viene de una institución como la Universidad Nacional Autónoma de México tiene dada su herencia histórica tan profunda.
Esta escuela es invitada para presentar una serie de alternativas de como estructurar esta gran área del pedregal del sur de México. Más de 1000 hectáreas, desde la delegación de San Ángel hasta el periférico, y esto ha permitido que esta Universidad tenga el área de protección ecológica del altiplano. Aquí están todas las especies botánicas del sur del Valle, todos los microclimas, y la universidad se ha ocupado, junto con la facultad de biología y los institutos de investigación de agricultura, de preservarlo. Es que, internamente a la escuela, se convoca a la vez un concurso donde maestros y alumnos por grupos, presentan alternativas y compiten entre sí. Jose Villagrán García en 1929 era director de la Escuela y él se encarga de organizar este concurso. Están los nombres de la arquitectura mexicana de mitad de siglo  y ellos, con sus alumnos, hacen una serie de propuestas. Se eligen dos o tres. La propuesta de este campus es quizás la más dinámica, la menos academica, la menos simétrica, no hay ejes autoritarios de posición, sino que los edificios se mueven, más que obedeciendo, acunando la topografía del lugar.  Pocas univerisidades en el mundo con la dinámica de este campus tienen la suficiente capacidad de alojar 100,000 personas por un festival o razones culturales.
Casi es una crítica a nivel mundial que con tan buena arquitectura que los mexicanos hemos sabido hacer esta arquitectura nazca por asignaciones cerradas. ¿Por qué no seguimos con eso? Hay países que su arquitectura, su dinámica de arquitectura viene de los concursos. Un concurso es un instrumento para recoger en un momento especifico el pensamiento amplio de un grupo de arquitectura. Aquí los 60 arquitectos que trabajaron estaban convencidos que la arquitectura se expresa a través de sus materiales, de su estructura, de su fuerza plástica, de la interacción de los espacios.
Si vas por Ciudad Universitaria, taludes, plataformas, escalinatas, basamentos pórticos. La piedra que estaba aquí por un proceso de transformación técnica se volvió geometría plástica sobre la que se asienta  estos edificios de la modernidad mexicana. El lugar se vuelve arquitectura. Me decía Paolo Mendes da Rocha que los europeos nunca podían entender la arquitectura mesoamericana, porque ellos muy tarde entendieron que para hacer arquitectura hay que construir el suelo, construir el lugar. No podemos alunizar el edificio. Ciudad Universitaria está construida así, construyendo el suelo.
Un grupo cultural tiene que tener el espíritu y la dinámica para crear una Institución, y eso no son los edificios sino la voluntad de un grupo social amplio para crearlo. Eso no ha vuelto a suceder. Aquí lo que ha habido es una atomización de saber y la cultura en México.

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El lugar y la memoria https://arquine.com/el-lugar-y-la-memoria/ Fri, 03 May 2013 15:20:54 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-lugar-y-la-memoria/ La arquitectura de la ciudad de Rossi destilaba cariño, pasión por ese territorio vasto, verdadero palimpsesto histórico, donde está guardada la memoria de cada cultura e incitaba a explorarla repasando sus vicisitudes, recorriendo, paso a paso, sus lugares sus largos procesos de confirmación.

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por Humberto Ricalde

A mitad de los sesenta, un libro profundo y a la vez lírico, hablaba del organismo palpitante que es toda ciudad y proponía un modo cercano al de las ciencias para estudiarla y entender su elemento constitutivo, su carne, la arquitectura. Libro también memorioso, lleno de presencias de profundas huellas en lugares y muros, en esa carne – arquitectura que definía como: “el tejido denso pero practicable, vivo y penetrable de la ciudad”. La arquitectura de la ciudad de Rossi destilaba cariño, pasión por ese territorio vasto, verdadero palimpsesto histórico, donde está guardada la memoria de cada cultura e incitaba a explorarla repasando sus vicisitudes, recorriendo, paso a paso, sus lugares sus largos procesos de confirmación. Toda otra manera de acercarse y percibir la arquitectura en su amplio territorio: la ciudad; que hacía parecer fría y esquemática la “moderna” concepción urbana tan repetida por los funcionalistas.

Aldo Rossi (3 de mayo 1931 – 4 de septiembre 1997) ponía, en 1966, el tercer apoyo al trípode en el que descansaría la visión de la aruitectura contemporánea a partir de los años sesenta; hoy sabemos que los otros dos son, no al acaso, Teorías e historia de la arquitectura de Manfredo Tafuri y Complejidad y contradicción en la arquitectura de Robert Venturi. La trayectoria del pensamiento de Rossi, dibujado, construido y escrito, depararía una serie de sorprendentes hallazgos: Un día, casi como una apropiación intemporal, su “Teatro del Mondo” (‘79-‘80), silencioso, se desplazaría por los canales de Venecia, poniendo en movimiento torres, cúpulas y campaniles de memoria bizantina; en él la intensidad de pensamiento y la dinámica histórica de una cultura cargan al límite una propuesta arquitectónica paradójicamente efímera; “porque ante todo me gustaba esto: que el teatro fuera una nave y como tal sufriera los movimientos de la laguna, las ligeras oscilaciones, el subir y el bajar… que venía aumentado por la visión del horizonte del mar a través de las ventanas”. Así la arquitectura se daba cuenta de su acontecer, de estar en un tiempo y lugar, de ser escenario de la vida, acontecimiento, teatro vital.

Previo al “Teatro del Mondo”, un proyecto nunca realizado, dará cuenta a su vez del pensamiento trascendente de Rossi: “El monumento de la Resistencia” en Cuneo. Si el primero es puesta en acto de la vida, este otro es lugar de la conmemoración, monumento donde la arquitectura cobra intensidad a través de sus ingredientes esenciales: paisaje, geometría y recorrido, llenos de meditada significación. Consecuentemente con este pensamiento dibujado y construido, el tercer término de esta trilogía de proyectos es, sin duda, el intemporal “Cementerio de Módena”. Ahí la arquitectura descansa en su propio regazo, el tiempo detenido viene del reposo de formas primigenias: cubo, pirámide, tetraedros que yacen vecinos al viejo camposanto de la ciudad; sus altas cartelas son un ritmo mudo entre los columbarios, aquí es el escenario del silencio.

Memoria, tiempo y lugar en Cuneo; ceremonia, vida y representación en Venecia, y en Módena monumento, reposo y silencio. Una arquitectura que más allá de su función, su razón o su cuerpo tectónico, dice o calla y está llena de estados del alma. Con esos estados, con recuerdos apasionados, está escrita la “Autobiografía Científica”. En ella un “todo Rossi”, entra con gusto por la puesta en el acto, en escena y aparece a la vuelta de cada página un rincón de alguna ciudad repetidamente recorrida, una vieja estancia en Parma, alguna playa a las orillas de la isla de Elba o el Hotel Sirena que, discreto y celoso, guarda “una arquitectura interior, o mejor aún, desde el interior, persianas que filtran la luz del sol o la línea del agua, constituyen, en el interior, otra fachada, junto al color y la forma de los cuerpos que, tras las persianas viven, duermen, se aman”

Esta intensidad reflexiva, entre el lirismo de sus primeras obras y de su “Autobiografía Científica”, se echan de menos en el Aldo Rossi después del premio Pritzker. El estrellato de los noventa llevo su obra a Japón, estados unidos, Alemania, Holanda, etc. Aquí quedan apenas edificios que son vestigios de su fuerza poética, de aquellas obras concebidas a fuerza de excavar la materia colorida de muros y techumbres de entre los trazos obsesivos de sus vigorosos dibujos y sus inspiradas letras. Detengamos, por lo tanto, esta evocación aquí; recordándolo al final de este verano del ’97 con sus propias palabras premonitorias: “en cada verano venía el último verano y es ese sentido de permanencia… donde se encuentra la clave de muchos de mis proyectos”.

*Texto publicado en Arquine No. 2 | Sobre composición y lugar | “El lugar y la memoria” pp. 13-14

arquine_2 24.AR_Ritratto di Aldo Rossi - Anni Settanta ROSSI73BIS

Teatro del Mondo

Rossi2

Cementerio de Módena

20.AR_Fantasia architettonica

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En memoria del maestro https://arquine.com/en-memoria-del-maestro/ Thu, 24 Jan 2013 22:52:23 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/en-memoria-del-maestro/ Humberto fue siempre deslumbrante por sus conocimientos y, sobre todo, divertido por sus osadas ocurrencias. Era un profesional de la fiesta, la celebración, la gracia y el ingenio siempre agudo.

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Humberto Ricalde o el risueño francotirador

El pasado 7 de enero de 2013 murió uno de los más notables arquitectos que este país produjo en los últimos años: Humberto Ricalde. Con su partida deja un hueco que muchos lamentamos hondamente y que no parece fácil de llenar en un buen tiempo. Dueño de un humor a toda prueba, propietario de un ojo crítico de alto refinamiento, gozoso disfrutador de conversaciones, viajes y fiestas; colaborador atinado y sensato de los mejores arquitectos de México, maestro capaz de enardecer a los alumnos y guiarlos por la senda del entusiasmo y el conocimiento: todo esto y más fue este yucateco simpatiquísimo, de afilada lengua y sensato juicio.

Quien escribe esta columna no tiene más remedio que relatar la última visita que Humberto hiciera a Guadalajara con motivo de impartir una conferencia en el CCAU. Al día siguiente pidió que alguno de los estudiantes lo llevara a ver una obra que le interesaba (el Liceo Franco Mexicano) y acto seguido apareció en la terraza y llenó la casa de risas, juicios, noticias y comentarios que juntaban lo entrañable con lo insólito. El tequila volaba y su manera de habitar y volver propia otra casa asombraba a los niños que lo miraban azorados. Luego accedió gentilmente a impartir un par de talleres en la Escuela de Arquitectura del Iteso, en donde logró una vez más dejar boquiabiertos y pensativos a una treintena de aprendices. Sus sugerencias y referencias recorrían la antigüedad clásica, el Renacimiento, la protomodernidad, las últimas hechuras de los arquitectos más visibles…

Era un surtidor de posibilidades, una fuente de búsquedas y caminos insospechados. Para quienes tuvimos el privilegio de ser sus amigos y compañeros de episodios académicos y profesionales la compañía de Humberto fue siempre deslumbrante por sus conocimientos y, sobre todo, divertido por sus osadas ocurrencias. Era un profesional de la fiesta, la celebración, la gracia y el ingenio siempre agudo. Conoció a todo mundo que valía la pena conocer. Emparejó su suerte con el Taller Max Cetto de la UNAM, colaboró con el mismo Luis Barragán, con Andrés Casillas, con Augusto Álvarez, con Alberto Kalach… Utilizaba su inteligencia con una certeza de francotirador que sabía unir lo mortífero de sus proyectiles verbales con la bonhomía yucateca que nunca perdió. Escribía estupendamente y dejó una porción de ensayos memorables que sus amigos deberían de reunir en una digna publicación.

En un taller impartió hace unos meses en la casa de Luis Barragán de Tacubaya propuso a sus alumnos de la Universidad de Arkansas un estudio detallado de las rinconadas y vericuetos del barrio. El resultado, consistente en dibujos a mano alzada y maquetas, era deslumbrante. Dudo que los gringos hayan tenido un maestro equivalente en talento y capacidad de comunicar la poesía implícita en esas callejuelas desastradas, transfiguradas gracias a su genio en lugares de encantamiento y serenidad. Sus visitas guiadas a la casa de Barragán eran un prodigio de originalidad e inventiva juguetona e inquietante. Vamos a extrañar mucho a Humberto. Ya estará en el cielo de los grandes arquitectos, tequila en ristre, armando una fiesta de alarmantes proporciones e imprevisibles, felices consecuencias.

por Juan Palomar*

*Publicado el miércoles 9 de enero en El informador.

La última clase de Humberto Ricalde

Lo conocí un sábado, hace 10 años, en una expedición de estudiantes de Arquitectura a la Casa Barragán en Tacubaya a la que me anexé sin que él me hubiera invitado y sin -¡mucho menos!- ser estudiante de Arquitectura. Caminaba por ella con la seguridad de quien ha recorrido muchas veces un camino: cada objeto, rincón o fuente de luz de esa casa se convertía, por su voz, en anécdota o pretexto para enseñar (o, como él decía, “pensar con”) Arquitectura. En mito. Esa mañana tomó unos papeles de algún lugar de la Casa Barragán y, sin avisar, se puso a declamar, casi gritando. Cuando terminó, tras haber robado la atención de todos, nos dijo que era un poema de Pellicer, querido amigo de Luis Barragán.

Hablaba. Era su oficio. Con pasión, añoranza y maestría platicaba, casi siempre recordando. Ponía la mirada en quién sabe qué horizonte, buscándolo, cuando se refería a alguien a quien había conocido. Luego supe que se llamaba Humberto Ricalde y que, después de ser Beatriz de nuestra expedición, esa tarde se fue a beber con los alumnos a los que tuvo la confianza de invitar. Escuché que siempre decía que había que “pensar con arquitectura”. Cuatro años después lo volví a ver en una fiesta de estudiantes de Arquitectura. Lo vi de lejos, platicando con el amigo que nos había invitado y otros de recién ingreso en el Cetto. O, mejor: platicando él, contándoles historias. Todavía el año pasado, mi novia me llamó desde Guadalajara y, feliz, me contó que había ido a una plática fantástica. Era un señor extraordinario que, a medio encuentro, había abierto una botella de tequila y les había servido a todos. El viejo, el señor se llamaba Humberto Ricalde.

Todavía el viernes 4 de enero él fue lo primero que vi cuando entré al Felina. Estaba con sus amigos, sentado en la barra. Estaba lejos, otra vez: estaba con los suyos, los que piensan con Arquitectura. Así que me fui con los míos y, mezcales después, yo más borracho y Ricalde menos acompañado, me le acerqué y, al tiempo que le estrechaba el hombro, le dije “Maestro Ricalde, ¡qué gusto encontrarlo por aquí!”. Me respondió, efusivo y feliz, con los ojos saltados: “¡Hola! ¡Qué gusto verte!”. Le conté esta historia. Que nunca había podido hablar con él. Entonces me prohibió hablarle de usted y me exigió que lo llamara Humberto. Acto seguido, volví a llamarlo Arquitecto Ricalde y entonces me sujetó del brazo y me dijo “¡vas a hacer que me encabrone si me sigues diciendo así, cabrón! ¡Yo soy Humberto!” Me preguntó a qué me dedicaba y le dije que trabajaba para un Banco pero que también escribía poesía. “¿Y qué haces en esa mierda, si escribes poesía?”. Entonces le conté que recordaba bien el momento en que declamó el poema de Carlos Pellicer en Casa Barragán. Se atacó de la risa.

Me pidió que le recitara un poema mío.

«Pero, ¿para qué, Humberto, si te puedo recitar a otros mucho mejores? Mejor te recito a Huidobro.»

«A ver.»

Y empecé: Mujer el mundo está amueblado por tus ojos / Se hace más alto el cielo en tu presencia…

Humberto replicó con Pellicer.

Nos reíamos y platicábamos sobre arquitectos y poetas. Sobre educación. Le conté que yo también daba clases.

Después de un rato le recité otro poema.

«¿Y ése de quién es?»

«Es mío.»

«¿Pero qué haces en esa mierda? Vete de esa mierda de Banco.»

«Ya lo sé, Humberto; pero tengo que comer. Y nadie me va a pagar por ser poeta.»

«Pues sí. Pero este mundo necesita más gente creativa y sensible que pinches máquinas que trabajan en Bancos.»

Me besó la mano. Me dio un fuerte abrazo.

Lo presenté con mis amigos como el maestro Humberto Ricalde, la gran institución de la Arquitectura en México.

El lunes [7 de enero] supe que había muerto. Con certeza supe que ésta fue su última plática. Su última clase. Desapareció. Poético como era. Desapareció. Fantásticamente. A fuerza de repetición, “pensar con Arquitectura” parece lugar común entre quienes estuvieron en sus clases. Pero él era así: convertía todo momento, cualquier espacio en terreno fértil para aprender. Para enseñar. Y pensar. No sólo con Arquitectura: pensar con arte, pensar sintiendo. Llenar espacios. Espacios que estaban vacíos y que con su sola presencia se llenaban. Él era Arquitectura. Era espacios vueltos poesía. Era viernes, todavía. Era un mundo mejor.

por José Saed Ayub | @pepeayub*

* Publicado el martes 8 de enero en Consideraciones.

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El discurso de Humberto Ricalde https://arquine.com/el-discurso-de-ricalde/ Tue, 08 Jan 2013 16:49:46 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-discurso-de-ricalde/ "El espacio en la arquitectura es dinámico, la cualidad de acción, de movimiento; la arquitectura es un contenedor que pauta un desplazamiento", pensaba Humberto Ricalde (1942-2013).

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Humberto Ricalde (1942-2013) falleció a los 70 años de edad el 7 de enero de 2013. Humberto Ricalde creció en Mérida, Yucatán, y estudió arquitectura en la Facultad de Arquitectura de la UNAM. Realizó un posgrado en diseño arquitectónico en Praga y otro en Diseño Urbano e Historia en Italia. Dedicó 45 años de su vida a la docencia en distintas universidades y facultades de arquitectura, principalmente en el Taller Max Cetto de la Facultad de Arquitectura de la UNAM. Ricalde repetía que la arquitectura no se enseña, sino se aprende. Trabajó con Augusto Álvarez, a quien reconocía como su maestro; y dibujando para Barragán junto con Giovanna Rechia, su esposa, los planos que aquél nunca hizo de su casa. También colaboró con Félix Sánchez, Alberto Kalach, López Baz y Calleja, y Moisés Becker, entre otros. Ricalde también inició varias empresas editoriales; Traza, suplemento del periódico uno más uno; luego la revista a, asociado con Enrique Norten, Alberto Kalach e Isaac Broid y Trazos. Entre su obra destaca el conjunto Unidad Latinoamericana, Teatro del Centro Nacional de las Artes, con LBC, y el edificio Prados Sur, con Moisés Becker. De lo mucho que escribió, aquí algunas de sus ideas:

Lo propositivo de la nueva arquitectura no reside en su gestualidad, más bien desarrolla su reflexión como espacio, luz, construcción y materialidad.

El espacio en la arquitectura es dinámico, la cualidad de acción, de movimiento; la arquitectura es un contenedor que pauta su desplazamiento.

Valoro como mejor arquitectura aquella donde lo gestual radica en la creación de espacios diáfanos: pabellones en diferentes escalas, casi transparentes, en los que una cubierta puede asumir la libertad de acción en el espacio contenido; edificios donde muros, rampas y escaleras condicionan y dirigen a sus usuarios.

Encuentro mucho valor en aquellas arquitecturas que se disuelven en el sitio, cuando el proyecto se amalgama como si siempre hubiera estado ahí, cuando forma parte.

Algunos edificios son intervenciones en preexistencias, la comprensión de un lugar con características y limitantes previas condiciona la intervención y, en el mejor de los casos, transfigura el lugar con potencia y no sólo con adhesiones protagónicas, ya sea por lograr extender un programa arquitectónico, reinterpretar lo existente o el correcto desplante de un edificio, en su contexto o su paisaje.

Una obra puede mantener explícita la materialidad de su apariencia. La comprensión y la creatividad con que un material puede ser utilizado le dan veracidad y contundencia a un proyecto, ya sea que la apariencia del material con que fue realizada la obra resalte en su contexto o que, aún recubierta, exprese su solidez y la contención entre sus partes.

El valor de la materialidad no se encuentra sólo en el uso correcto de un material determinado o en la posible economía que eso significara, es también la manera en que su agrupación divide el espacio y forma arquitectura, ambiente.

Las obras que exponen con naturalidad las partes que las conforman y sostienen —su estructura—, me parecen de mucho valor, aprecio ese gesto. En estas obras podemos apreciar la lógica con que se desarrollan o la comprensión de las articulaciones que las desenvuelven y hacen posible la arquitectura. Un muro de concreto perfectamente colado, le puede dar mucha belleza a una obra y ser el eje de su estructura.

La densa corporeidad y la composición axial de Mario Pani; el funcionalismo medido y voluntariamente sobrio de Augusto H. Álvarez; las plantas estrictas y las fachadas unifilares de Ramón Marcos; la voluntad de síntesis entre metales, vidrios y pórticos de Juan Sordo Madaleno; y más adelante, la diáfana, etérea, casi ausente, corporeidad de los edificios de Ramón Torres y Francisco Artigas, ¿cómo las edificaciones de estos arquitectos sobreviven y dialogan con la intricada trama de la metrópoli?

Todo espacio, todo rincón urbano es antes que nada lugar de afectos, lugar de recuerdos que permanecen en nuestra memoria debido a los momentos que pasamos en ellos, el recuerdo de las sensaciones y emociones que en ellos vivimos y que los transforman en verdaderos lugares de cariño por la urbe que los acuna y a la cual dan sus características.

A la arquitectura actual le quitaría excesos de interpretación intelectual y racional, y me acercaría más a un entendimiento integral de la arquitectura. Más reflexión y menos intelectualización, eso haría yo con la arquitectura.

A la palabra teoría la hemos vaciado de contenido y a la palabra crítica cargado peyorativamente.

Un concurso es un instrumento para recoger en un momento específico el pensamiento de un grupo amplio de arquitectos.

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