Resultados de búsqueda para la etiqueta [Walter Benjamin ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 23 Jul 2024 00:36:23 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 El mundo como historia: libros y arquitectura. O notas sueltas desde Benjamin, o casi https://arquine.com/el-mundo-como-historia-libros-y-arquitectura-o-notas-sueltas-desde-benjamin-o-casi/ Mon, 15 Jul 2024 17:27:47 +0000 https://arquine.com/?p=91666 Hoy, ese mundo del que se quiso contar una única historia dejando fuera lo que no se consideró importante y, también, toda la barbarie necesaria para que lo que se considera importante lo aparentara, se cae a pedazos. Quizá intentar contar esas otras historias, historias de nuestras ruinas, de esas que estamos construyendo incluso hoy, sea lo único que nos quede en lo que otros mundos y otras historias se van abriendo camino.

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Vendrá el oficial del censo.
Inspeccionará
calles y casas. Y entonces,
me dejará contar mis ruinas
con mis manos sin dedos.

Vendrá el oficial del censo“, Haidar Al-Ghazali

 

En las últimas décadas del siglo pasado —y lo escribo así para darle más peso al tiempo de estas historias—, mientras estudiaba arquitectura, tuve dos profesores de historia a quienes recuerdo no por la calidad de sus clases —nada sobresaliente—, sino por los memes que, de generación en generación, circulaban entre sus estudiantes. No, no existían los teléfonos inteligentes entonces. Ni siquiera los teléfonos móviles sin ninguna inteligencia añadida. Nuestros memes se apegaban a la definición que de ellos diera el inventor del término, el biólogo Richard Dawkins, más cercanos a “tonadas, ideas, eslóganes, modas de ropa, formas de hacer vasijas o construir arcos” que a imágenes voluntariamente torpes acompañadas por frases voluntariamente sosas que, las más de las veces,  más vale olvidar que recordar. Algunos de nuestros memes implicaban, por ejemplo, fruncir el ceño, entrecerrar los ojos y, con voz más o menos gangosa, decir: esto es muy importante, que era la frase con la que uno de esos dos profesores de historia de cursos nada memorables repetía casi cada clase. Muchas veces, después de esa frase continuaba diciendo: los griegos… Y explicaba algo que, en retrospectiva, no recuerdo que fuera tan importante. A decir verdad: no recuerdo qué explicaba. Pero sí recuerdo que nunca nos habló de las ideas de Platón sobre la arquitectura o de Aristóteles sobre la ciudad, ni de la traza de Hipodamo de Mileto y, mucho menos, de la metis, esa astucia de la que hablan Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant en su libro Las artimañas de la inteligencia: la metis en la Grecia antigua. La frase que recordaba el meme, repetida casi en cada clase aludiendo a los griegos, aunque pudo tener la intención de hacernos ver un desarrollo lineal desde la Antigüedad griega hasta nuestros días, nos volvía a los alumnos una especie de parodias de Sísifo que, tras empujar penosamente la pesada piedra de la historia de la arquitectura, volvíamos a encontrarnos al inicio de cada clase otra vez con los griegos. ¡Ah, porque el inicio eran los griegos!

El otro profesor enseñaba historia de la arquitectura prehispánica en dos semestres. Había quien aseguraba que era una eminencia y que había participado en varias exploraciones arqueológicas. Pero su clase era otra forma de esos tormentos que muchas escuelas, no sólo de arquitectura, se empeñan en perpetuar a pesar de su sabida y reconocida inutilidad pedagógica. En un auditorio en penumbras, el profesor proyectaba viejas diapositivas que nos mostraban una construcción mientras él decía, con voz monótona: “juego de pelota”, “Chichen Itzá”, “periodo preclásico”. El método se repetía en otras regiones, otras épocas y, quizá prefigurando de algún modo la Ontología Orientada a Objetos, trataba del mismo modo una edificación, una tumba o una vasija. Para los exámenes, el método era prácticamente el mismo, sólo que ahora él callaba y, viéndonos detrás de unos anteojos de fondo de botella, y apenas esbozando una sonrisa, guardaba silencio a la espera de que fuéramos nosotros quienes escribiéramos ahora: “vasija”, “Teotihuacán”, “periodo postclásico”. La mayoría reprobábamos. Y estoy seguro de que ninguno de los que cursamos aquellas clases, incluso quienes pasaron, hubiera sido capaz de entender qué diablos vio Jörn Utzon en su viaje a Chichen, que lo llevó a escribir sobre plataformas y mesetas; y después a relacionar esas ideas con las del proyecto con el que ganó el concurso para la Ópera de Sydney. De hecho, creo que nunca nadie nos habló de aquel ensayo, ni de Utzon, ni del concurso, ni de Sydney. Mucho menos de ópera.

Sí, lo sé: no tuve la suerte de estudiar ni en la mejor escuela ni con los mejores maestros. Y puede ser cierto que, como alguna vez se me señaló sin ocultar cierta molestia: uno tiene los maestros que se merece. Pero también es cierto que uno puede ser redimido.

Algunos años después de graduarme como arquitecto, Humberto Ricalde me invitó a ser su asistente —supongo que por alguna forma de compasión, pero no sin una dosis de ironía— en una clase que tenía por nombre oficial algo como Metodología de investigación I —o II o III, da igual— y que él había rebautizado como Pensando con arquitectura, subrayando el uso de esa preposición: no en, sino con. La clase era, si recuerdo bien, cada miércoles a las 7 de la mañana. Y en cada sesión se trataba del trabajo de algún arquitecto, fundamentalmente de la primera mitad del siglo XX: Mies, Aalto, Scarpa. Si no me equivoco, Barragán era el único latinoamericano; quizá el único no europeo. En esa clase que no era ni de historia ni de diseño, pero era las dos cosas y más al mismo tiempo, Humberto explicaba la planta de la Villa Mairea sin dejar de mencionar el gusto de Aalto por los coches, el vodka y volar en avión, o a su padre inspector de bosques, no para explicar, sino para acompañar la idea de que eso —la planta de esa casa— era una topografía. Algunas veces la mención del vodka iba acompañada de la presencia real de una botella de vodka, introducida de contrabando en el salón de clases, y un vasito para tomar un trago y regresar a ver la planta de la Villa Mairea, con algo de Sibelius como música de fondo.

Pero con todo, lo amplia y ampliada que fueran la historia y las historias de la arquitectura como las pensaba y enseñaba el maestro Ricalde—aunque él hubiera dicho, “aprendía”—, con información de primera mano o rumores no verificados (pero muchas veces esclarecedores o con menciones y visitas, si era posible, a Paquimé o a Xochicalco o a Santo Domingo en Oaxaca), seguía teniendo un foco y un enfoque que hoy, con los discursos y las ideas que atraviesan no sólo el pensamiento y la crítica de arquitectura, sino la cultura en general, calificaríamos quizá como eurocéntrico. 

Todo lo anterior no es más que el preámbulo a lo que me ha hecho pensar el encuentro —no tan fortuito como el de la máquina de coser con el paraguas— de un libro recién recibido con la efeméride inevitable, para mí, al menos, del día de hoy, 15 de julio.

 

El libro

El libro, publicado por MIT Press a finales de octubre del año pasado, es grande y pesado —9 por 12 pulgadas, 564 páginas—, y bello. Editado por Petra Brouwer, Martin Bressani y Christopher Drew Armstrong, lleva por título Narrating the Globe. The Emergence of World Histories of Architecture y se presenta de la siguiente manera:

El siglo XIX vio el surgimiento de un nuevo género de escritura arquitectónica: la gran historia de la arquitectura mundial. Este género a menudo expresaba una visión del mundo profundamente eurocéntrica, que descartaba en gran medida la arquitectura no occidental por medio de narrativas de progreso histórico y belleza estilística. Sin embargo, incluso mientras los historiadores del siglo XIX trabajaban para construir un canon arquitectónico exclusivo, estaban inmersos en un debate constante sobre sus categorías y limitaciones. Narrating the Globe rastrea el surgimiento de este canon histórico, y expone las preguntas y problemas que impulsaron la formación misma del canon.

Esta colección de ensayos, que reúne a historiadores de la arquitectura de todo el mundo, es el primer examen exhaustivo del estudio de la historia de la arquitectura del siglo XIX como género literario, e incluye resúmenes de los orígenes y el legado del género del estudio de la arquitectura global, así como exámenes minuciosos. de obras clave, incluidos libros de autores menos conocidos pero intrigantes como Louisa C. Tuthill, Christian L. Stieglitz y Daniel Ramée, y los estudios más famosos de James Fergusson, Franz Kugler, Banister Fletcher y Auguste Choisy. Narrating the Globe es una lectura esclarecedora para cualquier persona interesada en la trayectoria larga, compleja y a menudo tendenciosa de la historia de la arquitectura.

 

Formal y editorialmente, este libro parece sumarse a otros, más o menos recientes, que investigan la arquitectura no sólo como el diseño y la construcción de edificios —sabemos que es mucho más y, a veces, menos que eso— o, incluso, no sólo de los discursos y las ideas acerca de lo que la arquitectura pueda ser, sino también de las formas materiales como esos discursos se exponen y explican: fundamentalmente con libros. Ante la imposibilidad de hacer una reseña de un libro de 564 páginas recién recibido, decidí usar imágenes, en vez de palabras, para mostrar otras de esas publicaciones en las que el espacio arquitectónico de la página es tema y protagonista —e incluir, sin modestia alguna, el antepenúltimo número de la revista Arquine (núm. 106 — Libros).

Aprovecho sólo para anotar dos cosas que se mencionan en la introducción de Narrating the Globe. Primero, que muchas de esas historias universales de la arquitectura eran “una manera de describir la arquitectura como una atracción para turistas: en la mayoría de los casos, viajeros de sillón, que ahora podían hacer el tour de las maravillas arquitectónicas del mundo en formato folio.” Y, segundo, que “lo que hace urgente la revaluación de esas revisiones decimonónicas es la atención renovada en la “lógica epistémica” y racista de los textos fundacionales de la historia de la arquitectura y su persistencia en el pensamiento disciplinar contemporáneo.” Léanse, por ejemplo, cómo las declaraciones del jurado del premio más mediático de la arquitectura en nuestro tiempo refuerzan la creencia, gane quien gane, de que la forma de pensar y dibujar la arquitectura que se conformó entre Roma y Florencia hace poco más de cinco siglos, extendiéndose después —aunque habría que escribir: imponiéndose y agregar imperialmente— por todo el mundo, es la arquitectura toda y única, en cualquier época y lugar del mundo.

 

La efeméride

Hoy —aunque lo admito: esto lo empecé a escribir el día en que la Toma de la Bastilla conmemoró sus 225 años—, si Walter Benjamin no se hubiera suicidado el 26 de septiembre de 1940, huyendo del fascismo que entonces —como hoy, ¡ay, la historia!— amenazaba al mundo, y los humanos viviéramos tanto como ciertas especies de tortugas, estaría soplando 132 velas en su pastel de cumpleaños.

En principio, pensando desde las historias mundiales de la arquitectura, me vino a la mente la inconclusa Obra de los pasajes de Benjamin (escrita entre 1927 hasta su muerte en 1940), lo que podría ser contradictorio, pues ahí el mundo es una ciudad: París. Pero leída, de ahí la conexión, a partir de recortes de publicaciones varias —en este caso citas transcritas con sumo cuidado en una minúscula caligrafía y luego anotadas y reordenadas varias veces— que dan cuenta, al menos en la lectura de Benjamin, de las transformaciones materiales y espaciales —arquitectónicas, pues— que hicieron de París no sólo el centro del mundo, sino un nuevo mundo por sí mismo en la segunda mitad del siglo XIX.

Pero está también el que se considera el último ensayo de Benjamin: “Sobre el concepto de historia”. Compuesto por 18 tesis y 2 apéndices, el texto fue terminado a inicios de 1940 y Benjamin se lo envió a pocos amigos muy cercanos, como Hannah Arendt y Theodor Adorno, bajo la advertencia de que no era su intención publicarlo. Se publicó de manera póstuma en 1942. El breve ensayo ha sido objeto de numerosos análisis y estudios, algunos “talmúdicos” —“palabra por palabra y frase por frase”—, como califica Michel Löwy en su libro Walter Benjamin: aviso de incendio, y no tengo ni el conocimiento ni la capacidad para intentar aquí un resumen. Me contento con dos famosas imágenes que incluye, imágenes textuales, pero que refieren a imágenes gráficas. Una es la del (falso) autómata, vestido como turco, de un jugador de ajedrez que vencía a cualquier adversario —un jugador virtuoso, de muy poca estatura y jorobado, que se escondía entre el mecanismo del truco— y que, según la interpretación de Löwy, significaba la imposibilidad de derrotar a las clases opresoras y al fascismo sin dejar de lado un falso “materialismo histórico” e interpretando de nuevo y de otra forma la historia.

La otra imagen parte de un dibujo de Paul Klee que Benjamin compró y atesoraba: el Angelus Novus (1920). Para Löwy, esta imagen atrapó “la imaginación de nuestra era, sin duda porque toca algo profundo en la crisis de la cultura moderna.” Benjamin escribe:

Hay un cuadro de Klee llamado Angelus Novus. Muestra un ángel que parece a punto de alejarse de algo que mira fijamente. Tiene los ojos muy abiertos, la boca abierta y las alas extendidas. Así debe lucir el ángel de la historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde se nos presenta una cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe, que va acumulando escombros sobre escombros y los arroja a sus pies. Al ángel le gustaría quedarse, despertar a los muertos y reparar lo que ha sido destrozado. Pero una tormenta sopla desde el Paraíso y se ha quedado atrapada en sus alas; es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Esta tormenta lo conduce irresistiblemente hacia el futuro, al que le da la espalda, mientras el montón de escombros ante él crece hacia el cielo. Lo que llamamos progreso es esta tormenta.

El progreso, ese empuje imparable al que la cultura burguesa rindió —y, en sus despojos, rinde aún— culto, es una tormenta que, en retrospectiva, va acumulando destrozo sobre destrozo, ruina sobre ruina. A los idólatras del progreso esto no parece pesarles demasiado: la mirada fija en el futuro y, sobre todo, los pies sobre esas ruinas y esos cuerpos que prefieren ignorar, en sus vidas y en sus historias. En la séptima tesis, Benjamin escribe:

¿Con quién simpatiza realmente el historicismo? La respuesta es inevitable: con el vencedor. Y todos los gobernantes son herederos de conquistadores anteriores. Por lo tanto, empatizar con el vencedor beneficia invariablemente a los gobernantes actuales. El materialista histórico sabe lo que esto significa. Quien ha salido victorioso participa hasta el día de hoy en la procesión triunfal en la que los gobernantes actuales pasan por encima de los que yacían postrados. Según la práctica tradicional, el botín se lleva en procesión. Se les llama “tesoros culturales” y un materialista histórico los mira con cauteloso distanciamiento. Porque en todos los casos estos tesoros tienen un linaje que él no puede contemplar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los crearon, sino también al trabajo anónimo de otros que vivieron en el mismo período. No hay documento de cultura que no sea al mismo tiempo documento de barbarie. Y así como un documento así nunca está libre de barbarie, la barbarie mancha la manera en que fue transmitido de una mano a otra.

Volvamos a la historia de la arquitectura del mundo o al mundo y su arquitectura como tema, como sujeto de una sola historia. Ahí, también, se ignora cuando no se borra la voz de los vencidos y, parafraseando a Benjamin, cada monumento de la civilización es al mismo tiempo un monumento de barbarie.

Mis clases de historia, cuando era estudiante de arquitectura, con sus cosas tan importantes que regresan siempre y sólo a los griegos, o con “lo otro” contado de manera tan aburrida como indigna, son ejemplo de esto. Pero también las “grandes historias”, como las de los Fletcher, padre e hijo, que de las casi 700 páginas de su A History of Architecture on the Comparative Method dedican una, sólo una, a la antigua arquitectura americana abriendo con esta frase:

La arquitectura de América Central es tan poco importante en sus aspectos generales que unas cuantas palabras bastarán para explicar su carácter.

Cómo damos cuenta de la otra arquitectura en nuestras historias también explica cómo imaginamos el presente y el futuro de “la disciplina” y de nuestras ciudades y territorios. El arquitecto desaparece una ciudad con la facilidad de un bombardeo, y el gesto que traza la curva magistral no puede ocultar la barbarie del mismo acto.

Hoy, ese mundo del que se quiso contar una única historia, dejando fuera lo que no se consideró importante y, también, toda la barbarie necesaria para que lo que se considera importante lo aparentara, se cae a pedazos. “Es el fin del mundo como lo conocemos”, cual cantó R.E.M., aunque quizá no nos sintamos tan bien al respecto. Quizá intentar contar esas otras historias, historias de nuestras ruinas, de esas que estamos construyendo incluso hoy, sea lo único que nos quede en lo que otros mundos y otras historias se van abriendo camino. Es un hacerse cargo del presente tanto como del pasado para redimirlo y redimirnos. Como escribió Benjamin:

El pasado lleva un índice oculto que no deja de remitirlo a la redención. […] Si es así, un secreto compromiso de encuentro está entonces vigente entre las generaciones del pasado y la nuestra. Es decir: éramos esperados sobre la tierra. También a nosotros, entonces, como a toda otra generación, nos ha sido conferida una débil fuerza mesiánica a la que el pasado tiene derecho de dirigir sus reclamos.

O, como escribió Mahmoud Darwish en las últimas líneas de su maravilloso poema  “Penúltimo discurso de los “pieles rojas” al hombre blanco“:

Hay muertos durmiendo en las habitaciones que construirás

hay muertos que visitan los lugares que demueles

hay muertos que cruzan los puentes que vas a erigir

hay muertos que iluminan la noche de las mariposas, muertos

que vienen con el atardecer a beber el té contigo, tan pacíficos

como tus rifles los dejaron; así que déjales, tú el huésped, 

algunos lugares vacíos a los anfitriones… son ellos quienes te dirán

cuáles son los términos de la paz… con los muertos.

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Distancia crítica https://arquine.com/distancia-critica/ Mon, 20 Feb 2023 15:11:39 +0000 https://arquine.com/?p=75585 Según escribió Walter Benjamin en 1928, "hoy" la crítica no puede ser objetiva, pues hemos perdido esa distancia frente a las cosas y al mundo. La crítica y quienes la ejercen, formal o informalmente, están situados en un contexto y son parciales. Eso no les exime de la obligación de aportar argumentos al tomar partido.

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“Insensatos quienes lamentan la decadencia de la crítica. Porque su hora sonó hace ya tiempo. La crítica es una cuestión de justa distancia. Se haya en casa en un mundo donde lo importante son las perspectivas y visiones de conjunto y en el que antes aún era posible adoptar un punto de vista. Entretanto, las cosas han arremetido con excesiva virulencia contra la sociedad humana. La «imparcialidad», la «mirada objetiva» se han convertido en mentiras, cuando no es la expresión, totalmente ingenua, de la pura y simple incompetencia.”

Walter Benjamin, Dirección única

 

Uno

En su libro The Benjamin Files, Frederic Jameson dice que “Benjamin jamás escribió un libro tradicional (y nunca pudo o quiso hacerlo). O, si decir eso parece apresurado (o duro), digamos que escribió sólo uno, titulado Calle de dirección única (Einbahnstraße, 1928)”. Dirección única tampoco es un libro tradicional. Es una colección de breves textos encabezados con títulos que no necesariamente les hacen referencia o que lo hacen como una imagen, como una alegoría —algo propio de la manera de pensar de Benjamin. El libro es una calle —lo dice el título y lo aclara la dedicatoria: “Esta calle se llama Calle Asja Laascis, nombre de aquella que como ingeniero la abrió en el autor”— y los títulos son como los anuncios y carteles que nos salen al paso; los textos las ideas que se nos vienen a la cabeza al leerlos. Es un libro apropiado para la manera de pensar o de intentar pensar en esa saturación de estímulos que condiciona la vida nerviosa en la gran Metrópoli, como un par de décadas antes de Benjamin había diagnosticado el sociólogo Georg Simmel.

En otra sección del mismo libro, Benjamin presenta La técnica del crítico en trece tesis y afirma que “quien no pueda tomar partido, debe callar” y que “la «objetividad» debe sacrificarse siempre al espíritu de partido cuando la causa por la cual se combate merezca la pena.” Eso, que a algunos pareciera contradecir el espíritu de la crítica —y más viniendo de uno de los espíritus más críticos de la primera mitad del siglo XX— es, de hecho, una constatación tan irónica como trágica —crítica, pues— de los tipos de respuesta intelectual que requiere la época en que vivimos —si nuestra época es aún el desarrollo extremo de lo que vivió Benjamin a inicios del siglo pasado. A continuación del párrafo citado como epígrafe, Benjamin dice:

La mirada hoy por hoy más esencial, la mirada mercantil, que llega al corazón de las cosas, se llama publicidad. Aniquila el margen de libertad reservado a la contemplación y acerca tan peligrosamente las cosas a nuestros ojos como el coche que, desde la pantalla del cine, se agiganta al avanzar, trepidante, hacia nosotros. Y así como el cine no ofrece a la observación crítica los muebles y las fachadas en su integridad, sino que sólo su firme y caprichosa inmediatez es fuente de las sensaciones, también la verdadera publicidad acerca vertiginosamente las cosas y tiene un ritmo que se corresponde con el del buen cine.

Este texto de Dirección única tiene como título Se alquilan estas superficies.

 

 

 

Dos

Hace unos días se inauguró en el Palacio de Iturbide, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, la exposición Transformación urbana. Sordo Madaleno Arquitectos, dedicada al trabajo de dicha firma desde la obra de su fundador, Juan Sordo Madaleno, hasta los proyectos recientes. Uno de ellos el centro comercial Artz Pedregal, “un desarrollo de uso mixto que abrió sus puertas el 9 de marzo de 2018” y que “se enfoca en tiendas de lujo”, además de contar con 100 mil metros destinados a oficinas, entre las marcas que tienen tiendas ahí están Louis Vuitton, Dior, Prada y Cartier, todo esto según Wikipedia. En su propio sitio en la web el centro comercial se presenta así:

“Entre roca volcánica, arte contemporáneo, diseño integrado a la naturaleza, alta gastronomía y una comunidad única, somos un destino creativo e inspirador con perspectiva global y brillante en el sur de la Ciudad de México”.

A las tiendas de lujo y las oficinas se suma la propuesta Arte abierto:

“Una asociación sin fines de lucro dedicada a la creación y promoción culturales y obras de arte de sitio específico, a través de la implementación de un modelo ambicioso, integral e innovador que toma como punto de partida las características físicas del complejo arquitectónico Artz, propiedad del Grupo Sordo Madaleno.”

Pese a la rimbombante descripción, de lo que se trata es de colocar obras de arte en el centro comercial —y en una época en la que los vestíbulos de grandes museos en todo el mundo se llenan de tiendas y amenidades, el acto recíproco, nada novedoso, no sorprende tanto.

Sí sorprende una breve cita que en uno de los muros del Palacio de Iturbide acompaña una fotografía aérea de dicho centro comercial:

Artz Pedregal tiene una relevancia cultural que va más allá de su función como centro comercial, pues permite influir culturalmente en toda la ciudad.

La frase está firmada por el crítico e historiador Kenneth Frampton, autor, entre otras reconocidas obras, de Arquitectura moderna: una historia crítica, Estudios sobre cultura tectónica. Poéticas de la construcción en la arquitectura de los siglos XIX y XX, y del famoso ensayo Hacia un regionalismo crítico: seis puntos para una arquitectura de resistencia. En la exposición la frase no tiene referencia ni contexto, así que es difícil saber realmente a qué se refiere Frampton con su comentario, aunque es evidente que, por donde se le vea, es un juicio superficial y exagerado que deja dudas sobre qué puedan querer decir los términos relevancia cultural o influir culturalmente y qué considera “toda la ciudad”, pensando no sólo en la dificultad de acceso al centro comercial sino también en el porcentaje de la población al que van dirigidas las tiendas de lujo en dicho lugar. Frampton visitó la Ciudad de México a finales de octubre del 2019, pero lo que se afirma en esa frase citada no deja adivinar si también visitó el centro comercial Artz Pedregal y si esa cercanía fue suficiente para aminorar la distancia crítica. La frase, sí, parece un eslogan publicitario, pero dudo que se acerque a la visión que Benjamin proponía hace ya casi cien años.

 

 

 

Tres

El 16 de febrero el periódico Universal publicó una nota en su sitio web titulada “La calzada flotante, un proyecto con defectos”, con el subtítulo “Aunque Gabriel Orozco la definió como escultura pública, la obra es cuestionable para el reconocido arquitecto Alejandro Rivadeneyra, quien en un recorrido señaló varios errores.” La “Calzada flotante” es parte del proyecto general del Bosque de Chapultepec que coordina también Gabriel Orozco y que ha sido una de las varias obras polémicas emprendidas por el actual Gobierno Federal —en este caso en conjunto con el Gobierno de la Ciudad de México.

Mucho se ha dicho y escrito al respecto, casi nunca con objetividad. Y eso, si recordamos a Benjamin, no es un defecto de la crítica, al contrario: es su condición. La crítica es parcial, partisana, pues. El problema es cuando en la crítica esa parcialidad no se hace explícita, no se aclara y no se acompaña con argumentos que la sustenten. Los varios reproches de Rivadeneyra al proyecto de Orozco, inician con uno de carácter general, diciendo que “en el mejor de los casos, lo que hace este proyecto es mejorar lo que ya estaba bien” —lo que, tratándose de un paso sobre una avenida de alta velocidad que no se podría cruzar anteriormente, es una afirmación no sólo inexplicable sino insostenible— para luego reflexionar —según la nota y sin entrecomillado— en que “pudieron revisarse los parques en mal estado que hay en las zonas marginales, como Ciudad Neza o Iztapalapa, para meterlos en un plan con una inversión igual de ambiciosa que la que tuvo la Calzada Flotante.” No hace falta invertir demasiado tiempo investigando para encontrar que, durante los últimos años, para poner el caso de Iztapalapa, el Gobierno de la Ciudad de México ha presentado proyectos en al menos dos parques —el Cuitlahuac, del que se han rehabilitado 82 de 145 hectáreas y que se anuncia como el segundo más grande de la ciudad, después de Chapultepec, o el Parque lineal Periférico Oriente—, sin contar lo realizado por el gobierno de la propia alcaldía en su programa Utopías  —como el parque Lucio Blanco. Ninguno de esos proyectos es bueno sólo por estar en Iztapalapa —donde la inversión de los gobiernos federal, de la ciudad y local para mejorar la zona y paliar muchos problemas, empezando por el abasto de agua, sigue siendo insuficiente— y tampoco salvan lo hecho en el Bosque de Chapultepec de sus probables defectos, pero la crítica sin contexto a éste último proyecto no es suficiente sin plantear ni entender tanto las condiciones reales en las que se encontraba el bosque ni el conjunto de intervenciones que se han venido realizando en la ciudad —desde el Parque Ecológico Lago de Texcoco, hasta los ya mencionados y otros que son parte del programa del gobierno de la ciudad Sembrando parques, como el Bosque de Aragón y el Parque Cantera. Por supuesto, hace falta una crítica informada y con datos y argumentos que ponga en contexto todas estas acciones y otras, a nivel del Gobierno de la Ciudad de México y del Gobierno Federal, valorando aciertos e innegables fallas y defectos, pero sobre todo haciendo el balance general de acciones que, en términos territoriales, urbanos e incluso arquitectónicos, sí apuntan a un cambio de dirección respecto a tiempos pasados. Esa crítica, insisto, debería ser informada y con argumentos, pero supongo que no podrá ser sino parcial y partisana, y eso más allá de lo planteado por Benjamin. Hoy, cuando leamos una crítica sobre arquitectura o proyectos urbanos públicos en México, habrá que preguntarle a quien la firme, como en estación de radio, y usted, ¿por cual vota?

Nota: por si hiciera falta, advierto que yo voté por los gobiernos federal y local actuales, y probablemente volveré a votar por el mismo partido en próximas elecciones. Ninguna parte de este texto depende directamente de ese hecho, pero todo el texto, como cualquier otro, depende de una postura ideológica. 

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Los imanes del refrigerador https://arquine.com/los-imanes-del-refrigerador/ Tue, 23 Nov 2021 15:00:47 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/los-imanes-del-refrigerador/ Dentro del estilo de vida urbano, los protagonistas de las cocinas son los electrodomésticos. Sobre todo aquellos pertenecientes a la familia de la línea blanca: refrigeradores, lavadoras, estufas, lavaplatos, microondas, etc. Aparatos cada vez más grandes entre más pequeñas son las cocinas de las casas.

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Una de las desdichas que derivan de la inflación de los mercados inmobiliarios es que las viviendas cada vez son más pequeñas, particularmente las cocinas. Las personas dedicadas al diseño y construcción de viviendas tendrán a bien saber que en México el tamaño de la cocina es un factor determinante y más en fechas de celebración. Tradicionalmente, en las fiestas y reuniones caseras el primer lugar donde los invitados y no invitados se comienzan a congregar y permanecen a lo largo de la noche es en la cocina; ahí se bebe, se platica y se juega. La reducción del tamaño de la cocina es un patrón de diseño que limita tales interacciones. Paradójicamente, de forma paralela, el diseño de los electrodomésticos que habitan la cocina es cada vez más voluminoso.

Dentro del estilo de vida urbano, los protagonistas de las cocinas son los electrodomésticos. Sobre todo aquellos pertenecientes a la familia de la línea blanca: refrigeradores, lavadoras, estufas, lavaplatos, microondas, etc. El nombre línea blanca refiere al fenotipo que históricamente, en el siglo pasado, hacía que toda esta familia de máquinas fueran diseñadas de tal color. El motivo de su blanquitud es el mismo por el cual son blancas las losetas de los baños, la cerámica de los platos y los pasillos de los hospitales. El prejuicio de equiparar la blanquitud con la pureza asegura que cualquier mancha, polvo o suciedad será fácilmente erradicable si se identifica al contrastar contra un fondo blanco. De tal forma, las superficies claras y brillosas son sinónimo de limpieza, y a su vez, de salud. En las décadas de 1950 y 60, los electrodomésticos eran diseñados con este afán sanitizante a la vez que apelaban a la sensibilidad de las personas que más los usarían: mujeres, amas de casa a las que se les relegaba sistemáticamente las tareas que mantenían el sustento material del hogar.

En casa hemos estrenado un nuevo refrigerador, pero no es blanco, sino negro. El color de un electrodoméstico podría parecer una cuestión superficial (no hay nada más profundo que lo superficial), sin embargo, esta instancia produce efectos interesantes. El nuevo refrigerador es un dispositivo sofisticado, no solo enfría los alimentos sino que cumple perfectamente su cometido de provocar una complacencia sensible. Es una máquina seductora, una estela de obsidiana. Con más pies cúbicos de capacidad que el anterior, es varios centímetros más alto que yo y en su superficie reluciente y oscura veo mi reflejo antes de abrir la puerta para que su luz interior me deslumbre. Este nuevo refrigerador ostenta claramente aquello a lo que Walter Benjamin aludía al hablar sobre el sex appeal de lo inorgánico. No sé en qué medida el color de este electrodoméstico complazca la susceptibilidad femenina, pero la masculina puede reflejarse cómodamente en el espejo negro.

Lo interesante sucedió al querer colocar sobre el nuevo refrigerador los imanes del anterior. De repente parecía más adecuado adornar el electrodoméstico bajo la máxima según cual menos es más. El refri negro inspiró un afán minimalista y cualquier imán que se quisiera colocar sobre su puerta estropearía su aspecto elegante. Si bien los imanes en los refrigeradores —como todo adorno— son artificios que establecen la particularidad de una vivienda, el no querer colocarlos sobre un electrodoméstico no implica que el habitante se quiera despersonalizar, o desidentificar. Al contrario, implica que aquel que se observa sobre el refrigerador negro se complace de que su superficie le permita verse a sí mismo e identificarse con aquel refri que parece estar diseñado para no tener imanes. Si los souvenirs, fotografías, números telefónicos, notas, y demás imanes son ornamentos que de alguna forma ayudan a establecer una singularidad, el hecho de no colocar objetos sobre un refrigerador implica que este es en su totalidad un ornamento, que cumple una función utilitaria a la vez que adorna la cocina. Es decir, hay cierta pretensión que se esconde tras el velo del afán minimalista suscitado por este espécimen negro perteneciente a la línea blanca.

El nuevo refrigerador es una poderosa máquina, no solo por su eficiencia energética o por sus funciones digitales, sino que es una máquina en el sentido que acuñaron Gilles Deleuze y Félix Guattari: como un artificio que modula los flujos de deseo gracias a los cuales regulamos nuestra identidad. El sex appeal de lo inorgánico que inspira el nuevo protagonista de mi cocina es deseo de sí, de ser quien seríamos tras satisfacer nuestros deseos de consumo. El electrodoméstico sirve aquí como un ejemplo, sus efectos se podrían generalizar al resto de superficies negras que nos rodean: computadoras, celulares y cualquier otra máquina a través de las cuales nos identificamos (reflejamos) sin necesariamente darnos cuenta. Por mi parte, estoy encantado con el prisma negro que está en la cocina. Sin embargo, sé que sus efectos seductores se desvanecerán la próxima vez que suceda alguna fiesta o reunión. Tal vez alguien me obsequie un imán. 

   

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Ventanas https://arquine.com/ventanas/ Fri, 21 Feb 2020 07:30:02 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ventanas/ Las ventanas encuadran la visión, así como la fotografía. Se decide, de alguna manera, qué se quiere ver y qué no. Un proyecto de vivienda puede pensar en la luz solar, y también en cómo se le puede evitar al inquilino un padecimiento cuando decida apreciar la vista.

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No es propio de personas bien educadas dirigir desde su casa miradas escudriñadoras a las casas inmediatas.

Del Manual de urbanidad y de buenas maneras de Manuel Antonio Carreño.

Sobre la Torre Cervantes, del despacho FR-EE, pareciera que cae un gran telón blanco cubriendo su fachada de vidrio. Las cortinas de las ventanas, nunca del todo abiertas, ofrecen atisbos de máquinas elípticas, de floreros o de televisiones gigantescas. Lo que alcanzamos a ver de los interiores puede llegarse a confundir como la escenificación de un departamento-muestra. Algo similar ocurre si estamos ante el Conjunto Urbano Presidente Alemán, una obra muy anterior a Torre Cervantes y en la que se colocaron otros ideales en lo que respecta a la vivienda. Las ventanas son casi igual de herméticas, pero la ropa tendida interviene la retícula de su fachada de ladrillo. Conocemos un poco más de los habitantes de CUPA, no tanto porque podemos encontrar sus calzones flotando sobre la obra de Pani, sino porque esa costumbre de tender la ropa afuera es un signo de clase; de la supuesta falta de privacidad que puede surgir cuando los habitantes no han sido disciplinados por la arquitectura que habitan.

Para fatiga de quienes creen que los estratos sociales son un sueño paranoico de los resentidos, sí, hasta las ventanas pueden ser leídas y observadas de esa manera. ¿Qué es lo que miramos o lo que no miramos cuando, desde la calle, dirigimos nuestros ojos hacia arriba, ahí donde las ventanas reflejan el cielo, o cuando desde nuestros departamentos (si es que vivimos en uno) abrimos las cortinas? ¿Los espacios median la privacidad de sus inquilinos? ¿Las diferencias entre lo que se ve y lo que no se ve tienen repercusiones urbanas? El urbanismo del siglo XIX mexicano, por ejemplo, dijo que las vecindades eran espacios de promiscuidad, y su comentario no se refería tanto a lo sexual como a que todo era un gran exterior falto de privacidad: las personas se bañaban comunalmente en los patios; los patios eran transitados por las multitudes que, a su vez, vivían todas juntas en el hacinamiento total de los cuartos. Para higienistas como José Tomás de Cuéllar, las vecindades eran una extensión de la calle donde la gente que no conocía los placeres de lo doméstico decidía vivir. Para este anticuado costumbrista, cuyo discurso no ha terminado de extinguirse a pesar de los doscientos años que lo separan de nuestra actualidad, la pobreza era una cuestión personal. Igualmente, personajes como Manuel Antonio Carreño, quien vigiló y castigó la vida burguesa venezolana decimonónica, las ventanas invitaban al chisme y a la perversión. Para él, mirar al otro era sinónimo de mala higiene. Pero, ¿en qué consistían los placeres a los que se refería Cuéllar? En las cortinas, fundas y estuches, en los recubrimientos que Walter Benjamin nombró como expresiones de la burguesía, estrato que historiadores como Jesús Cruz Valenciano en su libro El surgimiento de la cultura burguesa (Siglo XXI, 2014), donde atiende el caso de Barcelona, señala como el creador de una idea de privacidad. La discreción fue el eje con el que los nuevos trabajadores, que ni eran campesinos pero tampoco aristócratas, dirigieron su vida, y fue un fenómeno global.

Las ciudades fueron volviéndose no sólo centros industriales, sino también capitales de cultura, y pareciera modificarse cómo se habla sobre lo público y lo privado conforme nos adentramos a la primera mitad del siglo XX. De nuevo Benjamin, junto a Asja Lācis, en un breve texto dedicado a Nápoles, hablan sobre una ciudad porosa que difumina el adentro y el afuera porque es una región de fiestas constantes, así como de hacinamiento habitacional. Para los autores, el borramiento de esas fronteras es emancipatorio:  “De la misma manera en que el cuarto aparece en la calle, con sus sillas de corazón, y su altar, entre otros objetos, de manera más estridente la calle migra al cuarto.” Los autores agregan que en esas habitaciones duermen docenas de ocupantes, lo que hace que los niños vayan por la calle “muy tarde en la noche”, porque la calle no se distingue del interior; porque en los cuartos “se interpenetran el día y la noche, el ruido y la paz, la luz exterior y la oscuridad interior, la calle y la casa.” Jane Jacobs declaró lo mismo años más adelante en su clásico libro Vida y muerte de las grandes ciudades americanas (Vintage Books, 1992), con una confianza más apologética que fundamentada. Para Jacobs, las ciudades son el espacio en el que la privacidad, de hecho, debe perderse. Los recubrimientos burgueses son un gesto suburbano, ahí donde la gente no interactúa ni se cuida, y en lugares como Nueva York, desde donde ella escribe, la privacidad no es una cuestión de ventanas o cortinas: “Los escritos sobre arquitectura y planeación urbana lidian con la privacidad en términos de ventanas, visiones dominantes o líneas de visión. La idea es que nadie de afuera puede mirar a donde vives —al interior, la privacidad. La privacidad de tus ventanas es una de las comodidades que más fácilmente se pueden obtener. Sólo corres tus cortinas o ajustas las persianas. La privacidad que implica mantener los asuntos personales para uno mismo o para aquellos a quienes uno escoja, y la privacidad por tener un control razonable sobre quiénes se involucran con tu tiempo y cuándo, son  comodidades raras en este mundo, y nada tienen que ver con la orientación de las ventanas.”

En el intrincado ballet de las calles que describió la periodista, ahí donde los trabajadores, los niños, los ancianos y los comerciantes se unen en una coreografía permanente, se puede activar un panóptico colectivo en el que los vecinos se cuiden unos a otros sin perder su propio espacio personal. ¿Cómo es que se resuelve esa distinción entre una vigilancia amable y la permanencia del anonimato? Jane responde que la misma ciudad lo resuelve, por el simple hecho de ser multitudinaria. Es verdad (o tal vez simple lógica) que las calles que no son transitadas son mucho más inseguras que las que lo son. Jacobs más bien está asumiendo que todos los ciudadanos cuentan con ventanas y cortinas con las cuales protegerse.

Las ventanas encuadran la visión, así como la fotografía. Se decide, de alguna manera, qué se quiere ver y qué no. Un proyecto de vivienda puede pensar en la luz solar, y también en cómo se le puede evitar al inquilino un padecimiento cuando decida apreciar la vista. Algunos tropos de la cultura audiovisual defienden, de alguna manera, la privacidad burguesa. En la pornografía, los vecinos que encuentran sus cuerpos desnudos se puede leer, de hecho, como un comentario de que una ventana te expone, como decía Carreño, a la lascivia. El fotógrafo L.B. Jefferies, personaje de La ventana indiscreta (1954), descubre un crimen cuando empieza a observar a sus vecinos. La película reflexiona sobre el cine (así como en las pantallas de una sala de proyecciones, las ventanas de la ciudad reflejan historias) pero también sobre la ciudad. Mirar al otro no tendrá nunca buen destino. Tal vez las tensiones entre la calle y la privacidad de una casa (llámese departamento, loft o cuarto de azotea), o las que puedan establecerse entre dos viviendas que encuentren sus interiores dependiendo de la ubicación de sus ventanas, sigan pensándose a través de los ideales de domesticidad decimonónicos, y que las consignas de Benjamin o Jacobs son, en realidad, una mera teoría sobre cómo tendrían que vivirse las ciudades.

¿Cuáles son nuestros marcos de visión? Torre Cervantes, tan controvertida como es, no ha sido documentada en el sentido de cómo sus inquilinos “manchan” el programa arquitectónico, aislados como están. La ropa colgada de CUPA ha sido una curiosidad exótica para los enterados de cómo se tiene que habitar una obra emblemática: la privacidad tendría que impedir que la fachada se use como tendedero

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El habitar liberado https://arquine.com/el-habitar-liberado/ Mon, 26 Aug 2019 07:00:48 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-habitar-liberado/ La reedición del libro de Giedion a noventa años de su publicación no sólo tiene sentido tratándose de una obra muchas veces citada pero de difícil acceso, sino porque, ante una crisis de la vivienda puede servir de advertencia a quienes, todavía hoy, piensan que ese problema es un asunto de forma.

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QUEREMOS LIBERARNOS DE:

la casa con valor eterno y sus consecuencias

la casa con una renta onerosa

la casa con gruesos muros y sus consecuencias

la casa como monumento

la casa que nos esclaviza con su mero mantenimiento

la casa que devora el trabajo de la mujer

 

NECESITAMOS POR TANTO:

una casa asequible

una casa abierta

una casa que nos facilite la vida

Sigfried Giedion, Befreites Wohnen

 

Eso, que podríamos calificar como un manifiesto, lo escribió Sigfried Giedion y aparece en la página 5 de su libro Befreites Wohnen, El habitar liberado, publicado originalmente en Zurich en 1929 y reimpreso en el 2019 en versión facsímil por Lars Müller Publishers acompañado de una introducción de Reto Geiser y la traducción al inglés —de Geiser y Rachel Julia Engler.

Giedion nació el 14 de abril de 1988 en Praga, hijo de un empresario textil suizo, quien lo animó a estudiar ingeniería industrial antes de que optara por la historia del arte en Munich, bajo la tutela del famoso historiador, también suizo, Heinrich Wölfflin. Gideon se doctoró en 1922. En 1923 viajó a Weimar para ver la primera exhibición de la Bauhaus y ahí conoció a Gropius —quien ya a finales de los años 30 lo invitaría a Harvard. Gropius escribió sobre Giedion que, “a diferencia de otros historiadores de la época, quienes se encontraban desconcertados más que interesados por lo que vieron, Giedion entendió inmediatamente.” De la misma visita a la Bauhaus, Jean Louis Cohen dice que desde ese momento Giedion “entendió el proyecto del historiador como inseparable de los problemas de su época,” asumiéndose como un “historiador militante.” En adelante —y eso lo afirma Beatriz Colomina— para Giedion no habrá distinción en su práctica entre el trabajo de un arquitecto y aquél de un historiador: “están ambos comprometidos, con igual estatus, como colaboradores en el proyecto moderno.” Eso lo dejará más que claro el mismo Giedion en un texto publicado en 1957, History and the Architect:

«La historia es un espejo que siempre refleja la cara de quien lo mira. El historiador debe mostrar las tendencias de desarrollo con tanta claridad y fuerza como le sea posible. Pero la llamada objetividad del historiador no es otra cosa que una ficción.”

En 1927 Le Corbusier le escribió a Giedion: “permítame hacerle un cumplido: usted es muy inteligente en sus consideraciones sobre la arquitectura. Sabe como extraer la esencia de las cosas, las líneas vitales, las raíces de las causas.” Cuando al año siguiente Le Corbusier fue motor central del Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, Giedion fue nombrado el primer —y único— secretario general. Ese mismo año Giedion publicó Bauen in Frankreich, Eisen, Esenbeton —Construyendo en Francia, acero y ferroconcreto (concreto armado)—, un libro en el que, como en varios más de aquella época, la imagen y el texto se acompañan para construir el discurso. Bajo alguna fotografía de un edificio de acero y vidrio, Giedion escribirá: “cuando el siglo XIX siente que nadie lo observa, se vuelve atrevido.” Ese atrevimiento es el que, en tanto historiador militante, Giedion revela en la arquitectura moderna de las primeras décadas del siglo XX. Walter Benjamin citará repetidamente esa obra de Giedion en su inacabada Obra de los pasajes y dirá: «Intento desarrollar la tesis de Giedion. “En el siglo XIX la construcción juega el papel del subconsciente.” ¿No sería mejor decir “el papel de los procesos corporales”, alrededor de los cuales las arquitecturas “artísticas” se reunen, como sueños rodeando el marco de procesos fisiológicos?»

 

Befreites Wohnen, publicado al año siguiente, fue un pequeño libro por encargo para la serie Schaubücher, del editor Emil Schaeffer. Reto Geiser explica que “estos libros estaban pensados para ser coleccionables y prácticos, conteniendo sólo textos breves basados primordialmente en una argumentación visceral y visual y, por tanto, al mismo tiempo educativos y entretenidos.” El tiraje del pequeño libro de 12.5 x 19 centímetros, con 100 páginas y 86 ilustraciones fue de 12 mil ejemplares. Se trataba abiertamente también de un manifiesto, como el mismo Giedion deja claro desde la advertencia en la página 4: “no queremos transmitir conocimiento de edificios individuales sino más bien compartir una MANERA DE VER” (Anschauung, en alemán).

Esa nueva visión tiene que ver con imaginar la casa “no como un corsé que nos confina sino como algo que intensifica nuestro contacto con el suelo, el cielo y el mundo exterior.” Casas que respondan a nuestra condición humana y, en particular, a nuestros cuerpos de manera orgánica: “el mismo ser humano está operando en todas partes. Por eso exigimos los mismos medios de diseño en todas partes.” Para Giedion —como lo había dicho ya Le Corbusier—, la solución se encuentra en el modo de producir esa vivienda, de manera estandarizada e industrial, que sólo puede ser efectiva si se acompaña de una “reforma de usos del suelo —aunque en alemán dice Bodenreform, que se traduce usualmente como reforma agraria (la traducción al ingles dice land reform—, la consolidación de los terrenos para construir bajo el dominio público y una planificación territorial —Landesplanung— totalmente organizada.” Giedion concluye que su librito habrá cumplido con su propósito si “ayuda a eliminar el prejuicio de que «la casa tiene un valor eterno.»”

La reedición de este libro a noventa años de su publicación no sólo tiene sentido tratándose de una obra muchas veces citada pero de difícil acceso, sino porque, ante una nueva crisis de la vivienda —que parece recurrente desde hace al menos siglo y medio— puede servir de advertencia a quienes, todavía hoy, piensan que ese problema es un asunto sólo de forma:

“Si el cambio que está por ocurrir en la CONSTRUCCIÓN y la HABITACIÓN fuera sólo una CUESTIÓN DE FORMA, se habría hecho evidente con rapidez y se habría resuelto de igual manera. Pero tal como se encuentra requiere intervenciones en la economía y en el ser humano por entero —y no sólo en sus restos estéticos.”

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La buena metrópolis https://arquine.com/la-buena-metropolis/ Mon, 19 Aug 2019 13:27:48 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-buena-metropolis/ El libro de Alexander Eisenschmidt The Good Metropolis, From Urban Formlessness to Metropolitan Architecture, aborda el tema de la ciudad y la arquitectura en relación a “la predisposición inherente de la arquitectura hacia la forma a menudo igualada sólo por la habilidad de la ciudad para evitarla.”

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En 1958 Kurt Neumann dirigió la película La mosca. Un científico que desarrolla una máquina teletransportadora decide probarla él mismo, pero para su mala suerte una mosca se introduce  junto con él en la primera cámara y en la segunda reaparecen dos seres tan improbables como absurdos: un hombre con una enorme cabeza y una pata igualmente grande de mosca y una mosca con una minúscula cabeza humana y un bracito izquierdo en vez de pata. Inexplicablemente el científico conserva su mente humana dentro de la cabeza del insecto y logra contarle lo ocurrido, mediante notas escritas, a su esposa. En 1986, David Cronenberg dirigió una segunda versión de La mosca. El argumento es similar aunque en vez de terminar con un par de seres distintos al final del experimento —que desde un principio se revela como fallido—, en la segunda versión la mosca y el humano se mezclan a nivel genético y en un principio el experimento parece un éxito absoluto, hasta que los cambios inician. Poco a poco el cuerpo de Seth Brundle, el científico, cambia en algo que ya no es humano y que no puede ser una mosca gigante. La transformación parece no tener fin y tampoco finalidad y cuando al final de la película Brundlefly se mezcla de nuevo, ahora con la misma máquina teletransportadora, parece insinuarse que su falta de forma final es lo que lo puede hacer potencialmente indestructible. Las dos versiones de la película apuntan a dos maneras de entender lo monstruoso, como algo deforme —esto es, como algo que no se conforma a la forma que suponemos debiera tener— o como algo informe —algo cuya forma es imposible determinar ni en el espacio ni en el tiempo.

El reciente libro de Alexander Eisenschmidt The Good Metropolis, From Urban Formlessness to Metropolitan Architecture, aborda el tema de la ciudad y la arquitectura en relación a la forma o, como explica en las primeras líneas de la introducción, de “la predisposición inherente de la arquitectura hacia la forma a menudo igualada sólo por la habilidad de la ciudad para evitarla.” La ciudad, sobre todo la gran ciudad, la ciudad moderna y sus procesos de urbanización parecen escapar y retar constantemente tanto la voluntad como la capacidad de la arquitectura para controlar la forma. En el siglo XIX, los trabajos por ejemplo de Ildefonso Cerdà en Barcelona y del barón de Haussmann en París, ninguno de los dos con formación de arquitecto, parecían indicar que los procesos y las técnicas para ordenar y controlar tanto la forma como el crecimiento de las grandes ciudades dependían de saberes ajenos a la disciplina arquitectónica. En tres capítulos, titulados respectivamente imaginación, extrapolación y narración, Eisenschmidt da cuenta de distintos maneras como desde finales del siglo antepasado y durante buena parte del XX, se intentó entender y aprovechar —más que controlar, algo que se revelará finalmente imposible— el potencial de lo informal en la metrópoli.

En el primer capítulo, la imaginación, Eisenschmidt explica los modos de imaginar pasajes y paisajes que se revelaban radicalmente nuevos, lo que empieza por producir imágenes. De August Endell, arquitecto nacido en Berlín en 1871, y su búsqueda por entender las impresiones del entorno urbano a la escala de quien las recibe y no desde la distancia de quien supone planearlo, y la influencia que éste ejerció, vía Kandinsky, en László Moholy-Nagy y su manera de fotografiar la ciudad —o, más bien, la experiencia urbana— “transformando objetos concretos en geometrías”, Eisenschmidt pasa a Reyner Banham y su interés por Los Angeles y a Robert Venturi y Denise Scott Brown y su estudio de Las Vegas. En ambos casos la ciudad es vista —y visitada— a través de un automóvil que actúa —muchas veces literalmente— como una cámara de cine que registra lo que le pasa enfrente sin distinguir entre lo banal y lo valioso o, más bien, a partir de la operación de lo informe, recalificando la manera como se da valor a esa distinción.

En el segundo capítulo, la extrapolación de que se trata es aquella que permite “instrumentalizar las formas del aquí y ahora.” Parte de Karl Scheffler, historiador del arte nacido en Hamburgo en 1869 y que en 1913 publicó Die Architektur der Großstadt —la arquitectura de la gran ciudad o de la metrópoli. Eisenschmidt explica que para Scheffler, “la invención arquitectónica no ocurría a pesar de la metrópoli informe, sino «especialmente porque la informalidad urbana creaba el Spielraum (daba margen de maniobra, literalmente espacio para juego) a posibilidades ilimitadas.»” Pasa después por el trabajo de Alfred Messel, arquitecto nacido en Darmstadt en 1853 —y de quien Wikipedia dice que creo un nuevo estilo de edificios que hacían la transición entre historicismo y modernismo. Messel construyó entre 1896 y 1906 el edificio de la tienda departamental Wertheim, en la Leipziger Platz, un edificio en gran parte resultado de sus condiciones urbanas y con el que, según Eisenschmidt, nunca fue totalmente de su gusto. En la arquitectura de Messel el edificio y el bloque urbano pasarán a ser la misma cosa, teniendo más peso el último que la idea del primero, lo que después podrá leerse —y lo hace Eisenschmidt— en el trabajo de Ludwig Hilberseimer, Archizoom, O.M.Ungers y, finalmente, O.M.A y Rem Koolhaas.

En el último capítulo, la narración implica maneras de encontrar sentido en el estado actual de la gran ciudad que permitan “especular sobre posibles futuros.” Abre con Werner Hegemann, nacido en Mannheim en 1881, y que estudió historia del arte y economía en distintas ciudades de Europa y los Estados Unidos. En 1910 estuvo a cargo de la Allgemeine Städtebau-Ausstellung en Berlín, una exhibición que buscaba presentar la condición de la ciudad moderna a partir de datos, gráficas y estadísticas, buscando con esa información darle forma a la informalidad. “Al generar la más compleja imagen de la ciudad mediante datos, Hegemann terminaría demostrando lo inadecuado de su propia descripción.” El trabajo de Walter Benjamin, sobre todo en sus programas de radio dirigidos a niños y adolescentes y transmitidos entre 1927 y 1933, buscó otra manera de construir un sentido común de la gran ciudad “conectando la sala con la calle apropiándose de un medio —la radio— para una transmisión urbana que era a la vez específica y colectiva, local y universal, domestica y urbana.” Eisenschmidt encuentra ahí la continuidad entre Benjamin y los Situacionistas en los años sesenta y, después, a finales de los setenta, las exploraciones de Bernard Tschumi.

En los capítulos, cada uno de los distintos proyectos —sean libros, exposiciones, programas de radio o construcciones arquitectónicas— “canaliza la ciudad informal de manera diferente: sea como fuente de la imaginación, como una condición que da licencia para la extrapolación, o como un vehículo para inventar narrativas arquitectónicas para respuestas alternativas a la ciudad.” Eisenschmidt explica así cómo la gran ciudad moderna, desde la arquitectura y para los arquitectos, pasó de ser concebida como un producto híbrido en el que chocan —como en la primera versión de La mosca— dos formas incompatibles e inconmensurables —lo arquitectónico y lo urbano— a entenderse como una fuerza intensa pero variable, “un flujo constante que nunca deja de absorber, transformándose regularmente para asumir nuevos papeles e incluso sacrificando partes de su propio terreno sin dudarlo” —algo, quizá, como Brundlefly, el humano-mosca-máquina, en la versión de Cronengerg.

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Tenemos que hablar de Kevin https://arquine.com/tenemos-que-hablar-de-kevin/ Thu, 07 Jan 2016 23:08:43 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/tenemos-que-hablar-de-kevin/ Observar las ciudades puede causar un placer particular, por corriente que sea la vista. Tal como una obra arquitectónica, también la ciudad es una construcción en el espacio, pero se trata de una construcción a vasta escala, de una cosa que sólo se percibe en el curso de largos lapsos. El diseño urbano es, por lo tanto, un arte temporal, pero que sólo rara vez puede usar las secuencias controladas y limitadas de otras artes temporales —Kevin Lynch

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Sendas. Bordes. Barrios. Nodos. Hitos. Desde que Kevin Lynch publicó La imagen de la ciudad en 1960, muchos resumieron así, con los cinco elementos “que parecen reaparecer en muchos tipos de imágenes ambientales,” todas las ideas de aquél libro. Y hasta el método que proponía Lynch al final de su libro se redujo a una receta para usar, indistintamente, alguno de esos elementos: una calle era una senda, una avenida grande un borde, una zona más o menos definida un barrio, que debía tener un centro donde se cruzaran varias calles en un nodo y se marcara con algo vistoso: un hito.

Kevin Lynch nació el 7 de enero de 1918 en Chicago, Illinois. Entró a estudiar arquitectura a Yale pero pronto abandonó esa escuela para ir con Frank Lloyd Wright en Taliesin, donde estuvo año y medio. Después estudió ingeniería en Nueva York pero sin terminar la carrera. Tras ser reclutado como ingeniero militar en la Segunda Guerra, Lynch recibió el título en Planificación Urbana en el MIT en 1947. Fue en el MIT que Lynch empezó la investigación para La imagen de la ciudad. Reinhold Martin explica que el trabajo de Lynch tiene una “deuda sustancial” con el trabajo de su colaborador en el MIT Gyorgy Kepes. Nacido en Hungría el 4 de octubre de 1906, Kepes estudió en la Academia Real de Bellas Artes de Budapest antes de ir a Berlín, donde trabajó con Lászlo Moholy-Nagy, a quien Kepes siguió primero a Londres y luego a Chicago. En 1947, Kepes empezó a enseñar en el MIT, donde siguió investigando la manera como construimos e interpretamos visualmente nuestro entorno, que es de lo que finalmente trata La imagen de la ciudad de Lynch.

En un artículo publicado por Lynch en la revista Landscape en 1959, escrito junto con Malcolm Rivkin y titulado A walk around the block, planteaban desde el primer renglón la pregunta central de su investigación: ¿qué percibe un individuo común en su paisaje? Aunque ya ahí suponían que ese individuo común busca cierto orden en su entorno, su indagación se basaba en el registro de las percepciones de las personas mientras caminaban por la ciudad, mientras realmente se movían por la ciudad. La importancia del movimiento y, por tanto, del tiempo, vuelve a quedar clara desde el primer párrafo de La imagen de la ciudad:

Observar las ciudades puede causar un placer particular, por corriente que sea la vista. Tal como una obra arquitectónica, también la ciudad es una construcción en el espacio, pero se trata de una construcción a vasta escala, de una cosa que sólo se percibe en el curso de largos lapsos. El diseño urbano es, por lo tanto, un arte temporal, pero que sólo rara vez puede usar las secuencias controladas y limitadas de otras artes temporales.

El interés de Lynch por la legibilidad urbana no puede reducirse por tanto a una sola línea narrativa y mucho menos a una colección de elementos aislados: la senda, el borde, el barrio, el nodo o el hito. Sobre todo porque esa imagen jamás es una sola, unificada, coherente. “Parece haber una imagen pública de cada ciudad que es el resultado de la superposición de muchas imágenes individuales,” dice Lynch, y agrega que “quizás lo que hay es una serie de imágenes públicas, cada una de las cuales es mantenida por un número considerable de ciudadanos.” Más que una imagen pública de la ciudad hay, pues, una serie de imágenes públicas que dependen de los públicos que las construyen. De alguna manera podemos decir que la imagen dominante de una ciudad —en singular— es una construcción ideológica en la que otras imágenes han sido si no rechazadas sí, al menos, marginadas.

Por otro lado, los elementos descritos por Lynch probablemente no funcionen de la misma manera en cualquier ciudad del mundo y en cualquier momento de la historia. Hablando de Tokio, Noriyuki Takima dice que en esa ciudad se da una “ausencia de legibilidad que deja el repertorio de Kevin Lynch como una proposición anacrónica y poco operativa. Tokio tiene demasiadas «sendas» y demasiados «barrios,» los «bordes» son borrosos y demasiados «hitos» por toda la ciudad resultan indistinguibles.” En las ciudades del capitalismo avanzado, los hitos de hoy desaparecen pasado mañana. Pero no sólo es una cuestión de que la ciudad hoy haya cambiado en su forma de escribirse y por tanto de leerse. El hito como imagen pública de la ciudad no es lo mismo para todos. El mismo Lynch lo explica en su libro al afirmar que su análisis “se reduce a los efectos de los objetos físicos y perceptibles” y que “hay otras influencias que actúan sobre la imaginabilidad, como el significado social de una zona, su función, su historia e incluso su nombre.” Y están los hitos personales y, a veces, efímeros: “de golpe pude abarcar con la mirada un barrio totalmente laberíntico, una red de calles que durante años había yo evitado, el día en que un ser querido se mudo a él. Era como si en su ventana hubieran instalado un reflector que recortara la zona con haces luminosos,” escribió Walter Benjamin.

Por supuesto, las ideas de Lynch no son el problema. Él era consciente de la complejidad del tema —“las ciudades son demasiado complicadas, fuera de nuestro control y afectan demasiadas personas que están sujetas a muchas variaciones culturales como para permitir una sola respuesta racional a la pregunta ¿qué hace una buena ciudad?” El problema sin duda, es de esa vieja y mala costumbre escolar que reduce una investigación a una fórmula y un método a una receta. Ni senda, ni borde, ni barrio, ni nodo, ni hito: tenemos que hablar de Kevin y más aun: leerlo de nuevo.

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Viajeros y turistas https://arquine.com/viajeros-y-turistas/ Wed, 30 Dec 2015 19:41:35 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/viajeros-y-turistas/ Tal vez, en el fondo, la arquitectura tenga algo que agradecerle al turismo, más que el turismo a la arquitectura. El mismo Benjamin dice que la forma habitual de percibir la arquitectura es de manera distraída, por el uso y no por la contemplación atenta. La arquitectura que nos rodea, la que habitamos y a la que estamos acostumbrados, no la vemos. Observarla con atención “es una actitud corriente en los turistas ante los edificios famosos.” Arquitectos del mundo, demos gracias a Wagons-Lits

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Mi abuelo solía decir: la vida es increíblemente breve. Ahora, al recordarla, me aparece tan condensada que, por ejemplo, casi no comprendo cómo un joven puede tomar la decisión de ir cabalgando hasta el pueblo más cercano, sin temer —y descontando por supuesto la mala suerte— que aun el lapso de una vida normal y feliz no alcance ni para comenzar semejante viaje.

Franz Kafka, La aldea más cercana, 1917

Viajar no es hacer turismo; un turista no es un viajero. Es una diferencia que planteó Paul Bowles, que algo habrá sabido de viajes. Nació el 30 de diciembre de 1910, en Queens, estudió música en Virginia y Nueva York y a los 20 años vivía en París. Viajó a Túnez, a Marruecos y a Argelia antes de regresar a Nueva York. En 1947 se fue a vivir a Tánger, donde escribió su novela El cielo protector. Port, el protagonista —interpretado por John Malkovich en la versión fílmica de Bertolucci—, no se consideraba turista, sino un viajero. La diferencia residía en el tiempo: “mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”. Si la diferencia está en el tiempo y el tiempo, lo sabemos, es dinero, la diferencia entre el viajero y el turista es, pues, económica. Hay en esta distinción una mezcla de romanticismo y de autosuficiencia aristocrática muy cercana a la ética –y la estética– del esfuerzo, la profundidad, el interior y la autenticidad –opuestos a la facilidad, la superficialidad, la exterioridad y la falsedad– que caracterizan la retórica de la individualidad en el pensamiento moderno, de Descartes a Heidegger. El viajero tiene la posibilidad —léase los medios— para detenerse, explorar a fondo y conseguir una experiencia auténtica de los otros y de sí mismo. El turista, en cambio, sólo va de paso, el corto tiempo que sus vacaciones pagadas le permiten, confirmando con prisa que lo visto en el folleto de la agencia de viajes está realmente ahí, afuera. En consecuencia la diferencia real entre uno y otro no sólo es crono-económica sino, aún más, epistemológica: el viajero conoce, el turista reconoce.

Dentro de esa visión la experiencia del turista es una que casi no alcanza a serlo. En su ensayo de 1933 Experiencia y pobreza, Walter Benjamin dice que, antes, “sabíamos muy bien lo que era experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes”. El abuelo del breve texto de Kafka que no entendía cómo un joven podía atreverse a intentar ir a la aldea más cercana pensaba seguramente así. Preferible escuchar de los viejos las experiencias que sus propios abuelos les habían contado que arriesgarse a lo desconocido. Pero, decía Benjamin, las cosas han cambiado: “la cotización de la experiencia está a la baja.” Decaída, o quizá mutada, hoy la idea de la experiencia es la opuesta: no es algo que pueda transmitirse de una persona a otra, de una generación a la siguiente, sino que, como los documentos de identidad, es personal e intransferible. Se trata de otra herencia cartesiana: la duda metódica de cualquier conocimiento que no haya sido validado por cada quien tiene como consecuencia que la experiencia de pensar garantice nuestro existir, donde experiencia no debe leerse como saber acumulado —eso es precisamente lo que se ataca—, sino puesto a prueba. La experiencia, en tanto conocimiento, se convierte en un viaje: al interior de las cosas y al interior de uno mismo. Por eso el turista, que se desplaza superficialmente y es incapaz de profundizar, no tiene acceso real a la experiencia.

Muchas veces me he preguntado lo que la gente quiere decir cuando habla de una experiencia. Soy técnico y estoy acostumbrado a ver las cosas como son. Veo con claridad todo aquello de lo que hablan: a fin de cuentas no soy ciego. Veo la luna sobre el desierto de Tamaulipas; tal vez sea distinta a otras ocasiones, pero sigue siendo una masa calculable girando alrededor de nuestro planeta, un ejemplo de la gravedad, interesante, ¿pero en qué sentido se trataría de una experiencia?

Eso lo dice Walter Faber, ingeniero, protagonista de la novela de Max Frisch Homo Faber, y lo cita Hans Magnus Enzensberger en su Teoría del turismo, publicada en 1958. ¿Qué es una experiencia auténtica, ésa a la que el viajero tiene acceso y que le está negada al turista? Enzensberger también cita a Gerhard Nebel, para quien el turismo era “uno de los grandes movimientos nihilistas, una de las grandes epidemias de occidente.” Para Enzensberger la crítica de Nebel al turismo, “intelectualmente está basada en una falta de autoconciencia que bordea la idiotez; moralmente está basada en la arrogancia”. Enzensberger apunta que constituye, junto con los argumentos que articulan la diferencia entre el viajero y el turista “una reacción a la amenaza contra las posiciones privilegiadas”. El viajero odia ver su exclusivo coto invadido por las masas. Por eso devalúa y niega la experiencia del otro: podrán estar aquí, pero realmente no ven nada, no saben nada, no conocen nada. Pero, ¿y si en el fondo todos somos turistas?

El turismo es algo de lo que es difícil decir –afirma Enzensberger– si lo hemos creado o nos ha creado a nosotros. Turista es quizá otro nombre de eso en que poco a poco nos hemos convertido: paseantes, flâneurs, hombres de la multitud. El turismo tal vez sea sinónimo de la nueva barbarie que Benjamin definía, positivamente, como la necesidad de comenzar siempre de nuevo, pasándola con poco, construyendo desde poquísimo. El turista no va a Venecia con Goethe, Ruskin o Mann en la cabeza, ni siquiera con la guía Baedeker en la maleta. Con suerte recuerda alguna escena de la última película de 007. Debe moverse rápido y por tanto viaja ligero. En su libro Los Bárbaros, ensayo sobre la mutación, Alessandro Baricco da como características de éstos la simplificación, la superficialidad y la velocidad, y “la sorprendente idea de que algo, cualquier cosa, tiene sentido e importancia únicamente si consigue enmarcarse en una secuencia más amplia de experiencias”. Los bárbaros ahora llegan —de todas partes, dice Baricco— armados con cámaras digitales y su guía del viajero se construye post factum en sus cuentas de FaceBook o Instagram. El turista combina una situación paradójica: comparte la característica de la condición contemporánea de no sentirse en casa en ninguna parte, pero a diferencia de lo que decía Bowles del viajero —que no pertenece más a un lugar que al siguiente y por tanto se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra—, dicho desarraigo lo empuja a volver a toda prisa a su no-casa. ¿Para qué quedarse en un sitio por más tiempo si todos son iguales?

Tal vez, en el fondo, la arquitectura tenga algo que agradecerle al turismo, más que el turismo a la arquitectura. El mismo Benjamin dice que la forma habitual de percibir la arquitectura es de manera distraída, por el uso y no por la contemplación atenta. La arquitectura que nos rodea, la que habitamos y a la que estamos acostumbrados, no la vemos. Observarla con atención “es una actitud corriente en los turistas ante los edificios famosos.” Arquitectos del mundo, demos gracias a Wagons-Lits

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Catástrofe y urbanismo https://arquine.com/catastrofe-y-urbanismo-terremoto-lisboa/ Mon, 02 Nov 2015 02:55:37 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/catastrofe-y-urbanismo-terremoto-lisboa/ Walter Benjamin dice que "el terremoto que destruyó Lisboa el primero de noviembre de 1755, no fue un desastre como otros miles. En muchos aspectos fue notable, incluso único. En primer lugar fue uno de los mayores y más destructivos terremotos de la historia. Sin embargo, no es esa razón la que excitó y preocuó al mundo entero como pocos eventos de aquel siglo." Acaso fue "el primer terremoto moderno" y su importancia incluye tanto una metafísica de la catástrofe como una muy pragmática física del urbanismo.

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Faltando veinte minutos para las diez de la mañana, el primero de noviembre de 1755, día de Todos los Santos, un fuerte temblor sacudió Lisboa, que entonces era, tras Londres, París y Nápoles, la cuarta ciudad más rica e importante de Europa. La fuerza del terremoto fue tal que se sintió en las costas de Marruecos y de Francia y algún testigo contó ver moverse las torres de la Catedral de Sevilla. Al terremoto siguieron grandes incendios y un maremoto, Lisboa quedó casi por completo destruida. El desastre fue tal que pronto se conoció por toda Europa. A Voltaire (1694-1778) le sirvió para criticar la idea, heredada de Lebniz (1646-1716), de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. A finales de 1755 Voltaire publicó de manera anónima un Poema sobre el desastre de Lisboa o examen de este axioma: Todo está bien. Empieza así:

¡Oh infelices mortales! ¡Oh tierra deplorable!
¡Oh espantoso conjunto de todos los mortales!
¡De inútiles dolores la eterna conversación!
Filósofos engañados que gritan: “todo está bien”
Vengan y contemplen estas ruinas espantosas.

El 18 de agosto de 1756, Rousseau (1712-1778) le responde a Voltaire, reforzando en principio su admiración, para quejarse por el poema sobre el desastre de Lisboa: “le hubiera gustado —¿a quién no le hubiera gustado?— que tal desastre ocurriera a la mitad de un desierto en vez de en Lisboa. ¿Podemos dudar que también ocurren en los desiertos? Pero nadie habla de eso porque no tienen efectos malignos en los caballeros de las ciudades (los únicos de los que cualquiera se preocupa).” A Rousseau afirmar que el daño no habría sido tan grande si tantos hombres y mujeres no hubiesen vivido juntos en una misma ciudad le sirve de paso para apoyar su idea de una vuelta a la naturaleza.

Kant (1724-1804) se dedicó a estudiar toda la evidencia que pudo recolectar sobre el fenómeno y a proponer una teoría sobre sus causas —cavernas subterráneas llenas de gases incandescentes. Por ese interés que despertó entre pensadores y científicos hay quienes lo califican como el primer desastre moderno. Incluso casi 180 años después, el terremoto de Lisboa seguía dando de qué hablar.

En octubre de 1931, Walter Benjamin preparó para la radio alemana un programa de la serie dedicada a los niños y cuyo tema eran las catástrofes naturales o, más bien, su impacto y consecuencias en la manera de pensar:

El terremoto que destruyó Lisboa el primero de noviembre de 1755, no fue un desastre como otros miles. En muchos aspectos fue notable, incluso único. En primer lugar fue uno de los mayores y más destructivos terremotos de la historia. Sin embargo, no es esa razón la que excitó y preocuó al mundo entero como pocos eventos de aquel siglo.

Para entender la dimensión, Benjamin dice que la destrucción de Lisboa equivaldría a la de Londres o Chicago en los años treinta del siglo pasado. Dice que la ciudad tenía entonces más de treinta mil casas y doscientos cincuenta mil habitantes —y que una cuarta parte murió a causa del terremoto. En aquél tiempo aun había quien se preguntaba si José I, rey de Portugal, y su pueblo se merecían aquel castigo. Por otro lado, los filósofos de la Ilustración intentaban darle sentido a la catástrofe sin recurrir a causas indemostrables. A Benjamin, por su parte, la reflexión sobre el terremoto de Lisboa y otros desastres le sirvieron para pensar el carácter destructivo —que “hace su trabajo evitando sólo el trabajo creativo: así como el creador busca la soledad, el destructor busca estar rodeado de gente que pueda atestiguar su eficacia.” Del carácter destructivo, Benjamin dice que es una señal que no tiene interés en ser entendida: actúa en la superficie —así Benjamin deriva de una suposición sismológica una idea epistemológica.

En el 2005, un año después del tsunami del 26 de diciembre del 2004, Jean-Pierre Dupuy publicó un libro titulado Pequeña metafísica de los tsunamis. A aquel desastre lo equipara a Auschwitz, a Hiroshima y Nagasaky y al terremoto de Lisboa del primero de noviembre de 1755 —la diferencia, por supuesto, es que el primero y el último fueron catástrofes naturales, imprevistas y acaso imprevisibles, mientras que las otras dos fueron resultado de una serie de planes y estrategias, perfectamente racionales, que los hacen acaso más difíciles de entender.

John R. Mullin explica que tras el terremoto, el rey José I le encargó a José de Carvalho e Mello, después Marqués de Pombal, la reconstrucción de Lisboa. Para empezar, Pombal decretó, tan pronto como el 30 de diciembre de 1775, una prohibición para construir en la ciudad hasta que no se hubiera completado un inventario de los daños. El decreto fue levantado por presión popular el 12 de febrero del año siguiente, pero Pombal logró otro en el que obligaba que todas las nuevas construcciones debieran ser aprobadas según nuevos lineamientos de seguridad. Para financiar la reconstrucción, además del oro y los diamantes provenientes de Brasil y de los fondos ofrecidos por otras naciones europeas, Pombal instituyó un impuesto del 4% sobre manufactura y comercio.  Además, organizó un grupo de arquitectos, bajo el mando del General Manuel da Maia, ingeniero militar de 83 años, para supervisar la reconstrucción. Maia propuso cuatro opciones para reconstruir la ciudad, cada una desarrollada por un grupo distinto de arquitectos: reconstruirla siguiendo la traza de la ciudad destruida; ampliar las calles pero sin aumentar el tamaño de los edificios; la tercera opción era partir desde cero, limpiando todos los restos de la ciudad destruida y, la cuarta, era cambiar la capital de lugar abandonando la ciudad vieja. Tras estudiar las alternativas, Pombal optó por la tercera: construir una nueva ciudad, desde cero, sobre el lugar de la antigua. Mullin dice que Lisboa, la nueva, terminó siendo una abstracción de lo que una ciudad bien planeada debería ser. Al final, probablemente el pragmatismo urbano aprendió tanto del desastre como la misma metafísica de la catástrofe.

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Benjamin https://arquine.com/benjamin/ Sat, 26 Sep 2015 05:45:20 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/benjamin/ En los pasajes era ya evidente la complicada relación entre lo público y lo privado: se abrían a la calle, como prolongándola, pero tenían dueños y estaban dedicados al consumo: no sólo a la compra y venta de bienes y servicios sino a esa relación particular con el mundo que hace de todo una mercancía. Los pasajes eran interiores, pues estaban techados y tenían puertas para cerrarse de noche, pero eran exteriores a las tiendas que formaban las fachadas de esos corredores. “La ambigüedad de los pasajes es una ambigüedad del espacio,” escribió Benjamin.

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25 de septiembre de 1940. Lisa Fitkko dormía en una pequeña habitación en Port-Vendres cuando la despertaron los golpes a la puerta. Cuando abrió, afuera estaba Walter Benjamin. Disculpe el inconveniente, le dijo. Aunque ya se conocían, a Lisa le sorprendió que en esos momentos Benjamin tuviera aun la amabilidad de disculparse. ¿Qué hora resultaba inconveniente cuando el mundo entero se estaba derrumbando? El 14 de junio los nazis habían entrado a París. Entre a muchos más, la Gestapo tenía órdenes de arrestar a Benjamin, pero él y su hermana habían dejado la ciudad un día antes. En 1939 había sido enviado a un campo de concentración en Francia, pero en noviembre fue liberado gracias a la ayuda de algunos amigos suyos. Regresó a París en enero de 1940. El 11 de enero renovó su tarjeta de préstamos de la Biblioteca Nacional. Llevaba varios años visitándola y copiando, con letra minúscula y apretada, párrafos enteros de revistas, enciclopedias, libros de historia y guías de turistas. Desde finales de los años veinte había empezado ese proyecto: el Passagen-Werk, la obra de los pasajes. “Sobre la avenida de los Campos Elíseos, entre hoteles modernos con nombres anglosajones, se abrió recientemente el más nuevo de los pasajes parisinos. Para la ceremonia inaugural, una monstruosa orquesta en uniforme tocaba frente a camas de flores y fuentes a borbotones.” Así empieza el texto que escribió en 1927 para algún periódico y que se convirtió en el inicio de esa obra interminable. Entre sus notas, Benjamin copió una descripción de una Guía ilustrada de París, de 1852: “esos pasajes, una invención reciente del lujo industrial, son corredores con techos acrisoladas y pisos de mármol que atraviesan manzanas enteras de edificios, cuyos propietarios se han unido en dichas empresas. A ambos lados de estos corredores, iluminados desde arriba, se encuentran las más elegantes tiendas, de modo que el pasaje es una ciudad, un mundo en miniatura en el que los clientes pueden encontrarlo todo.” Al lado de “mundo en miniatura” Benjamin anotó: flâneur, ese personaje de Baudelaire que representa al hombre de la multitud.

Estudiar los pasajes parisinos se volvió para Benjamin parte de un esfuerzo por entender las transformaciones materiales que hicieron de París, en el siglo XIX, la capital de la modernidad. En los pasajes ya era evidente una relación complicada entre lo público y lo privado: se abrían a la calle, como prolongándola, pero tenían dueños y estaban dedicados al consumo: no sólo a la compra y venta de bienes y servicios sino a esa relación particular con el mundo que hace de todo una mercancía. Los pasajes eran interiores, pues estaban techados y tenían puertas para cerrarse de noche, pero eran exteriores a las tiendas que formaban las fachadas de esos corredores. “La ambigüedad de los pasajes es una ambigüedad del espacio,” escribió Benjamin en otro texto, de 1928. Para mediados de los años 30 ya era evidente para Benjamin y sus amigos que la obra de los pasajes había cobrado otras dimensiones, era casi una obsesión. En 1935, Benjamin escribe un resumen de su trabajo bajo el título “París, la capital del siglo XIX”. Ahí, a los pasajes ya se habían sumado los panoramas —espectaculares pinturas de 360 grados que presentaban, en el interior de edificios también iluminados desde arriba, vistas de paisajes o de escenas históricas, otro efecto de la ambigüedad espacial: un exterior retratado en un interior—, las ferias mundiales, el interior —no como el espacio que se ocupa dentro de un edificio sino como la idea de que el mundo privado se vuelve un sustituto del público— y las calles. El proyecto parecía no tener fin. Bruno Tackels escribió que el libro de los pasajes era un libro inacabable pero también una caja de herramientas, “una serie de notas que no son válidas por sí mismas sino que están destinadas a contribuir a una obra común, mucho más allá de la obra de Benjamin.” Esos apuntes, dice, no anuncian un libro sino que son el germen de todo lo que Benjamin escribió durante dos décadas.

Cuando Benjamin tocó a la puerta de Lisa Fittko, tras disculparse le dijo que lo habían enviado con ella para que le ayudara a cruzar la frontera con España. Benjamin debía llegar a Portugal para embarcarse a Estados Unidos. Max Horkheimer le había conseguido ya una visa. Un día antes, el 24 de septiembre, Lisa, Benjamin y Henny Gurland y su hijo habían hecho un paseo para reconocer la ruta. El 25 no era un ensayo, debían cruzar la frontera pronto. Según contó Fittko, Benjamin llevaba consigo una pesada maleta negra, absolutamente inapropiada para huir. Ella se ofreció ayudarle a cargarla en algún momento. El se negó. Dijo que ahí llevaba su nuevo manuscrito: “debe entender que esta maleta es lo más importante para mí. No me puedo arriesgar a perderla. Es el manuscrito lo que hay que salvar. Es más importante que yo.”

Tras caminar toda la noche, Fittko dejó al grupo a las afueras de Portbou, ya en España, para regresar a Francia. Benjamin, Gurland y su hijo fueron a la estación de trenes, pero la guardia civil les negó la entrada y los arrestó. Los regresarían al día siguiente a Francia. La mañana del 26 de septiembre de 1940 encontraron a Benjamin muerto en la cama de su celda. Se había tomado una sobredosis de morfina que llevaba con él, por si hiciera falta. En el inventario judicial se dice que dejó una maleta con algo de dinero, un reloj de oro, una pipa, un pasaporte emitido en Marsella por el Servicio Exterior estadounidense, seis fotografías para pasaporte, una radiografía, un par de anteojos, revistas, cartas y papeles. Nada de eso se conserva. Tackels dice que el manuscrito en el maletín, del que nadie supo nada hasta que Fittko contó la historia, debe haber sido sus Tesis sobre el concepto de historia, que había enviado por correo a Hannah Arendt poco antes pero del que no podía estar seguro que hubiera llegado a su destino. A todas las hipótesis y mitos que desató el maletín perdido, Tackels propone una salida: “el maletín perdido sí existe y contiene todos los libros, numerosos, interminables, que Benjamin, muerto tan prematuramente, no tuvo tiempo de escribir. Pero no los entregará nunca. Son muchos. Y nos faltan. Terriblemente.”

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