Resultados de búsqueda para la etiqueta [Lecumberri ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 31 Jul 2023 20:02:10 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Lecumberri 3: el archivo https://arquine.com/lecumberri-3-el-archivo/ Tue, 04 Jun 2019 14:06:42 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/lecumberri-3-el-archivo/ En 1982, la prisión panóptica de Lecumberri, el Palacio Negro, una de las obras cumbre de la modernidad porfiriana y sitio emblemático de la represión política de la posrevolución que culminó en el 68, pasó a convertirse en el Archivo General de la Nación.

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En Kalpa Imperial, la obra en dos tomos de la argentina Angélica Gorodischer, una serie de contadores de cuento reconstruyen la historia de un Imperio que existió hace mucho tiempo, en algún lugar. La reconstruyen como los contadores de cuento pueden hacerlo: a partir de historias, anécdotas y leyendas que escucharon de otros contadores, que a su vez escucharon de otros contadores, todos los cuales agregaron algo, quitaron algo u olvidaron algo de la historia en el proceso de revivirla. La memoria del Imperio que ofrecen los contadores es así fragmentaria, como ruinas, de ahí que el libro esté compuesto de pequeños relatos aislados y no un todo coherente. Pero es también una memoria dúctil y creativa, una memoria cuya recomposición sucede en las plazas o en las tabernas o en la intimidad del hogar. Frente a su oralidad, los contadores de Kalpa Imperial contraponen otra memoria, la memoria oficial de los gobernantes en turno del Imperio. Esta otra memoria, más bien sólida, se construye y reside en dos lugares: primero, en los monumentos públicos donde tienen lugar los ritos de estado como la conmemoración del nacimiento o muerte de algún emperador; y luego en los documentos custodiados por los Archivistas: “Mi vida, señores, transcurre entre folios. No he visto nada y lo he leído todo. Eso que has vivido también está escrito, catalogado, clasificado y archivado, y si tu mujer quiere conocer tu infancia, no tiene más que recurrir a mí”. 

En 1982, la prisión panóptica de Lecumberri, el Palacio Negro, una de las obras cumbre de la modernidad porfiriana y sitio emblemático de la represión política de la posrevolución que culminó en el 68, pasó a convertirse en el Archivo General de la Nación. Una placa colocada en la primera sección del edificio en 1997 –el año en el que el PRI perdió la mayoría absoluta en el congreso por primera vez– reconoce al político y al arquitecto a cargo del proyecto: “A quince años de la transformación del Palacio de Lecumberri en Archivo General de la Nación, reconocimiento al Lic. Jesús Reyes Heroles, Secretario de Gobernación 1976-1979 y al Arq. Jorge L. Medellín Sánchez, autor de la remodelación”. Uno tan sólo puede imaginarse la ceremonia cuando develaron la placa a solo tres años de que el PRI perdiera la presidencia, los aplausos y los discursos, los rostros políticos que aparecieron por ahí, que adularon y brindaron a la salud de quien tuvieran que hacerlo. 

Como la placa, el edificio en general funciona como un dispositivo de la memoria que opera sobre distintos niveles, todos los cuales buscan establecer una conexión entre la presencia física del Archivo General y la solidez del estado del que el archivo contiene, organiza y custodia los documentos oficiales. El visitante entra a Lecumberri por un primer edificio con forma de hebilla que sirve como recepción, donde quizá antes se registraba a los presos, se les revisaba y se les quitaban sus pertenencias. También ahora hay que dejar en unos casilleros todas las pertenencias salvo el material para investigar (lápiz, credencial, hojas sueltas), y también ahora hay una revisión de seguridad. Una vez que pasas la revisión y te registras en un libro de visitas, debes dirigirte a la sala donde está el catálogo, todavía en el edificio-recepción. El catálogo en realidad yace dentro de seis computadoras, un mapa virtual de carpetas que se van desdoblando en otras carpetas que a su vez se desdoblan en más carpetas, como los senderos que se bifurcan de Borges. ¿Y no contenían estos senderos, según Borges, todas las versiones posibles de una historia? En efecto, buscar algo en esa cartografía virtual le hace fantasear a cualquiera en la enormidad laberíntica de documentos y papeles que residen en el edificio panóptico que se ve tras la ventana: el panóptico debe contenerlo todo, como esa biblioteca que Borges asemeja con el universo en otro de sus cuentos. 

Pero antes de llegar al panóptico propiamente dicho, uno tiene que atravesar un túnel que funciona como museo pedagógico del archivo a través de una pequeña exposición que tiene como objetivo explicar lo que es un archivo y su importancia para “la nación”. Ya Justo Sierra en Evolución política del pueblo mexicano (1909) relacionaba la falta de un verdadero archivo con la inestabilidad política del siglo XIX y la ausencia de un estado ordenado y capaz (que él, por cierto, veía en el Porfiriato). El archivo representaba para Sierra la memoria del estado y su registro en la letra escrita: un archivo guardaría y organizaría estadísticas sobre la población y los recursos, daría pruebas históricas fidedignas, registraría los actos del estado y nombraría a sus responsables, facilitaría el ordenamiento necesario para una buena recaudación fiscal… En fin. No había archivo porque no había estado, pero no había estado, en buena medida, porque no había archivo. La exposición sigue justamente esta línea. Detrás del intento de enseñarnos lo que es un archivo de la nación, nos argumenta que el estado mexicano existe y que el Archivo General es justamente el registro físico y material de su existencia. Por eso están ahí, en la exposición, los símbolos patrios: las distintas banderas o la letra del himno nacional. Por eso están ahí también, en vitrinas, originales o réplicas de los documentos que formaron al estado, de los Sentimientos de la nación de Morelos a la Constitución del 17. Por eso hay también un mapa virtual del territorio donde uno puede encontrar información sobre cada una de las entidades que conforman la federación de “estados unidos” mexicanos. Y por esta misma razón parece estar ahí ese texto informativo que dice que la cantidad de material que contiene Lecumberri se extendería por 52 kilómetros lineales. 52 kilómetros de estado: asumimos que quieren decirnos que eso es mucho. 

Finalmente, tras atravesar el túnel, el visitante llega por fin a la circunferencia central del panóptico. Donde antes estaba la torre de vigilancia ahora sólo hay un piso de mármol techado por un domo geodésico con un tragaluz en el centro. El aspecto es el de una monumental biblioteca, esas donde se oyen los pasos del solitario que la atraviesa, donde la luz –símbolo de la pureza y la sabiduría– penetra desde arriba y hasta abajo dramáticamente. Alrededor de esta circunferencia, como rayos solares, están las crujías que resguardan los documentos en las antiguas celdas de los presos. Una de las crujías, sin embargo, se utiliza como otro espacio museográfico. En este caso, una exposición de Siqueiros y sus encierros en Lecumberri como preso político. Si el gesto de la exposición del túnel era pedagógico, en este caso el gesto es de reconocimiento: se da cuenta del pasado del edificio como prisión y, más específicamente, como sitio de la represión política del estado posrevolucionario. La intervención arquitectónica se corresponde con este gesto, pues al mismo tiempo que nos enseña el pasado del edificio como prisión, pretende superarlo al convertirlo en una biblioteca monumental y agradable, casi un ameno paseo histórico, como si uno visitara un convento colonial o algo así. Para ello entran las fuentes y jardines en los patios, el domo y su tragaluz, el mármol o el inmobiliario de madera para leer, a la vez que algunos espacios se destinan a explicarnos lo que el edificio fue. En este sentido, la operación museográfica y arquitectónica de Lecumberri funciona como una especie de purga del pasado: fuimos autoritarios, lo reconocemos, pero justo porque lo reconocemos, ya no lo somos más. 

Es en la purga del pasado autoritario que opera en Lecumberri a través de este gesto de reconocimiento y superación donde puede verse que este es un proyecto orgánico de la así llamada “transición a la democracia”, entendiéndola no como un evento que sucedió en el 2000 o en el 97 o en algún otra fecha precisa sino más bien como un proceso de larga duración en el que el aparato político e ideológico del PRI fue perdiendo la hegemonía y legitimidad sobre el estado poco a poco. En El antiguo régimen y la transición en México, Jesús Silva Herzog Márquez ofrece como dos puntos nodales de este proceso la reforma electoral de Reyes Heroles a finales de los setenta y la pérdida de la mayoría absoluta en el congreso en el 97: quizá por pura casualidad, ambos nodos se conectan de una forma inquietante en la placa de Lecumberri. 

Otra forma de decirlo es que, como sede del Archivo General de la Nación desde los años 80, Lecumberri es parte de ese momento histórico en el que el estado mexicano comienza a revisar y reconocer su pasado autoritario en busca de una nueva armadura democrática. En Kalpa Imperial de Gorodischer, como dijimos, la memoria oficial se construía en los monumentos públicos donde tienen lugar los ritos de estado y en los documentos que residen en el archivo. Lecumberri es los dos al mismo tiempo: es un archivo que, además de fungir como registro y custodio del estado, funciona también como (otro) museo público que explica la formación, desarrollo y consolidación del estado mexicano de la independencia a la revolución hasta finalmente llegar a la supuesta era democrática. Lecumberri es así el rito del estado que se cuenta su propia historia para reafirmarse, que la revisa museográfica y arquitectónicamente para purgar aquella parte que le avergüenza y, en este proceso, poderse reconstruir. 


Referencias: 

Angélica Gorodischer. Kalpa Imperial. Buenos Aires: Minotauro, 1983: p. 37. 

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Lecumberri 2: el Movimiento https://arquine.com/lecumberri-2-el-movimiento/ Tue, 14 May 2019 13:00:04 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/lecumberri-2-el-movimiento/ Varias de las descripciones de la vida cotidiana en Lecumberri que aparecen en "Los días y los años", la novela testimonial del 68 de Luis González de Alba, revelan al panóptico convertido nada menos que en una vecindad, la gran pesadilla de los urbanistas modernos:

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There’s a battle outside and it’s ragin’

It’ll soon shake your windows and rattle your walls

For the times they are a-changin’

Bob Dylan

 

Varias de las descripciones de la vida cotidiana en Lecumberri que aparecen en Los días y los años (1971), la novela testimonial del 68 de Luis González de Alba, revelan al panóptico convertido nada menos que en una vecindad, la gran pesadilla de los urbanistas modernos: “Era como una vecindad: un cordel con ropa tendida que alguien olvidó recoger […]; el patio rectangular, las puertas que se abren a un solo cuarto mal iluminado. Todo es como una vecindad. Hasta la vida en común, los disgustos, los apodos, las pláticas” (50). Los días y los años dedica buena parte de sus páginas a describir esa “vida en común” adentro de la cárcel: las comidas que organizan y comparten entre sí los estudiantes presos, los chistes y las burlas que se hacen entre ellos, las discusiones sobre el 68, los conflictos, los planes a futuro, las “guerras de bolillos” con otros presos o las clases que cada uno le daba a los demás de acuerdo a su especialidad. En otras páginas, González de Alba se limita a describir el suceder diario de la cárcel: a los jugadores de básquetbol, por ejemplo, o a los vendedores y sus sonidos: “Claro, durante el día hay otros pequeños y típicos detalles: los graznidos del maletero, el de los tacos, el de las nieves y, recientemente, el de las fresas con crema en vasitos de papel. ¡Ah! y por supuesto el de las tortillas, quien además vende pastillas de ciclopal” (77).

Una forma posible de pensar este panóptico convertido en vecindad de estudiantes y, por extensión, los usos cotidianos dentro de los espacios disciplinares estudiados por Foucault es Michael de Certeau y su “práctica de lo cotidiano”. Quizá se trate de la ruta más evidente, ya que la propuesta de de Certeau tiene la intención abierta de encontrar, dentro del panóptico, puntos de fuga cotidianos e imperceptibles que escapen, burlen  o rebasen a esa forma moderna de producir subjetividades gobernables a través del ordenamiento, control y vigilancia del espacio. Pero otra forma de acceder a Lecumberri como vecindad —y una que resuena con esa “vida en común” de la que habla González de Alba— es justamente a partir de la noción de lo “común”, articulada por Antonio Negri y Michael Hardt en Commonwealth (2009). Para ellos, lo común tiene dos significados: por un lado, se refiere a recursos como el agua, la tierra o el aire que, estrictamente, le pertenecen a todos y a nadie; por otro lado, lo común es también el conjunto de lenguajes, conocimientos, afectos, prácticas e información que es producto necesario de la interacción social, y que por lo tanto también le pertenece (o debería pertenecerle) a todos y a nadie. Una sociedad, dicen Hardt y Negri, se define por la relación que establece con lo común en este doble sentido, pues es de esa relación de donde surgen las prácticas cotidianas y las formas de vida que, a la postre, dan cuerpo a una organización política, económica y social (algunas de las cuales son, de acuerdo con ellos, nocivas para lo común, pues lo limitan y lo merman).

 

¿A dónde conduce pensar desde este ángulo la vida cotidiana de los estudiantes presos descrita por González de Alba y otros estudiantes en sus libros testimoniales? Es decir, qué nos revela esa “vida en común” que González de Alba vincula con la vecindad, qué nos dicen ese conjunto de prácticas como compartir recursos –comida, agua, vendas, uno que otro lujo colado por una visita–, compartir conocimiento (las clases que se daban entre ellos), discutir (a veces en conflicto abierto) o cuidarse entre ellos de los ataques de otras crujías o de los guardias. Si una forma de vida social depende, de acuerdo con Hardt y Negri, de una manera de relacionarse con lo común –con recursos como agua y comida o con lenguajes, prácticas y afectos producidos en comunidad ¿hacia dónde apunta esa forma de vivir en la cárcel que los estudiantes presos establecieron durante su encierro en Lecumberri? De alguna manera, es como si la “vida en común” en Lecumberri –ese conjunto de prácticas cotidianas mencionado arriba– reflejara y, en el proceso, hiciera inteligible lo mucho que el movimiento del 68 pasó por encontrar, construir y ejercer una forma diferente de habitar la ciudad de los sesentas, eso que Poniatowska llamó “ganar la calle”. Los días y los años, por ejemplo, dedica muchas de sus páginas a describir la forma como los estudiantes se apropiaron de la infraestructura de Ciudad Universitaria –los salones, los pasillos, las cafeterías, las islas–, no sólo para vivir ahí, sino sobre todo para construir desde ahí adentro y en conjunto los órganos políticos que articularían el movimiento: las brigadas, el consejo, los comunicados, las asambleas y demás. Para Hardt y Negri ambas cosas van de la mano: de nuevas formas colectivas de habitar la ciudad, de relacionarse con lo común en el doble sentido que proponen, pueden emerger nuevas formas de organización política. Si acaso a nivel de deseo, y no sin varios tropiezos, para el movimiento del 68 esta forma quería ser más democrática, más libre y más abierta de la que el estado priista permitía. De González de Alba a Poniatowska, algunos de los grandes pasajes de la literatura del 68 pasan justamente por descripciones de estas nuevas maneras de vivir la ciudad panóptica en las vísperas de la XIX Olimpiada: las brigadas por los mercados y las plazas, la minifalda y el pelo largo, los happenings vanguardistas, el mural anónimo en CU, la sensación del cuerpo al entrar a un Zócalo lleno de estudiantes o la V de la Marcha del Silencio descrita por González de Alba: 

Entonces, ante la imposibilidad de hablar y gritar como en otras ocasiones […] surgió el símbolo que pronto cubrió la ciudad entera y aún se coló a los actos públicos, la televisión las ceremonias oficiales: la V de ¡Venceremos! Hecha con los dedos, formada con los contingentes en marcha; pintada después en casetas de teléfonos, autobuses, bardas. En los lugares más insólitos, pintada en cualquier momento. (119)

Irónicamente, fue gracias al encierro en Lecumberri de algunos miembros y a las conversaciones, discusiones, clases e intercambios que esto permitió que podemos contar con todo un archivo escrito del 68 que está en diálogo y a veces en disputa entre sí. Esto enriquece nuestra capacidad de entender lo que sucedió. Frazier y Cohen nos han recomendado verlo con cuidado, pues se trata de un archivo escrito sobre todo por líderes masculinos del Consejo que a menudo desacreditan u oscurecen la importancia de otros órganos del movimiento como las brigadas –donde participaban muchas más mujeres– o como la atención a comedores y limpieza, que para variar cayó en manos de ellas y no de ellos. Pero es justamente gracias a esta advertencia que este archivo –complementado por otros textos como el de Poniatowska– resulta un lugar sumamente interesante para pensar, por un lado, los altibajos del proceso de democratización mexicana y el rol del 68 en el mismo, y, por el otro, eso que Hardt y Negri llaman la multitud: una suerte de entramado de subjetividades y formas de vida que poco a poco van gestando, en su interacción heterogénea y conflictiva, una nueva organización política, económica y social, siempre en proceso y nunca definitiva. 

En 1976, Lecumberri dejaría de ser prisión y se convertiría, entrando los años 80, nada menos que en el Archivo General de la Nación. Pero a la ironía del panóptico vuelto archivo puede dedicársele una discusión a parte.


Referencias: 

González de Albar, Luis. Los días y los años. Séptima edición. México: Era, 1973. 

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Lecumberri 1: el panóptico https://arquine.com/lecumberri-1-el-panoptico/ Tue, 26 Mar 2019 14:29:23 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/lecumberri-1-el-panoptico/ En el diseño panóptico de Lecumberri —basado en el orden, la visibilidad permanente, la observación de los sujetos— se condensa la gubermentalidad positivista del porfiriato que concebía la utopía de la nación moderna como una inmensa ciudad ordenada y limpia

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“Triángulos, trapecios, paralelas, segmentos oblicuos o perpendiculares, líneas y más líneas, rejas y más rejas […] el esquema monstruoso de esa gigantesca derrota de la libertad a manos de la geometría”

José Revueltas

 

Quizá no sea casualidad que El Apando, la gran novela de Lecumberri de José Revueltas, inicie con una escena de vigilancia: 

Durante algunos segundos el cajón rectangular quedaba vacío, como si ahí no hubiera monos, al ir y venir de cada uno de ellos, cuyos pasos los habían llevado, en sentido opuesto, a los extremos de la jaula, treinta metros más o menos, sesenta de ida y vuelta, y aquel espacio virgen, adimensional, se convertía en el territorio soberano, inalienable, del ojo derecho, terco, que vigilaba milímetro a milímetro todo cuanto pudiera acontecer en esta parte de la Crujía. 

Retorcido y apretado contra el suelo, con la cabeza metida en el postigo, uno de los presos observa con un ojo a los guardias de la crujía, esos monos que “se sabían hechos para vigilar, espiar y mirar” pero que, dice Revueltas, estaban presos también pero sin darse cuenta. El ojo que observa es el soberano del territorio.

Es bien sabido que en su discusión del panóptico, el modelo de prisión ideado por Jeremy Bentham en el siglo XVIII a partir del cual se construyó Lecumberri a finales del XIX, Foucault insiste en que en la visibilidad permanente que supone la arquitectura panóptica radica una modalidad específica de gobierno sobre una población. En el esquema de Bentham, las crujías surgen de una torre central de vigilancia como rayos de sol. Esa torre es como el ojo derecho de Revueltas, capaz de observarlo todo. Por su posición en el centro y por un juego de ventanas que producen sombras, desde la torre se puede observar permanentemente a los presos, que ya no son recluidos en la oscuridad húmeda de las mazmorras sino que ahora habitan un espacio ordenado, limpio e iluminado. Dado que los presos no pueden ver a los guardias de la torre, deben sospechar que están siendo vigilados todo el tiempo por un ojo invisible, hasta el punto, dice Foucault, en que se autoimponen la vigilancia. Si Bentham ideó este modelo con el objetivo de reformar a los presos, que según él se comportarían “civilizadamente” al sentirse observados, Foucault detecta el modelo o diagrama de un poder que funciona arquitectónicamente: a partir del ordenamiento del espacio y la visibilidad del mismo, de la distribución organizada de los individuos y de la observación o registro permanente de éstos (lo cual permite estudiarlos y, por ende, producir conocimiento respecto al preso en la cárcel, al alumno en la escuela o al trabajador en la fábrica). 

El punto de Foucault no es tildar a Bentham de loco. Al contrario, se trata de reflexionar sobre por qué este modelo se consideró en su momento un esquema ilustrado, incluso progresista, un diseño que se había pensado para el bien de los presos mismos. Estas son, en efecto, las nociones detrás de la planeación de Lecumberri. En su Paralelo de Penitenciaria (1848-50), el documento que dio origen al proyecto del Palacio Negro —como llegaría a llamársele a Lecumberri—, Lorenzo de Hidalga lo califica (¿con algo de ironía?) de un edificio con amenidades de hotel al que muchos quisieran acceder: 

Las comodidades que proporcionaba a los encarcelados podían llegar a ser envidiadas por los individuos de cierta clase de la sociedad, cuya vida era tan miserable que acaso se resolverían a cometer un crimen y perder su libertad por verse libres del hambre y desnudez que sufrían en sus casas, entrando a una prisión donde hallaban cómodo alojamiento y comida sana y abundante. 

Si Foucault quería pensar el panóptico en relación a una forma emergente de organizar el ejercicio del poder, eso que más tarde en su obra empieza a llamar gubermentalidad, quizá podamos pensar en Lecumberri en relación a la sociedad porfirista que lo construyó y para la cual representó una obra pública fundamental. En otras palabras, en Lecumberri se transparenta el modelo –esencialmente urbano– a partir del cual se trató de producir el espacio social a finales del XIX y principios del XX, un modelo donde se cristalizaba la utopía de un estado que anhelaba gobernar a partir del orden y del procedimiento “científico”.

En Monuments of Progress, Claudia Agostoni ha estudiado cómo en estos años la ciudad se convirtió en un terreno de observación, vigilancia y estudio al que médicos, higienistas, planeadores y otros expertos iban con el fin de diagnosticar los problemas que impedían la modernización del país. El resultado fue un archivo entero de conocimientos sobre el medio ambiente, sobre los habitantes de la ciudad y sus costumbres, sobre las enfermedades recurrentes, sobre el desorden, el abigarramiento y la insalubridad de la ciudad, todo esto en la forma autorizada de estadísticas, reportajes médicos o estudios sociológicos. Asimismo se ofrecieron respuestas a estos problemas, ya fuera la construcción de infraestructura moderna (el desagüe o el drenaje que limpiarían las “miasmas” del aire urbano), la publicación de códigos de salubridad y de planeación urbana o el intento de controlar los hábitos de la población a partir de campañas de higiene y otras intervenciones del estilo. Para no ir más lejos, uno de los eventos principales de los festejos del Centenario fue justamente una exposición pública de higiene, donde, por cierto, se albergó un modelo de Lecumberri y otro de La Castañeda, el hospital psiquiátrico. 

Por otro lado, la expansión de las ciudades ofrecía la posibilidad de producir un espacio donde se pusiera en práctica el archivo epistemológico recabado por la observación vigilante de los expertos: un espacio urbano ordenado y limpio, homogéneo, un espacio que permitiera las circulaciones de población, agua, desechos y aire, con camellones y árboles que alguien de la época llamó sin nada de romanticismo “instrumentos de desinfección”. En corto, un espacio urbano moderno. Mientras que al crecimiento desorganizado se le llamó barrio, a esta otra forma de crecimiento empezó a llamársele colonia: Juárez, Cuauhtémoc, Roma, en el caso de la ciudad de México. Y fue esta noción de colonia –este espacio urbano ordenado, higiénico, vigilable y planeado conforme al conocimiento y las teorías científicas de la época– lo que sirvió como modelo para imaginar el espacio social de un estado cuya gubermentalidad radicaba en el orden, la “paz” (control), la modernización infraestructural y el procedimiento científico “positivo”. Por eso en Evolución política del pueblo mexicano, Justo Sierra dice que el camino para convertir a México en una nación moderna es “colonizar” el territorio, es decir, conquistarlo a través de este modelo urbano.

Desde este ángulo, en el diseño panóptico de Lecumberri —basado, como decíamos arriba, en el orden, la visibilidad permanente, la observación de los sujetos y la limpieza— se condensa la gubermentalidad positivista del porfiriato que concebía la utopía de la nación moderna como una inmensa ciudad ordenada y limpia, con una población modernizada gracias a la paciente observación, análisis e intervención de los científicos a cargo del gobierno. Pero así como el Palacio Negro sobrevivió a la revolución y mantuvo su importancia hasta los años 70, también este discurso que vinculaba modernidad con orden, con higiene y con el control, vigilancia y “corrección” de la población tendría sus renacimientos en el urbanismo posrevolucionario e incluso en algunos discursos actuales. 

A donde a menudo es difícil llegar con Foucault es a pensar en los usos cotidianos, las fugas y las posibles apropiaciones de esta arquitectura de control y, por lo mismo, a pensar en algún tipo de salida a esta modalidad de poder ejercida por un espacio impuesto desde arriba. ¿Cómo se viven y habitan, en realidad, lugares como Lecumberri? ¿Puede suceder algo más ahí, si acaso a nivel de resistencias minúsculas pero cotidianas, como una gotera? ¿Puede que, en ciertas circunstancias, el panóptico se desplome como por momentos pareció que sucedía con la revolución mexicana para que en su lugar surja una utopía que viene desde otro lado? ¿Puede la arquitectura misma, este diagrama de la vigilancia absoluta, dar pie, como en la novela de Revueltas, a planes y solidaridades que se gestan a partir de códigos que los vigilantes no ven porque no saben detectarlos? Quizá algo de esto sucedió en Lecumberri en el 68, pero de eso se puede hablar en una siguiente nota. 


Referencias: 

Michael Foucault. Vigilar y Castigar. México: Siglo XXI, 1976. 

Elisa García Barragán. Lorenzo de Hidalga: Proyecto y Paralelo de Penitenciaria. México: Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas Vol XXXI, 2009. 

José Revueltas. El Apando. México: Era, 1969. 

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