Resultados de búsqueda para la etiqueta [Habla ciudad ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 29 Apr 2024 15:54:28 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.3 ¿Ya nos perdimos? La ciudad y su representación https://arquine.com/ya-nos-perdimos-la-ciudad-y-su-representacion/ Wed, 06 Mar 2019 14:45:06 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ya-nos-perdimos-la-ciudad-y-su-representacion/ Pertenezco a la generación que pasó de la traza urbana figurativa a la abstracta. La ciudad se convirtió para nosotros en el inconmensurable espacio que nos contiene. Nunca antes la especie humana había visto multiplicarse de ese modo a sus vecinos. Esto obliga a conocer la totalidad por sus fragmentos.

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En 1958, dos años después de que se inaugurara la Torre Latinoamericana, Carlos Fuentes publicó La región más transparente. No se trataba de la primera novela urbana, pero sí de la primera que convertía a la capital en protagonista absoluta del relato. Al modo de Manhattan Transfer, de John Dos Passos, o Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, Fuentes buscaba captar al D. F. en su conjunto.

Hoy en día ese propósito es imposible y en todo caso requeriría de una asamblea de escritores. Pertenezco a la generación que pasó de la traza urbana figurativa a la abstracta. La ciudad se convirtió para nosotros en el inconmensurable espacio que nos contiene. Nunca antes la especie humana había visto multiplicarse de ese modo a sus vecinos. Esto obliga a conocer la totalidad por sus fragmentos. «El mundo existe para imaginarlo roto», afirma Gustav Meyrink en El Golem. «Orientarse» en el D. F. significa reunir pedazos, trozos sueltos, partículas de partículas, para conjeturar la figura que los articula. La desorientación incluye al tiempo, no sólo porque la demora ya es una tradición, sino porque el territorio es tan extenso que podría admitir distintos husos horarios. En 2001 la ciudad estuvo a punto de tener dos temporalidades. Vicente Fox propuso un horario de verano y el jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, se negó a acatarlo. Como hay calles en las que una acera está en el D. F. y la otra en el Estado de México, se creó la posibilidad de ganar o perder una hora en cinco metros. Por desgracia, los políticos se pusieron de acuerdo y no tuvimos oportunidad de cruzar la calle para refutar el tiempo.

¿Cómo definir un territorio que se desparrama para negar la noción de forma? Un espacio desmedido se entiende a través del movimiento: la ciudad existe en la medida en que vamos de un lugar a otro. La capital semeja una hípernovela electrónica. Cuando acabas un capítulo, otro se descarga. Nadie conocerá nunca la novela entera. Hay que entenderla de manera transversal, por los itinerarios que la articulan. El lector debe avanzar ahí como el caballo de ajedrez. A diferencia de lo que ocurre en la danza, en el ajedrez el movimiento no es estético en un sentido físico sino intelectual; convierte el traslado en una forma del pensamiento. Como el matemático, el ajedrecista produce una «solución elegante», inteligencia que se desplaza. Algo equivalente ocurre con la ciudad de México: mejora al ser atravesada, es decir, entendida. ¿Qué tan devastada está?, ¿qué tan fea es? Estas preguntas son especulativas porque es imposible conocer la metrópoli entera. Por ello, recorrerla sin extraviarse, urdir una ruta, seguir un decurso con principio y fin, representa un logro mental. Como las piezas de ajedrez, los viajeros sortean obstáculos para sobrevivir; al hacerlo, dotan de sentido al caos. En «Historia del guerrero y de la cautiva», Borges se ocupa del confuso heroísmo de Droctulft, un bárbaro que se dispone a destruir Ravena, pero admira tanto sus edificios que cambia de bando y muere defendiendo la ciudad. De acuerdo con Borges, Droctulft no es un traidor sino un converso. El rudo habitante de las ciénagas donde abreva el jabalí, reconoció en las plazas y los monumentos italianos un designio que lo superaba de modo impreciso. Sería exagerado decir que comprendió la ciudad. Intuyó con extrema vaguedad los propósitos de esa arquitectura, pero fue capaz de un atrevimiento intelectual: se supo inferior a ellos.

Un pasaje del relato resume esta iluminación: Droctulft «ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esta revelación, la ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses». Borges ubica al legendario Droctulft en el siglo VI, un tiempo en que lo urbano tenía un sentido edificante. El bárbaro acepta recorrer la urbe como lo haría un perro y decide rendirle sus cuchillos, defender el prodigio que lo excede. La «Historia del guerrero y de la cautiva» fue escrita en la década del cuarenta, cuando Buenos Aires ya no calificaba como «un conjunto que es múltiple sin desorden», pero aún tenía un contorno precisable. Aunque Viena había sido bautizada como «laboratorio para el fin de los tiempos» por Karl Kraus y Londres como «un laberinto roto» por el propio Borges, las metrópolis de mediados de siglo se extendían como un sueño interpretable. Confuso y desmesurado, pero interpretable. La Ravena del siglo VI representa un sueño que sería pervertido en los siglos por venir, el croquis de la razón distorsionado por las aglomeraciones posteriores y sus ruidosas motocicletas. Imaginarla significa volver a las primeras calles, al espacio organizado que adiestra a sus moradores y convierte a los bárbaros. La ciudad como bastión de la esperanza, donde los edificios dialogan entre sí. No es casual que un habitante de la Tenochtitlan de fin de siglo haya escrito un relato que revierte el destino de Droctluft. En «Grenzgänger», Javier García Galiano narra la historia de un cartero en Berlín, a fines de la Segunda Guerra Mundial, en el momento en que los edificios de la avenida Unter den Linden arden con las bombas de los aliados. A pesar de la metralla y de que los vecinos casi no sostienen correspondencia, el cartero hace su recorrido de siempre. De modo sigiloso, sus pasos articulan una ciudad que se derrumba. En este transitable apocalipsis conoce a un soldado soviético, un tártaro reclutado en las estepas, y le ofrece asilo. Poco después, cuando el Ejército Rojo toma Berlín, el cartero es traicionado por su huésped. Hasta aquí, la historia revela la pasión de un hombre por el barrio que le tocó en suerte y la ingratitud del huésped. Pero falta una pieza en el tablero: la ruta del tártaro en Europa. Aquel campesino desplazado a Berlín no conocía otra cosa que ciudades en llamas. A diferencia de Droctulft, no encontró las avenidas de una «inteligencia inmortal», sino un caos degradante. Ante el resplandor cárdeno de las llamas, supuso que ahí no cabía otra conducta que el vejamen. Si Ravena convierte a un destructor en ciudadano, el incendio de Berlín convierte a un refugiado en traidor. Las lecciones urbanas modifican su temario.

Hoy en día, las macrópolis carecen de confines. Sólo en su respectivo Museo de la Ciudad conservan viejas imágenes de sí mismas, vestigios de un orden comprensible. Vistas en el presente, sugieren que su inmensidad ha crecido por azar o error, no por empeño voluntario. La ciudad de México no necesitó de las tempestades de acero de Berlín para aniquilar su territorio. Y, sin embargo, aún cautiva a las hordas que vienen de lejos. No tenemos escalinatas ni capiteles ni plazas de pulidas piedras; formamos una aglomeración turbia e incalculable. Pero la gente no deja de llegar. El verdadero espanto no proviene del entorno sino de la certeza de que hay sitios peores. No sabemos con exactitud dónde se encuentran, pero sabemos que existen. La esperanza de morir aquí es distinta a la que decidió la suerte del guerrero Droctulft, pero igual de cierta y estremecedora: ofrecemos un horror preferible.

La representación literaria de la ciudad ha cambiado tanto como el paisaje urbano. ¿Qué puede decir la ficción de un sitio que en 1950 tenía 2.9 millones de habitantes; en 1970, 11.8 millones, y en el año 2013 se acerca a un número que parece una llamada de emergencia ante el apocalipsis: 20 millones?

En Las ciudades invisibles, Italo Calvino discute las posibilidades del dibujo urbano: «el catálogo de las formas es inmenso: hasta que cada forma haya encontrado su ciudad, nuevas ciudades seguirán naciendo». Este repertorio incluye, por supuesto, a la ciudad sin forma, que los topógrafos aéreos llaman «mancha urbana» y que existe bajo los nombres de Tokio, Los Ángeles, Calcuta, São Paulo o México D. F.

La fama de ciertas ciudades míticas dependía de los caminos que llevaban a sus puertas. Los atajos de la cristiandad conducen a Roma; en cambio, la Atlántida fascina porque su vía de acceso se ha perdido. Otras ciudades deben su reputación al esfuerzo necesario para llegar ahí. Después de cruzar un inmenso desierto, el viajero se rinde ante Samarkanda; el auténtico prodigio es haber llegado.

La ciudad de México cautiva del modo opuesto; el reto no es llegar ahí, sino atravesarla. Las megalópolis están hechas para la travesía interna, un mar donde el puerto ha quedado fuera. En Die Unwirklichkeit der Städte (La irrealidad de las ciudades), Klaus R. Scherpe sostiene que la ciudad moderna depende de la construcción y la posmoderna de sus funciones (más que un espacio edificable, es un escenario de desplazamientos). La ciudad moderna tiene un apetito devorador de huecos, la posmoderna se interesa menos en la realidad física; es una complicada región de tránsito, un acarreo de gente que sigue flechas e informaciones que palpitan en pantallas cibernéticas.

Estos cambios en la representación urbana han tenido un correlato en la literatura. La novela del siglo XIX tendió a ver el territorio como un todo difícil de abarcar, pero a fin de cuentas articulado. En Nuestra Señora de París, Victor Hugo enfrenta la ciudad como el libro de piedra que debe descifrar. A principios del siglo XX, Alfred Döblin se extravía en el laberinto berlinés y declara: «Berlín es en gran medida invisible». Una imagen unifica las novelas urbanas de la primera mitad del siglo XX: la jungla de cemento. Un lugar para perder la brújula de las calles y de uno mismo. «Babilonia», «Sodoma», «Babel» son los humillantes apodos que recibe este paraje de extravío. La selva de hierro y argamasa representa un desafío moral y recibe las invectivas de «monstruo», «hidra», «puta».

En sus arrabales sin término, el ciudadano se expone a cautivadoras amenazas; los muros lo aíslan, las maquinarias lo desviven, la muchedumbre borra su rostro, el trabajo lo enajena. En 1931, en su novela Los lanzallamas, Roberto Arlt logró un intenso pasaje de la deshumanización citadina: «En complicidad con ingenieros y médicos, han dicho: el hombre duerme ocho horas. Para respirar, necesita tantos metros cúbicos de aire. Para no pudrirse y pudrirnos a nosotros, que sería lo grave, son indispensables tantos metros cuadrados de sol, y con este criterio fabricaron las ciudades. En tanto, el cuerpo sufre». La capital que devora y nulifica ha merecido numerosos bautizos literarios, del escatológico «Cacania» de Robert Musil a la triple D de James Joyce: Dear Dirty Dublin. La jungla urbana obedece a un insaciable crecimiento físico y a la savia corruptora que la irriga.

A partir de la segunda mitad del siglo XX predomina una metáfora horizontal: la ciudad como océano, infinita zona de traslado. Las metrópolis de hoy enfrentan problemas superiores a los incipientes laberintos en los que Walter Benjamin buscaba perderse. Por ello, el misterio es que funcionen. Elio Vittorini ideó una estrategia para captar en pequeña escala el mecanismo de cualquier ciudad. Desde el título, su novela más importante aceptó el castigo de quedar inconclusa. Se llama Las ciudades del mundo. El otro título que Vittorini tomó en cuenta fue Los derechos del hombre. Ambos aluden a una visión universal; sin embargo, la originalidad del novelista dependió de restringir al máximo su inagotable escenario. Todas las «ciudades del mundo» están en Sicilia. Cada pueblo brinda la fórmula de otro posible. Entender el mecanismo de ciertas plazas y el patrón lógico que reunió a sus habitantes significa descubrir que en Scicli está Jerusalén. El título de Vittorini es exacto: en cada ciudad está la matriz de cualquier otra ciudad.

Si el método del novelista siciliano consiste en exceder la mirada, en generalizar al máximo un alfabeto reducido, el de su discípulo Italo Calvino es el opuesto; describe lo que no se ha visto. Puesto que todo paisaje urbano responde a usos determinados, basta encontrar su modo operativo para derivar de ahí sus calles y sus costumbres. Tal es el principio rector de Las ciudades invisibles. En su novela La ciudad ausente, Ricardo Piglia ahonda el procedimiento; la trama y los personajes sugieren un paisaje, un conjunto que determina las historias, pero que no se describe y sólo se conoce por rigurosa inferencia. Este territorio omnipresente e intangible simboliza a las macrópolis que nos exceden.

Representar ciudades desde la ficción obliga a dotarlas de una lógica, a crear relatos que permitan habitarlas.


Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 9 al 12 de marzo de 2019. 

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Astrología azteca https://arquine.com/astrologia-azteca/ Wed, 27 Feb 2019 14:45:17 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/astrologia-azteca/ Por tan «azteca» que sea, el astrólogo Manuel Plata, de 63 años, tiene tez blanca, ojos del color de la cáscara de una nuez, y se impone con cierta autoridad. Si se vistiera con traje y corbata en lugar de la camisa bordada indígena que lleva, se parecería a un industrial o a un locutor de televisión.

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Vamos a ver, ¿quiénes son estas niñas tan bonitas? ¿Tú, en qué fecha naciste?

Con timidez, tres hermanas se acercan al puesto del «astrólogo azteca», un señor que da consultas cada sábado y domingo en el mercado de pulgas del camellón de Álvaro Obregón, en la colonia Roma.

Tienes el signo del conejo, combinado con movimiento. Del lado del conejo eres bohemia, romántica, soñadora. Eres muy sensible a las fases de la luna —puedes estar muy contenta pero igual te inclinas a la depresión. Eres muy fértil —casi puedes embarazarte después de un apapacho.

Por tan «azteca» que sea, el astrólogo Manuel Plata, de 63 años, tiene tez blanca, ojos del color de la cáscara de una nuez, y se impone con cierta autoridad. Si se vistiera con traje y corbata en lugar de la camisa bordada indígena que lleva, se parecería a un industrial o a un locutor de televisión.

Cuidado con los chismes. Eres muy chismosa y lo peor es que la gente te cree.

Plata estudió leyes en la UNAM y practicó derecho laboral durante tres años. «No me gustó», dice. «En este país hay una incongruencia entre la justicia y la realidad». También trabajó como diseñador gráfico en el periódico El Universal. El momento decisivo de su vida ocurrió cuando empezó a trabajar en el Centro de Capacitación Campesina en la CONASUPO. «Los campesinos me enseñaron más que yo a ellos», explica. «Aprendí su forma de interpretar la naturaleza, la vida más sencilla y menos compleja. Aunque hay carencias de organización y administración, es gente muy sabia y muy capaz». Luego estudió danza azteca en un centro ceremonial en la calle de Tacuba. Los brujos le enseñaron cómo curar «espantos, vergüenzas y el mal de ojo». Desde hace siete años, unos antropólogos le enseñaron cómo leer las cartas astrales según el calendario azteca.

Y tú, niña, eres lagartija con agua. La lagartija indica nerviosismo, pero nunca tendrás que preocuparte: si pierdes tu cartera, te van a invitar a comer. Te gusta que te consientan, eres chantajista. Tienes buena salud pero te finges enferma para que te apapachen. Puedes tener muchos hijos.

Cobra 50 pesos la consulta —le importa menos el dinero que compartir su conocimiento. Dice que «más que nada, en México la autoestima de la mujer es muy baja».

El amor para ti es imprescindible. Vas a tener muchos novios. El problema es que «el agua limpia la mugre de los demás». Nunca soportes la agresión de los hombres o las groserías. Hay que establecer tus normas, saber por qué vives, por qué sales a la calle en la mañana. Anótalo. Hay que saber decir: «no me hagan eso». A ser transparente y clara con tu pareja.

Y que la gente no sabe a qué dedicarse.

¿A qué te dedicas?

Soy actuaria.

No digo que no debes ser actuaria, pero también ve computadoras. Pon tu propio negocio. Cómprate Photoshop. O puedes abrir un restaurante.

Plata dice que el margen de error de la astrología azteca es de un dos por ciento. «El error es cultural, del estrato social. Un niño de la calle, por tanto que tenga talento e inteligencia, no tiene recursos». Así su destino a veces no sigue a su signo. Después de las lecturas, cada hermana escoge siete piedritas. Plata las pone en bolsitas de cuero, pintadas a mano por él mismo, que les regala como amuletos. Hace sonar una concha grande, produciendo un sonido como el grito de un elefante herido. Le da a cada una un apodo azteca: Quiahuitzíhuatl, Cuetzpatzíhuatl, Xochitzín. Las tres hermanas parecen medianamente pasmadas. «Es muy, muy certero», dice una antes de que las tres salgan. Manuel Plata sonríe. La posibilidad de cambiar vidas, aunque sea un poquito, le da una satisfacción enorme.


Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 9 al 12 de marzo de 2019. 

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Pasión por la ciudad https://arquine.com/pasion-por-la-ciudad/ Wed, 20 Feb 2019 14:27:33 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/pasion-por-la-ciudad/ «Los otros son el infierno», decía Sartre en su obra teatral. Es posible construir ciudades donde «los otros» no den miedo, sino que sean aquellos con quienes soñar y construir un proyecto común.

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La acción desde abajo también es política…

En la adolescencia tenía un amigo que coleccionaba sellos, los cuales guardaba con delicadeza en unos álbumes preciosos. En el barrio en el que compartíamos escuela y algunas plazas donde jugar por las tardes, había una pequeña tienda filatélica cuyos escaparates invitaban a la curiosidad, al exponer un mosaico de timbres postales de todos los colores y tamaños, de épocas y países diferentes. Creo que fue cuando observamos juntos aquellas diminutas maravillas el momento en que nació su afición por la filatelia. Mi amigo se sentía atraído por lo que pasaba en el mundo y en nuestro país. En ocasiones en grupo, pero sobre todo a solas, charlábamos largamente sobre cuestiones que nos empezaban a llamar la atención en un momento adolescente. Al «despertar de la primavera» se sumaba la toma de conciencia del momento y el espacio que nos había tocado vivir. Como supongo le ha ocurrido siempre a tantos jóvenes, al descubrir que el mundo dista mucho de ser perfecto aparece la necesidad y el deseo de contribuir a su transformación. Recuerdo las reflexiones sobre las maneras de «cambiar el mundo», y recuerdo una disyuntiva que se pleanteaba entonces: el cambio desde «arriba», estructural, o «desde abajo», «caso por caso», según su denominación. Mi amigo, sin despreciar la opción de luchar por una causa concreta, se inclinaba por lo que entendía como la Política (con mayúscula), que tenía como fin el cambio de las estructuras, de las reglas de juego.

Al cabo de unos años, en 1984, el Cuerno de África sufría una de las hambrunas más importantes de aquel tiempo, ocasionada por factores como la sequía, la guerra y, en primer lugar, por la desesperante lentitud de los Estados del resto del mundo para prestar la ayuda necesaria a la población debido a prejuicios políticos. El hambre de miles de seres humanos fue utilizada como arma por un dictador local, ante la mirada pasiva del resto del mundo. Recuerdo que mi amigo me llamó para pedirme que lo acompañara a realizar algo trascendente: entregar su colección de sellos, sus álbumes tan preciados, a una ONG como contribución a la campaña solidaria para el envío de urgencia de comida y material sanitario a Etiopía. Entregó los álbumes con una nota manuscrita en la que expresaba, de manera breve, lo siguiente: «frente a la retórica vacía de los Estados y de los Políticos [sic], vended los sellos para la campaña de ayuda urgente a Etiopía». Acababa de apostar por un pequeño cambio «desde abajo», como una manera de afrontar uno de los episodios que más conmocionó (y avergonzó) al cabo de unos meses a la opinión pública mundial (Live Aid!). Consciente de que ambos sabíamos el significado de lo que acababa de hacer, me dijo: «la acción desde abajo también es política, aunque sigo creyendo que el cambio de las grandes estructuras es necesario y posible». Del relato de esta anécdota quisiera resaltar la doble afirmación final de mi amigo que, con el tiempo y algo de experiencia, se ha convertido en varias y profundas convicciones personales:

• Los proyectos colectivos construidos desde la proximidad, es decir, desde la ciudad, pueden generar proyectos políticos de primera magnitud.

• El mundo afronta grandes retos que sólo desde la voluntad política, expresada en todos sus niveles (también el de sus ciudades) podrán superarse.

Que «la acción desde abajo también es política» no es una teoría abstracta. Es una experiencia vivida, personal y colectivamente, en el entorno más cercano que haya podido tener: la Barcelona de los últimos treinta años.

Barcelona

Cuando unos adolescentes que no veían más allá del barrio empezaban a meditar sobre el mundo, coincidía con que su ciudad afrontaba un ingente caudal de esperanza: el inicio del cambio democrático para transformar la ciudad, sin duda una de las aventuras más apasionantes que pueden vivirse. Esta transformación tenía como motor básico al vecino de Barcelona, tanto el de toda la vida como el recién llegado; con gran apego a su ciudad se sentían implicados como ciudadanos activos y protagonistas de una ciudad entendida y vivida como proyecto, valga la redundancia, vivo. Con este espíritu fue que entraron en las instituciones, eligieron a sus representantes y, lejos de abandonarlos, les exigieron día a día el ejercicio del liderazgo público y la calidad de su gestión. Cambiaron la municipalidad para poder desarrollar el Proyecto Barcelona de transformación de la ciudad.

Al principio, con recursos escasos, el proyecto empezó por lo más obvio: hacer ciudad donde no la había, con muchas y pequeñas iniciativas en todos los barrios, en especial en los más desfavorecidos. Urbanizó y saneó en los lugares donde la especulación de la dictadura había construido, rápido y mal, edificios de viviendas. Construyó viviendas donde tenía que sustituir chabolas. Puso en buenas condiciones, con arquitectura de buena calidad, pequeños espacios para que fuesen ocupados por los vecinos como símbolo de reconquista democrática. Empezó a recuperar un trocito de mar, aunque fuese en aguas abrigadas del puerto. Impulsó servicios sociales, guarderías y cultura popular sin ninguna ley que los amparase. Monumentalizó la periferia con la intención de que todo fuera centro. La ciudad gris y violeta que se contemplaba desde la escuela, al pie de la montaña, era indus‑ trial y local, capital productiva de una economía cerrada a Europa. Tenía que intentar dar un salto a un nuevo modelo antes que que‑ darse sin industria, y sin nada, por efecto de una gran crisis.

Intuyó que había una palanca para dar un buen salto, y la consiguió: los Juegos Olímpicos de 1992. Fueron un éxito deportivo pero, sobre todo, la gran excusa para entrar en una nueva etapa de ciudad. Con ellos se acometieron transformaciones urbanas de gran escala financiadas, esta vez sí, por todos los gobiernos. Las Rondas conectaban con la zona metropolitana; las áreas de nueva centralidad transformaban de golpe grandes vacíos degradados de la ciudad, desde la montaña olímpica de Montjuïc hasta el viejo barrio industrial del Poblenou. Barcelona sacaba las vías del tren para poder ver y acceder al mar, con aguas cada vez más limpias. Barcelona se daba a conocer al mundo y el mundo descubrió lo que una ciudad mediterránea, ahora ya plenamente europea, era capaz de ser y hacer. Se sentaban las bases para pasar de ciudad industrial a ciudad de nueva economía y servicios. Se iniciaba el tránsito de ciudad local a ciudad global, con la apertura a grandes oportunidades y, también, a grandes retos y riesgos.

Europa y la expansión del «Estado del bienestar» en España eran también el trasfondo de la alegría olímpica, mientras en el mundo la lógica del mercado global sin regulación democrática global empezaba a minar muchas de las certezas que Europa y el Estado del bienestar habían ofrecido hasta entonces.

Tras los Juegos, que supusieron una gran ilusión pero también un esfuerzo económico colectivo, Barcelona aprendió a sanear su economía interna, convencida de que su solvencia era la garantía para proseguir su transformación en contra de la tendencia general al endeudamiento como forma de impulso de progreso aparente. Decidió sacar todo el provecho al salto que había dado. Empezó a posicionarse como ciudad atractiva, que ofrecía gran calidad de vida, capaz de empezar a jugar en la liga de ciudades globales. Esta nueva ciudad global atrajo fenómenos derivados de la globalización: los nuevos ciudadanos provenientes de la inmigración de otros continentes, miles de estudiantes y habitantes del resto de Europa y el turismo mundial. Todo ello cambió de forma cada vez más acelerada su paisaje humano, aprendiendo día a día, no sin dificultad, a integrar nuevos actores a su proyecto. Aún hoy está tratando de ser global sin perder algunos trazos de su personalidad.

Sobre antiguas fábricas y almacenes preparó el terreno para captar la economía basada en las nuevas tecnologías de la información, así como el talento global. Nuevos sectores emergentes sustituían a una industria que, por suerte, no se abandonó del todo. Nuestro puerto se abría de manera definitiva a la ciudad y se expandía con fuerza hacia el sur, desviando incluso el curso de un río, y desarrolló nuevos negocios de logística, nuevos tráficos especializados y el negocio que resultaba de los pasajeros de cruceros. Con la nueva excusa de la organización de un evento cultural internacional, el así denominado Fòrum Universal de las Culturas que se celebró en Barcelona, en 2004, se completaba la recuperación del frente litoral y se integraban grandes infraestructuras de sostenibilidad (depuradora, incineradora, ecoparque) en lo que había sido un espacio marginal metropolitano. La mayor capacidad de inversión supuso expandir entre todos los barrios de la ciudad la acción transformadora y de construcción de equipamientos. Se construyeron ramblas sobre autopistas urbanas, se derribaron viaductos. Se transformaron antiguos vertederos metropolitanos en parques y al limpiar de la contaminación el río del entorno barcelonés se creaba un gran eje cívico y verde donde antes había una cloaca. Seguramente porque muchos objetivos ya se habían conseguido, la mejora del espacio público ya no tenía la carga simbólica de veinte años atrás. El espacio común como espacio de convivencia‑conflicto, integración‑desarraigo, igualdad‑ desigualdad era, y es, el motivo básico de debate y preocupación y, cabe decir también, de disfrute.

Las retos del nuevo milenio, sus crecientes desigualdades, sus miedos globales y locales impactaron en los ciudadanos de una ciudad cada vez más conocida internacionalmente. Por ello, se expresó un cierto mal humor ciudadano en el evento del Fòrum de las Culturas. Posteriormente llegó la gran crisis de 2008, en la que aún estamos inmersos, lo cual ha agudizado muchas de las contradicciones. La ciudad no se ha detenido gracias a la solvencia acumulada durante años. Se ha podido proseguir la transformación urbana en todos los barrios. Se han creado un gran número de equipamientos educativos, sanitarios, sociales y culturales. Se construye una nueva gran terminal en un aeropuerto que no para de crecer, y ésta ya es de capital mayoritario chino. Y se enlaza el Tren de Gran Velocidad (TGV) con el resto de Europa. El turismo internacional masifica escenarios de la ciudad; la ciudad es capaz de ganar los concursos para ser la sede de eventos internaciona‑ les de primer nivel para su feria.

Pero los efectos de la crisis hacen estragos en la cohesión social y en las condiciones de vida de muchos ciudadanos. Se comprueban los límites de una ciudad bien equipada para combatir una crisis estructural, global y no sólo económica. Es así como la ciudad vive con plena normalidad democrática el cambio político en su gobierno, que el tiempo dirá si representa un cambio de proyecto y modelo de ciudad. El apego a la ciudad del habitante de Barcelona sigue siendo fuerte, muy fuerte. Lo que es muy frágil es la credibilidad de la política como proyecto colectivo de transformación, y es un reto de todos reconstruir, sobre todo, desde la ciudad.

 

El mundo

Sin duda estamos en un momento complicado de la humanidad, como siempre. Es importante reconocer —porque a veces la percepción «eurocéntrica» del árbol no deja ver bien el bosque del mundo— que se ha avanzado a escala global en la consecución de los objetivos de la Declaración del Milenio. Pero aún estamos lejos, muy lejos, de la resolución de los grandes retos que un 8 de septiembre de 2000 se plantearan 189 jefes de Estado. Centenares de millones de personas viven en barrios marginales, sin acceso a los servicios básicos. Muchos de ellos sin agua potable o sin la mínima gestión de sus residuos. El «chabolismo» es un fenómeno creciente en los suburbios de muchas ciudades del mundo. La educación y la salud no son derechos reales para una parte significativa de la humanidad. La lucha por los objetivos de generar mayores cuotas de prosperidad, de generación de riqueza, es fundamental. El otro gran objetivo es ser capaces de redistribuir el progreso y generar igualdad de oportunidades.

El principal obstáculo a combatir es la desigualdad. Sin duda, tal como lo afirmaba mi amigo de juventud, los instrumentos de la política deben crearse o activarse para cambiar ciertas reglas del juego. Y ahora, mucho más que antes, esto debe hacerse a escala global. Frente a un mercado global, una gobernanza global. Organismos multilaterales, regiones del mundo, los Estados tienen o deberían tener una agenda de reforma del sistema. Por ahora soy más bien escéptico, ya que de la «reforma del capitalismo», enunciada en medio del pánico financiero por un presidente francés, no precisamente progresista, no acierto a ver casi nada. Mientras estas reformas globales se realizan (o no), hay otra agenda, «por abajo», que es clara, concreta, difícil pero enormemente estimulante, porque los resultados se ven más pronto: hacer mejor ciudad. Todos debemos hacer una convocatoria a este gran objetivo: desde la ONU hasta los ciudadanos, pasando por los Estados, regiones, empresas y asociaciones; desde todas las disciplinas del saber; desde la arquitectura, a la que Barcelona debe tanto, hasta los gestores del «big data» o la resilencia, todos tenemos un reto: que la realidad urbana mejore paulatinamente. «Los otros son el infierno», decía Sartre en su obra teatral. Es posible construir ciudades donde «los otros» no den miedo, sino que sean aquellos con quienes soñar y construir un proyecto común. Para tal fin estoy dispuesto a entregar mis timbres postales.


Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 9 al 12 de marzo de 2019. 

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Murmullos de la ciudad https://arquine.com/murmullos-de-la-ciudad/ Wed, 13 Feb 2019 05:05:46 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/murmullos-de-la-ciudad/ Si en cualquier contexto es pertinente el énfasis en la dimensión acústica del hecho de estar juntos, como humanos, lo resulta todavía más cuando nos referimos a ambientes urbanos, en los cuales la exuberancia y la intensidad de los materiales sonoros nos podrían dar la impresión de que se ha producido un nivel ya ininteligible de saturación.

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Una premisa para asumir de entrada: no oímos sonidos, sino silencios, o mejor dicho, pausas o intervalos vacíos que distan‑ cian entre sí los sonidos y nos permiten distinguirlos y asignarles naturaleza. Explicado de otro modo, no oímos sonidos, sino relaciones entre sonidos. Una forma como otra cualquiera de recordarnos hasta qué punto los sonidos —incluso aquellos que catalogamos como «ruidos»— se asocian entre sí y sólo pueden entenderse en tanto un código —inevitablemente cultural— que los ordena y jerarquiza, o hace caso omiso de ellos. Esto es así en varias circunstancias: ya sea que las percepciones acústicas correspondan a la comunicación entre personas o procedan de ese mundo que también nos habla, por mucho que no le queramos responder; o si se les atribuye o busca sentido, como si pertenecieran a ese pozo ciego al que van a parar las anomias sonoras, los parásitos, lo irrelevante; o si nos causan placer o bien nos resultan molestas, amenazantes o nos delatan; si vehiculan el fluido de las informaciones o lo obstruyen u obstaculizan.

En efecto, si en cualquier contexto es pertinente el énfasis en la dimensión acústica del hecho de estar juntos, como humanos, lo resulta todavía más cuando nos referimos a ambientes urbanos, en los cuales la exuberancia y la intensidad de los materiales sonoros nos podrían dar la impresión de que se ha producido un nivel ya ininteligible de saturación. Bien al contrario, es en las ciudades y en especial en sus calles donde más adecuadas se antojan las analogías sónicas, puesto que la ciudad constituye —evocando el título de una célebre película de Walter Ruttman—, una sinfonía.

Es ahí, en el trajín de la vida pública urbana donde parecería más importante asegurar las sintonías en la comunicación persona‑persona, amenazadas por todo tipo de distorsiones, y donde el concierto entre los seres humanos —es decir, la sociedad— resulta al tiempo más costoso y más creativo. Entonces se entiende que pocas figuras se presten mejor a la comparación con la ciudad que la selva o el bosque, no porque —como pretendería el más grosero de los darwinismos sociales— se desarrolle en ella una pugna despiadada por la supervivencia, sino porque las diferentes formas de vida presentes se ven obligadas al acuerdo —no despojado por fuerza de conflicto—, que es también acuerdo entre sonidos. No hay que olvidar que, en sus primeros pasos, la etnografía de la calle, cuando sólo existía en forma de intuiciones poéticas, entendió enseguida que ese tipo de escritura que estaba por hacer y que asumiría el objetivo de captar una vida social marcada por la inestabilidad y el movimiento, tendría que ser en buena medida una musicología, puesto que era en las ondulaciones sonoras irregulares de la vida en la calle y en sus accidentes donde se encontraba el núcleo más sorprendente e inasible de la experiencia urbana. Así, Charles Baudelaire podía escribir una carta a Arsène Houssaye, publicada en Mi corazón al desnudo, que decía:

¿Quién de vosotros no ha soñado, en sus días de ambición, el milagro de una prosa poética musical, sin ritmo, sin rima, tan flexible y dura a la vez como para poder adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? Es especialmente del contacto de las grandes ciudades y del crecimiento de sus innumerables relaciones que nace este obsesionante ideal. Usted mismo, mi querido amigo, ¿no ha intentado acaso traducir en una canción el estridente grito del vidriero y de expresar en una prosa lírica todas las desoladoras sugestiones que envía este grito a través de las más altas incertidumbres de la calle hasta las más recónditas buhardillas?

 

En un sentido parecido, escribiría Walter Benjamin a partir de su experiencia marsellesa, incluida por él mismo luego en sus Cuadros de un pensamiento:

Arriba en las calles desiertas del barrio portuario están tan juntos y tan sueltos como las mariposas en canteros cálidos. Cada paso ahuyenta una canción, una pelea, el chasquido de ropa secándose, el golpeteo de tablas, el lloriqueo de un bebé, el tintineo de baldes. Pero es necesario estar solo y errante en este lugar para poder perseguir estos sonidos con las redes de cazar mariposas cuando, tambaleantes, se disuelven revoloteando en el silencio. Porque en estos rincones abandonados todos los sonidos y las cosas tienen su silencio propio, así como la tarde en las alturas existe el silencio de los fallos, el silencio del hacha, el silencio de los grillos. Pero la caza es peligrosa y finalmente el perseguidor se desploma, cuando una piedra de afilar, como un enorme avispón, lo atraviesa con su aguijón silbante desde atrás.

 

El cine ha ilustrado también esa condición sónica de la vida urbana. Al poco de arrancar el cine sonoro, en 1932, Rouben Mamoulian dedicaba los primeros minutos de su Love me Tonight, a registrar el amanecer de una ciudad por medio de los sonidos elementales que indicaban su despertar. Recuérdese la secuencia de The Clock, una de las primeras películas de Vincente Minnelli (1945), en que Judy Garland y Robert Walker pasean por el Central Park de Nueva York de noche, luego de haberse conocido casualmente en una estación. En un momento dado el muchacho llama la atención sobre el silencio que parece reinar en el lugar. La protagonista le desmiente de inmediato y le invita a prestar atención a los sonidos urbanos que llegan desde lejos —los cláxones de los coches, las sirenas de los barcos, voces de gente a la distancia—, que se van configurando entre sí hasta transformase en una melo‑ día y en la señal que le indica a él que ha llegado el momento de un primer beso. Este mismo escrito reclama como título aquellos «murmullos en la ciudad» con que se presentó en español People Will Talk, una de las películas más desconocidas e interesantes de Joseph L. Mankiewicz (1951).

La idea de que una ciudad puede ser pensada en términos de una armonización sonora escondida ha sido recurrentemente explicitada. El reconocimiento de la presencia de una «melodía oculta» o un «bajo continuo» en el substrato de las motricidades cotidianas es estratégico para sustentar la viabilidad de una sonografía de los usos del espacio urbano, que consistiría en tratar de distinguir entre la actividad de hormiguero de las calles y de las plazas, la escritura a mano microscópica, desarrollo discursivo no menos «secreto», en apariencia confuso, que enuncian caminando los transeúntes, cuyas actividades motrices son variaciones sobre una misma pulsión rítmica de base.

De ahí también la lúcida intuición teórica —una vez más— de Henri Lefebvre, del ritmoanálisis, un concepto tomado de Bachelard que le servía para nombrar una metodología para el conocimiento del espacio social. El ritmoanálisis fue una propuesta de estudio de los grandes ritmos, interiores y sociales, objetivos y subjetivos, cósmicos y culturales que acompasaban la vida cotidiana, pero también de aquellos otros ritmos menores que la atravesaban, la agitaban. Se proponía estudiar las regularidades cíclicas —ondulaciones, vibraciones, retornos, rotaciones— y las interferencias o interacciones que sobre éstas ejercían ciertas linealidades, hechos particulares que irrumpían en lo cíclico, punteándolo, interrumpiéndolo. Ritmo, entendido como repetición en un movimiento diferencial y cualificado en el que se aprecia un contraste constante entre tiempos largos y breves, en el que se incluyen altos, silencios, huecos, intervalos o, por emplear el símil musical, alturas, frecuencias, vibraciones. La reproducción mecánica se ejecuta reproduciendo el instante que lo precede, reiniciando una y otra vez el proceso, con todas sus modificaciones, con su multiplicidad, con su pluralidad. Sucesiones temporales de elementos bien marcados, acentuados, contrastados, que mantienen entre sí una relación de oposición.

Ritmo, también como movimiento de conjunto que arrastra consigo todos esos elementos. El ritmo es entonces una construcción general del tiempo, del movimiento, del devenir, reproducción mecánica que reproduce el instante que lo precede, que reinicia una y otra vez el proceso, con todas sus modificaciones, con su multiplicidad, con su pluralidad. Condición inmanentemente rítmica de cualquier forma de vida animada y, a la vez, de la inflexión rítmica que los seres humanos imprimen a todas sus prácticas tempo-espaciales, más intensa si cabe en contextos urbanos. Y es que se ha repetido que la sociedad es comunicación, también sonora, un colosal e inagotable sistema de signos sónicos que, debido a que son signos, sólo pueden ser concebidos en y para el intercambio. Una parte inmensa y fundamental de eso que no hace sino circular y que vincula unos a otros y con el universo en que vivimos es sonido. Existe una materia sonora que no hace sino metabolizarse en vida social humana, puesto que sea cual sea su fuente de emisión, son los humanos quienes la con‑ vierten en sentido y estímulo para la acción.

La sociedad urbana suena, las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz de un ser querido u odiado, pero también la voz, como si fuera la de esos seres vivientes que en realidad son, del mercado, del puerto, de la catedral o del prostíbulo. Podemos incluso oír las voces de lo que no está o de quien se ha ido, puesto que eso que llamamos memoria no es otra cosa que mera psicofonía y lo que se presenta como la Historia su institucionalización. Todo ese telón sonoro hecho de susurros, ecos, aulllidos, bramidos, chirridos y chillidos no es un ambiente, un paisaje o un contexto sensible que nos rodea pasivo, a la manera de un envoltorio; proceda de otros seres humanos o de las cosas con las que éstos dialogan, esa urdimbre de sonoridades da cuenta de nuestra existencia como seres que escuchan y son escuchados, que se demuestran unos a otros al hacerlo y que, como hacía decir Virginia Woolf a uno de los personajes de Las olas, «no somos gotas de lluvia que el viento seca. Provocamos el soplo en el jardín y el rugido en el bosque».

Esa inmensa complejidad sonora que forma la vida urbana es algo ajeno a lo que conciben los profesionales «especialistas» en ciudad, a quienes les preocupa ante todo la inteligibilidad de aquello que diseñan y administran. Lo que buscan obtener sus proyectos son ordenamientos que no sólo son formalizaciones o morfologías claras que aspiran a mantener a raya la amenaza que para su sueño de orden supone la complejidad de lo social, sino también discursos, enunciados no menos simples y simplificadores destinados no sólo a ser legibles, sino también a ser leídos en voz alta, repetidos a la manera de una salmodia ritual que no pudiera obtener más que repeticiones o un número restringido y mínimo de versiones. Esto es, el proyecto‑discurso se despliega en el tiempo y el espacio para ser pronunciado, para ser dicho y escuchado.

Esa palabra clara que el proyecto procura emitir ha de imponerse a lo que para el diseñador urbano o el político municipal no es sino un galimatías ilegible, sin significado, sin sentido —cuanto menos sin un sentido o un significado—, que no dice nada, puesto que es la suma de todas las voces lo que produce un rumor, a veces un clamor, que es un sonido incomprensible, que no puede ser traducido puesto que no es propiamente un orden de palabras, sino un ruido sin codificar, parecido a un gran zumbido. Una prueba más de que es posible intentar que la ciudad se pueda interpretar a la manera de un texto, pero es inútil reducir lo urbano a un único mensaje. La ciudad puede ser escuchada, estructurada a la manera de un lenguaje, en cambio, lo que se agita en su seno, lo urbano, provoca esa sonoridad lacustre antes referida, hecha de disoluciones y coagulaciones fugaces provocadas por un enjambre de sociabilidades minimalistas conectadas entre sí hasta el infinito, pero también constantemente interrumpidas de repente, a veces para desvanecerse para siempre. Lo que oyen los tecnócratas cuando se asoman o bajan a las calles es el runruneo que provoca la proliferación y el entrecruzamiento de relatos, y de relatos que, por lo demás, no pueden ser más que fragmentos de relatos, relatos permanentemente cortados y retomados en otro sitio, por otros interlocutores.

Polifonía de los pasajes y de los tránsitos, la sonoridad urbana es la que emite un torbellino que nunca descansa, sin significado, articulado de mil maneras distintas…, zumbido, silbido, alarido silencioso o clamoroso, que emite un cuerpo sólo huesos, carne, piel, musculatura, oquedad de piel azuzada por la intensidad de una pasión que lo atraviesa en todas direcciones y que no puede ser calmada. Lo que se escucha en las calles es la amalgama de vehículos, fragmentos de vida, miradas, accidentes, sor‑ presas, naufragios, deseos, complicidades, peligros, niños, huellas, risas, pájaros, ratas…, una especie de masa sonora apenas diferenciable que, en función de las horas del día, podría pasar de un murmullo apenas perceptible hecho de pequeñas erupciones sonoras, a un estruendo indescifrable, una barahúnda de señales de origen incierto y valor desconocido.


Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 9 al 12 de marzo de 2019. 

 

 

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La sensación de la ciudad https://arquine.com/la-sensacion-de-la-ciudad/ Wed, 06 Feb 2019 14:30:27 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-sensacion-de-la-ciudad/ La ciudad, más aún que la casa, es un instrumento con función metafísica, un intrincado instrumento que estructura la acción y el poder, la movilidad y el intercambio, organizaciones sociales y estructuras culturales, identidad y memoria.

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La ciudad en tanto percibida, recordada e imaginada

La ciudad, más aún que la casa, es un instrumento con función metafísica, un intrincado instrumento que estructura la acción y el poder, la movilidad y el intercambio, organizaciones sociales y estructuras culturales, identidad y memoria. Sin duda el más significativo y complejo artefacto humano, la ciudad controla y alienta, simboliza y representa, expresa y oculta. Las ciudades son excavaciones habitadas para la arqueología de la cultura, exponiendo el denso tejido de la vida social. La ciudad contiene más de lo que puede ser descrito. Un laberinto de claridad y opacidad, la ciudad agota la capacidad humana para describir e imaginar: el desorden juega contra el orden, lo accidental contra lo constante y la sorpresa contra lo anticipado. Las actividades y las funciones se interpenetran y entrechocan unas con otras, creando contradicciones, paradojas y una excitación de naturaleza erótica.

La ciudad contemporánea es la ciudad del ojo. El rápido movimiento mecanizado nos separa del contacto corporal e íntimo con la ciudad. En tanto la ciudad de la mirada hace del cuerpo y los otros sentidos algo pasivo, la alienación del cuerpo refuerza la visibilidad. La pacificación del cuerpo crea una condición similar a la de la conciencia adormecida por la televisión. Cartesiana y en perspectiva, gradualmente la ciudad ha eliminado la especificidad del lugar y ha separado la verticalidad de la horizontalidad. En vez de unir sin interrupciones para dar lugar a una plasticidad del paisaje, esas dos dimensiones se han convertido en proyecciones separadas; el plano ha sido separado de la sección. La ciudad visual nos deja fuera como extranjeros, espectadores voyeuristas y visitantes momentáneos, incapaces de participar. La alienación visual se refuerza con la invención de la fotografía y de la imagen impresa, que han creado un «Mar de los Sargazos» de imágenes en constante expansión. La cámara se ha convertido en el primer instrumento del turista. «La omnipresencia de las fotografías tiene un efecto incalculable en nuestra sensibilidad ética», escribe Susan Sontag al describir una «mentalidad que ve al mundo como un conjunto de fotografías potenciales». En consecuencia, «la realidad se ha vuelto cada vez más lo que mostramos mediante las cámaras», observa, asumiendo que «tomar fotografías ha instaurado una relación voyeurista crónica con el mundo que nivela y aplana el significado de todos los eventos».

De hecho, con facilidad podemos sorprendernos al observar una escena enmarcada como si fuera una imagen fotográfica; la ciudad del turista es una colección de imágenes visuales preseleccionadas. El uso, cada vez mayor, del vidrio espejo, una superficie que devuelve la mirada sin afecto, contribuye a la experiencia de superficies superficiales, opuesta a la de profundidad y opacidad. La ciudad de la transparencia y de la reflexión ha perdido su materialidad, su profundidad y su sombra. Necesitamos del secreto y de la sombra con urgencia tanto como deseamos ver y saber; lo visible y lo invisible, lo conocido y lo que está más allá del conocimiento, tienen que estar equilibrados. La opacidad y el secreto alimentan la fantasía y hacen que imaginemos la vida detrás de los muros de la ciudad. La ciudad funcionalizada de manera obsesiva se ha vuelto demasiado legible, demasiado evidente, dejando sin oportunidad al misterio y al sueño. En tanto la ciudad pierde su intimidad háptica, su secreto y su seducción, pierde sensualidad y carga erótica.

La ciudad háptica acoge a sus ciudadanos, los autoriza plenamente a participar en su vida cotidiana. La ciudad háptica evoca nuestro sentido de la empatía e involucra nuestras emociones. La imagen de la ciudad placentera no es una experiencia visual, sino una percepción encarnada basada en una doble fusión peculiar: habitamos la ciudad y la ciudad habita en nosotros. Cuando entramos en una ciudad nueva, de inmediato empezamos a acomodarnos a sus estructuras y cavidades, y la ciudad empieza a habitarnos. Todas las ciudades que visitamos se vuelven parte de nuestra identidad y de nuestra conciencia. La experiencia mental de la ciudad es más una constelación háptica que una secuencia de imágenes visuales; las impresiones de la mirada se insertan en el continuo de la experiencia háptica, que es más inconsciente. Incluso cuando el ojo toca y la mirada traza siluetas distantes y contornos, nuestra visión siente la dureza, la textura, el peso y la temperatura de las superficies. Sin la colaboración del tacto el ojo no sería capaz de descifrar el espacio y la profundidad, y no podríamos moldear el mosaico de impresiones sensoriales en un continuo coherente. La sensación de continuidad une fragmentos sensoriales aislados en la continuidad temporal de la sensación del yo.

«Mi percepción no es, por tanto, la suma de los datos visuales, táctiles o audibles: percibo de manera total con mi ser; capto una estructura única de la cosa, una manera única de ser, que le habla a todos mis sentidos a un mismo tiempo», escribió enfáticamente Maurice Merleau‑Ponty. Por tanto, confronto a la ciudad con mi cuerpo: mis piernas miden la distancia del pórtico y el ancho de la plaza, mi mirada, de modo inconsciente, proyecta mi cuerpo sobre la fachada de la catedral, donde vaga sobre las cornisas y los contornos, tan‑ teando el tamaño de huecos y proyecciones, el peso de mi cuerpo se encuentra con la masa de la puerta y mis manos toman la perilla, pulida por incontables generaciones, al entrar en el oscuro vacío detrás de mí. La ciudad y el cuerpo se complementan y definen mutuamente. El capítulo final de Experiencing Architecture de Steen Eiler Rasmussen lleva por título, significativamente, «Escuchar la arquitectura». Sin duda cada ciudad tiene su propio eco, dependiendo de la escala y el patrón de las calles, así como de los estilos y materiales de la arquitectura dominante. El encuentro más íntimo con cualquier ciudad es el eco de los propios pasos. Los oídos re‑ gistran los límites del espacio y determinan su escala, forma y materialidad. Los oídos tocan los muros. Rasmussen nos recuerda la arquitectura del eco en los túneles subterráneos de Viena en la película de Carol Reed, El tercer hombre, protagonizada por Orson Welles: «tu oído recibe el impacto tanto de la longitud como de la forma cilíndrica del túnel».

El poder de escuchar al crear sensaciones espaciales puede ser inmediato e inesperado; despertar con el sonido de una ambulancia en la noche de la ciudad nos hace reconstruir al instante nuestra identidad y localización. Antes de volver al sueño solitario, tomamos conciencia de la inmensidad de la ciudad que duerme con incontables habitantes que sueñan. Los parques y las plazas acallan el ensordecedor barullo de la ciudad, permitiéndonos escuchar la onda en el agua y el gorjear de las aves. Los parques crean oasis en el desierto urbano, que nos permiten sentir la fragancia de las flores y el olor del pasto. Los parques hacen posible que estemos al mismo tiempo rodeados por la ciudad y fuera de ella. Son metáforas de la ausencia de la ciudad, al mismo tiempo que son naturalezas muertas en miniatura, imágenes de una naturaleza construida y del paraíso.

Las ciudades ubicadas cerca del agua son afortunadas; el encuentro de la piedra y del agua es metafísico. En palabras de Adrian Stokes, «la vacilación del agua revela la inmovilidad arquitectónica». El cosmopolitismo del puerto y su yuxtaposición de imágenes de permanencia y movimiento, estabilidad y travesía, enciende la imaginación. El olor del alga marina nos hace pensar en la profundidad del océano, en tierras distantes y costumbres exóticas, en la excitación del viaje y en la dulce nostalgia del hogar. La ciudad es una forma de arte de collage y montaje cinematográfico por excelencia; la experimentamos como un collage y un montaje infinito de impresiones. La obsesión contemporánea con el collage refleja una fascinación por el fragmento y la discontinuidad, y una nostalgia por los rastros del tiempo. La increíble aceleración de la velocidad —de movimiento, de información, de las imágenes— se ha colapsado al tiempo en la plana pantalla del presente, sobre la cual se proyecta, de manera simultánea, el mundo. Cuando el tiempo pierde su duración y el eco del pasado arcaico, el hombre pierde su sentido del yo y su ser histórico y se ve amenazado por las sombras del tiempo. «Las novelas largas que se escriben hoy son, probablemente, una contradicción», escribió Italo Calvino. «La dimensión del tiempo ha sido desmantelada y no podemos vivir o pensar más que en fragmentos de tiempo, cada uno siguiendo su propia trayectoria y desapareciendo de inmediato. Podemos redescubrir la continuidad del tiempo sólo en las novelas de aquel periodo en el que el tiempo no parecía haberse detenido y aún no parecía haber explotado…».

La ciudad estructura la captura y preserva el tiempo del mismo modo que las obras literarias o artísticas. Los edificios y las plazas nos permiten regresar al pasado, experimentar el lento tiempo curativo de la historia. Los más grandes monumentos arquitectónicos detienen y suspenden el tiempo por la eternidad. Tenemos una capacidad innata para recordar e imaginar lugares. La percepción, la memoria y la imaginación están en constante interacción; el dominio de nuestro presente se funde con las imágenes de nuestra memoria y de nuestra fantasía. Continuamente construimos una ciudad inmensa de evocación y recuerdo, y todas las ciudades que hemos visitado son recintos de esa metrópolis mental. Las ciudades invisibles de Italo Calvino han enriquecido para siempre la geografía urbana del mundo. La literatura y el cine habrían perdido su encanto sin nuestra capacidad de entrar en un sitio que recordamos o imaginamos. La memoria nos devuelve a ciudades lejanas y las novelas nos transportan a ciudades invocadas por la magia de las palabras del escritor. Las habitaciones, plazas y calles de un gran escritor son tan vívidas como cualquier ciudad que hayamos visitado. San Francisco, por ejemplo, se despliega en toda su multiplicidad en los montajes de Hitchcock en Vértigo: entramos en edificios que nos agobian mientras seguimos los pasos del protagonista y los vemos a través de sus ojos bien abiertos. Nos convertimos en ciudadanos de San Petersburgo en los conjuros de Dostoievsky: estamos en la habitación del doble estremecedor asesinato de Raskolnikov, somos uno de los aterrorizados espectadores viendo a Mikolka y a sus ebrios amigos golpear a un caballo hasta la muerte, frustrados por nuestra incapacidad de prevenir la enferma crueldad sin propósito.

Hay, sin embargo, una diferencia entre las ciudades visitadas y las imaginadas; los detalles de las ciudades intangibles de la imaginación no pueden recordarse, se borran inmediatamente como los sueños se alejan y no pueden evocarse de nuevo más que gracias a las palabras mágicas del escritor. Hay ciudades que se mantienen como imágenes visuales distantes al recordarlas y hay ciudades que se recuerdan con toda vivacidad. La memoria evoca de nuevo con placer una ciudad con todos sus sonidos y olores, y con su juego de luces y sombras. Puedo escoger, incluso, si camino del lado soleado o del sombreado de la calle en la agradable ciudad que recuerdo. La medida de la sensación de una ciudad es ésta: en la ciudad de nuestra memoria, ¿puedes escuchar la risa de los niños, el aleteo de los pichones, los pregones de los vendedores? ¿Puedes recordar el eco de tus pasos? En la ciudad de tu mente, ¿puedes imaginarte enamorado?


Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 09 al 12 de marzo de 2019. 

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¿Hablan las ciudades? https://arquine.com/hablan-las-ciudades/ Wed, 30 Jan 2019 16:36:05 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/hablan-las-ciudades/ Si la ciudad tiene un discurso, ¿cómo puede verse o sonar? ¿Qué lenguaje habla? ¿Cómo se nos vuelve legible a quienes hablamos otro lenguaje y cuya voz es una cacofonía?

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Presentado por:


El discurso es un elemento fundacional en las teorías sobre la democracia y lo político. Como concepto ha expandido y contraído, al mismo tiempo, su significado. Pero, hasta donde puedo decir, y hasta donde otros me han dicho, aún no se ha expandido suficiente para incluir el concepto de que la ciudad podría tener un discurso. Argumentar, como lo hago en este ensayo, que las ciudades tienen un discurso, sin importar que sea distinto al de los ciudadanos y de las corporaciones, es de muchas maneras una cuestión transversal tanto para la ley como para el urbanismo. No está presente en ninguno de esos cuerpos de estudio, y eso especialmente en tanto no confino la noción de discurso a la de gobierno urbano, ni construyo el contenido del discurso de la ciudad en los términos que nos indica la ley. Por lo tanto, esta investigación requiere expandir el terreno analítico para examinar el concepto de cada uno: el discurso y la ciudad.

Las ciudades son sistemas complejos, pero siempre son sistemas incompletos. En esa condición reposa la posibilidad de hacer —hacer lo urbano, lo político, lo cívico. La ciudad no es la única con esas características, pero son una parte necesaria del ADN de lo urbano —lo que corresponde a las ciudades. Cada ciudad es distinta y también lo es cada disciplina que la estudia. Sin embargo, si se trata de un estudio de lo urbano, deber. lidiar con esos rasgos distintivos: lo incompleto, la complejidad y la posibilidad de hacer. Esos rasgos toman formatos urbanos que pueden variar enormemente a lo largo del tiempo y el espacio.

Dada tal diversidad, la investigación urbana no necesita reconocer las versiones destiladas, abstractas, de estos tres conceptos centrales —complejidad, lo incompleto y el hacer. Más bien, los investigadores e intérpretes de lo urbano usan o invocan los conceptos de sus disciplinas o de su imaginación y los rasgos concretos de las ciudades que observan. Pero esos tres rasgos abstractos están presentes si se trata realmente de lo urbano y no simplemente de un terreno densamente construido de un tipo específico —interminables hileras de casas, de oficinas o de fábricas. Por tanto, una vasta franja de casas suburbanas no son una ciudad, sino terreno construido, del mismo modo que lo son los lotes de oficinas. Si queremos que el concepto de ciudad funcione analíticamente, debemos discriminar conceptualmente. Aquí uso estos rasgos de las ciudades para involucrarme en una investigación experimental. Argumentaré que hay acontecimientos y condiciones que nos dicen algo sobre la capacidad de las ciudades para responder sistámicamente —para respondernos.

Permítanme ofrecer un esbozo inicial de lo que quiero decir con un ejemplo simple: un auto, construido para correr a altas velocidades, deja la carretera y entra a la ciudad. Llega a una zona con tráfico, compuesta no sólo de autos sino de gente que desborda por todas partes. De pronto, el auto está paralizado. Construido para la velocidad, su movilidad se ha detenido. La ciudad habló. La primera aproximación es pensar tal discurso como una capacidad urbana. El término capacidad ya está bien establecido. Pero calificarlo como capacidad urbana es poco usual. Lo introduzco para atrapar la mezcla elusiva de espacio, gente y actividades particulares, en especial el comercio y lo cívico. Este término captura los aspectos sociales y físicos de la ciudad. Entendida así, la noción de capacidad urbana funciona como una frontera analítica —ni simplemente espacio urbano ni simplemente gente. Es su combinación bajo condiciones específicas, en escenarios consistentes, confrontando potenciales y asaltos particulares que pueden generar discursos.

Esas capacidades urbanas se hacen visibles en una variedad de situaciones y formas. En ese hacerse visibles se convierten en una forma de discurso. Es imposible hacerle justicia a todos los aspectos de ese proceso en un ensayo tan corto, así que me limitaré a los bloques básicos de la construcción del argumento. Primero, la ciudad como un sistema complejo e incompleto que permite actuar y que le ha dado a las urbes su larga vida; la combinación de esos dos aspectos ha permitido que éstas sobrevivan a sistemas que son más poderosos, pero también más formales y cerrados —Estados nacionales, reinos, firmas financieras. El otro es la mezcla de diversas capacidades urbanas que pueden concebirse como actos del discurso y que señalan a su vez la noción más amplia de que las ciudades tienen un discurso, aunque sea informal y no suela reconocérsele como tal.

La racionalidad sustancial que subyace a esta investigación sobre la ciudad y el discurso reposa en dos cuestiones. Primero el hecho de que la ciudad es aún un espacio clave para las prácticas materiales de la libertad, incluyendo las anárquicas y contradictorias, y un espacio donde quienes no tienen poder pueden crear discurso, presencia, una política. El otro es que estos aspectos de la ciudad están amenazados por una variedad de procesos agudos que desorganizan a las ciudades, sin importar lo densas y urbanas que parezcan; estas amenazas incluyen extremas formas de desigualdad y privatización, nuevos tipos de violencia urbana, guerra asimétrica y sistemas masivos de vigilancia. Pero para ver esto tambén hay que tomarse tiempo para escuchar y, tal vez, entender el discurso de la ciudad, y quizá hayamos olvidado cómo escuchar, por no decir cómo entender. A continuación exploro algunos actos que reflejan el habla de la ciudad.

 

Tácticas analáticas

Al hacer este tipo de meditación experimental, me veo a mí misma con la necesidad de involucrarme en lo que me parece que son tácticas analíticas. El método limita demasiado. Una de esas tácticas es operar a la sombra de explicaciones poderosas. Éstas deben tomarse con seriedad, pero son peligrosas. Mi primer paso es preguntar qué oscurece con precisión ese tipo de explicación, a causa de la poderosa luz que arroja sobre algunos aspectos del tema. Al explorar la noción de que las ciudades hablan, no puedo quedarme en las poderosas explicaciones que nos dicen qué es la ciudad. El discurso de la ciudad ocurre en una zona medianera: no es la ciudad simplemente como orden social o material. Es una capacidad urbana elusiva, que no es por completo material ni totalmente visible. Una segunda táctica analítica, que en parte deriva de la primera, es la necesidad de desestabilizar de manera activa los significados establecidos. Al hacer eso nos permitimos ver o entender lo que no está contenido en las narrativas centrales que explican una época o que organizan un campo académico, y necesitamos hacerlo especialmente en una época de rápidas transformaciones. Por tanto, la noción misma de que la ciudad habla implica desestabilizar la noción de que la ciudad es una condición evidente marcada por la densidad, la materialidad, las multitudes y sus múltiples interacciones. La facticidad abrumadora de la ciudad necesita desestabilizarse. Me interesa recuperar la posibilidad de que un despliegue interactivo de gente, empresas, infraestructuras, edificios, proyectos, imaginarios y más, sobre un terreno confinado, produzca algo parecido al discurso: resistencia, potenciales mejorados, en resumen, que la ciudad nos responde.

 

Complejidad y lo incompleto: la posibilidad de actuar

Las ciudades son uno de los sitios claves donde las normas y las identidades se construyen. Han sido ese tipo de sitios en varias épocas y en varios lugares, bajo muy diversas condiciones. Así, incluso si las ciudades han sido desde siempre hogar para el racismo, para odio religioso o expulsión de pobres, han demostrado a lo largo de la historia una capacidad para clasificar los conflictos mediante el comercio y la actividad cívica. Esto contrasta con la historia del Estado nacional moderno, que ha tendido a militarizar los conflictos. Las condiciones que permiten a las ciudades construir normas e identidades, y transformar conflictos en una civilidad fortalecida varían a lo largo del tiempo y el espacio. El cambio de época, en nuestro deslizamiento a lo global, suele ser fuente de nuevos tipos de capacidades urbanas. Hoy, dada la globalización y la digitalización —y todos los elementos específicos que la permiten— muchas de estas condiciones han vuelto a cambiar. La globalización y la digitalización producen dislocaciones y desestabilizan los órdenes institucionales existentes, que van más allá de las ciudades. Pero la desproporcionada concertación y agudeza de estas nuevas dinámicas en las ciudades, en especial en las globales, fuerza la necesidad de confeccionar nuevos tipos de respuestas y de innovar, especialmente de parte tanto de los más poderosos como de los menos aventajados, aunque sea por razones muy diferentes. Algunas de esas normas e identidades justifican el poder extremo y la desigualdad. Algunas reflejan innovación bajo presión: como lo muestra mucho de lo que pasa en los barrios de inmi‑ grantes o en las barriadas de las megaciudades. Mientras las transformaciones estratégicas tienen formas bien perfiladas y se concentran en las ciudades globales, algunas también se llevan a cabo —además de difundirse— en ciudades que no son centros de poder ni desigualdad extremas.

Las ciudades no son siempre los sitios clave para la construcción de nuevas normas y de identidades o de innovaciones institucionales. Por ejemplo, en Europa y en buena parte del hemisferio occidental, desde 1930 y hasta los años setenta, la fábrica y el gobierno fueron sitios estratégicos para la innovación mediante el contrato social y con la creación de una clase trabajadora y media fuertes, basadas en la producción y el consumo en masa. Mi propia lectura de la ciudad fordista corresponde de muchas maneras a la noción de Max Weber de que la ciudad moderna no es un espacio de innovación, a diferencia de las ciudades medievales  en Europa. La escala estratégica bajo el fordismo es nacional; en ella, las ciudades pierden su significado. Pero me separo de Weber en que, históricamente, la gran fábrica fordista y las minas fueron sitios de innovación: la construcción de una clase trabajadora moderna y del proyecto sindicalista. En resumen, no es siempre la ciudad el sitio para construir normas e identidades.

En nuestra era global, las ciudades resurgen como sitios estratégicos para el intercambio cultural e institucional. Las condiciones que hoy hacen de algunas ciudades sitios estratégicos son básicamente dos, y ambas atrapan transformaciones mayores que desestabilizan sistemas más viejos para organizar el territorio y la política. Una de ellas es el cambio de escala de los territorios estratégicos que articulan al nuevo sistema político‑económico y, por tanto, al menos algunos aspectos del poder. La otra es el debilitamiento de lo nacional como contenedor de procesos sociales debido a la variedad de dinámicas que abarcan la globalización y la digitalización. Las consecuencias para las ciudades de estas dos condiciones son muchas; lo que importa aquí es que éstas emergen como sitios estratégicos para grandes procesos económicos y para nuevos tipos de actores políticos, incluyendo procesos y actores no urbanos. Una distinción importante para mi examen se presenta entre espacios ritualizados que reconocemos como tales y espacios que, o bien no se han ritualizado o no podemos reconocer como tales. Mucho de lo que experimentamos como urbanidad en las tradiciones occidentales europeas es un conjunto de prácticas y condiciones que se han refinado y ritualizado a lo largo del tiempo y a través del espacio. Por tanto, en nuestra tradición europea, en parte imaginada, el paseo no es cualquier caminata y la piazza no es cualquier plaza. Ambos tienen genealogías de significado y rituales, ambos contribuyen a construir un dominio público mediante la ritualización. A través del tiempo, y también del espacio, la historia nos ofrece vistazos de muy distintos tipos de espacio, uno menos ritualizado y con menos códigos inscritos —si es que alguno los tiene. Es un espacio para hacer, a cargo de quienes no tienen acceso a los instrumentos establecidos.

He trabajado en la recuperación conceptual de ese tipo de espacio y lo he llamado la «calle global». Es un espacio con menos o ninguna práctica ritualizada o códigos que la sociedad más amplia pueda reconocer. Es rudo, y con facilidad se le considera «incivilizado». La ciudad, y en especial la calle, es un espacio donde quienes no tienen poder pueden hacer la historia, de maneras imposibles en áreas rurales. Eso no significa que es el único espacio, y ciertamente crítico. Al hacerse visibles, presentes unos ante otros, pueden alterar su característica falta de poder. Esto permite distinguir entre distintos tipos de carencia de poder. Ésta no es simplemente un estado absoluto que puede aplanarse con el término de ausencia de poder. En ciertas condiciones, la falta de poder puede resultar compleja, y lo que quiero decir con esto es que contiene la posibilidad de construir lo político, lo cívico y la historia. Esto nos enfrenta al hecho de que hay una diferencia entre la falta de poder y la invisibilidad/impotencia.

Muchos movimientos de protesta que hemos visto en el Medio Oriente y en el norte de África, en Europa, en los Estados Unidos y en otros lugares son de ese tipo: quienes protestan puede que no hayan ganado poder, aún carecen de poder, pero están haciendo historia y política. Esto me lleva a una segunda distinción, que contiene una crítica de la noción común de que si algo bueno les sucede a quienes les falta poder, ello marca su empoderamiento. Reconocer que la falta de poder puede convertirse en algo complejo abre un espacio conceptual para la propuesta de que quienes carecen de poder pueden hacer historia, incluso si no se empoderan y, por tanto, su trabajo tiene consecuencias incluso si no se hace visible con rapidez, y pueda tardar, de hecho, generaciones en hacerlo. En otro lugar he interpretado varias historiografías como indicadores de que el marco temporal de las historias construidas por quienes carecen de poder tiende a ser mucho más largo que el de las historias construidas por aquellos que lo detentan.

 

Capacidades urbanas: preceden al discurso y lo hacen legible

Si la ciudad tiene un discurso, ¿cómo puede verse o sonar? ¿Qué lenguaje habla? ¿Cómo se nos vuelve legible a quienes hablamos otro lenguaje y cuya voz es una cacofonía?

Un primer, pequeño paso, es plantear que el discurso de la ciudad es su capacidad de alterar, de dar forma, de provocar, de invitar, todos en pos de la lógica que busca mejorar o proteger la complejidad y lo incompleto de la ciudad. Permítanme elaborar sobre esto de un modo un tanto exagerado, por el bien de la claridad, y argumentar que enfocarnos sólo en la facticidad de la ciudad no es suficiente para entender la cuestión de si ésta tiene un habla.

La cuestión del habla de la ciudad no puede reducirse a la facticidad incluso si requiere que se la reconozca y que se abran los ojos con una mirada. Es decir, hemos aplanado la facticidad de la ciudad, cuando debiéramos haber hecho visibles sus diferenciaciones para poder trabajar de manera analítica. Esa manera de aplanar no nos ayuda a ver cómo la facticidad interactúa con las acciones de la gente o que hay una construcción ahí, una construcción colectiva entre el espacio urbano y la gente. Por ejemplo, la hora pico en la ciudad es un proceso en el que chocamos unos con otros, se arranca un botón aquí y allá, nos paramos en el pie de otro. Pero sabemos que ninguna de esas acciones es personal en el centro de la ciudad a hora pico, a diferencia de un barrio donde esto se consideraría como provocaciones.

Lo que hace que eso sea posible es el código tácito inscrito en ese tipo de espacio/tiempo —no un lugar per se, sino el espacio que se constituye por la gente en el centro de la ciudad a hora pico. Necesitamos nombrar esa capacidad que resulta un producto colectivo que emerge de la intersección de tiempo/espacio/gente/prácticas rutinarias. Pienso en eso como una capacidad urbana —el carácter central de la urbe se produce mediante ambientes construidos, las prácticas rutinarias de la gente y un código inscrito y compartido. Permite una serie de interacciones complejas y de secuencias y, al hacerlo, moviliza un significado específico.

No sólo el resultado del trabajo mismo de hacer lo público y hacer lo político en un espacio urbano es lo que constituye lo característico de la ciudad. En las ciudades podemos ver la producción de nuevos sujetos e identidades que no serían posibles, por ejemplo, en zonas rurales o en un país entero. Hay cierto tipo de hechura‑pública en obra que puede perturbar las narrativas establecidas y, por tanto, hacer legible lo local y lo silenciado incluso en órdenes visuales que buscan purificar el espacio urbano. Un ejemplo es la temprana gentrificación sofisticada en Manhattan —un orden visual completamente nuevo que no podría, por un momento, hacer invisibles a los desamparados que produjo. Un segundo ejemplo es el vendedor callejero inmigrante en Wall Street que alimenta al ejecutivo financiero de alto nivel que va de prisa, alterando el paisaje visual corporativo con el fuerte olor de las salchichas fritas. Veo estos ejemplos en una ciudad que nos responde, alterando el resultado buscado con órdenes visuales elegantes.

En el otro extremo, la sociabilidad de una ciudad puede hacer salir y subrayar la urbanidad de un sujeto, y situar y diluir significantes más locales o más esenciales; la necesidad de nuevas solidaridades cuando las ciudades se confrontan con grandes riesgos hacen que esto salga a flote. En mi investigación, encuentro que los componentes clave de lo que caracteriza a la ciudades han sido confeccionados por el difícil trabajo de ir más allá de los conflictos y del racismo que pueden marcar una época. De este tipo de dialéctica surge la urbanidad abierta que históricamente hizo de las ciudades europeas espacios para una ciudadanía expandida. De manera más general, los movimientos que comprometen a grupos dispares con una variedad de reclamos pueden unirse sin importar cuán diversas sean sus políticas. La interdependencia real vivida a diario en la ciudad hace posible tal unión —si el agua, la electricidad o el transporte falla en una ciudad, afecta a todos independientemente de sus diferencias sociales o políticas. Tal unión sería poco probable e innecesaria en el espacio político nacional dada la menor interdependencia mutua y, en general, en un espacio más abstracto. Esos ordenamientos parciales que vemos en las ciudades pueden agregarse al ADN del civismo en la ciudad: alimentan la construcción del sujeto urbano, más que la de un sujeto basado en lo religioso, lo étnico o la clase. Ésos son algunos de los factores que hacen de las ciudades un espacio de gran complejidad y diversidad.

Las grandes ciudades en la intersección de vastas migraciones y expulsiones fueron y son espacios con la capacidad de acomodar enorme diversidad de grupos. Ese acomodo suele ser el resultado de desarrollar más profundamente la ciudadía —sea eso o segregaciones espaciales que desurbanizan una ciudad. Hay que notar que, cuando tienen éxito, tales ciudades permiten un tipo de coexistencia pacífica por largos periodos. La coexistencia no significa respeto mutuo y equidad: mi preocupación es con aspectos construidos y las restricciones de las ciudades que producen esa capacidad para la interdependencia, incluso si hay diferencias mayores en religión, política, clase o más. Pienso en las capacidades urbanas más relacionadas con las capacidades infraestructurales o subterráneas, cuyos resultados se conforman en parte por la necesidad de mantener un sistema complejo marcado por enormes diversidades y lo incompleto. Eso le da su habla a las ciudades. Tal vez los casos más familiares y claros son periodos de coexistencia pacífica en ciudades con definidas diferencias religiosas; eso hace visible que el conflicto no es necesariamente inherente a tales diferencias.

No son sólo los casos famosos de Augsburgo o la España morisca, con su muy admirada coexistencia de muy diversas religiones, prosperidad colectiva y liderazgos ilustrados. También es el caso del viejo bazar de Jerusalén como espacio de coexistencia comercial y religiosa a lo largo de los siglos. Baghdad prosperó como ciudad poli‑rreligiosa bajo el califato abasí, alrededor del año 800, e incluso bajo el extremadamente brutal liderazgo de Saddam Hussein era una ciudad donde las minorías religiosas, como las comunidades cris‑ tianas y judías, generalmente antiguas de varios siglos, vivían en relativa paz. Pero la historia nos enseña que esa capacidad puede destruirse y se ha destruido comúnmente. La destrucción ha inevitablemente conllevado una desurbanización y la formación de guetos en el espacio urbano. Por tanto, en marcado contraste con periodos anteriores, Baghdad es hoy una ciudad donde la purificación étnica y la intolerancia son el «régimen» de facto, catapultado por la desastrosa e injustificada invasión de los Estados Unidos. Éstos y otros muchos casos históricos muestran que un evento particularmente exógeno, de hecho desurbanizador, puede repentinamente posicionar de nuevo diferencias religiosas o étnicas como agentes de conflicto. Los mismos individuos pueden experimentar y representar ese cambio. La lógica sistémica del Bagdad de Hussein era la indiferencia hacia minorías como los cristianos los judíos, no una cuestión de tolerancia por parte de los residentes o de un liderazgo ilustrado.

Mi argumento es que la indiferencia sistémica puede en muchos casos funcionar como un tipo de capacidad urbana subterránea en obra: una civilidad que no depende de la tolerancia de los ciudadanos o de líderes ilustrados, sino que es resultado de interdependencias e interacciones en la vida física y económica de la ciudad. Al contrario, su quiebra se hace visible como un colapso, en conflictos letales y limpiezas étnicas que desorganizan la ciu‑ dad y violentan la capacidad urbana.

Versiones de capacidades urbanas se pueden encontrar en una serie de casos, algunos más elusivos que otros. Uno de estos concierne a la cuestión de la repetición, una característica básica del entorno construido en las ciudades y, en general, de nuestros mundos económico y técnico. Con todo, en la ciudad la repetición se convierte en la construcción activa de la multiplicación y la iteración. Más aún, los escenarios urbanos de hecho perturban el significado de la repetición. Hay mucha repetición en cualquier ciudad, pero siempre se le toma por lo específico, las condiciones a lo largo de diferentes espacios urbanos. Un autobús, una cabina telefónica, un edificio de apartamentos o de oficinas, incluso si se repiten estandarizados a lo largo de la ciudad, tendrán distintos significados y utilidades a lo largo de los diversos tipos de espacios de la urbe. Ello hace visible cómo la diversidad de los ambientes urbanos remarca incluso los objetos más estandarizados y los hace parte de ese barrio, ese espacio público, ese centro de la ciudad.

En un nivel más complejo, los barrios de la misma ciudad pueden tener distintas auras, sonidos, olores, coreografías del modo en cómo la gente se mueve en ellos, así como quién es bienvenido y quién no. En breve, la repetición en la ciudad puede ser muy distinta de la repetición mecánica en una línea de montaje o de la reproducción de un gráfico. Quiero ir un paso más allá y plantear que en cada instancia vemos una capacidad que me gustaría entender como discurso. Una forma del discurso más confusa es la construcción de la presencia. En mi propia obra he desarrollado las nociones de «hacerse presente» para rescatar un actor, un evento del silencio de la ausencia, de la invisibilidad, el desalojo virtual/representativo de la pertenencia a la ciudad.

Me interesa en especial entender cómo se hacen presentes tanto a sí mismos, como a otros similares a ellos y a quienes son diferentes, los grupos y los «proyectos» en riesgo de invisibilidad debido a los prejuicios sociales y a los miedos. Lo que quiero entender es una característica muy especial. Es la posibilidad de construir una presencia donde hay silencio y ausencia. Una variante de ese hacerse presente es el terrain vague, un espacio subutilizado o abandonado que yace olvidado entre estructuras masivas y proyectos en construcción. No es único a nuestra época —bajo otros arreglos, y con particularidades distintas, también existió en el pasado. Pienso que ese espacio intermedio y elusivo es esencial para la experiencia de la vida urbana, y que le proporciona legibilidad a las transiciones, así como la incomodidad de configuraciones espaciales específicas. Podemos encontrar el terrain vague aun en la más densa de las ciudades. Con su marca visual como espacio subutilizado, normalmente está cargado con memorias de otros órdenes visuales, con presencias del pasado, perturbando su significado actual como espacio sin uso. Está cargado precisamente porque no se utiliza. En tanto memorias, esos espacios se vuelven parte de la «interioridad» de la ciudad, de su presente, pero es la hechura de una interioridad lo que está fuera de la lógica dominante y de sus demarcaciones espaciales guiadas por el beneficio económico. Son los suelos vacíos los que permiten a los residentes que se sientan rebasados por su ciudad, conectarse con ella mediante la memoria en una época de cambios rápidos, un espacio vacío pue‑ de llenarse de recuerdos. Y es ahí donde los activistas y los artistas encuentran el espacio para sus proyectos. Eso es una construcción de la presencia que es un acto del discurso.

 

Fuerzas desurbanizadoras

Dada su complejidad e incompletud, históricamente las ciudades han demostrado tener una capacidad para sobrevivir los levantamientos, en parte mediante la respuesta que da y en parte limitando las tendencias desurbanizadoras. Pero nunca triunfan por completo. El poder, sea en forma de las élites, las políticas gubernamentales o la innovación en el entorno construido, puede borrar el habla de la ciudad. Lo vemos en el desarrollo de mega‑construcciones, autopistas que atraviesan la ciudad, la extrema gentrificación, para gente de altos ingresos, que privatiza el espacio urbano, la proliferación de vastas concentraciones de edificios residenciales en altura de baja calidad y sin centros comerciales o lugares de trabajo, entre otros. Todas esas son parte de las corrien‑ tes desurbanizadoras actuales.

En nuestro tiempo los significados estables se vuelven inestables. La ciudad grande y compleja, con su diversidad, es una nueva zona fronteriza. Ello es especialmente cierto en la ciudad global, definida por su formación parcial dentro de una red de otras ciudades, más allá de sus límites. Los actores de diferentes mundos se encuentran ahí, pero sin reglas claras de compromiso. Donde estaba la frontera histórica en los extremos de los imperios coloniales, hoy se encuentran grandes complejos de ciudades. Por ejemplo, mucho del trabajo de las firmas locales para impulsar la desregulación, privatización y nuevas políticas fiscales y monetarias, toma forma y se concreta en ciudades globales. Es el modo en que las firmas globales construyen el equivalente al viejo fuerte militar de la frontera histórica: su red de fuertes es el entorno regulador que necesitan una ciudad tras otra, a lo largo y ancho del mundo, para asegurar el espacio global de sus operaciones. Es una arremetida formidable contra la ciudad y sus capacidades para asegurar la ciudadía.

En mi investigación sobre la época actual, he examinado especialmente tres tipos de desarrollos que pueden desorganizar la ciudad. Uno es el crecimiento intenso de desigualdades de distinto tipo que puede generar expulsiones radicales —de hogares y barrios o de estilos de vida de las clases medias—. Estas tendencias tienen forma particularmente aguda y visible en las ciudades, con sus espacios de lujo y de pobreza expandidos. El segundo es la construcción de nuevas ciudades enteras, incluyendo ciudades inteligentes que suelen construirse como negocio para obtener ganancias; hay más de seiscientas nuevas ciudades en construcción o en planeación. Una preocupación particular es el uso extremo de sistemas inteligentes cerrados para controlar edificios enteros. Dada la acelerada obsolescencia de la tecnología, ello podría acortar la vida de una amplia zona de esas nuevas ciudades. Un reto, a mi parecer, es la necesidad de urbanizar esas tecno‑ logías para que puedan contribuir a la urbanidad de esas áreas. El tercer proyecto concierne a los sistemas de vigilancia a gran escala que en la actualidad están en desarrollo en países como los Estados Unidos, Alemania o el Reino Unido. Más adelante atiendo este aspecto con más detalle.

En julio de 2010 el Washington Post publicó los hallazgos de una investigación de dos años, «Top Secret America», en tres partes. En la configuración de esa «América ultrasecreta» participan 1,271 organizaciones gubernamentales y 1,931 compañías privadas, que en conjunto emplean un estimado de 854 mil personas con autorización de alta seguridad —casi 150% la cantidad de gente que vive en Washington D.C.— incluyendo 265 mil contratistas privados. Ellos trabajan en programas relacionados con el contra‑terrorismo, la seguridad interna y la inteligencia. Hay cerca de diez mil sitios en los que se lleva a cabo ese trabajo a lo largo de los Estados Unidos. De esos edificios, cuatro mil están en la zona de Washington D.C., y ocupan más de un millón y medio de metros cuadrados —el equivalente a casi tres veces el Pentágono o veinte veces el edificio del Capitolio. En esos edificios se alojan poderosas computadoras que recolectan gran cantidad de información mediante la intervención de teléfonos, satélites y otros equipos de vigilancia que monitorean personas y lugares tanto dentro como fuera del territorio de los Estados Unidos. Cada día, la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) por sí sola intercepta y almacena 1,700 millones de correos electrónicos, mensajes instantáneos, direcciones IP, llamadas telefónicas y otros bits de comunicación; una pequeña proporción de todo eso se clasifica y resguarda en setenta bases de datos diferentes. Mucha de esa información llegará a las decenas de miles de reportes ultrasecretos producidos por analistas cada año; pero sólo un puñado de individuos tienen acceso a ellos y el volumen es tan grande que muchos jamás serán leídos. Ese aparato de vigilancia está ahí para nuestra «seguridad».

Para nuestra seguridad somos vigilados; es decir, todos hemos sido constituidos como sospechosos, para nuestra propia seguridad. Eso me lleva a preguntarme si bajo esas condiciones nosotros, los ciudadanos, no somos sino nuevos colonizados. Las ciudades, con su diversidad y su anarquía, con sus capacidades incluidas para responder a las tendencias desurbanizadoras, se convierten en espacio estratégico para combatir el hecho de que todos seamos reducidos al carácter de sospechosos. La acuidad es el único espacio en el que cierto tipo de convergencia estructural puede desarrollarse, bajo la separación y el racismo visible y familiar, y trabajar en un nivel social para unir a gente de muy diversas comunidades con el propósito de combatir la vigilancia apabullante. Ese potencial no cae ya hecho del cielo, necesita construirse con trabajo duro. Pero las ciudades diversas y complejas son un sitio clave para tal construcción.

 

Conclusión

¿Por qué importa el hecho de que reconozcamos las capacidades urbanas y la posibilidad de que eso sea un modo de hablar, con todo el peso que evoca ese concepto? Importa porque esas capacidades son propiedades sistémicas dirigidas a asegurar la ciudadía, es decir, un espacio complejo que prospera con la diversidad y tiende a clasificar el conflicto en un civismo fortalecido.

Más aún, esas capacidades se constituyen como híbridos —mezclas de la física material y social de la ciudad. Esa interdependencia implica una transformación continua tanto de lo material como de lo social, con periodos de estabilidad y continuidad y otros de levantamiento, como el actual que se inició en los años ochenta. El proyecto no trata de antropomorfizar la ciudad. Se trata de entender una dinámica sistémica que tiene la capacidad de combatir lo que destruye su ADN, para repetirlo: un ADN que es propicio para la ciudadía y su diversidad. En el extremo, la ciudad permite a los que carecen de poder hacer historia y así producir una diferencia crítica, entre la simple carencia de poder y una forma compleja en la que entran en juego el hecho de hacerse presente así como la historia.

Pero hay límites a las capacidades de la ciudad, e históricamente vemos tanto la capacidad de las ciudades para sobrevivir sistemas formalmente más cerrados y rígidos como fuerzas poderosas que desorganizan las ciudades. Entre estas fuerzas desurbanizadoras en la época actual están las formas extremas de desigualdad, la privatización del espacio urbano con diversas formas de expulsión y la rápida expansión de la vigilancia masiva de los ciudadanos en las democracias más «avanzadas» del mundo. Esas fuerzas callan el habla de la ciudad y destruyen sus capacidades urbanas.


Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 09 al 12 de marzo de 2019. 

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Habla ciudad: Tokio, la externalización de lo doméstico https://arquine.com/habla-ciudad-tokio-la-externalizacion-de-lo-domestico/ Wed, 16 Jan 2019 15:00:38 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/habla-ciudad-tokio-la-externalizacion-de-lo-domestico/ Tokio ya no es ciudad para la mujer nómada y su cápsula perfectamente diseñada para acoplarse a cualquier punto de la aquella, tal y como anticipaba Toyo Ito en los años 80. Con un 43% de población single inmersa en la aceleración constante de sus ritmos de vida, es imposible cargar con ni siquiera la minúscula responsabilidad que representa esta pequeña pertenencia.

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Por Esaú Acosta y Alba Balmaseda

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Tokio ya no es ciudad para la mujer nómada y su cápsula perfectamente diseñada para acoplarse a cualquier punto de la aquella, tal y como anticipaba Toyo Ito en los años 80. Con un 43% de población single inmersa en la aceleración constante de sus ritmos de vida, es imposible cargar con ni siquiera la minúscula responsabilidad que representa esta pequeña pertenencia. La gran movilidad social que impera en las ciudades hipercapitalistas implica que se otorgue cada vez más valor al inmediato acceso a servicios, comodidades y experiencias.

Nuevos cuerpos para retos contemporáneos. La externalización de lo doméstico habla de espacios donde los ciudadanos acceden a estilos de vida mediante el pago de vivencias. La vivienda se descompone, ya ni siquiera es algo que se alquila o se compra, sino que se ha transformado en un conjunto de escenarios domésticos. Un cuerpo fragmentado y disperso por la ciudad, donde la cultura del acceso funciona como aglutinante. Una mercantilización total de los espacios vitales. Entonces, ¿dónde está lo doméstico? Es difícil encontrarlo como ente aislado y propio. Aparece diseminado en esta red de objetos y experiencias que lo emulan. Lo doméstico está desplegado en un amplio catálogo de atmósferas de lo cotidiano que han desaparecido de la vivienda. Espacios de intimidad en forma de Love Hotel donde uno accede a una noche de placer y experiencias preconfiguradas: simulaciones de habitaciones de corte tradicional japonés o psicodélicas según el gusto del cliente. O espacios de afectos, como los Soineya, tiendas donde se paga para dormir abrazados y recibir el calor y el afecto que tanto demanda una sociedad con una tasa tan alta de hogares unipersonales. Otro ejemplo son los Neko Café, espacios tranquilos donde se paga por disfrutar de la ficción de tener una mascota. Todas estas experiencias se ofrecen revestidas de un valor añadido que consiste en el disfrute de una vivencia particular y exclusiva. Sólo nuestro fluir y la relación que nosotros establecemos con estas formas de domesticidad nos pertenecen. 

Esta transformación se está produciendo en Tokio. El uso por tiempos compartidos y el acceso inmediato como estilo de vida son los elementos fundamentales con los que se está configurando la ciudad. Todo ello es sólo el principio de la transformación de las formas de residencia. En un nivel más profundo, el significado de la casa, que siempre se basó en la identificación geográfica y los espacios de las personas, da paso ahora a un nuevo sentido: el habitar como un acontecimiento a corto plazo y de consumo instantáneo. El sujeto tradicional y su apego a un lugar físico se desvanece generando un habitante global y multi-articulado. Nos invade la sensación cotidiana, política e íntima, de que la realidad está en proceso de desintegración. Las cosas no acumulan, ni sedimentan, casi no hay tiempo para nada. Los bienes tradicionales se tornan servicios y mientras se diluyen las imágenes de los inventarios de objetos en propiedad a lo Peter Menzel.

¿Te imaginas que una mañana despiertas y toda tu vivencia doméstica se convierte en una experiencia de pago?.


Este texto se publicó en Arquine No. 67 | Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 09 al 12 de marzo de 2019. 

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Habla ciudad: Santiago https://arquine.com/habla-ciudad-santiago/ Wed, 19 Dec 2018 14:44:11 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/habla-ciudad-santiago/ Lo mejor que le pudo haber pasado a Santiago fue el incendio del triste edificio Diego Portales. Construido en 1971 para ser sede de la Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo (UNCTAD), sus méritos constructivos (se levantó en cosa de meses) ocultaron sus dudosos atributos arquitectónicos.

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Saliendo de la lata

Lo mejor que le pudo haber pasado a Santiago fue el incendio del triste edificio Diego Portales. Construido en 1971 para ser sede de la Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo (UNCTAD), sus méritos constructivos (se levantó en cosa de meses) ocultaron sus dudosos atributos arquitectónicos, que durante décadas dejaron en la sombra y el frío más absolutos a una cuadra eterna de la Alameda, la principal avenida de la ciudad. Las sombras se hicieron más largas cuando la dictadura decidió ocupar el edificio como sede de la junta de gobierno ante el calamitoso estado del palacio de la Moneda después del bombardeo de septiembre de 1973. Poco aficionado a la poesía, el régimen de Pinochet cambió su nombre original de Gabriela Mistral al de Diego Portales, creador de la pesada arquitectura del Estado chileno. El incendio de 2006 borró de un plumazo un pasado incómodo —los mil días del gobierno socialista de la Unidad Popular y los 17 años de sangrienta dictadura— dejando camino libre para el borrón y cuenta nueva. Verdadero reflejo de las últimas cuatro décadas de Chile, la mole fue reinaugurada el 2010, nuevamente bajo el nombre de Gabriela Mistral, ya no para albergar oscuras oficinas, sino un magnífico centro cultural que ha ayudado a revitalizar una zona que quiere dar un nuevo rostro a Santiago y así superar años, décadas, siglos de la lata más profunda.

 

Alguna vez el cronista Roberto Merino señaló la urgente necesidad de hacer una historia del aburrimiento en Chile. La lata, palabra que tanto gusta a los chilenos y que denota una sensación de profundo aburrimiento, de eterno hastío, se materializó en Santiago, una ciudad típicamente calificada de limpia, correcta, ordenada, pero que en el imaginario colectivo históricamente se ha asociado a comercios cerrados los fines de semana, a ausencia de vida nocturna, a escasa oferta cultural, a pocos incentivos para hacer actividades al aire libre. Santiago es ciertamente más atractivo para el policymaker que para el turista, para el empresario que para el artista, para el responsable padre de familia que para el joven en busca de aventura. Santiago puede ser insoportable para quien anda en busca de esa cosa difusa que es “lo latinoamericano”, lo que no es necesariamente malo. Santiago no tendrá la vida nocturna de Buenos Aires o Río de Janeiro, pero prácticamente el cien por ciento de sus habitantes cuenta con agua potable y alcantarillado en su lugar de residencia. No poseerá la riqueza arquitectónica de los centros históricos de Quito o Lima, pero sus índices de delincuencia son los más bajos de la región. No ofrecerá el panorama cultural de la ciudad de México, pero es la única capital latinoamericana con un sistema de transporte público cien por ciento integrado. A falta de un pasado esplendoroso, los orgullos santiaguinos se expresan en estadísticas, en cifras, en el orgullo de presentar un ambiente donde impera algo parecido al estado de derecho. Es la típica ciudad bien situada en los rankings de los mejores lugares donde hacer negocios. Mientras la urbe latinoamericana trata de brillar a partir de sus mercados, centros históricos, barrios típicos, carnavales y fiestas, Santiago se enorgullece de sus líneas de Metro, de sus plantas de tratamiento de aguas, de su sistemas de limpieza de calles, de su ausencia de asentamientos irregulares.

Superadas muchas de las carencias básicas de la población, algo que es una quimera en la mayor parte de Latinoamérica, el Santiago de hoy apuesta a dar el salto de ser una ciudad grande para convertirse en una gran ciudad. No se trata solamente de la aparición de atractivas tiendas, cafés o restaurantes en sus mejores barrios, de la saludable llegada de todo tipo de festivales y eventos culturales, o de la construcción y mejora de aceras, parques y plazas. También es un lento aprendizaje de añadir el gozo al simple uso del espacio publico, de encontrar el área de confort fuera de la propia casa, de experimentar formas colectivas de vivir la condición urbana. De la apropiación ciudadana de la calle, de aprender a caminar y pedalear la ciudad. Por supuesto que no todo es progreso. A pesar de los avances todavía hay deudas pendientes, particularmente relacionadas con la desigualdad con que han sido repartidos los beneficios de la nueva riqueza urbana. La inequidad también tiene forma espacial y en Santiago uno en gran medida recibe la ciudad que sus bolsillos pueden pagar; mal que mal, las buenas tiendas y festivales, los cafés al aire libre, los hermosos parques y las ciclovías siguen siendo una ficción para millones de personas. Una distorsionada idea del orden ha impregnado las fachadas santiaguinas con el olor agrio de las bombas lacrimógenas. Por otro lado, no todos los incendios han sido virtuosos como el contado al principio: el escaso patrimonio arquitectónico ha desaparecido a pasos agigantados víctima del fuego, las termitas, el olvido, la voracidad empresarial o todos juntos. El patrimonio cultural ídem: las ferias callejeras dejan su lugar a supermercados, mientras el comercio local es tragado por fríos centros comerciales —los empresarios chilenos son los tristes reyes del retail latinoamericano.

¿Cómo dar el salto? ¿Cómo añadir calidad a la cantidad? ¿Cómo humanizar los fríos números, los índices macro que no han podido borrar la triste estadística de ser la ciudad latinoamericana con mayor consumo de antidepresivos? Mirar el Gabriela Mistral puede dar algunas pistas.


Este texto se publicó en Arquine No. 67 | Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 09 al 12 de marzo de 2019. 

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Habla Ciudad: San Francisco https://arquine.com/habla-ciudad-san-francisco/ Wed, 12 Dec 2018 15:00:03 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/habla-ciudad-san-francisco/ San Francisco es una ciudad que se toma su tiempo, donde no hay prisa ni para caminarla ni para conocerla ni para asimilarla. Se va descubriendo poco a poco. Crece y se revela en toda su magnitud sin que uno se dé cuenta.

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Está llena de secretos y desenlaces inesperados. Como las espectaculares vistas que esperan en la cima de sus empinadas calles. Exige detenerse a admirar el paisaje y pescar un destello de la Torre Transamérica o del Ferry Building en el Embarcadero, o incluso del Océano Pacífico y la Bahía de San Francisco que se funden bajo el Golden Gate Bridge. De la misma forma que las impresionantes vistas panorámicas se despliegan por el horizonte de la ciudad, explosiones laterales de color cargadas de simbolismo se extienden sobre sus muros y callejones, especialmente aquellos de La Misión, donde la gran comunidad hispana sigue tan viva y tan impasible ante lo que la rodea que pareciera un territorio que nunca hubiera dejado de ser mexicano.

San Francisco es así. Permite que las formas de vida más disímiles se unan en una sola metrópolis lo suficientemente compacta como para recorrerla de punta a punta en unas cuantas horas, pero tan vasta y tan compleja que se encuentra en un continuo estado de auto-invención. San Francisco mira hacia adentro, casi nunca hacia afuera. No pretende competir con otras ciudades “globales”, vive para sí misma. Si la ciudad tuviera un tema sería el de la localidad; es un grito a voces que se escucha en su arquitectura, en sus restaurantes, en los espacios comerciales dentro del mercado del Ferry Building. Se ha destacado por el arte de crear una cocina multicultural y una cultura enológica de primer nivel, pero también porque tanto los orígenes como los procesos y el resultado son totalmente específicos de la Bahía. San Francisco cree honestamente en la sustentabilidad y tiene la mirada completamente enfocada hacia la protección del medio ambiente. Todo se recicla, se hace composta o se reutiliza; es una ciudad efectivamente verde. Con organismos encargados de promover y reconocer proyectos energéticamente eficientes, esta sincrética ciudad cuenta con una comunidad arquitectónica comprometida con los principios para mantener el equilibrio ecológico y la conservación de los recursos naturales, así como el diseño de edificios que inflijan una huella mínima en el entorno.

Y es que, con un parque público que abarca la mitad del ancho de la ciudad y que desemboca directamente en el océano, San Francisco tendría mucho que perder si su ecosistema se viere amenazado. Es por edificios como la Academia de Ciencias de Renzo Piano en el Golden Gate Park, cuya tecnología constructiva se ha vuelto atemporal, que esa cultura ambiental y arquitectónica se difunde con el ejemplo. Además de los ya emblemáticos proyectos de Herzog & de Meuron, Libeskind y Morphosis, una nueva generación de estructuras se abre paso a través de la histórica, y a veces reticente al cambio, ciudad. La expansión de Snøhetta para el inagotable SFMOMA de Mario Botta se encuentra en construcción. Nuevas torres y rascacielos se elevan en el Distrito Financiero transformando la cinta urbana. Un macro-proyecto de infraestructura —el nuevo Centro Transbay de Pelli Clark Pelli— emerge en lo que era la antigua Terminal de Transbay, en el corazón de la ciudad. Conectará San Francisco a nivel regional y nacional, dará servicio a once sistemas de transporte multimodal y contará con un nuevo parque público de 1.8 hectáreas en su techo. Además de sus funciones como centro de transporte, contará con programas de entretenimiento, arte y educación y buscará obtener una certificación LEED Gold. El Distrito completo será transformado en un nodo comercial de alta densidad con miles de pies cuadrados de oficinas, vivienda y hoteles distribuidos en diversas torres. Algunos de estos desarrollos han sido ya asignados a firmas internacionales como SOM, Richard Rogers y el mismo Pelli Clark Pelli. Este estallido de actividad no se limita a los confines de la ciudad. Al sur de la península, los nuevos campus para los gigantes tecnológicos —como el de Foster & Partners para Apple en Cupertino y el de Frank Ghery para Facebook en Menlo Park— están iniciando una nueva revolución arquitectónica por sí mismos.

Pero San Francisco se impone ante toda esta actividad. Con el andar lento de la niebla, durante un mismo día callado se pasa de la humedad inmaterial del amanecer a la frescura calmada de la noche. El cielo inmenso se abre a través de sus amplias calles libres de edificios lo suficientemente altos como para interrumpir la comunión de ciudad y naturaleza, que se cierne sobre ella en un balance perfecto. Es esa naturaleza a la vez tan próxima y tan sacra la que convierte a San Francisco en una ciudad cosmopolita pero que no quiere ser urbana. Más allá de las icónicas casas victorianas de madera de secuoya con sus ventanas de bahía, más allá de las joyas arquitectónicas que representan sus modernísimos edificios y, sobre todo, más allá del inigualable Golden Gate Bridge, se despliega un sinfín de cerros, valles, bosques, bahías y viñedos que constituyen en sí mismos aventuras interminables. Basta salir de la ciudad para sentir que la urbe ha quedado tan atrás que ya se quiere regresar a ella.


Este texto se publicó en Arquine No. 67 | Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 09 al 12 de marzo de 2019. 

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Habla ciudad : París https://arquine.com/habla-ciudad-paris/ Wed, 05 Dec 2018 14:00:03 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/habla-ciudad-paris/ Paris es la ciudad-vitrina por excelencia. Lo que ahí sucede será fríamente analizado por capitales gemelas —Nueva York, Londres, Roma— con las que conserva una relación de exacerbada rivalidad. Y será gran influencia para otras capitales. Quizás su condición de capital internacional de la moda inspira a otras disciplinas a adoptar un ritmo desenfrenado de promoción: un exhibicionismo particular.

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Paris es la ciudad-vitrina por excelencia. Lo que ahí sucede será fríamente analizado por capitales gemelas —Nueva York, Londres, Roma— con las que conserva una relación de exacerbada rivalidad. Y será gran influencia para otras capitales. Quizás su condición de capital internacional de la moda inspira a otras disciplinas a adoptar un ritmo desenfrenado de promoción: un exhibicionismo particular. Es la ciudad deseada y repudiada, tan socialista como elitista, es la sabiduría del día que se abandona a la decadencia de la noche.

A diferencia de otras ciudades-taller, Paris es la ciudad-vitrina sobre una avenida de lujo, llena de luces y donde la exposición debe renovarse sin cesar. Como cualquier capital europea, Paris no produce: exhibe. Y para ello precisa de una decoración majestuosa, ahí el rol de la arquitectura.  Decoración no de la manera estéril en que lo es Venecia. La decoración de Paris se manifiesta a escala urbana y arquitectónica, en sus avenidas, sus jardines, sus edificios, sus fachadas, puentes, fuentes, glorietas, como soporte de ‘espectaculos.’ Protestas, desfiles, homenajes, ferias, cumbres, aniversarios: si suceden en Paris, toman una proporción mágica, casi ridícula.

Su arquitectura hace posible el espectáculo como ninguna otra capital. Que las sillas de las terrazas de los cafés hayan visto siempre en dirección al pasear de los transeúntes es prueba indiscutible de ello. Hasta los carriles para bicicleta son galerías dinámicas de especímenes urbanos sobre dos ruedas impecablemente diseñadas. Los ejes, los grandes bulevares, las avenidas: son pasarelas. Lo que en los cincuenta fuera Saint Germain, se ha desplazado y multiplicado hacia los Faubourgs, las orillas del Sena, los mercados… La ciudad es un sistema de dispositivos para exhibir y exhibirse. En el proyecto para el restaurante de la  Opera Garnier, de Odile Decq, los comensales están literalmente en un gran escenario separados del publico por un inmenso telón de vidrio.

Probablemente más tarde que otras ciudades, Paris ha tenido que adoptar políticas de desarrollo sostenible. Esa mezcla de exhibicionismo y desarrollo sostenible, en principio incompatibles, hacen de Paris un experimento interesante. Si los Campos Elíseos era el destino turístico por excelencia, hoy el turista —consciente de la magnitud del fenómeno urbano— irá de picnic a las orillas del Sena y comerá productos cultivados y cocinados en la región Parisina, rentará una bicicleta para recorrer la ciudad y llevará de souvenir un café de Nicaragua tostado en los bajo fondos de la Goutte d’Or.

La actual marea urbana lleva al flaneur de Baudelaire versión 2010 —el eco-flaneur de la Roquette a Alligre, del Canal Saint Martin a la Grange Aux Belles, del Sentier al Faubourg Saint Denis, de Pigalle a Coulaincourt. Evitando la vulgar globalización, evitando sentirse en un lugar como en cualquier lugar. En busca de la esencia 100% pura de Paris.

A la par, desde 2001 el gobierno de Delanoë ha hecho todo por acompañar el parcours del eco-flaneur, focalizando los esfuerzos en infraestructura, orillándolos al gadget: construcción de vías para bicicletas, reorganización de los bordes del rio, reducción del consumo eléctrico de la iluminación urbana, diseño de botes de basura… Contados proyectos arquitectónicos intramuros han tenido la fuerza suficiente de dictar teoría. Si Paris-ciudad, y en consecuencia sus edificios, debe ser plataforma de exhibición, la Arquitectura debe proporcionar toda la seguridad posible de aquellos en exhibición. Las restricciones impuestas por el gobierno al diseño arquitectónico se han vuelto para ello cada vez mas exigentes, encerrando al arquitecto en un imposible juego de normativas. Una generación de arquitecturas hechas con el recetario del reglamento de construcción. Y sin embargo una política que genera microscópicas válvulas de escape para arquitecturas de importancia patrimonial —y económica— que como cajas de Pandora asustarían al mas temerario de los ciudadanos.

El desgraciadísimo proyecto para la renovación de Les Halles, en pleno corazón de la ciudad, que estará listo en 2014, fue representado como una etérea canope que cubría y daba escala a esta cicatriz urbana y que hoy en día se materializa como una gigantesca manta de acero. El proyecto para la Filarmónica de Paris de Jean Nouvel en la Ciudad de la Música, contrario a los fundamentos de la acústica, es un bunker gigante de concreto armado al cual se le cuelgan elementos internos, de fachada y pasarelas. La Fundación Louis Vuitton, proyecto de Frank Gehry, que como un enorme ave de cristal se posa sobre el Bosque de Boulogne ahuyentando el comercio sexual que históricamente ha caracterizado el lugar. Y más al sur, en la Puerta de Versailles, la Torre Triangulo de Herzog & De Meuron clava cual cuchillo sus 180 metros de altura sobre un barrio donde la altura máxima no sobrepasa los 9 niveles. Es posible leer esta serie de edificios/monumentos como un collar de monstruos que custodian la vieja Paris en ebullición. Quizás el Leviathan de Anish Kapoor para Monumenta 2011 ya anunciaba la monstruosidad en la que —a fuerza de restricciones— se transformaría la arquitectura parisina.


Este texto se publicó en Arquine No. 67 | Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 09 al 12 de marzo de 2019. 

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