El cargo Todo diseño es un rediseño. Conversación con Andrés Jaque apareció primero en Arquine.
]]>El proyecto de investigación presentado por Jaque en venecia lleva por título Xholobeni Yards. El titanio y la fabricación planetaria de brillo y polvo. Xholobeni es una región en la costa este de Sudáfrica en la que hace veinte años se descubrieron minerales raros —aquellos usados, entre otras cosas, en la fabricación de baterías eléctricas. Inicialmente, una empresa subsidiaria de una minera australiana obtuvo los permisos para explotar dichos minerales, por lo que el pueblo Mpondo, habitantes de esa zona desde al menos el siglo XIII, no obtuvo mayor beneficio. Los minerales extraídos en Xholobeni son usados también para producir los brillosos materiales que dan su aspecto reluciente a muchos lujosos edificios en las grandes ciudades del norte global, como aquellos que adornan Hudson Yards, el más reciente “desarrollo” inmobiliario de alto lujo en Nueva York. En la presentación del proyecto en Venecia, Jaque escribe:
La arquitectura de gran lujo de Nueva York se produce a partir de materiales, cuerpos y conocimientos distantes. Estos se extraen de sus ecosistemas locales para convertirse en recursos; mercancías que circulan en una economía contemporánea basada en la acumulación global. En Nueva York, la fachada de acero inoxidable de Hudson Yards es posible gracias a la movilización masiva de la cromita extraída de la tierra del Gran Dique de Zimbabue. Su brillo lo produce la capacidad abrasiva de la ilmenita procedente del suelo de Xholobeni en Sudáfrica. El acto de construir sobre las vías del tren, la única operación que proporcionó el terreno sobre el que ahora se encuentra esta parte de Nueva York, habría sido imposible sin el cobalto extraído de las minas de Nyungu en Zambia.
La extracción es segregación. La extracción de materiales es una de las formas en que la arquitectura participa en la creación de la segregación.
En la conversación que sostuvimos con Andrés Jaque y que será publicada en el próximo número de la revista, Futurismos, nos dijo que “la arquitectura es siempre política”, ya que “no surge como una acción aislada, como una especie de entidad autónoma, sino que está siempre operando sobre (eco)sistemas de relaciones ya existentes. Todo diseño es un rediseño. Toda intervención negocia su capacidad de acción con muchas otras fuerzas.” Para Jaque, si en los años 60 y 70 se planteaba que la arquitectura progresista rechazaba la forma, hoy “estamos en un momento en el que entendemos que la forma está construida desde lo mineral, lo ecológico, lo social, los intercambios. Al mismo tiempo, no es posible hablar de lo social sin hablar de las mediaciones materiales que lo constituyen.” La gran mayoría de los arquitectos que diseñan lustrosos edificios para corporativos globales en las ciudades del norte global, cierran los ojos ante la extracción, la exclusión y la segregación que general los procesos materiales que hacen posible la construcción de sus proyectos, haciéndose inevitablemente cómplices de ese sistema. Jaque piensa, en cambio, que “la arquitectura es una parte de lo real” y que no podemos suponer hablar hoy de arquitectura “sin hablar de clima, de género, de ecología, de justicia territorial y medioambiental; de migraciones, de interseccionalidad, de feminismos. Todos estos son los materiales con los que se articula la vida colectiva contemporánea, y no hay más.” El precio para los arquitectos de sustraerse a hablar de ello, concluye Jaque, es la irrelevancia.
Lee el resto de esta conversación en el número 104 de la revista Arquine, Futurismos, a la venta a partir del mes de junio.
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]]>El cargo La enfermedad y sus metáforas urbanas apareció primero en Arquine.
]]>Felipe Leal
¿Qué es un cuerpo sano? No es una pregunta simple. Si queremos responder desde la experiencia personal no basta sentirse bien para decirse sano: un análisis clínico puede revelar la peligrosa invasión de algún órgano vital por un agente patógeno que no genera aún síntoma alguno. Y al revés, podemos sentirnos mal y que ningún médico encuentre causa fisiológica que lo explique. Pero no se trata sólo de un asunto individual. Aunque la enfermedad la padezcan cuerpos físicos individuales, su definición, la manera de atenderla, atajarla, de contenerla y de tratar a los cuerpos que la padecen, todo eso depende de cuerpos colegiados, de cuerpos sociales, de cuerpos que se agregan o expulsan al cuerpo enfermo. No hay enfermedad sin metáforas, sin la clínica como un dispositivo que incluye desde al médico hasta su consultorio y también la fábrica donde se produce el medicamento recetado y la patente que la farmacéutica lucha por jamás liberar. Una enfermedad es también la historia de cómo se determina que se trata de una enfermedad, a quiénes afecta y cómo se trata; si se llama mal napolitano para lo franceses y mal francés para los italianos, mal polaco para los rusos y sífilis hoy para todos. Asociar la tuberculosis con la pobreza o haber calificado hace cuatro décadas al SIDA como cáncer gay tuvieron implicaciones en la manera de asignar los recursos destinados a investigar las causas y los posibles tratamientos hasta en el modo de atender —o rechazar— a las personas afectadas. Y, además, paradójicamente, un cuerpo sano no se define sólo en oposición a lo que sea un cuerpo enfermo, ni por los resultados normales de una biometría hemática.
¿Qué es un cuerpo? Aunque sea más general, no es una pregunta menos compleja que aquella por lo que sea un cuerpo sano —o uno enfermo. “Una masa de una sola pieza, que se mueve, se dobla, corre, salta, vuela o nada; que grita, habla canta y que multiplica sus actos y sus apariencias, sus estragos, sus trabajos y así mismo en un medio que le admite y del que no se puede separar”, escribió Paul Valery en 1943. Pero distinguir qué es parte de ese cuerpo, siempre variable, tampoco es simple. Millones de organismos cohabitan con células que tienen nuestro código genético haciendo cuerpo, pero algunas células en esencia nuestras pueden tornarse peligrosas y multiplicarse sin control, por lo que deben separarse del cuerpo al que ya no consideramos que pertenecen. Quienes no pueden leer sin lentes, terminan haciéndolos parte de sí mismos: incorporándolos. Si podemos pensar unos anteojos como parte de un cuerpo, ¿podemos pensar la ciudad como un cuerpo?
Para tratar de dirimir si podemos pensar a la ciudad como un cuerpo habríamos de detenernos antes en pensar qué es eso que llamamos una ciudad, lo que acaso resultaría igualmente complejo que definir lo que es un cuerpo. Pero al parecer el tipo de conformaciones sociales que llamamos ciudad tiene una capacidad mayor de asimilar componentes heterogéneos sin arriesgar su integridad o su consistencia, como pasaría con un organismo vivo o incluso con una máquina. En las cosas del tipo que llamamos ciudad, no sólo es más difícil determinar cuándo algo es extraño a lo que la ciudad es, sino además si eso representa un riesgo o causa un daño a la integridad de la ciudad en cuanto tal. ¿Cómo determinar si un hecho urbano —simplificando aquí, por espacio, las diferencias entre ciudad y urbe o entre las ideas de Rossi o Lefebvre, por sólo nombrarlos a ellos— es extraño, ajeno a la ciudad y pone su integridad en riesgo? ¿Podemos hablar entonces de que la ciudad está enferma? Se podría pensar que se trata de una simple metáfora, pero el problema es que casi nunca las metáforas son simples metáforas.
La relación de la ciudad y la urbe con la enfermedad física de cuerpos individuales ha tenido distintos matices y efectos en la propia estructura urbana. Foucault apuntó a la diferente manera de lidiar con la lepra —mediante la exclusión de los enfermos—, la peste —el confinamiento de una zona afectada— y la viruela —la prevención en la totalidad de la población. Se pueden estudiar las transformaciones que dichas formas de atender la enfermedad generaron en la estructura urbana de muchas ciudades. Pero también se puede analizar cómo en muchas más la relación entre enfermedad y urbanismo fue más allá cuando, por ejemplo, la suposición de causalidad entre ciertas condiciones urbanas y algunas enfermedades llevó a la destrucción de zonas de la ciudad, generalmente marginadas y por tanto con malos servicios. Dicha destrucción no siempre implicaba la reconstrucción de la zona, con mejores servicios, para la misma población, sino que, continuando con lo que la metáfora de la ciudad enferma implicaba, se trataba a la zona a y sus habitantes como si hubiera que extirpar un agente maligno. De ese modo, acciones como la renovación de Times Square cual la narra el escritor Samuel R. Delany en su libro Times Square Red, Times Square Blue, se pueden leer como una operación de limpieza y curación al transformar o desaparecer viejos cines que eran el lugar de encuentros sexuales entre hombres homosexuales para, extirpado el mal y reparada la zona, devolverla a mejores usos, como el turismo y el desarrollo inmobiliario. Desde la segunda mitad del siglo XIX, aunque con antecedentes seculares, la metáfora de la ciudad enferma y de la necesidad de sanarla, curarla y limpiarla, ha servido realmente para imponer las formas de vida y de usar el espacio de los grupos o clases dominantes, y muchas veces como instrumento de control del Estado o del mercado.
Sin duda hoy, casi llegando al final del primer cuarto del siglo XXI y cuando desde muchos flancos se han estudiado críticamente temas como los mencionados con anterioridad —lo que implica la ideología del cuerpo sano, la de la ciudad como cuerpo, sobre todo enfermo, o la de proyectos y programas urbanos o arquitectónicos como curas, limpias, y formas de poner en orden— habría que esperar que la metáfora de la “ciudad enferma” ya se hubiera abandonado o que, de usarla, se hiciera conscientemente y aclarando todas sus implicaciones. Pero no. Ayer mismo el periódico Reforma publicó una entrevista con Felipe Leal —quien fuera Director de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México, director de la Autoridad del Espacio Público en la Ciudad de México y, actualmente, el único arquitecto en el Colegio Nacional— titulada Para una ciudad enferma: el “médico”. Se puede suponer que el título fue elegido con ligereza, por parecer llamativo —algo usual en la prensa— o que las comillas a la palabra médico indican cierta precaución o sospecha en su uso. Pero no. En la entrevista, Felipe Leal habla de una ciudad que “estaba tan grave porque estaba enferma” y que “así como el médico puede atender la enfermedad de una persona, los arquitectos o los especialistas pueden atender zonas ya casi necrosadas.” También afirmó que “no puedes dejar que la parte fundacional de una ciudad muera”, que se debe poner orden —la frase no está entrecomillada en la entrevista— y que, en el caso de La Alameda Central de la Ciudad de México —una de los proyectos realizados por la Autoridad del Espacio Público—, “era preciso el desalojo”, “liberarla”, para que fuera “intervenida”. Lo que dice de la intervención en Garibaldi resulta aún más revelador: “la plaza amanecía con personas alcoholizadas tendidas en el suelo”, por lo que “debía tener actividad diurna y cultura.” Sin entrar aquí en los debates sobre el hecho de tratar una adicción como una enfermedad, al trasladar la “enfermedad” de las personas a la ciudad, la “solución” implicó buscar la manera de desaparecer a las personas —no verlas tiradas en el suelo por las mañanas— y no de atender el caso individual de cada una de ellas: la enfermedad de la ciudad era la presencia de los alcohólicos tirados en el piso. Dejemos de lado la suposición de que construir un museo en esa plaza, equivale a dotar de “cultura” a una zona donde claramente ya había cultura.
Es justamente esa visión supuestamente clínica —que además carece de prácticamente todos los recursos científicos objetivos que el análisis de las condiciones físicas de un cuerpo humano le proporciona a la medicina— del entorno urbano y, sobre todo, de ciertas formas de vida y de ocupación de sus espacios, la que ofrece el “especialista” como “diagnóstico” y “sustento” para que las clases hegemónicas impongan sobre las clases subalternas sus propias formas de vida y sus maneras de usar y, sobre todo, negociar con el suelo urbano. La formas de exclusión, marginación, expulsión y despojo que padecen esos grupos se esconden muchas veces bajo el discurso higienista y “sanitario” que se sostiene —dudosamente— en metáforas como la ciudad enferma y la salud pública, las intervenciones que restauran o proponen un orden. Un discurso que es avalado por expertos que se apropian de términos que incluso en las ciencias médicas y de la biología —o, en otras— pueden resultar problemáticos para aparentar una racionalidad objetiva y científica que, a fin de cuentas, encubre intereses de clase, de poder y económicos. Por lo visto, ese discurso aún hoy encanta —como cuento de hadas a un niño— a algunos arquitectos y urbanistas ansiosos de darle un sentido social profundo a acciones que muchas veces responden a gustos de clase o derivan de esos otros intereses a los que los “expertos” sirven, en la mayoría de los casos con ingenua ignorancia y “buenas intenciones”, y las menos veces con descarado cinismo.
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]]>El cargo Arquitectura como ocultamiento apareció primero en Arquine.
]]>El primero, Thomas Jefferson, además de arquitecto fue tercer presidente de Estados Unidos, y conformó en su obra un estilo neoclásico auténticamente americano que representaba los valores modernos sobre los cuales fue construido un estado nación. El segundo, Luis Barragán, en su práctica hizo alarde de las virtudes del silencio y de las posibilidades de la dimensión emocional de la arquitectura. Las casas que proyectaron para ellos mismos estos dos arquitectos están entre las obras más representativas de sus respectivas trayectorias y actualmente son consideradas Patrimonio de la Humanidad. Sin embargo, la mayor coincidencia entre estos dos arquitectos no es anecdótica sino política y no está en su historia de vida ni tampoco en lo que mostraron con sus obras. Al contrario, en lo que estos dos arquitectos coinciden definitivamente es en aquello que ocultaban.
Planta y alzado de Monticello.
A los 26 años, el joven Thomas Jefferson heredó de su padre un pedazo de tierra situado en el extrarradio de Charlottesville, Virginia, en la costa este de Estados Unidos —en ese entonces, 1768, la única costa de aquel territorio todavía no soberano. En el latifundio había un pequeño monte. Arriba de este Jefferson construyó su residencia: Monticello, a la cabeza de la plantación dedicada al cultivo de tabaco y cosechas mixtas. El primer Monticello fue diseñado por Jefferson al auténtico estilo vernáculo de la Virginia campestre. “La arquitectura es mi placer, y levantar aquí y derribar allá una de mis diversiones favoritas”, decía el joven. Sin embargo, fue después de 1800, tras volver de su estancia diplomática en Europa y durante su administración presidencial de la nueva nación independiente, cuando Jefferson —dotado de un intelecto ilustrado y de un temple humanista— remodeló íntegramente Monticello. A través de aquella remodelación, influida por la figura de Andrea Palladio y por el neoclásico francés, Jefferson fijó las bases de un nuevo estilo y una nueva arquitectura digna de una república prometedora. La composición arquitectónica del nuevo Monticello ostentó un perfecto eje de simetría en sentido este-oeste, al estilo renacentista. Sin embargo, en sentido norte-sur, la residencia contaba con un eje de asimetría total, no en sentido compositivo, sino social: una de las alas adyacentes al pabellón central fue destinada como vivienda para las personas esclavizadas que trabajaban los cultivos de Monticello.
Plantas de la Casa Luis Barragán. Propiedad de la Fundación de Arquitectura Tapatía Luis Barragán A.C., intervención de Francisco Quiñones.
Pasemos al arquitecto mexicano. Luis Barragán, proveniente de una familia de terratenientes, llegó a la Ciudad de México en 1935 tras una década de práctica en su natal Guadalajara. Se instaló en el barrio de Tacubaya, en la zona poniente de la región más transparente del aire, un aire que se hacía aún más translúcido frente a las paredes coloridas y blancas, sobre los espejos de agua y dentro de los jardines y terrazas de la Casa Ortega y de la suya, número 14 de la calle General Francisco Ramírez. A diferencia de Monticello, en la Casa Barragán la virtud no está tanto en los elementos arquitectónicos que la conforman sino en el espacio que contiene; en el manejo de la luz natural, sus reflejos sobre los volúmenes y sus variaciones a lo largo del día; en el silencio que inspira vitalidad y en los recorridos a través de atmósferas que remiten a la serenidad de las haciendas de Jalisco y de los jardines de la Alhambra.
Sin embargo, todas estas cualidades espaciales únicamente se presentan en una parte de una casa, una casa en la que en realidad hay dos viviendas: la primera, magnífica, alumbrada y ventilada para el arquitecto; y la segunda oculta, apretada tras las bambalinas de la primera, para la servidumbre, para las mujeres que cocinaban y limpiaban. A excepción de la cocina que es compartida, estas dos casas no interactúan y entre ellas hay una desproporción con pretensiones de ocultamiento. El poco espacio del que goza la segunda casa es el remanente que sobra de la primera. A una se entra a través de un vestíbulo prístino, a la otra se accede por la cochera. Barragán diseñó un sofisticado dispositivo de ocultamiento con circulaciones complicadas para evitar ver a la servidumbre y para separar tajantemente espacios servidos de espacios servidores; si las trabajadoras querían ascender del segundo al tercer piso, tenían que primero bajar a la planta baja y luego subir por una escalera de caracol. Las complejidades históricas que esto representa han sido elocuentemente problematizadas por Francisco Quiñones en su ensayo, Mi casa es mi refugio: al servicio del modernismo mexicano en la Casa Barragán. Sin embargo, lo que aquí nos interesa es el despliegue de la arquitectura como herramienta de ocultamiento y la forma en la que Barragán diseñaba para permitir que entrara la luz, a la vez que buscaba invisibilidad la infraestructura sobre la que se apoyaba su subsistencia. Con los recursos compositivos de la arquitectura, Barragán procuraba su soledad aristocrática en una casa que en realidad era compartida.
La similitud entre Thomas Jefferson y Luis Barragán es el hecho de que ambos usaron las herramientas del arquitecto, las técnicas de la construcción, la composición, la geometría, la escala, el volumen, los ejes lineales de visibilidad y sus ejes perpendiculares de invisibilidad, para ocultar. Lo que estos dos arquitectos ocultaban era la otredad. Como anota Sara Ahmed en su ensayo Una fenomenología de la blanquitud, el acto de ocultar implica someter al otro a una experiencia de negación, de ser señalado o de sentirse fuera de lugar; dicho brevemente, invisibilizar es un acto de deshumanización. Lo que les permitía a los dos arquitectos deshumanizar era, en uno, un régimen estatal de esclavitud apoyado sobre bases raciales y, en otro, el remanente de cuatro siglos de jerarquización social castizada. El despliegue de las técnicas de invisibilización sobre sus obras resultó en una desigualdad entre los arquitectos ocultadores y las personas ocultadas; una disparidad que llega hasta el estrato de los estatutos. En la obra de ambos arquitectos, se puede considerar que las personas invisibilizadas estaban al mismo nivel que un caballo: en Monticello, el ala opuesta, directamente enfrente, a espejo de donde estaba la vivienda para esclavos, estaban los establos; en la cuadra San Cristóbal de Barragán, las caballerizas gozan de la misma virtud espacial dentro de la cual vivía inmerso su arquitecto pero que le fue negada a su servidumbre.
Thomas Jefferson y Luis Barragán ya proyectaron, construyeron y vivieron. Es decir, no nos corresponde juzgar desde nuestro presente y con pretensiones morales su persona. Tampoco estamos aquí para hacer un llamado que demerite su obra, al contrario, hemos de analizarla íntegramente, es decir, junto con las condiciones sociales y materiales que la posibilitaron. La esclavitud y el trabajo precarizado son estas condiciones que permitieron la construcción de Monticello y manutención de la Casa Barragán. Analizar poéticamente el legado de la arquitectura de Jefferson o la composición y las atmósferas de la Casa Barragán sin reparar en aquello que permitía su funcionamiento, es decir, los esclavos y las mujeres que las mantenían, implica pasar por alto pretensiones de ocultamiento y de deshumanización. Estas pretensiones son el objeto de nuestra crítica, sobre todo en el contexto actual de los países que han perdurado tras el legado de Jefferson y Barragán, Estados Unidos y México, en los cuales permanecen latentes en la cotidianidad, de maneras muy distintas y por causas diferentes, dinámicas de ocultamiento a escala social, institucional, urbana y arquitectónica.
La arquitectura empleada como dispositivo que invisibiliza no es exclusiva de las casas que hicieron para ellos mismos Jefferson y Barragán. Sin embargo, por las virtudes que las constituyen, por sus espacios y por sus cualidades compositivas, son dos instancias donde parecería que las condiciones sociales están por un lado y la arquitectura, propiamente dicha, está por otro lado; pareciera que estas dos cuestiones se tendrían que criticar en momentos distintos. Sin embargo, a la arquitectura y las condiciones materiales y sociales de las que surge hay que verlas al mismo tiempo, son un mismo fenómeno y no hay una sin la otra. En la disciplina de la arquitectura es imposible gesto alguno que pueda ser puramente técnico o puramente poético; la arquitectura no tiene una dimensión exclusivamente emocional, toda composición oculta una dimensión social implícita. La incapacidad para distinguir este matiz resulta en “la crisis intelectual de la arquitectura”, como anota Cornel West en su ensayo Raza y arquitectura. En cambio, asumir este matiz implica saber que no hay cosecha sin trabajadores, no hay casa sin mantenimiento, y no puede haber silencio, serenidad o luz a costa de la invisibilización, del ocultamiento o de la sombra proyectada sobre otro.
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]]>El cargo El cuarto de servicio apareció primero en Arquine.
]]>Les dije suavemente que bebieran vino y que tuvieran una habitación propia. Virginia Woolf, A Room of One’s Own, 1929
Si eligiéramos cualquier proyecto residencial de la clase media en México, (especialmente entre las casas y departamentos construidos a lo largo del siglo pasado) nos encontraremos con frecuencia una habitación extremadamente pequeña y extraña: escondida detrás de la cocina, debajo de una escalera, improvisada en algún sótano o como un chipote en la azotea, pero siempre ubicada ambiguamente en los resquicios de la casa.
Como regla general estas recámaras son apenas accesibles: su lógica constructiva y espacial no obedece a la de los espacios servidos de Kahn, y tampoco siguen a su definición de espacios servidores. Sus límites corresponden al residuo, esparcidos sobre el imperio de lo no esencial. Esta pieza se ubica en los remanentes del espacio doméstico, conformado por esquinas indeseables, áticos invisibles o huecos aparentemente inútiles; pero el desarrollo de la ciudad provocó la transmutación de ese espacio inútil en el dibujo a uno necesario en la realidad, elevandolo a símbolo de estatus por la alquimia del mercado y haciendo que los arquitectos (que también transmutaron en desarrolladores) transcribieran ese especulativo valor al papel de los planos, alargando artificialmente la lista de amenidades de los programas arquitectónicos, y ensanchando los folletos de venta que justificaban su comodificación.
Si había que agacharse para salir, colgarse de alguna escalera para entrar o caminar de lado para acceder a ellos, era irrelevante; las reglas mínimas de diseño no aplicaban en este universo paralelo del espacio doméstico, esa alteridad que por la fuerza de la costumbre, convención social, el uso y la necesidad, se volvió en algún punto del siglo XX tangencial, y también accesorio al espacio doméstico de las casas burguesas mexicanas. Estos “cuartos” estaban siempre fuera de la vista de sus habitantes, desconectados deliberadamente del espacio habitual de sus recorridos para evitar observar el doloroso vínculo entre la alteración social que significaban, y la transformación individual que representan para el usuario que las habita.
Sus diseñadores los etiquetaban genéricamente en los planos como “cuartos de servicio”, cuya adaptabilidad servía bien al arquitecto para ajustar algún potencial conflicto espacial en otra zona más relevante del proyecto de una casa: hacer la alacena más grande, meter un jacuzzi, el cuarto para la televisión. Su función mercadológica, por otra parte, era la de ampliar el programa arquitectónico con un dispendio en letras y economía de números, ayudando a evitar dejar cualquier espacio esencial de la casa sin ningún uso o atributo, que era también una condición necesaria para el estilo de vida burgués que lo adoptó con entusiasmo como parte importante de su identidad y una necesidad de la habitabilidad moderna, como lo fueron el garage, el clóset o el baño de visitas.
Como sus máquinas y aparatos, las casas y departamentos del siglo de la eficiencia, tenían que reducir su tamaño y sus componentes para poder adaptarse a las cada vez más restringidas y costosas dimensiones de las expansivas ciudades mexicanas, ahora emplazadas sobre las vastas tierras de las haciendas de nobles y curas que hacía poco menos de un siglo, se repartían el territorio del país de cerro a cerro y que ahora, responden a un estricto control aritmético basado en la mesura geométrica, en función de la multiplicación eficiente de los metros cuadrados.
Así que en un afán por “humanizar” esta condición de exclusión en México, (y como sucedió con todo lo demás) fue llamado piadosamente “el cuarto de la muchacha”, con todas las implicaciones etarias, de género y hasta morales de su existencia; su ubicuidad planeada desde el dibujo, su incorporación dentro de las casas para agregarle valor, pero sobre todo su adaptación a la vida diaria por consenso cultural, representan hasta la fecha un tipo de arquitectura que a través del tiempo normalizo la segregación; no sólo en los barrios ricos y populares de México, sino también en algunos de los barrios de clase media de las periferias de las ciudad, en donde las familias de la clase trabajadora dependían de la mano de obra barata de inmigrantes de la provincia mexicana (predominantemente mujeres) para el mantenimiento y operación de sus hogares.
El caso sirve como ejemplo de la implementación de un espacio que adapta deliberadamente los valores culturales al desarrollo inmobiliario urbano, volviendolos una parte indispensable de los valores del mercado. Los bloques de departamentos privados y condominios exclusivos de la ciudad, eran lugares en donde una verdadera combinación de ornamento superficial, gusto local, máxima explotación de la tierra y una ley difusa promovieron espacios deficientes y a menudo opresivos, incluso para quienes los compraban.
A su vez, esta separación conceptual entre “usuario” y “trabajo” que establecía su existencia, se extiende a otras tipologías de servicio en estas colonias y barrios aspiracionales que van desde el “cuarto de la muchacha” hasta la “caseta de vigilancia”, donde no existe una conciencia respecto a las necesidades mínimas de habitabilidad de estos lugares, y en donde el programa arquitectónico llega apenas hasta la provisión de un techo, un lugar para entrar y la asunción de que eso era suficiente.
Por otra parte, el trabajador doméstico es por lo general un inmigrante que al acceder a la casa, se vuelve un cuerpo ajeno que debe ser contenido y tratado de forma diferenciada, adquiriendo automáticamente la cualidad de “extraño” aislado en su propio microuniverso, cerca de la metafórica cúpula en donde habitan los señores pero al mismo tiempo, ajeno a ella. Las paredes de este cuarto muestran también las fisuras de la sociedad mexicana que se exhiben en el hogar y la familia, cuyos gestos se traducen en órdenes, castigos y recompensas. La separación física con los patrones de la casa, tiene su correlato en los sucesos que vive la servidumbre que habita estos espacios complementarios entre paredes adentro y afuera, dividida entre su lugar (físico-social) y los gestos de afecto y desdén que le prodigan.
Al ingresarla en este sitio frágil, y una vez que se identifican y establecen las normas culturales y domésticas discrepantes de ambos tipos de uso, a este cuerpo extraño luego se le remite a su contenedor designado y diseñado a partir de la identidad, clase, género y tipo de sus ocupantes. La ubicación de este contenedor dentro de la casa, involucran otras características de operación: aperturas controladas y contención de objetos personales que no deben hacerse públicos, la intrincada circulación para llegar a estas habitaciones pasando por escaleras y patios, utilizando corredores estrechos y puertas corredizas para separarlas de los rituales de circulación de los usuarios de la casa.
La habitación de la “criada” por otra parte, es una variante in extremis de estos espacios: El cuarto contenía una cama y un baño para su uso personal cuyos objetos por ningún motivo, debían mezclarse con el uso y los enseres de la casa. La “criada”, refiere directamente a la crianza, una forma piadosa de esclavitud y una forma torcida de la caridad, cuyo cuerpo estigmatizado se ve obligado a convertirse en un ermitaño en el corazón de la familia; su invisibilidad forzada, es quizás el componente más siniestro de la tipología; lo que está oculto no interrumpe las visitas diarias de los residentes, y se normaliza rápidamente en el entorno doméstico.
Aún podemos encontrar rastros de estos cuartos en algunas casas y departamentos de la ciudad, para recordarnos a perpetuidad las convenciones culturales mexicanas, ya sea informales o institucionales, pero aún vigentes respecto a la exclusión; sobreviven como vestigios de esta particular forma de clasismo y explotación laboral, en una disciplina que sostiene que el trabajador doméstico y sus espacios de uso, pertenecen a la categoría de elementos accesorios, subordinados a un diseño que debe ocultarlos inteligentemente detrás de varias capas de arquitectura para garantizar que se comporten de la manera más discreta posible.
El resultado de su incorporación sistemática al espacio doméstico mexicano, fue la materialización de una tipología muy bien definida que consistía en un cuarto de alrededor de 5 metros cuadrados de superficie en promedio, casi siempre sin ventanas y que sólo era accesible a través de otro cuarto. Con el tiempo incorporó otros elementos en torno suyo como alacenas, covachas y lavaderos en un sistema de espacios que nunca estuvo diseñado para albergar personas durante largos períodos de tiempo, aunque ellas todavía se queden.
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]]>El cargo El campus en el bosque de la fantasía apareció primero en Arquine.
]]>Bosque Real no es un bosque, así que tal vez el nombre de ese fraccionamiento debiera ser Bosque Irreal o Bosque de la Fantasía. Pero Real tal vez no se refiera a la existencia real de un bosque en el fraccionamiento llamado Bosque Real Country Club, sino a una aspiración aristocrática: el bosque de la realeza. El fraccionamiento está en el municipio de Hixquilucan, en el Estado de México y está cercado por un muro —esos muros a los que, supuestamente, nos oponemos los mexicanos— que lo separa, de tajo, de colonias como La Mancha, en el municipio vecino de Naucalpan.
Ese muro entre el exclusivo fraccionamiento y club de golf y la colonia popular es, según lo califica una nota publicada por el periódico El País, una fotografía de la desigualdad extrema en el Estado de México y en el país entero. A Bosque Real no entra cualquiera. Hay casetas de vigilancia donde los residentes pasan con sus automóviles provistos de tarjetas que los dejan entrar automáticamente mientras los visitantes deben registrarse. Los empleados —muchos de ellos habitantes de La Mancha— deben también, por supuesto, pasar esos controles de vigilancia para llagar a las casas donde trabajan.
La publicidad del fraccionamiento Bosque Real está poblada por gente rubia y de piel y ojos claros. Live your senses, The sky is the limit, Inspire others, son los lemas con los que se anuncian desarrollos inmobiliarios de un costo inversamente proporcional a la calidad arquitectónica y urbana que exhiben.
Según se lee en el sitio Real Estate Market & Lifestyle, en Bosque Real se construirá “el campus universitario privado más grande de México y América Latina, sobre un predio de 39.6 hectáreas.” Ahí la Universidad Panamericana invertirá algo más de 600 millones de dólares “que corresponden 50% a la construcción del nuevo campus y 50% al equipamiento del hospital” que lo acompañará. La nota está firmada por Jose Antonio Lozano Díez, Rector general de la Universidad Panamericana, quien también dice que “desde su fundación, hace 50 años, se tuvo la idea de tener una universidad que pudiera ser competitiva y referencial en América Latina. Siempre tuvimos como visión tener un campus suficiente y adecuado para realizar las funciones de investigación, influencia y de impacto social, por lo que buscamos el momento oportuno y el mejor espacio para dicho proyecto.” El mejor sitio, según explica el Rector de la UP, lo encontraron en Bosque Real Country Club. Ahí piensan construir inicialmente 13 mil metros cuadrados de área académica y sumarles 20 mil metros cuadrados para estacionamiento: más espacio para coches que para aulas pues, obviamente, todo mundo llegará en coche dado que la zona idónea para un campus universitario no tiene acceso a ningún servicio de transporte público. Que no haya manera de llegar en transporte público al campus universitario no importa pues las razones para seleccionar la ubicación, según escribe Lozano Díez, fueron que se trata de “una zona de desarrollo franco para los próximos años en todo el Valle de México” —sí, esa zona separada con un muro de otra con habitantes de condiciones económicas extremadamente desfavorables— y porque “el mercado de alumnos al que están dirigidos viven y vivirán en esa zona.” Sí, el Rector que unas líneas antes escribió sobre la visión de un campus con “influencia y de impacto social” piensa en su mercado de alumnos como habitantes de un fraccionamiento cerrado. Por supuesto, dice el Rector, Ciudad UP será “un importante generador de empleo:” entre sección académica y hospital se generarán 4,500 fuentes laborales. Eso quizá implique que haya la posibilidad de ampliar el ancho de las puertas de entrada de empleados al fraccionamiento para evitar largas filas.
Por supuesto un campus universitario puede ser un foco de desarrollo urbano. Lo fue Ciudad Universitaria en los años cincuenta en el Pedregal y la Universidad Iberoamericana en Santa Fe en los ochenta. En ambos casos, pese al esfuerzo inicial por construir buena arquitectura, habría que valorar los efectos urbanos a largo plazo: CU impulsó el crecimiento de la ciudad hacia el sur y vació al Centro Histórico de la vida universitaria y la Ibero dio pie a la catástrofe que para la ciudad resultó ser Santa Fe. Pese a la distancia de la ciudad en sus inicios, CU se pensó como un espacio abierto que ahora torpemente se cierra. La Ibero en cambio fue desde su inicio uno de esos fortines urbanos que comentó en este mismo sitio Juan Palomar. El esquema se ha repetido después muchas veces en la ciudad de México y en el país: campus universitarios cerrados a la ciudad y que buscan acercarse a su mercado, una descripción que serviría mejor para un mall, lo que quizá delate que, en el fondo, la educación se entiende como una oferta comercial.
Construir el campus universitario privado más grande de México y de América Latina en un fraccionamiento cerrado y amurallado, separado de la mayoría de los habitantes del país con tanta crudeza física como simbólica —véase de nuevo la blancura explícita de sus habitantes ideales en la publicidad de Bosque Real— es la culminación de esa historia que sólo tiene sentido en la tierra de la fantasía —tristemente nuestra realidad— donde un bosque se puede llamar real aunque no sea bosque y lo que queda fuera sólo es una mancha.
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