Resultados de búsqueda para la etiqueta [Accidente ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 09 May 2023 15:09:33 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 La justicia tampoco llegó en metro https://arquine.com/la-justicia-tampoco-llego-en-metro/ Fri, 13 Jan 2023 15:36:20 +0000 https://arquine.com/?p=74058 Los accidentes no pueden preveerse; las decisiones políticas que beneficien a la mayoría, sí. Hoy los usuarios no tienen garantía de que aquella infraestructura operará sin contratiempos y que, en cualquier momento, el viaje cotidiano será interrumpido por un accidente.

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“Seguro, veloz y cada vez más extendido en el subsuelo de nuestra ciudad, el metro abolirá para siempre y, cada vez en mayor medida, las molestias y los riesgos de toda transportación masiva en la superficie”, dijo el expresidente Gustavo Díaz Ordaz el 4 de septiembre de 1969 en la inauguración del Sistema de Transporte Colectivo Metro. El tono con el que se documentó aquel evento es bastante cercano al optimismo. En los primeros viajes realizados por la ciudadanía, los periodistas recogieron las declaraciones de los usuarios y transmitieron una opinión generalizada: bastantes problemas de tránsito quedarían resueltos en una ciudad que, en ese entonces, tenía poco más de seis millones de habitantes. En un reportaje para el canal 4TV, Juan Cano, conductor del viaje inaugural, declaró que se percibía una sensación “muy bonita” y que la gente aplaudía cuando el metro llegaba a las estaciones de Insurgentes o de Balderas. Y es que las únicas alternativas eran los tranvías, los camiones o los taxis cuyas capacidades ya no respondían a una demanda de una ciudad que crecía y para la que el gobierno en turno condicionó una experiencia de modernidad a través de infraestructuras novedosas, como lo menciona Georgina Cebey en su texto “Metro Insurgentes, una ruina circular”. La presentación del metro fue la develación de una tecnología desconocida, la cual demostraba que el país se dirigía hacia la utopía del futuro. Tan es así que, a decir de Cebey, se requirieron algunas instrucciones con las que los habitantes de la capital podían formar parte de los nuevos ritmos del progreso. El Sol de México difundió una serie de recomendaciones para que cualquiera pudiera familiarizarse con mayor soltura con la nueva alternativa de transporte. En el periódico, se leía que no hacía falta hacer “parada porque el convoy se detiene en todas las estaciones”.

En el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz se dieron de manera simultánea dos vías para vivir la ciudad. Por un lado, la infraestructura fue narrada como un motivo de orgullo porque México estaba creciendo, pero no de manera desordenada. Un gobierno benefactor estaba a cargo de implementar las mejores herramientas para evitar congestionamientos en la movilidad. Al mismo tiempo, ese mismo gobierno reguló la presencia de su ciudadanía en el espacio público, tomando acciones militares contra manifestaciones pacíficas. Por esto mismo, el metro puede leerse como un síntoma de aquella modernidad cuya promesa no fue del todo cumplida. Entre un recibimiento, entusiasta y tierno, de la larga fila de vagones que acortarían las distancias entre la periferia y el centro, la imagen se transforma en lo que Carlos Monsiváis, con su mezcla de seriedad y humor característica, nombró “el humanismo del apretujón”. Para el cronista, la ciudad se encuentra a sí misma en los túneles subterráneos que ya no podían recibir en su limitado espacio a una urbe que, de tan crecida, alejó todavía más a quienes viven en sus márgenes. Si bien, algunas contradicciones sociales no quedaron resueltas (las horas de desplazamiento acarrean menor calidad de vida para quienes no pueden costear una vivienda cerca de sus trabajos) la riqueza del metro, para Monsiváis, era que, por simple necesidad, los “defeños” nos  encontrábamos con una multitud que reflejaba la totalidad de la ciudad, tanto en sus dimensiones como en sus idiosincracias: “Si es falso que donde comen diez comen  once”, escribía en Los rituales del caos (1995), “es verdad que donde se hallan mil se acomodarán diez mil: el espacio es más fértil que la comida”.

De momento, dejemos estas dos perspectivas, la de la modernidad cromada y la del caos pintoresco, para adentrarnos en una parte de la historia del metro: sus accidentes. Es cierto que cualquier tecnología es susceptible al fallo, independientemente de los funcionarios que se encuentren al frente de su gestión en cualquier momento determinado. Pero podemos plantear algunos matices. Según datos recopilados por el sitio Animal Político, se han tenido seis accidentes de magnitud mayor. 1975: choque entre las estaciones de Chabacano y Viaducto, 31 muertos y 71 heridos. 2015: choque en la estación Oceanía, 12 personas lesionadas. 2016: descarrilamiento entre la estación Politécnico e Instituto del Petróleo, sin saldo de personas lesionadas. 2020: choque en la estación Tacubaya, una persona fallecida y 41 lesionados. 2021: colapso total de un tramo elevado de la línea 12 del metro. 2022: choque entre las estaciones Potrero y La Raza, una persona fallecida y aproximadamente más de 50 lesionados. La mitad de los accidentes se ha dado de forma anual bajo el mandato de un partido en específico. Pero antes, debemos hablar de los únicos afectados de la historia: las víctimas de los accidentes. Desde que las multitudes aplaudieron para celebrar la movilidad subterránea hasta volverse en un escenario que sincretiza el caos de la vida social mexicana, el metro ha estructurado, de formas que casi bordean la intimidad, la rutina de sus usuarios. Del metro, depende tu puntualidad laboral. También tus expresiones afectivas: el último vagón es un espacio seguro para hombres que sienten deseos por otros hombres. Por esto mismo, muchos sentimos un arraigo con este sistema de transporte, el cual puede ser apropiado y construido de maneras diversas. Los llamados “no-lugares”, aquellos sitios que sólo funcionan para el traslado, no existen. El metro forma parte de una historia que es narrada de manera colectiva. Sin embargo, las infraestructuras no son meras metáforas políticas (y mucho menos, no están ahí con el único propósito de conformar una poética urbana) y los usuarios del metro necesitamos medios de transporte dignos, al igual que de un mandato que responda cuando un accidente ocurra. Los accidentes no pueden preveerse; las decisiones políticas que beneficien a la mayoría, sí. Como señala correctamente Georgina Cebey, es el poder quien hace de los recursos  símbolos de su capital político. La modernidad de Díaz Ordaz era solamente la que él autorizaría. En lo que respecta a esta gestión, no hemos visto más que investigaciones cuya independencia es dudosa, como en el caso de la línea 12, o de una decisión que no asegura que el metro no se volverá una máquina de muerte, como la de enviar a las fuerzas militares a los viajes que la ciudadanía consideraba plenamente suyos. El único resultado es que los usuarios no tienen garantía alguna de que aquella infraestructura que les funciona y que, en mayor o menor medida, significa algo para ellos, operará sin contratiempos, y en cualquier momento, aquellos largos traslados entre la periferia y el centro pueden terminar en un cataclismo. Por eso, aquí decimos que el metro no debe representar la modernidad nacionalista, ni un encuentro involuntario con la magnitud de la ciudad. El metro debe ser un emblema de justicia.

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La ciudad de Enrique Metinides https://arquine.com/la-ciudad-de-enrique-metinides/ Sat, 14 May 2022 00:43:50 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-ciudad-de-enrique-metinides/ El fotógrafo Enrique Metinides nació en la Ciudad de México en 1934. Su carrera como periodista de nota roja inició desde muy temprana edad, fotografiando accidentes en la calle con una cámara que le regaló su padre. Metinides murió el pasado 10 de mayo.

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Un incendio. Un accidente automovilístico. Un asesinato. Estos son algunos de los hechos que pueden configurar el “instante decisivo” que describió el fotógrafo Henri Cartier-Bresson, ese momento en el que “se alinea la cabeza, el ojo y el corazón” para conseguir una fotografía memorable. Según cuenta Joan Fontcuberta en su libro La furia de las imágenes. Notas sobre la postfotografía (2016), el primero en utilizar la expresión sobre el instante fue el cardenal de Retz, quien “ignoraba que estaba proporcionando a algo que se llamaría fotografía uno de sus valores patrimoniales más recurrentes. Añade: “Popularizada por Cartier-Bresson, la figura del fotógrafo como cazador de momentos privilegiados tomó cuerpo. El clic detenía el tiempo y solemnizaba el momento elegido”. ¿Podemos apreciar la fotografía de nota roja bajo esta misma solemnidad? La captura de un instante, hecha por un ojo entrenado en el arte y en la estética, ¿también contempla a una ciudad que continuamente alberga desastres?

El fotógrafo Enrique Metinides nació en la Ciudad de México en 1934. Su carrera como periodista de nota roja inició desde muy temprana edad. Él mismo narra en el documental El hombre que vio demasiado (Trisha Ziff, 2015) que su padre le regaló una cámara cuando era niño. Espectador asiduo al cine, Metinides empezó fotografiando escenas de accidentes que miraba en la pantalla para, posteriormente, acercarse a lo que sí ocurría en la calle. Así fue como conoció a Antonio Velázquez, otro hombre del oficio quien, mientras ambos fotografiaban un accidente, le preguntó para qué medio trabajaba, a lo que el niño (manera en la que lo apodaría) respondió que simplemente coleccionaba imágenes de eventos automovilísticos. Velázquez le solicitó que fuera a la redacción del diario La Prensa para revisar sus imágenes. Metinides sería contratado como reportero de la fuente policiaca y, junto a Antonio Velázquez, comenzaron a recorrer la ciudad. Su prolífica carrera sería una puesta en práctica del “instante decisivo”. Cuando empezó a trabajar, su tamaño le permitía tener una cercanía con las tragedias (que, usualmente, se imprimían en las primeras planas) que otros fotógrafos no podían tener. Más adelante, Metinides buscaría los mejores ángulos para captar la catástrofe, muchas veces a costa de su propia integridad. 

 

Una de las primeras secuencias del documental de Ziff es ese momento de la mañana en la que los puestos de periódicos abren sus cortinas. Si bien, se filma al mismo Metinides comprando su ejemplar matutino, el énfasis de la directora está en que las publicaciones que se ponen a la venta, por lo general, difunden lo que ocurrió en la ciudad la noche anterior. La ciudad y la violencia son consustanciales, por lo que podemos hablar de Metinides como un fotógrafo urbano. Como apunta Silvestre Arguelles en Violencia gráfica e institucionalización. Reflexiones sociológicas en torno a la obra de Enrique Metinides (2014), “la violencia gráfica, mejor conocida como nota roja, surgió principalmente en las ciudades, puesto que dependía de medios impresos para su comercialización, los cuales se concentraron a partir de mediados del siglo XX en la Ciudad de México”. Pero, además de los soportes y tecnologías que permitieron la difusión y consolidación del sensacionalismo, es la misma ciudad la que activa instantes decisivos (y adversos) para sus habitantes. Como añade Arguelles, “incendios, asaltos bancarios, asaltos particulares, asesinatos, etcétera, forman parte de las dinámicas y transformaciones sociales que surgen en las grandes urbes”. 

De hecho, la obra de Metinides puede ser leída como la contracara del crecimiento de la ciudad. El cine de su época, de Ismael Rodríguez a Roberto Gavaldón, hablaban de una ciudad que corrompía o cuestionaba la moral de quienes la habitaban, aunque no dejaban de lado filmar un paisaje que comenzaba a hacerse inabarcable; un paisaje cuyas proporciones lo volvían objeto de miedo, pero también de fascinación. Dada la naturaleza del género en el que se movía Metinides, lo único que vemos es una ciudad reducida a una mera infraestructura que se pone en contra de quien la utiliza, o bien, es el telón de fondo de alguna tragedia imprevista. De hecho, Arguelles también se detiene sobre estos detalles, mencionando que “la creciente pavimentación de calles y avenidas propició que éstas fueran utilizadas como pistas de carreras en donde los conductores hacían las veces de pilotos automovilísticos”. 

También, Arguelles se detiene en una imagen célebre: un intento de suicidio, donde vemos de espaldas a un hombre parado sobre una viga. Según narra el mismo Metinides, la persona en cuestión es un hombre de 45 años llamado Antonio. La escena fue posible gracias a que gente que lo vio llamó a la policía y a los bomberos. A decir de Arguelles, esas vigas corresponden al Toreo de Cuatro Caminos, una construcción inacabada que se volvió característica de “una de las zonas periféricas de la Ciudad de México con mayor trascendencia” que, a su vez, son un “síntoma de las mismas contradicciones que se viven en esta zona. Así vemos por un lado la capacidad de construcción de una mega estructura, pero que no tiene una finalidad concreta, y que por otra parte sirve como espacio mortem”.  Pero, también, en la obra de Metinides existen imágenes que podríamos llamar “postales” y que toman espacios que pueden ser calificados de “icónicos”, que se añaden a un cuerpo de obra cuyos encuadres son cerrados y dejan en primer plano la violencia. Un día de septiembre de 1985, “El niño” retrató los restos del Hotel Regis, situado en avenida Juárez, después del sismo que dejaría en ruinas algunos hitos de la ciudad moderna. Aquel fue el edificio por el que Jacobo Zabludovsky se le quebró la voz mientras estaba haciendo su crónica del desastre, manejando su coche y enlazado por teléfono a los estudios de Televisa. En otro momento, fotografío cómo un camión quedó encima de un coche. De telón de fondo, vemos los edificios Veracruz, Coahuila y Zacatecas, viviendas de Tlatelolco, la ciudad radiante que también sufriría fracturas en el terremoto del 85. 

Metinides murió el pasado 10 de mayo. Después de que ejerció como periodista, sus obras fueron puestas en valor por curadores, museos, galerías y académicos por sus logros formales, lo que lo volvió un fotógrafo de culto codiciado por coleccionistas. No por esto, Metinides deja de representar una seria dificultad para sus espectadores; de proponer un “instante decisivo” que, tal vez, implica tomar una postura ética ante su obra. Los periódicos en los que fueron publicadas sus fotografías comerciaban con la violencia. Las imágenes, entre más gráficas, más rentables. Sin embargo, Metinides ejerció más un oficio que una apología de la tragedia, y nos legó el retrato de una ciudad peligrosa y en un colapso continuo; una ciudad que se vuelve un obstáculo para el tránsito y un signo ominoso para quienes no transitan por ciertas calles. Un espacio que, definitivamente, no es vivido por quienes asisten a las exposiciones de Metinides o por quienes coleccionan sus fotografías, ya que, a sus series de accidentes, se le suman los crímenes que, por lo general, se asumen que provienen de los “bajos fondos”, de las colonias bravas de la capital mexicana; prejuicio que se aumenta por la clase de publicaciones que difunden ese tipo de fotografías. Los periódicos de nota roja responden a un público que siempre se ha pensado distante de la tranquilidad de los museos. Por lo que la estetización de las imágenes de “El niño” tendría que ser una puesta en valor de la nota roja o permitir una crítica mucho menos dogmática sobre el género. Asimismo, aunque sus fotografías ya pertenezcan a contextos ajenos al oficio del sensacionalismo, no se debe olvidar que Metinides es considerado un periodista; esto es, las imágenes que estamos viendo tienen fines documentales. La ciudad que retrata no es ninguna ficción, y tendríamos que saber leerla o reconocer su existencia cuando los puestos de periódicos abren sus cortinas por la mañana para narrarnos todo lo que ocurrió mientras nosotros estábamos arropados en un sueño reparador. 

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La polis sin metro o Adiós a la ciudad  https://arquine.com/la-polis-sin-metro-o-adios-a-la-ciudad/ Mon, 25 Oct 2021 13:25:27 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-polis-sin-metro-o-adios-a-la-ciudad/ Cuando se inauguró la Línea 12 del metro, llamada con grandilocuencia la Línea Dorada, la gente de Tláhuac pudo imaginar que pertenecía a ese otro gran territorio, la Ciudad de México. Pero en el momento en que se concibió la idea de un metro en la zona oriente de la ciudad (esto es, en una zona que sirve como periferia y por sistema debe seguir siéndolo), de alguna manera se inventó también la catástrofe del 3 de mayo.

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A las víctimas, a los heridos y a los damnificados

“Nuestra época está plagada de ilusiones. Una de ellas es la firme creencia en el crecimiento imparable de las ciudades.”

Consejo Nocturno, [2018], Un habitar más fuerte que la metrópoli, p. 36.

 

Y sí —para iniciar con una afirmación que termina en desprendimiento—, una ilusión que se vivió en Tláhuac durante algunos años (no muchos, ni tampoco de forma ininterrumpida), fue la de que la periferia podía llegar a ser parte de la ciudad. Cuando se inauguró la Línea 12 del metro, llamada con grandilocuencia la Línea Dorada, la gente de Tláhuac pudo imaginar que pertenecía a ese otro gran territorio, la Ciudad de México. De pronto, la gente de esta demarcación del Oriente capitalino podía llegar a las zonas céntricas de CDMX con tan sólo pagar una entrada o, en su defecto, un par de transbordos por el sistema colectivo.

Frente a esa ilusión la metrópoli contestó otra cosa, haciendo uso de su lenguaje de concreto, que es como se expresa el poder imperial. Una respuesta que sigue resonando hoy, cinco meses después de aquella noche de mayo en que colapsó el metro (así lo dijeron y replicaron los medios), específicamente el tramo entre las estaciones Olivos y Tezonco: “aquí no es la Ciudad” —dictaba el acontecimiento—, y que nadie se imagine lo contrario” —parecía concluir la metrópoli. A la ofensa directa que supuso el accidente, el horror de las imágenes transmitidas en vivo, y las historias que se contaron en las redes sociales y de boca en boca sobre las víctimas y sus cuerpos destruidos, se sumó la lógica necropolítica y sus teorías de la conspiración, los candidatos (era época de campañas) que fueron a fotografiarse en la “zona cero” y el cerco policiaco, casi militar, que impidió en los días siguientes que la gente expresara su luto e ira bajo el viaducto quebrantado. Como memorial premonitorio, el sitio de la caída quedó de manera cruel a unos metros del arco que celebra la llegada a Tláhuac y separa esta alcaldía de su vecina, Iztapalapa —demarcación con la que esta zona comparte muchos de sus rasgos culturales y urbanos.  

Y alguno podría decir que el problema de fondo era esa oposición, la de metrópoli y periferia, cuando ambas no son componentes de una misma lógica. Para seguir con el Consejo Nocturno, esta ilusión se sostenía en la ignorancia de que lo único que crece en las ciudades son precisamente las periferias: “una mancha metropolitana que hace entrar en una zona de indiscernibilidad la ciudad y el campo, la capital y la provincia, el centro y los márgenes.” (p. 37)

Pero sucede que esta línea del metro, inaugurada en 2012, venía con promesas de Utopía, de un esfuerzo finalmente recompensado. Si bien en su tramo profundo la Línea 12 apenas y se distinguía de sus hermanas, es en el tramo elevado en el que se percibía su verdadera naturaleza: por su horizonte chaparro y su suelo arcilloso, la gente de Tláhuac nunca había visto desde su perspectiva la ciudad, en específico, lo que iba desde Culhuacán hasta Tlatlenco. Era un metro digno, con luz, espacios amplios y donde se podía viajar con relativa calma. Era también la única línea en la que el ambulantaje estaba prohibido —aunque lo había y era caótico y alegre como en el resto del SCM— , por razones ahora indiscernibles. Contra el pesimismo, ese metro hacía que la gente fuera un poco menos un turista o un exiliado en su propia ciudad, que la crisis de presencia que azota el planeta se atenuara un poco. 

Durante algún tiempo, la Línea Dorada ofreció a este rincón de la ciudad una ilusión de cercanía, de metropolización, de formar parte de una smart city, de ese tipo de ciudades que se hermanan con otras del mundo en una de esas simulaciones que demuestran que el proyecto de la metrópoli es global y, valga la redundancia, cosmopolita. Pero, como decía Paul Virilio en El accidente original, “inventar el barco de vela o de vapor es inventar el naufragio; inventar el tren es inventar el accidente ferroviario”. En el momento en que se concibió la idea de un metro en la zona oriente de la ciudad (esto es, en una zona que sirve como periferia y por sistema debe seguir siéndolo), de alguna manera se inventó también la catástrofe del 3 de mayo. Y la amenaza estuvo siempre ahí incluso cuando la Línea Dorada funcionó más o menos normalmente, aunque nunca lo hizo: tan sólo en 2014, dos años después de inaugurada, tuvo que ser cerrada por completo; además de las múltiples veces que fue cerrada por mantenimiento. Tras el terremoto de 2017, cabe destacar, el uso de la línea quedó suspendida desde Olivos hasta Tláhuac durante un mes. 

Y aunque el chirrido ensordecedor de los convoys se ha detenido (ese sonido que en las curvas más pronunciadas se afilaba hasta parecerse a un grito de metal), el ritmo febril de la metrópoli no se detuvo: ni porque había una pandemia, ni porque había un tramo del metro como un fémur roto con los nervios al aire. A los exmetronautas de Tláhuac no les ha quedado otra cosa que tratar de salvarse y cruzar diariamente por la zona del desastre: “propedéutica de resiliencia ciudadana con miras a recomponer la unidad de fachada metropolitana ante cualquier forma posible de catástrofe, entre las cuales se incluye un levantamiento popular”. (Consejo Nocturno, 2018, p. 59). 

La pregunta como siempre es: ¿qué hacer? Mudarse de la ciudad o simplemente cambiar una periferia por otra sería la respuesta más práctica, pero sería una desobediencia adherida a la lógica imperial de la metrópoli, y a uno de sus mejores dispositivos, la esperanza, ese invento que ya trae consigo su accidente. Lo primero sería rehusarse a la promesa ya insostenible de la metrópoli que en Tláhuac (como lo es también en Ecatepec, en Iztapalapa, Los Reyes o cualquier otra periferia que venga a la mente) es signo de algo que está exhausto, que ya no puede más: el crecimiento de ese magnífico monstruo, ese esperpéntico tetragramatón titulado CDMX. Contra las devastaciones futuras y proyectadas de esa Utopía hay que pensar en algo para lo que no es necesario pedir permiso. Un punto de partida para nuevas geografías. Una secesión íntima, “porque lo íntimo es también dominio del poder” (Consejo Nocturno, 2018, p. 81). Una despedida como repudio a la metrópoli que nos ha lisiado. Pensar en eso que se resume en una palabra: “adiós”.  

Y después, otra vez como siempre, sobrevivir al apartheid y, sobre todo, no olvidar. 

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Lo que hoy se cayó https://arquine.com/lo-que-hoy-se-cayo/ Thu, 12 Jul 2018 18:37:56 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/lo-que-hoy-se-cayo/ El día de hoy, a dos meses de su inauguración, se reporta el derrumbe estructural de uno de los niveles de la zona comercial del conjunto. ¿Qué fue lo que hoy se cayó?

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El 26 de noviembre de 2016, a consecuencia de una fuga de agua, cayó una sección de un edificio que se encontraba apenas en obra: la Plaza Comercial Artz Pedregal, proyectada por el grupo Sordo Madaleno Arquitectos. El 1 de diciembre del mismo año  la falla permanecía en el predio, provocando una grieta que causó el desplome de una parte de la banqueta del Periférico. El primero de junio de 2017, el periodista Arturo Páramo reportó para Excélsior la “clausura simbólica” por parte de vecinos del Pedregal. El pronunciamiento ciudadano declaraba que la delegación de Álvaro Obregón, así como la Benito Juárez, concentraban mayoritariamente el desarrollo inmobiliario, y se pedía un alto a la construcción.

De todas maneras, el 8 de marzo de 2018, con la presencia de quien fuera Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Miguel Angel Mancera, fue inaugurado el conjunto de usos mixtos conformado por torres corporativas, un parque y un espacio comercial que incluyó restaurantes y cines. El presidente de SMA, Javier Sordo Bringas, comentó que la plaza era “más que sólo un proyecto, es un espacio que mejora la ciudad y por tanto la calidad de vida de sus usuarios”. En la memoria descriptiva, publicada por el grupo inmobiliario, se lee lo siguiente: “Después de varios análisis y bajo el entendimiento de que existen escasos espacios públicos de calidad en la ciudad, el concepto central de ARTZ Pedregal se basa en la creación de un parque público de 5,000 metros cuadrados con forma de herradura creado como espacio primordial con abundante vegetación, paseos orgánicos, plazas y espejos de agua que logran una sensación de aislamiento y tranquilidad al aire libre.”

El día de hoy, a dos meses de su inauguración, se reporta el derrumbe estructural de uno de los niveles de la zona comercial del conjunto. En los videos que se han difundido en redes sociales pueden apreciarse, desde distintos ángulos, cómo se desmoronan algunos de los rasgos distintivos de una arquitectura que definió el proyecto de ciudad dirigido por Miguel Ángel Mancera: el vidrio, los techos verdes con plantas y tierra, los espacios “públicos” dedicados al comercio. Fausto Lugo, secretario de Protección Civil, dijo que no hay heridos en la zona. En una entrevista, Hiram Almeida, secretario de Seguridad Pública de la Ciudad de México, aseguró que el “derrumbe” estaba planeado y que el edificio se encontraba “evacuado”.

En cualquier caso, lo que hoy se cayó fue más que una parte de un centro comercial recién inaugurado, como el pasado 19 de septiembre se cayeron más que cuarenta edificios y varios miles resultaron dañados. Se cayó o se terminó de caer la confianza de muchos habitantes de la Ciudad de México —quienes han protestado en casos de desarrollos similares o como afectados de los terremotos— en una forma de “desarrollo” acelerado donde existe la percepción pública de que muchos no están poniendo la atención suficiente a la planeación, la seguridad y la viabilidad de estos proyectos. No faltará, por supuesto, quien suponga que no es que funcionarios, constructores e inversionistas, pongan poca atención a esos temas sino que prefieren mirar a otra parte. El caso particular de este derrumbe habrá que investigarlo y aclararlo. Pero más allá de eso, urge discutir a profundidad los temas de planeación, permisos y, sobre todo, cuál es la ciudad que es posible y deseable que construyamos entre todos.

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El hombre que vio demasiado https://arquine.com/el-hombre-que-vio-demasiado/ Mon, 26 Jun 2017 02:07:38 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-hombre-que-vio-demasiado/ Enrique Metinides nació en la Ciudad de México el 12 de febrero de 1934, hijo de inmigrantes griegos. Su padre le regaló su primera cámara a los ocho o nueve años y desde entonces empezó a tomar fotografías de automóviles accidentados y de escenas de crímenes en la pantalla del cine Roxy. A los doce publicó su primera foto y al año siguiente ya era asistente del fotógrafo de nota roja del periódico La Prensa, donde seguiría trabajando por casi cincuenta años.

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El domingo 20 de abril de 1979 Enrique Metinides tomó una de sus fotografías más conocidas entre las más de millón 700 mil que hizo —tres mil al mes por 49 años, dice el mismo Metinides. Ese día, en la esquina de avenida Chapultepec y Monterrey, un datsun blanco atropelló a Adela Legarreta Rivas, una periodista que en la tarde presentaría un libro que acababa de publicar. Legarreta murió al instante. Su cuerpo quedó prensado entre dos postes. Los ojos abiertos. La mirada dirigida al cielo.

 

original

Jaralambos Enrique Metinides Tsironides nació en la Ciudad de México el 12 de febrero de 1934, hijo de inmigrantes griegos. Su padre le regaló su primera cámara a los ocho o nueve años y desde entonces empezó a tomar fotografías de automóviles accidentados y de escenas de crímenes en la pantalla del cine Roxy, que administraba su hermana. A los doce publicó su primera foto y al año siguiente ya era asistente del fotógrafo de nota roja del periódico La Prensa, donde seguiría trabajando por casi cincuenta años. El trabajo y la vida de Metinides son el tema del documental El hombre que vio demasiado, escrito y dirigido por Trisha Ziff, quien antes dirigió también el documental La maleta mexicana, que cuenta el hallazgo en México de más de 4,500 negativos tomados durante la Guerra Civil española por varios fotógrafos, incluyendo a Robert Capa.


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La película presenta a Metinides como un coleccionista obsesivo: de imágenes, no sólo propias sino ajenas, pues en más de 700 álbumes archiva las fotografías que recorta cada día de los periódicos que compra y que clasifica por tema: terrorismo en España, guerra Israel-Palestina, Iraq. Pero también colecciona figuritas de ranas —por un amuleto de la suerte que carga consigo desde niño, además de estampas de la Virgen de Guadalupe y varios santos en su cartera— y carros de bomberos y ambulancias de juguete con los que a veces recrea, frente a impresiones de sus fotos, algunas escenas de accidentes. El hombre que empezó de niño a tomar fotos de accidentes casi como un juego, juega de viejo a recrear accidentes como un niño. Es muy fácil, pero no por eso necesariamente errado, deducir de esas escenas de dónde viene cierta inocencia en la mirada de Metinides. Inocencia: no ingenuidad. En el trabajo de Metinides hay una claridad total de los efectos que persigue y cómo lograrlos. Quizás más un pragmatismo que una poética, pero efectivo al fin.

 

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En su libro El peso de la representación, John Tagg cita el trabajo de S.G.Ehrlich Photographic Evidence, the Preparation and Use of Photography in Civil and Criminal Cases, publicado en 1961. Hablando de fotógrafos forenses, Ehrlich dice que deberán “mostrar el tema representado de modo neutro y directo” y que debían ser advertidos “contra la presentación de efectos dramáticos: todo drama en la imagen debe emanar únicamente de su propio tema y no de técnicas fotográficas afectadas.” Aunque Metinides no es un fotógrafo forense sino de prensa, la descripción queda bien a su trabajo. Tagg también cita a Harold Pountney, quien en su libro Police Photography, de 1971, dice que una fotografía de un crimen “debe incluir todo lo perteneciente a su tema y todo lo relevante para su finalidad,” algo que Metinides también menciona como una regla no escrita en su forma de trabajar. Pountney también recomienda “siempre que sea posible, realizar las fotografías desde el nivel del ojo.” Ahí Metinides piensa distinto. Se aleja y toma distancia, haciendo la foto a veces desde alguna azotea para incluir no sólo el conjunto entero, cuando se trata de un accidente, sino a los espectadores, quienes en su mayoría no ven los restos materiales o humanos sino hacia el objetivo, es decir: hacia afuera, donde su mirada encuentra la nuestra, como si así nos hicieran sus cómplices en ese acto morboso de hacer del sufrimiento ajeno un espectáculo. Mientras, Metinides desaparece de escena, y al dejarnos frente a frente a los curiosos de ambos lados de la lente parece decirnos: esto es lo que querían ver, ¿verdad? Con todo, la distancia entre Metinides y lo que fotografía no es absoluta. En el documental dirigido por Christian Frei War Photographer, James Nachtway se pregunta sobre esos momentos en los que el fotógrafo debe intervenir en lo que sucede más allá de registrando imágenes. Metinides, por su parte, cuenta cómo varias veces, tras tomar unas cuantas fotos, dejó la cámara al lado para socorrer a los heridos o, simplemente, llorar por lo que había pasado.

El documental El hombre que vio demasiado, se exhibe en estos días comercialmente en algunos, pocos cines de la Ciudad de México.






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Arte y azar, autos y accidentes. https://arquine.com/arte-y-azar-autos-y-accidentes/ Mon, 21 Dec 2015 09:15:59 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/arte-y-azar-autos-y-accidentes/ La composición de las esculturas de John Chamberlain es bastante tradicional. Comúnmente se le compara con estructuras barrocas. Es el arte culto dentro del contexto de lo accidental y lo neutro. Resulta nuevo e importante que la composición es difícil de ver, que está dominada por el contexto y que está yuxtapuesta a la ausencia de orden. No es notable que la alusión a un orden racional se yuxtaponga a la representación del accidente. Eso es lo esencial del expresionismo —Donald Judd.

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El accidente es la sorpresa, dice Paul Virilio, “lo que sucede sin pensarlo, lo que llega. Es la revelación de algo que está en espera en cada sustancia; la invención indirecta de la ciencia y las tecnociencias. Inventar el barco es inventar el naufragio; inventar el avión es inventar el que se estrelle; el tren es la catástrofe ferroviaria. El progreso científico y técnico hace progresar el accidente. La innovación es inseparable de la negatividad.” El accidente es el destino y el accidente seduce —la seducción es el destino, decía Jean Baudrillard.

“La ciencia y la tecnología se multiplican a nuestro alrededor. Cada vez más son ellas las que nos dictan el lenguaje en que pensamos y hablamos. Utilizamos ese lenguaje o enmudecemos.” Eso lo escribió J.G.Ballard en la introducción a su novela Crash, la historia de personas que se excitan sexualmente al presenciar o estar involucrados en choques de automóviles. “Crash por supuesto no trata de una catástrofe imaginaria —agrega Ballard—, por muy próxima que pueda parecer, sino de un cataclismo pandémico institucionalizado en todas las sociedades industriales y que provoca cada años miles de muertos y millones de heridos.”

John Chamberlain nació el 16 de abril de 1927 en Rochester, Indiana. Creció en Chicago, donde estudió en el Art Institute y luego en el Black Mountain College. Chamberlain murió el 21 de diciembre del 2011 en Manhattan. Una semana después, el diario inglés The Guardian publicó su obituario:

Estrellándose en su estudio una noche de 1962, más que un poco borracho, John Chamberlain miró una pieza de metal comprimido que había sido parte del cuerpo de un automóvil y que constituía una des us potenciales obras maestras escultóricas. Colgaba del muro, recalcitrante a someterse a sus expectativas. Chamberlain tomó un marro y se lanzó sobre la escultura. El martillo aplastó el metal y se hundió tan profundamente que sólo unas tres pulgadas del mango sobresalían. “Todas las piezas hicieron clink, clink, clink,” contó después Chamberlain. la obra maestra se había terminado y Chamberlain la bautizó Dolores James y hoy es parte de la colección del Museo Guggenheim en la Quinta Avenida de Nueva York.

El ataque a martillazos de Chamberlain a su futura escultura, ¿qué tan distinto es al mítico martillazo con que según la leyenda Miguel Ángel terminó su Moisés exigiéndole que hablara, tan perfecto que le parecía? ¿O qué tan distinto es al golpe de azar que estrelló el Gran Vidrio de Duchamp y con el que éste lo dio por terminado? En 1965 Donald Judd escribió sobre el trabajo de Chamberlain que “una de las principales polaridades en su trabajo temprano se da entre la apariencia gastada y accidental y la muy desarrollada composición.” Para Judd, que dedicó un lugar especial a la obra de Chamberlain entre los que acondicionó en Marfa, Texas, hay dos caras en la apariencia accidental de su trabajo: “parece neutral, no tanto desorden como la ausencia de orden” y, por otro lado, “parece desorden, específicamente accidental y debido al azar.” Judd explica que así se establece una nueva condición en la que “el orden no es ya sólo racional y el azar no es simplemente todo lo que resta.” Judd agrega:

La composición de las esculturas de Chamberlain es bastante tradicional. Comúnmente se le compara con estructuras barrocas. Es el arte culto dentro del contexto de lo accidental y lo neutro. Resulta nuevo e importante que la composición es difícil de ver, que está dominada por el contexto y que está yuxtapuesta a la ausencia de orden. No es notable que la alusión a un orden racional se yuxtaponga a la representación del accidente. Eso es lo esencial del expresionismo.

El accidente en la obra de Chamberlain no es el del auto estrellándose —de hecho, el material de sus piezas no proviene de accidentes automovilísticos. Adrain Kohn cita a Irving Sandler, quien escribió que las piezas de Chamberlain “podrían ser inteligentes y punzantes monumentos conmemorando accidentes en las autopistas, la trágica evidencia de la poca habilidad del hombre para lidiar con la máquina. Sin embargo, las imágenes sugeridas por los restos industriales son tan poco importantes como las asociaciones geológicas evocadas por el mármol de las estatuas clásicas griegas.” Al propio Chamberlain le molestaba que sus críticos y el público no udieran librarse del “síndrome del auto accidentado.” El accidente en Chamberlain se da, más bien, como Judd anotó, en la tensión entre el orden compositivo racional y lo que éste no explica pero no se queda necesariamente fuera. Es una idea positiva del accidente, como explica Virilio: “pues revela algo importante que de otra manera no podríamos ser capaces de percibir. En ese sentido, es un milagro profano.”

El cargo Arte y azar, autos y accidentes. apareció primero en Arquine.

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