Resultados de búsqueda para la etiqueta [Roland Barthes ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 15 Oct 2024 00:25:10 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Arquitectura enmascarada https://arquine.com/arquitectura-enmascarada/ Mon, 14 Oct 2024 16:09:19 +0000 https://arquine.com/?p=93299 El cuidado por uno mismo también es un cuidado por los lugares en los que se articula y despliega la vida de una persona y de una comunidad. Martin Heidegger, Construir, habitar y pensar La imagen se ha convertido en la forma dominante bajo la cual interactuamos con el otro. Era de esperarse que el […]

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El cuidado por uno mismo también es un cuidado por los lugares en los que se articula y despliega la vida de una persona y de una comunidad.
Martin Heidegger, Construir, habitar y pensar

La imagen se ha convertido en la forma dominante bajo la cual interactuamos con el otro. Era de esperarse que el gran bullicio sobre la cuestión de la imagen durante el siglo XX trajera consigo repercusiones directas en las conductas del siglo XXI, al montarnos de manera casi permanente en un escenario simulado y configurado por nosotros mismos, para deleite de la cada vez más ávida retina o lente fotográfica que nos observa.

En su famoso libro, La cámara lucida, Roland Barthes realiza una acertada descripción de la transformación del sujeto frente a una cámara: “Pero muy a menudo (demasiado a menudo, para mi gusto) he sido fotografiado a sabiendas. Entonces, cuando me siento observado por el objetivo, todo cambia: me constituyo en el acto de posar], me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en la imagen”. [1]

Barthes da una lectura personal de como el individuo, al ser fotografiado, se desvincula de sí mismo, para formar parte de una transformación activa en la que busca una representación idílica, y cambia de manera automática su semblante para interpretar otro cuerpo y enmascarar el suyo, convirtiendo a la máscara en una extensión intrínseca del individuo enfrentado al observador.

La máscara es, entonces, un elemento de transformación facial. En la Antigüedad, los griegos implementaron máscaras para escenificar las tragedias en los teatros y en la falda de la Acrópolis. La máscara era un objeto que posibilitaba la transformación de la persona en un personaje, es decir: la despersonificación de la identidad propia para interpretar temporalmente otra.

Fig. 2. Fiesta de la mojiganga en Zacualpan de Amilpa, México

Con el paso del tiempo el objeto “máscara” se consolidó bajo una fuerte carga simbólica y representativa para algunas culturas y regiones, como las máscaras africanas, utilizadas en ceremonias y danzas teatrales; o las de los egipcios, conocidos por sus máscaras funerarias. En el caso de las culturas originarias de Mesoamérica, el uso de máscaras data de épocas prehispánicas. Incluso con la prohibición que pesaba sobre las visiones místicas de los pueblos sometidos bajo el colonialismo europeo, la máscara perduró como un elemento identitario y de alto valor tradicional que se mantiene hasta nuestros días [figs. 1 y 2]. Como ejemplo, la fiesta de la mojiganga, tradición del pueblo Zacualpan de Amilpas (Morelos, México). “El nombre Zacualpan deriva de las palabras en náhuatl tzacaulli, que significa lo que tapa, oculta o encierra algo y pan, preposición que quiere decir en o sobre”. [2] En este sentido, la relación de la máscara con la región es un vínculo identitario con sus habitantes, pero no sólo de forma ceremonial: la fiesta conlleva un proceso colaborativo y de pertenencia, ya que meses antes del evento, se crean talleres de trabajo en la comunidad para la elaboración colectiva de las máscaras, lo que sirve de puente para la integración del individuo con el colectivo. Sofía Martínez del Campo, quien curó, entre otras cosas, la exposición Máscaras mexicanas, símbolos velados (2015), escribió lo siguiente: “Las máscaras son una forma de poesía en la que rasgos y formas se funden y son lo mismo, en donde la relación entre el símbolo y el objeto lleva a cada uno a convertirse en metáfora del otro, por lo que su aspecto es evidencia de su significado”. [3] Sin duda, la máscara ha creado un aura y una estela de identidad y pertenencia bajo su doble voluntad —la representación y el anonimato—, no obstante, esa misma voluntad proporcionada por el encubrimiento ha sido absorbida por la hiperproducción y el consumo, que dan como resultado una imagen maquillada y camuflada, cuyo objetivo es pertenecer.

Esta conducta, en lo que va del siglo, ha ido en aumento, pero no sólo ha tenido repercusiones en el sujeto como individuo, sino que se ha traspalado en gran parte a los objetos y el espacio. Es decir, tanto el sujeto como el objeto han desarrollado dicha voluntad de mutación o enmascaramiento como objeto de consumo con exclusividad visual.

Con la movilidad de las masas a los múltiples puntos de interés turístico, dicho enmascaramiento ha tomado cada vez más protagonismo en las ciudades, con el objetivo de atraer aquel individuo interesado en habitar un espacio “visualmente estético”, lo que coloquialmente se llama como “instagrameable”, encareciendo la vida del local, desgarrando aquella carga simbólica y sustituyéndola por representaciones, que generan una ilusión de vínculo identitario con el individuo por medio de la ciudad y su comunidad: una “máscara” de aceptación que se refleja en el estampando de sus productos y que posibilita una falsa apropiación, como si el hecho de portar una gorra de los Yankees te convirtiera en neoyorquino u hospedarte en un Airbnb te transformara en un local.

Fig. 3. “Barcelona, posa’t guapa”, campaña para mejorar la imagen urbana de la capital catalana

Barcelona es un gran ejemplo para clarificar la intención de enmascarar la ciudad. Desde su campaña en 1985, “Barcelona, posa’t guapa” (“Barcelona, ponte guapa”) [fig. 3] y, por extensión, la Barcelona olímpica, hasta nuestros días, cuando la capital catalana ha cedido sus fuerzas al mercado, se ha vuelto una ciudad del vacío. Con esto hago referencia a la absorción y destierro de los interiores de las casas barcelonesas por sus famosas fachadas autoportantes [fig. 4] o las “fachadas al aire” de las que habla Juan José Lahuerta en su libro La destrucción de Barcelona (2005). Si se entiende la fachada como un elemento que estira el tiempo, esta arrastra el ayer a un presente que, al reconocerse como pasado, se “autentifica” y, permitiéndonos el oxímoron, crea una falsa autenticidad que hace de la verdadera un engaño que permanece estático en el plano estético.

El propio Lahuerta hace una analogía al respecto, apoyándose en la imagen del crustáceo para referirse a la situación por la que han pasado algunas viviendas barcelonesas como cuerpos vacíos: “Porque esas fachadas, en verdad, son como sus caparazones después de que haya sido absorbida su carne, aspirando todo lo blando y jugoso, suculento, que tiene dentro. Las manzanas, los bloques y las casas de algunos barrios de Barcelona han sido vaciados también de esa carne y esos jugos de los que está hecha, al fin y al cabo, la vida, una vida atesorada por el tiempo, acumulada. Las fachadas no son sino lo más concreto, el caparazón, el hueso que está afuera, una triste armadura. A veces, en las marisquerías, uno encuentra langostas disecadas, rojas y brillantes, no muy distintas a las que están hechas de plástico”. […] Esta situación hace de la ciudad una completa escenificación superflua y estática, una representación de sí misma. [4]

Fig. 4. Fachada autoportante en el centro de Barcelona

Me viene a la mente una película como La gran belleza (Paolo Sorrentino, 2013). En ella hay una escena que manifiesta la obsesión por el estiramiento del tiempo para evitar el paso hacia la vejez y que ejemplifica de buena manera el espejismo dialéctico de la ciudad con respecto a lo social, y viceversa: Jep —el protagonista— asiste a una especie de ceremonia o ritual en una sala de espera, en la que se encuentra reunido un gran grupo de personas para recibir inyecciones en distintas partes del cuerpo, ya sean labios, frente, pómulos o lo que sea con la finalidad de rellenar los vacíos de un cuerpo deteriorado. A su vez, llama la atención, una monja que entra en escena y se posiciona frente al cosmetólogo [fig. 5] —este último iluminado y en postura casi eucarística—, evidencia el intercambio en los roles dictatoriales que juega la estética en nuestra sociedad actual y manifiesta la sustitución de una realidad por su representación, tanto en el caso de Barcelona —como ciudad— como en la escena cinematográfica —como sociedad—. Ambos ejemplos remiten a la máscara en el sentido de que personifican a los cuerpos, tanto humanos como arquitectónicos (aparentar ser lo que no se es). Esta lucha, en apariencia interminable sobre la manipulación de la imagen en búsqueda de una “autenticidad” que nos identifique con el otro, elimina precisamente a la primera, lo auténtico, y la hace formar parte de lo genérico. Sin embargo, se hace notoria la coproducción del individuo y su representación: al ser una dependiente de la otra, la ausencia o deficiencia anula el reconocimiento de la otra y provoca un repliegue en sí mismo, ocasionado por la expulsión.

En su ensayo “Los modelos son reales”, Olafur Eliasson habla sobre el proceso transitorio de la representación a la realidad, que concibe como un modelo de representación, una realidad en sí misma: “Estamos siendo testigos de un cambio en la relación tradicional entre realidad y representación. Ya no evolucionamos del modelo a la realidad, si no del modelo al modelo, al tiempo que reconocemos que, en realidad, ambos modelos son reales”. [5]

Fig. 5. Escena del cosmetólogo en La gran belleza

Como prueba de esto tenemos los nuevos modelos de representación objetiva a los que apunta la arquitectura, como lo son los recorridos virtuales o renders, imágenes descriptivas del proyecto arquitectónico que buscan apegarse lo más posible a un estatismo representado por los objetos, para así mantener una continuidad en la representación del tiempo presente y asumir estas representaciones como una prueba tangible y fiel de la realidad. Esto corre en sentido contrario a lo que Olafur define como método tradicional, en el que los modelos forman parte de una secuencia temporal para su proceso de materialización. Se descarta así el proceso como parte indispensable de la realidad del objeto; se acortan las distancias entre su inicio y su fin; y se llega a una arquitectura de la imagen y el consumo, un reflejo de sus coproductores.

En algunas grandes ciudades como Barcelona, Ciudad de México o Nueva York, estas “representaciones” gráficas hiperrealistas se convierten de manera literal en la fachada “temporal” del edificio, ya sea en proyectos de remodelación u obras nuevas, como la impresión en una lona de dimensiones monumentales de la imagen objetivo de la intervención que elimina toda sorpresa [fig. 6] y abre camino a una crisis del tiempo o, mejor dicho, del consumo de la imagen en el tiempo.

Fig. 6. Representación impresa de reforma sobre fachada, Barcelona

Estamos viviendo un proceso de sometimiento hacia nuestros sentidos, es como si toda forma de explorar el mundo se hubiera reducido a la mirada como único y hegemónico sentido a través del cual nos reconocemos, no exploramos y nos validamos, una sociedad que ha subyugado toda carga simbólica ante la mirada del otro para comercializar su desnudez de manera explícita, acotando hasta su mínima expresión la capacidad de conocer e imaginar la historia y por lo tanto imposibilitado una consolidación histórica de nuestros tiempos.

 

Bibliografía 

[1] Barthes, Roland, La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Editorial Planeta, Barcelona, 2020, p. 31.

[2] Medina, Analí, “Máscaras y tradición de difusiones: el caso de la mojiganga en Zacualpan de Amilpas”, 2018. Disponible en: https://www.redalyc.org/journal/4558/455859449003/html/#re- dalyc_455859449003_ref8.

[3] Martínez, Sofía, Máscaras mexicanas, símbolos velados, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2015, p. 25.

[4] Lahuerta, Juan José́, La destrucción de Barcelona, Mudito & Co, 2005, pp. 15-16.

[5] Eliasson, Olafur, Los modelos son reales, Gustavo Gili, Barcelona, p. 11.

 

Procedencia de las imágenes:

Figs. 1 y 2: https://www.redalyc.org/journal/4558/455859449003/html/ 

Fig. 3: https://paisajeurbano.barcelona/2022/05/27/como-empe-zo-la-campana-barcelona-posat-guapa/

Fig. 4: Tomada de la portada la revista Diagonal, núm. 28.

Fig. 5: https://poral.eu/grande_bellezza.php

Fig. 6: Eduardo López Ruiz

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Aquí vivió Roland Barthes https://arquine.com/aqui-vivio-roland-barthes/ Thu, 25 May 2023 04:06:26 +0000 https://arquine.com/?p=78926 Roland Barthes vivió por más de treinta años en el número 11 de la calle Servandoni, en París. Primero en el 5º piso y luego en el 2º. En el 6º tenía su estudio, un espacio estructurado como una máquina para escribir, pintar y clasificar, según lo describió él mismo.

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Jean-Nicolas Servandoni nació en Florencia en 1695. Fue uno de los seis hijos de un cochero nacido en Lyon casado con una italiana. El único que se distinguió en las artes. Pintor, escultor y arquitecto. Fue famoso por sus escenografías y decorados para festivales. Después de trabajar por un tiempo en Londres, a los 29 años llegó a París. En 1732 ganó el concurso para hacer la fachada de la iglesia de San Sulpicio, cuya construcción se había iniciado casi un siglo antes, sustituyendo la parroquia que desde el siglo XII era parte del dominio de la abadía de Sait-Germain-des-Prés. Del costado sur de la iglesia sale una pequeña calle de sólo una cuadra de largo, que termina en el lado norte del Jardín de Luxemburgo y que lleva el nombre del arquitecto de la fachada: Rue Servandoni. Ahí, en el número 11, vivió y trabajó Roland Barthes. “En un bello edificio burgués de piedra blanca y con una gran puerta de fierro forjado,” escribió Laurent Binet en su novela La séptima función del lenguaje, que narra el asesinato de Roland Barthes. Pero Barthes no murió asesinado. Al menos no oficialmente. El 26 de febrero de 1980 lo atropelló la camioneta de reparto de una tintorería cuando caminaba de regreso a su casa tras una comida ofrecida por François Mitterrand y su futuro ministro de cultura, Jack Lang. Aunque Barthes tampoco murió cuando lo atropellaron. Murió en el hospital, un mes después, de complicaciones pulmonares. Desde los 19 años, cuando en 1934 le diagnostican tuberculosis, había padecido de los pulmones. Barthes había vivido junto a su madre hasta que ella murió en 1977. Hay quien especula que, deprimido, intentó suicidarse lanzándose al paso de la camioneta.

El departamento del 5º piso —escalera B— del número 11 de la calle Servandoni, lo había comprado Barthes a mediados de los años cuarenta, gracias a una herencia de su abuela materna. Ahí vivían él, su madre y su hermano menor. También compró dos habitaciones de servicio en el sexto piso del mismo edificio. Era su estudio de trabajo. “Por primera vez en París —escribe Tiphaine Samoyault en su biografía de Barthes—, tenía una oficina separada, a la que siempre se refirió como su «habitación», en la que podía recibir invitados y tener una vida más libre.” Había mandado hacer una escotilla que conectaba el departamento del 5º piso con el cuarto del 6º para poder entrar y salir sin usar la escalera del edificio. Samoyault cita una crónica que Guy Le Clec’h publicó en Le Figaro littéraire en 1964: “Levanta una trampa en el piso de su habitación. Baja unos cuantos escalones, regresa con su abrigo y estamos listos para dejar la cabina donde se están desarrollando algunas de las ideas más cautivadoras de los últimos años.”

En 1968, el escritor estadounidense Stephen Menick estudiaba un semestre en el American Center for Students and Artists. Uno de sus profesores fue Roland Barthes. Menick escribe:

“Un sábado a fines de junio, en un Barrio Latino donde había caído una especie de toque de queda no oficial, y casi cada vez que doblabas una esquina te encontrabas con la policía del batallón antidisturbios, visité a Barthes en su apartamento de la rue Servandoni, una calle como grieta junto a la Plaza de  Saint-Sulpice. Sólo vi el estudio de Barthes, una espaciosa buhardilla bajo una mansarda, ordenado, elegante, dividido en pequeños teatros: para trabajar, dibujar, y tocar musica.”

La idea de que su habitación estaba dividida en pequeños teatros, en puestas en escena, es muy cercana a lo que el mismo Barthes contaba. En una entrevista que le hizo Jean-Louis de Rambures, publicada el 27 de septiembre de 1973 en el periódico Le Monde con el título Roland Barthes: “una relación casi maniaca con los instrumentos gráficos”, Barthes dijo:

Soy incapaz de trabajar en la habitación de un hotel. No es el hotel en sí lo que me molesta. No se trata de una cuestión de ambiente, de decorado, sino de organización del espacio. (¡No en balde soy estructuralista o me califican de ese modo!) Para poder trabajar, debo poder reproducir estructuralmente mi espacio de trabajo habitual. En París, el lugar donde trabajo (todos los días, de 9:30 a las 14 —ese tiempo regular de funcionario de la escritura me conviene más que el tiempo aleatorio que supone un estado de excitación continua) se sitúa en mi habitación para dormir (que no es aquella donde me baño o donde como). Se complementa con un lugar para la música (toco el piano todos los días, más o menos a la misma hora: 14:30) y de un lugar “para pintar”, entre muchas comillas (casi cada ocho días ejerzo la actividad de pintor de domingo —necesito entonces un espacio para los manchones). En mi casa de campo, reproduje exactamente estos tres lugares. No importa si no están en la misma habitación. No son los muros sino las estructuras lo que cuenta.

Pero eso no es todo. Hace falta que el espacio de trabajo, propiamente dicho, esté dividido a su vez en cierto número de microlugares funcionales. Debe haber una mesa (me gusta que sea de madera, me relaciono bien con la madera). Y al lado otra mesa donde pueda amontonar las diferentes cosas con que trabajo. Y hace falta un lugar para la máquina de escribir y un pupitre para mis notas y fichas de microplaneación, para los tres días que siguen, y macroplaneación, para el trimestre. (Nunca las veo, pero su presencia me basta.)

En su libro Roland Barthes par Roland Barthes, publicado dos años después que esa entrevista, Barthes resume la descripción anterior acompañando algunas fotografías que lo retratan trabajando:

Mi cuerpo sólo está libre de todo imaginario cuando reencuentra su espacio de trabajo. Este espacio es en todas partes el mismo, pacientemente adaptado al goce de pintar, de escribir, de clasificar.

En 1976, cuando su madre ya estaba bastante enferma, Barthes rentó un departamento en el segundo piso, mudándose ahí con ella y dejando a su hermano el del quinto. Ese mismo año dictó su curso  ¿Cómo viviremos juntos?  en el Colegio de Francia. Tras la muerte de su madre, Barthes siguió viviendo en el segundo piso, pero usaba cada vez menos su cuarto del sexo. En su libro The Afterlives of Roland Barthes, Neil Badmington cita a Barthes escribiendo entonces: “¿Cómo voy a vivir aquí, completamente solo?”

Hace unos años, en algunas publicaciones francesas de bienes raíces, apareció un breve anuncio acompañado, también, de varias fotografías: una agencia inmobiliaria y de decoración había “renovado este apartamento parisino, de apenas 25 metros cuadrados, en tonos neutros y elegantes (chics). Antigua oficina del escritor Roland Barthes, este apartamento de dos piezas conserva su bello parqué y sus volúmenes atípicos, al mismo tiempo que reencuentra una segunda juventud.” Entre las fotografías, una que enmarca la ventana abierta, confirma lo que Barthes escribió en su texto sobre la Torre Eiffel, publicado en 1964:

No hay casi ninguna mirada parisina a la que no toque en algún momento del día; cuando, al escribir estas líneas, empiezo a hablar de ella, está ahí, delante de mí, recortada por mi ventana; y en el mismo instante en que la noche de enero la difumina y parece querer que se vuelva invisible y desmentir su presencia, he aquí que dos pequeñas luces se encienden y parpadean suavemente girando en su cima.

 

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La arquitectura [tal vez no] ha muerto https://arquine.com/la-arquitectura-no-ha-muerto/ Thu, 07 Apr 2022 07:09:06 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-arquitectura-no-ha-muerto/ Alvaro Siza declaró que la arquitectura está agonizando. Quizá lo que se está transformando o extinguiendo es la figura del arquitecto como autor. Quizá hay que darle la vuelta al mito y el nacimiento de un habitante emancipado deba pagarse con la muerte del arquitecto-autor.

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“Es difícil el acceso al trabajo. El ejercicio de nuestra profesión está muy mal, la arquitectura está en agonía. El trabajo de arquitecto está actualmente mal pagado y mal apoyado.” Esta declaración, publicada el pasado domingo, 3 de abril, en el periódico La voz de Galicia, no la dio cualquier arquitecto. Lo dice un arquitecto que no sólo recibió el Premio Pritzker en 1992 —lo dice la introducción de la entrevista desde la primera línea— sino que, además, es admirado, respetado y estudiado por muchos dentro de la disciplina que no necesariamente piensan que un premio, así sea el Pritzker, garantiza la calidad de quien lo recibe. Álvaro Siza es un arquitecto que el consenso entre sus pares califica como gran autor, aunque probablemente no tenga el arrastre entre el gran público de otros quienes hayan recibido el mismo premio, como Frank Gehry y Zaha Hadid. Parte de la frase se convirtió en la sentencia lapidaria que da título a la entrevista: Álvaro Siza: «La arquitectura está en agonía».

Fue un error inventar la arquitectura moderna en el siglo XX. La arquitectura desapareció en el siglo XX. Hemos estado leyendo una nota al pie de página con el microscopio con la esperanza de que se convertirá en una novela.

Eso lo escribió Rem Koolhaas, también ganador del Pritzker, en su conocido ensayo Junkspace, publicado en el número 100 de la revista October, en la primavera del 2002, veinte años antes de que Siza señalara que “la arquitectura está en agonía”. Entonces, si la arquitectura desapareció, según Koolhaas, con el siglo XX, en algún momento reapareció pero agonizante, de creerle a Siza.

Por supuesto, junto con el fin de la historia, la muerte del arte, del autor y hasta de Occidente no son temas nuevos en el pensamiento de muchos filósofos y críticos desde hace, al menos, un par de siglos, aunque en tiempos más recientes la emisión de certificados de defunción filosóficos se haya multiplicado. Como escribe la filósofa Marina Garcés:

Nuestro tiempo es el tiempo del “todo se acaba”. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y las revoluciones. Hemos ido viendo cómo se acaba el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Ahora vemos cómo se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio, y cómo se extinguen los ecosistemas y su diversidad. En definitiva, nuestro tiempo es aquel en que todo se acaba, incluso el tiempo mismo. No estamos en regresión. Dicen, algunos, que estamos en proceso de agotamiento o de extinción. Quizá no llegue a ser así como especie, pero sí como civilización basada en el desarrollo, el progreso y la expansión.

Esta nuestra condición de agotamiento, ya no es posmoderna, Garcés la califica como póstuma: “un tiempo de prórroga que nos damos cuando ya hemos concebido y en parte aceptado la posibilidad real de nuestro propio final.” O del de la arquitectura.

“No nos engañemos; la arquitectura murió, murió para siempre,” declaró enfático Victor Hugo en el célebre capítulo de Nuestra Señora de París titulado “Esto matará aquello”, haciendo que la declaración de Koolhaas sobre la desaparición de la arquitectura, y la de Siza sobre su posterior agonía, sean de cierto modo postumas. ¿De qué murió la arquitectura? A renglón seguido Victor Hugo lo explica: la arquitectura murió “asesinada por el libro impreso, asesinada porque dura menos, asesinada porque cuesta más.” De paso, Victor Hugo explicó así, anticipadamente, por qué Le Corbusier o Koolhaas, por ejemplo, fueron arquitectos de libros impresos antes que de edificios construidos. Resumiendo apresuradamente los argumentos de Victor Hugo, la humanidad legó a la arquitectura “cuando el bagaje de recuerdos del género humano llegó a ser tan pesado y confuso que la palabra desnuda y volátil corrió el peligro de perderse en el camino, se transcribieron en el suelo de la manera más visible, más duradera y a la vez más natural. Se selló cada tradición bajo un monumento.”  Victor Hugo plantea que “desde el origen de las cosas hasta el siglo XV de la era cristiana, inclusive, la arquitectura es el gran libro de la humanidad, la expresión principal del hombre en sus diversos estados de desarrollo, sea de fuerza o de inteligencia.” Derridiano avant la lettre, Hugo postula a la arquitectura como una archiescritura, que comienza como un alfabeto: “Se yergue una piedra y es una letra, y cada letra es un jeroglífico, y sobre cada jeroglífico reposaban un grupo de ideas como el capitel sobre la columna” Después de los jeroglíficos, la arquitectura llegará a escribir palabras y hasta frases enteras, y se convierte así en el medio de comunicación de la humanidad por excelencia. La arquitectura no es que cantara, como dijo Valery que lograban ciertos edificios, sino que cuenta: nos cuenta quienes somos, dónde estamos, de dónde venimos. Durante milenios, dice Hugo, todas las fuerzas materiales e intelectuales de la humanidad confluyen en la arquitectura, y todo aquél que nacía poeta se hacía arquitecto. La imprenta cambia esa historia hecha de piedras. El libro mata al edificio, porque el libro “es un medio de perpetuar el pensamiento humano no sólo más duradero y resistente que la arquitectura, sino más simple y más fácil.” El libro impreso destrona a la arquitectura que, entonces agoniza: “se seca poco a poco, se atrofia y se desnuda.” Con una frase que bien podría ilustrarse con una imagen de la Catedral de París al lado del dibujo de la casa dom-ino de Le Corbusier, Hugo dice que con la aparición del libro impreso:

La forma arquitectural del edificio se borra cada vez más y deja aparecer la forma geométrica, como la estructura ósea de un enfermo enflaquecido. Las bellas líneas del arte dejan lugar a las frías e inexorables líneas del geómetra. Un edificio ya no es un edificio, sino un poliedro. La arquitectura, mientras tanto, se atormenta por ocultar su desnudez.

Así, siglos antes antes de que, como planteó Koolhaas por escrito, “el aire acondicionado dictara los regímenes mutantes de organización y coexistencia que dejaron atrás a la arquitectura”, ésta había muerto a golpes de tipos móviles. El aire acondicionado sería sólo la respiración artificial para el paciente agonizante y los señalamientos de Koolhaas y Siza, ante lo dicho por Victor Hugo, evidentemente póstumos. Pero, en el caso de Siza, quizá esta interpretación es parcial y me he dejado llevar por el título dado a la entrevista: la arquitectura está en agonía. La frase completa de Siza en realidad habla de la profesión de arquitecto, no de la arquitectura, que no es lo mismo. Siza dice que “es difícil el acceso al trabajo” y que el arquitecto “está actualmente mal pagado y mal apoyado.” Y cuando Montse García, la entrevistadora, pide que explique por qué afirma que está en agonía la arquitectura, Siza vuelve a hablar del cambio en las normas (europeas) que “permitían una vida profesional normal”. Que a los arquitectos se les paga poco y que, además, “fueron abolidos los derechos de autor, por lo tanto, no se puede defender la autoría.” A Siza le preocupa, pues, al menos en estas declaraciones, la salud del arquitecto en tanto profesionista reconocido y, sobre todo, en tanto autor. Tanto le preocupa que llega a afirmar, sin que sea necesariamente cierto, que las cuitas del “autor” implican la posible desaparición ya no de su obra, sino, en el caso del arquitecto en tanto autor, la agonía de la arquitectura misma. Y no, no es así. En 1968 Roland Barthes escribió en un texto titulado, precisamente, La muerte del autor:

El autor es un personaje moderno, producido indudablemente por nuestra sociedad, en la medida que ésta, al salir de la Edad Media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de manera más noble, de la “persona humana.” Es lógico, por lo tanto, que en materia de la literatura sea el positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, el que haya concedido la máxima importancia a la “persona” del autor.

Y si el “autor” tuvo un origen —tardío en relación a la escritura con unos 4,500 años de retraso—, también puede tener un final: la muerte del autor. Mallarmé, Valery o los surrealistas, dice Barthes, empezaron a “suprimir al autor en beneficio de la escritura”. La figura del autor deja de imaginarse como el origen único de la obra y el texto, dice Barthes, se empieza a entender como “un espacio de múltiples dimensiones”, como “un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura.” Un año después del texto que asignamos al personaje-autor Barthes, Michel Foucault escribió el ensayo ¿Qué es un autor? Foucault también cuestiona la relación de la obra con el autor y la misma idea de unidad, tanto para la idea de obra como para la de autor. Foucault usa de ejemplo la publicación de las obras de Nietzsche, en una buena parte de manera póstuma. ¿Cuál es su obra? Todo lo que publicó en vida, por supuesto, dice, ¿pero los borradores, las notas en los cuadernos, incluso las tachadas? ¿Por qué un posible aforismo sí sería parte de la obra de Nietzsche y no una dirección o la cuenta de la lavandería? ¿Qué hace que pensemos algún texto como una obra y a quien lo escribió como su autor? Foucault hace del nombre de autor no sólo una función del discurso, sino aquello que caracteriza cierto modo de ser del discurso: esto es un poema, aquello una receta de cocina. 

Mi sopa de pollo espesada con almendras tiernas molidas

Mi mezcla de verduras de invierno.

Queridísimos tagliatelle con setas, hinojo, anchoas,

Salsa de tomate y vermut.

Amado rape estofado con cebolla, alcaparras

Y aceitunas verdes.

 

Lo anterior no es un menú de degustación de un sofisticado chef. Es un poema firmado por Charles Simic. El nombre de Simic en tanto autor, como el de cualquier otro, según Foucault “no está situado en el estado civil de los hombres, tampoco está situado en la ficción de la obra, está situado en la ruptura que instaura un cierto grupo de discursos y su modo de ser singular.” Pensemos, a la luz de esto que explica Foucault, aquella primera frase del libro de Nikolaus Pevsner An Outline of European Architecture (1943):

Un cobertizo para bicicletas es un edificio (building); la Catedral de Lincoln es una obra de arquitectura (piece of architecture). Casi todo lo que encierra (encloses) el espacio a una escala suficiente para que un ser humano se mueva dentro es un edificio; el término arquitectura se aplica sólo a los edificios diseñados con vista en un atractivo (appeal) estético.

Así como entre los textos o discursos sólo algunos se conciben con un “modo de ser singular”, en tanto obras literarias y esa distinción depende de la relación que supuestamente existe entre la obra y la figura del autor, en los edificios hay algunos que se distinguen porque, además, son arquitectura. En principio, según Pevsner —y no sólo él— eso depende de un suplemento estético. Esa idea llevará al filósofo Karsten Harries a escribir en su libro The Ethical Function of Architecture:

Imaginemos a alguien que construye un cobertizo de bicicletas preocupado por seguir la sección áurea en cada manera posible: él, también, está agregando un componente estético al cobertizo funcional; también quien quisiera hacer que su cobertizo para bicicletas aparente ser una ruina, o quien quisiera que apreciáramos el cobertizo como un acto subversivo, o como un acertijo repleto de pistas que sólo revelan su secretos al iniciado, o como un comentario irónico sobre lo que la arquitectura ha llegado a significar. En cada caso, el resultado no sería un simple cobertizo para bicicletas, un mero edificio, sino que podría reclamar la dignidad de una obra de arquitectura. Estirando un poco el término, quisiera llamar a esos edificios, también, cobertizos decorados —término que, por supuesto, pertenece a los autores de Aprendiendo de Las Vegas.

El comentario de Harries a la idea de Pevsner hace pensar, además de en el cobertizo decorado, en aquella(s) persona(s) que decidieron agregar la decoración al edificio, autores, digamos, de la transubstanciación del cobertizo en arquitectura. En el prólogo a la edición de 1960 de su libro, Pevsner hace explícita dicha relación al advertir al lector que “no debe esperar encontrar la mención de toda obra y todo arquitecto de importancia.” El arquitecto como autor se asume como fuente y garantía de que la transformación del edificio en obra arquitectónica ha tenido lugar, por encima de todas aquellas otras personas que hayan intervenido sólo en la construcción del edificio.

También hay que apuntar otra característica que explica Foucault de la relación entre la obra y su autor como una forma de propiedad “secundaria históricamente a lo que podríamos llamar apropiación penal. Los textos, los libros, los discursos empezaron realmente a tener autores (diferentes de personajes míticos, de grandes figuras sacralizadas y sacralizantes) en la medida en que el autor podía ser castigado, es decir, en la medida en que los discursos podían ser transgresivos.” Antes que el derecho del autor sobre su obra, estuvo su responsabilidad. ¿Pasa algo similar con la figura del arquitecto-autor y su obra? En su ensayo “Modelo y realidad del proyecto”, incluido en el libro Lo real y lo virtual (1992), Tomás Maldonado explica que en el siglo XV, en particular en Florencia, “cambió radicalmente el modo de encargar obras”:

Antes ese modo implicaba largos plazos, mucho más allá de las expectativas de vida individual y, por lo tanto, un modo despersonalizado. A partir del Renacimiento, los plazos se abrevian y el que encarga obras se individualiza y se personaliza cada vez más. En otras palabras, esa persona muestra cada vez más interés en ver anticipadamente el desarrollo del edificio que quiere realizar. Los diferentes mercaderes y príncipes querían tener una maqueta lo más fiel posible al producto final. […] Es esta exigencia de comunicar el proyecto, de satisfacer el deseo que tenía el contratante de ver anticipadamente, lo que está en el origen de la profesión de arquitecto. En suma, el arquitecto nace con la función de visualizar obras monumentales. A decir verdad, esta circunstancia tuvo una influencia no siempre positiva sobre la trayectoria de la arquitectura como disciplina y como práctica profesional.

En cuanto a la disciplina, tomemos la idea que el mismo Foucault explica en El orden del discurso (1970): “una disciplina se define por un ámbito de objetos, un conjunto de métodos, un corpus de proposiciones consideradas verdaderas, un juego de reglas y de definiciones, de técnicas y de instrumentos: una especie de sistema anónimo a disposición de quien quiera o de quien pueda servirse de él, sin que su sentido o su validez estén ligados a aquel que ha dado en ser el inventor.” La disciplina, sigue Foucault, “es un principio de control de la producción del discurso.” La arquitectura como disciplina moderna —y eurocéntrica— surge en parte con la fundación en Florencia en 1563, por Giorgio Vasari, de la Accademia del disegno, literalmente del dibujo. Vasari escribió que “se puede concluir que el diseño (disegno) no es más que la expresión aparente y declaración del concepto que se tiene en la mente (nell’animo) y de lo que otros imaginaron y fabricaron en la idea.” El diseño separa a quienes conciben de quienes sólo ejecutan, y a lo hecho entre, por seguir a Pevsner, construcción y arquitectura. Uno de los objetivos tras la fundación de la Accademia era separar también al autor-artista —pintor, escultor o arquitecto— del mero productor-artesano —que, es de suponerse, no concibe antes de hacer, buscando una posición social distinta, más cercana ala de sus patrones —a los que más tarde llamará clientes, para subrayar aún más una supuesta libertad. Las profesiones —liberales— modernas surgen a su vez para, desde el Estado, regular la pretendida autonomía de distintos gremios. Y aún más que sobre la disciplina y la profesión arquitectónicas, la figura del arquitecto-autor tuvo una influencia casi nunca positiva sobre la arquitectura entendida como un quehacer humano.

Siza claramente habla de la profesión y de la figura del arquitecto como autor: es difícil el acceso al trabajo, que es mal pagado y, además, sin que el autor tenga derechos garantizados —autoridad, pues— sobre su obra —la transubstanciación del cobertizo en catedral. Pero Siza afirma también, de paso, que la arquitectura está en riesgo mortal, pues al parecer no hay ni ha habido ni podrá haber arquitectura sin arquitectos. Koolhass, como era de esperarse, es aún más radical —y con la ironía y descaro teóricos que lo caracterizan— al hacer que la arquitectura y el arquitecto sean inseparables, y que aquello donde el arquitecto no interviene de manera determinante carezca de valor y sea basura. “El producto construido de la modernización no es arquitectura moderna sino espacio basura (Junkspace).” El espacio basura son los residuos de la actividad humana, no la obra singular del arquitecto-autor individualizado. Al espacio basura lo ordena el flujo del aire acondicionado —hoy, más que eso, el flujo del capital financierizado— y no el saber disciplinar. Es la arquitectura del pueblo o popular (People’s Architecture), un “castigo” para los arquitectos, creado por apilamiento, con un orden fingido o simulado, es “un subsistema sin superestructura, partículas huérfanas que buscan un marco de referencia o un patrón.” El espacio basura trabaja con “verbos desconocidos e impensables en la historia de la arquitectura”.

 

 

El espacio basura está “dedicado a la gratificación instantánea”, que, ya sabemos, es distinta y sobre todo más baja que la “atracción estética” mencionada por Pevsner. SI la tipología —concepto disciplinar si los hay— “implica demarcación, definición de un modelo singular que excluye otros arreglos,” el espacio basura es lo opuesto: “de una identidad acumulativa y aproximativa.” El espacio basura es “la telaraña sin araña”, es decir, sin autora. Y más: “La idea de que una profesión alguna vez dictó o al menos presumía predecir los movimientos de la gente hoy parece ridícula, o pero: impensable. En vez de diseño hay circulación.” Es, dice Koolhaas, “un fascismo sin dictador” —el arquitecto. Y la arquitectura, desaparecida, se ha convertido en “espacio basura de firma” (JunkSignature). El espacio basura parece así ser el resultado de la pérdida de control (estético) real del arquitecto sobre su obra o, de menos, la desaparición del control simbólico que tenía en tanto autor. Pero eso parece excluir de cualquier responsabilidad al arquitecto sobre la producción de espacio basura, que supuestamente “ocurre espontáneamente mediante la exuberancia corporativa natural —el juego del mercado sin restricciones.” El arquitecto perdió el poder de ser quien genera y determina la separación entre mera construcción y arquitectura, pues la arquitectura ya no está en ninguna parte. Pero, si es cierto que todo gran poder implica una gran responsabilidad, el arquitecto impotente no se asume como irresponsable, sino como inocente: no hay, no puede haber autor intelectual del espacio basura.

¿Qué pasó entre la muerte de la arquitectura en el siglo XV declarada por Victor Hugo en su novela sobre una catedral gótica y la desaparición de la arquitectura con el apogeo del espacio basura descrito por Koolhaas? Ya lo vimos: apareció la arquitectura en tanto disciplina —o, dicho de otro modo, se disciplinaron ciertas construcciones para transformarlas así en arquitectura— y se inventó un personaje: el arquitecto-autor. Para Victor Hugo, la arquitectura murió cuando dejó de ser —de manera idealizada— la traducción en piedra de una historia y una voluntad colectivas, comunes a un grupo humano y se convirtió en ejercicio geométrico de arquitectos que, aunque sean autores, ya no son poetas. Y la desaparición y agonía que señalan Koolhaas y Siza respectivamente, no es de la arquitectura, sino del arquitecto en tanto autor. La trampa está en hacernos creer que nunca hubo, no hay y no podrá haber arquitectura sin arquitecto-autor porque hace falta el mago-sacerdote que propicia la transubstanciación de la materia construida en arquitectura pura.

Se entiende la ansiedad o preocupación, salpicada de ironía en Koolhaas, de estos dos grandes autores contemporáneos: su condición acaso sea póstuma. ¿Pero realmente la arquitectura, toda, si no murió como supuso Victor Hugo, desapareció o está agonizando porque el arquitecto ya no controla el espacio que produce el mismo sistema que le dio origen como autor y, además, gana poco y perdió autoridad? Volvamos con Roland Barthes:

Un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, un cuestionamiento; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas lasa citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino, pero ese destino ya no puede seguir siendo personal.

Barhtes concluye su ensayo sobre la muerte del autor diciendo que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito —del autor como origen de la obra y autoridad sobre la misma—: “el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.” Hagamos la paráfrasis arquitectónica para dejar de creer en el gesto mágico que transforma al cobertizo en catedral agregando un suplemento estético que sólo el arquitecto-autor sabe de dónde viene —saber que pone, por supuesto, al servicio de su cliente—: para devolverle su porvenir a la arquitectura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del habitante se paga con la muerte del arquitecto-autor.

 


 

PS. Claro que esa arquitectura sin arquitecto-autor que reivindica o reinventa a un habitante emancipado, no es tampoco la del centro comercial, el aeropuerto (aunque sea hub de autor) o el gran hotel de lujo pero genérico, casos sí de espacio basura —o no-lugares como los calificó Marc Augé— que más que haber quedado fuera del control del arquitecto-autor, han quedado totalmente dominados por las lógicas del mercado y la financierización, sin dejar espacio libre para el habitante.

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¿Cómo vivir juntos? https://arquine.com/como-vivir-juntos/ Fri, 04 Oct 2019 05:01:44 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/como-vivir-juntos/ Hashim Sarkis, curador de la 17ª Bienal de Arquitectura en Venecia, propone el tema ¿Cómo viviremos juntos? Ante eso, el INBAL ha vuelto a optar por un método poco claro para seleccionar la obra que se mostrará el próximo año.

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El 12 de enero de 1977 Roland Barthes dictó la sesión de presentación de su primer curso en el Collège de France, cuyo título era Comment vivre ensemble? Sur l’idiorrythmie: ¿cómo vivir juntos?, sobre la idiorritmia. Barthes inició distinguiendo entre el método y la cultura, diciendo que el primero es —y esto etimológicamente— un camino a seguir para llegar a un objetivo, mientras que la cultura —“la paideia de los griegos,” dice Barthes— es una fuerza, una manera de intentar domesticar una idea que a su vez tiene su propia fuerza. Barthes apuesta por la cultura, no por el método, y la fuerza a la que en principio se enfrenta es la de un fantasma. “Un fantasma (lo que al menos yo llamo así): un retorno de deseos, imágenes, que merodean, se buscan en nosotros, a veces toda una vida, y a menudo sólo cristalizan gracias a una palabra.” Esa palabra es para Barthes, en este caso, idiorritimia.

Entre 1900 y 1901 Benjamin Laurès publicó en Échos d’Orient un trío de textos sobre los monasterios del monte Athos. Los dos primeros dedicados a la vida cenobítica y el tercero a la idiorrítmica. “Existen entre estas dos categorías de casas religiosas —escribió— dos diferencias fundamentales. Los monjes de un koinobion —palabra que viene del griego koinos, común, y bios, vida— viven bajo un régimen monárquico y no tienen posesiones propias; aquellos que viven en un monasterio idiorrítmico, al contrario, gozan de un gobierno democrático y tienen el privilegio de la propiedad privada.” Para Barthes idiorritmo es “casi un pleonasmo, pues rythmós es, por definición, individual” —la manera particular como algo fluye— e idios, es lo propio, lo particular. Barthes quiere pensar, desde la cultura, ese fantasma en que se le convierte la idea de la idiorritmia, la idea de una manera de vivir juntos sin que se imponga una forma hegemónica, un orden jerárquico. A Barthes le ocupa el vivir-juntos “como hecho esencialmente espacial (vivir en el mismo lugar),” pero entendiendo que, “en estado bruto, el vivir-juntos es también temporal”: la contemporaneidad.

En el tercer volumen de su obra Esferas, titulado Espumas, Peter Sloterdijk escribió:

“Quien estudia la historia de la arquitectura reciente en su conexión con las formas de vida de la sociedad mediatizada reconoce inmediatamente que las dos innovaciones arquitectónicas con mayor éxito en el siglo XX, el apartamento y el estadio deportivo, están en relación directa con las dos tendencias sociopsicológicas más amplias de la época: la liberación de individuos, que viven solos, mediante técnicas habitacionales y mediáticas individualizantes, y las aglomeración de masas, igualmente excitadas, mediante acontecimientos organizados en grandes construcciones fascinógenas.”

El fantasma de Barthes busca una forma intermedia, lo dice, “entre dos formas excesivas: una forma excesiva negativa: la soledad, el eremitismo, y una forma excesiva integrativa: el coenobium, laico o no.” Barthes reconoce que esa forma intermedia es “utópica, edénica, idílica, excéntrica” y que nunca prosperó. ¿Por qué buscarla entonces? ¿Por qué preguntarse por esa manera de vivir-juntos pero no revueltos? Quizá por lo que el filósofo Tristan García apunta en su libro Nous —Nosotros (2016)—: “admitamos que el sujeto de la política somos nosotros. La primera persona del plural tiene esto de particular, en contraste con la primera del singular, que permite una variación permanente de amplitud, ya que puede designar tanto “tu y yo” como la totalidad de lo vivo y más allá.”

Acaso por la actualidad de esos temas en tiempos en que el individualismo tanto se reafirma como se cuestiona mientras de nuevo hay quienes interrogan la noción de lo común o quienes la explotan, como mera coartada para el negocio, bajo lemas como co-working o co-living, es que Hashim Sarkis, curador de la 17ª Muestra internacional de arquitectura de la Bienal de Venecia, que tendrá lugar el próximo año, decidió titularla, casi como un eco al curso de Barthes, ¿Cómo viviremos juntos? La propuesta de Sarkis parece sumarse o complementar la línea de otras anteriores en Venecia —como People meet in architecture, dirigida por Kazuyo Sejima en el 2010 o Common Ground, a cargo de David Chipperfield dos años después. Sobre el tema, Sarkis escribe:

“Necesitamos un nuevo contrato espacial. En el contexto de las divisiones políticas cada vez mayores y de la creciente desigualdad económica, llamamos a los arquitectos a imaginar espacios en los que podamos generosamente vivir juntos: juntos como seres humanos quienes, a pesar de nuestra individualidad en aumento, anhelamos conectarnos unos con otros y con otras especies a lo largo del espacio, digital y real; juntos en tanto nuevos hogares buscando espacios más diversos y dignos para habitar; juntos como comunidades emergentes que exigen igualdad, inclusión e identidad espacial; juntos a lo largo de fronteras políticas para imaginar nuevas geografías de asociación; y juntos como un planeta que enfrenta crisis y requiere acciones globales para que todos podamos continuar viviendo.”

Ante esta provocación a pensar juntos, el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) ha optado de nuevo por un método poco claro para seleccionar la obra que se mostrará el próximo año en Venecia, convocando a que se envíe “obra pública o privada, realizada en México, en los últimos cinco años y que responda a los objetivos de la convocatoria realizada por el curador designado de la Bienal de Venecia” y que será seleccionada por “un comité técnico interdisciplinario, integrado por reconocidos profesionistas.” Hasta ahora, según lo anunciado, no hay curador y por tanto no hay criterios curatoriales propios del pabellón mexicano, y aunque la bienal veneciana “hace un llamado a los curadores de las participaciones nacionales para tratar uno o más de los subtemas de la exhibición”, el INBAL prefiere sumarse de manera ambigua a la propuesta de Sarkis y anunciar que “los miembros del comité técnico determinarán los criterios de selección de las propuestas y su decisión será inapelable,” sin dar a conocer los nombres de dichos miembros ni aclarar a los convocados cuáles criterios curatoriales —inexistentes o secretos, al parecer— se usarán para elegir lo que será expuesto.* Mismos modos que el INBAL ha usado en anteriores bienales de arquitectura en Venecia con disparejos resultados, por lo que se podría suponer, aludiendo a Barthes, que si bien parece ya encontraron su método de selección, este se basa en rechazar la posibilidad de pensar críticamente la participación en esta bienal de arquitectura como un problema cultural y no como la mera exhibición de una colección de edificios más o menos buenos y más o menos recientes.

 


 

*PS. Si se solicitan las bases de la convocatoria por correo, se recibirá un poco más de información, pero no necesariamente mejor. Se suma una breve e insustancial historia de la participación de México en la Muestra de arquitectura de la Bienal de Venecia, los requisitos y formatos para entregar proyectos, un calendario y el nombre de los miembros del comité técnico: Lucía Jiménez, como presidenta, Marcos Mazari, Mauricio Rocha, Maria de los Ángeles Vizcarra de los Reyes, Alejandra Caballero Cervantes y Pablo Landa, como vocales, y Gabriela Gil Verenzuela, como comisario y secretaria técnica. También se dice que el “curador designado” es parte de dicho comité, pero no se aclara quién. Quedan, pues, muchas interrogantes abiertas: ¿por qué no publicar toda la información de manera abierta?, ¿para qué incluir en esa información un repaso insustancial de los anteriores pabellones ?, ¿por qué repetir acríticamente algunas ideas del curador general de la bienal? Si el “curador designado” ya tiene alguna idea y posición sobre cómo abordar el tema, ¿por qué no hacerla pública para que los convocados sepan, dado el caso, qué y cómo presentar? Si no tiene idea de cómo tratará el tema, ¿la irá construyendo a partir de una colección de proyectos distintos, quizá con muy poco en común? Y los proyectos que resulten excluidos de la selección que se vaya haciendo con criterios aun no aclarados, ¿podrían haber presentado de otra manera que resultara pertinente? Al final, la gran duda es si los convocantes desconocen cómo se plantea la participación de un país, cuando resulta buena o memorable, en una bienal como la de Venecia. Y esta es una duda retórica, pues sabemos que tanto los encargados del INBAL como algunos de los participantes en el comité técnico han ido a la Bienal de Venecia. Entonces, ¿por qué seguir jugando este juego de la “participación” abierta?, ¿mera torpeza o ganas de disfrazar el proceso de selección justo de eso, de “participativo”?

[nota agregada el 6 de octubre]

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Leer la ciudad https://arquine.com/leer-la-ciudad/ Fri, 13 Nov 2015 04:12:49 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/leer-la-ciudad/ Para Roland Barthes la ciudad es una serie de lecturas superpuestas y “tenemos que ser muchos los que intentemos descifrar la ciudad en la cual nos encontramos,” del habitante que nunca ha dejado su barrio al forastero que va de paso. Es gracias a esa multiplicación de lecturas que se podrían investigar las partes y la sintaxis del lenguaje de la ciudad, “pero recordando siempre que nunca hay que tratar de fijar y paralizar los significados de las unidades descubiertas, porque históricamente esos significados son extremadamente imprecisos, recusables e indomables.” El lenguaje de la ciudad, agrega Barthes, es como el de un poema: siempre sujeto a múltiples interpretaciones y más rico entre mayor sea su capacidad de engendrar sentido.

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Se ha dicho que la ciudad es como un libro y lo mismo se ha dicho de la naturaleza, del mundo y de la vida toda. La metáfora del libro supone que todo con lo que nos encontramos tiene un significado que, además, probablemente haya sido puesto ahí por algo y más: por alguien y que debe ser interpretado por alguien más. Ahora bien: no todo se lee de la misma manera. El significado que pueden tener las marcas en el tronco de un árbol es diferente para el botánico que para el carpintero. Los signos que se entretejen en la ciudad son distintos para el taxista y para el turista, para el arquitecto o para el historiador. En una conferencia dictada en el Instituto de Historia y de Arquitectura de la Universidad de Nápoles en 1967, Roland Barthes dijo que “quien quisiera esbozar una semiótica de la ciudad tendría que ser a la vez un semiólogo, un geógrafo, un historiador, un urbanista, un arquitecto y probablemente un psicoanalista.”

En su análisis de la ciudad, Barthes parte de algo que asegura es conocido de todos: el espacio humano y no sólo el espacio urbano siempre ha sido significante. Podríamos definir al lugar —en referencia a lo dicho por el etnógrafo Marc Augé— es un espacio que significa algo o, dándole la vuelta —y ahora en referencia al filósofo Martin Heidegger— podríamos afirmar que el espacio es algo que se ha abstraído —sacado, pues— de nuestra experiencia de los lugares, que siempre es significativa. Para Barthes, “uno de los autores que mejor ha expresado la índole esencialmente significante del espacio humano es Victor Hugo,” en el capítulo Esto matará aquello, de Nuestra Señora de París. Esto: el libro, como un medio de comunicación rápido, flexible, portátil pero al mismo tiempo resistente, acabaría con aquello: la arquitectura, un medio de comunicación lento, rígido y fijo, pero a mismo tiempo menos resistente ante los embates del tiempo o de sus enemigos que el libro, especialmente el impreso. Barthes afirma que las ideas de Victor Hugo se actualizaban en las ideas de Derrida, quien consideraba a la escritura como anterior al habla y la definía, de manera básica, como la instauración perdurable de un signo. La piedra, que marca el borde de una propiedad o la tumba de su dueño, es un signo porque se ha instalado e instaurado: se ha fijado en el espacio y ha establecido el significado de ese lugar. Barthes también dice que, entre urbanistas y arquitectos modernos, esa idea del espacio urbano significativo fue prácticamente abandonada en privilegio de la idea de un espacio meramente utilitario y funcional: la señal de tránsito sirve sólo para controlar los flujos de automóviles y no es un hito como el menhir o la estela. Pensando en hitos, Barthes también dice que entre los urbanistas, que no hablan casi de significación, emerge el nombre de Kevin Lynch, que en La imagen de la ciudad, publicado en 1960, analizó la posibilidad de leer la ciudad a partir de sendas, bordes, barrios, nodos e hitos. Sin embargo, agrega Barthes que

desde el punto de vista semántico, las investigaciones de Lynch siguen siendo bastante ambiguas; por una parte, hay en su obra todo un vocabulario de la significación (por ejemplo, otorga un gran lugar a la legibilidad de la ciudad) y, como buen semántico, tiene el sentido de las unidades discretas: intentó encontrar en el espacio urbano las unidades discontinuas que, guardadas todas las proporciones, se asemejarían algo a los fonemas: los caminos, los bordes, los barrios, los nudos o los hitos, que fácilmente podrían convertirse en categorías semánticas. Pero, por otra parte, a pesar de ese vocabulario, Lynch tiene de la ciudad una concepción más guestaltista que estructural.

Para Barthes “la ciudad es un discurso y este discurso es verdaderamente un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes.” Pero advierte que hay que dar el salto de la interpretación metafórica que se pueda dar al decir el lenguaje de la ciudad, para intentar comprender qué características comparte con un lenguaje: signos, significantes, estructura, etc. Con todo, aunque se deba ir más allá de la metáfora para hablar del lenguaje de la ciudad, Barthes no supone que eso implique un léxico en el que las correspondencias entre significado y significante quedan fijas para siempre. Al contrario: la ciudad es una serie de lecturas superpuestas y “tenemos que ser muchos los que intentemos descifrar la ciudad en la cual nos encontramos,” del habitante que nunca ha dejado su barrio al forastero que va de paso. Es gracias a esa multiplicación de lecturas que se podrían investigar las partes y la sintaxis del lenguaje de la ciudad, “pero recordando siempre que nunca hay que tratar de fijar y paralizar los significados de las unidades descubiertas, porque históricamente esos significados son extremadamente imprecisos, recusables e indomables.” El lenguaje de la ciudad, termina Barthes, es como el de un poema: siempre sujeto a múltiples interpretaciones y más rico entre mayor sea su capacidad de engendrar sentido.

Roland Barthes nació el 12 de noviembre de 1915.

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La inútil y monstruosa torre https://arquine.com/la-inutil-y-monstruosa-torre/ Wed, 06 May 2015 05:13:42 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-inutil-y-monstruosa-torre/ La Torre Eiffel es el único punto ciego del sistema óptico total del cual es el centro y París la circunferencia. Pero, en este movimiento que parece limitarla, adquiere un nuevo poder: objeto cuando la miramos, se convierte a su vez en mirada cuando la visitamos —Roland Barthes.

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Roland Barthes inicia su texto La Torre Eiffel, publicado en 1964, con un extracto de la Protesta de los artistas que apareció en el periódico Le Temps el 14 de febrero de 1887: “escritores, escultores, arquitectos, pintores y aficionados apasionados por la belleza hasta aquí intacta de París, queremos protestar con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra indignación, en nombre del gusto francés mal apreciado, en nombre del arte y de la historia franceses amenazados, contra la erección, en pleno corazón de nuestra capital, de la inútil y monstruosa Torre Eiffel.”

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No resulta extraño que muchos encontraran los más de 300 metros y 7000 toneladas de hierro de la Torre inútiles y monstruosos. Lo curioso es que en 1887, diecisiete años después de que Georges-Eugène Haussmann, terminara su radical transformación de París —su “obra de destrucción”, en palabras de Walter Benjamin— se hablara de “la belleza hasta aquí intacta de París”, como si todas las demoliciones del Barón hubieran pasado desapercibidas para aquellos escritores, escultores, arquitectos, pintores y aficionados apasionados de esa ciudad. Acaso la planeación urbana ideal de Haussmann —descrita por Benjamin como largas calles rectas que abrían hacia amplias perspectivas, correspondiendo a la tendencia (común en el siglo XIX) de ennoblecer necesidades tecnológicas mediante medios artísticos espurios—, no les parecía tan reprochable, o el verdadero objetivo de Haussmann —de nuevo según Benjamin “asegurar la ciudad contra la guerra civil”—, aceptable. ¿Qué debieron haber pensado, de conocerlas, de las propuestas presentadas a finales de 1889 en el concurso para la torre que Sir Edward Watkins y Benjamin Baker querían construir en Londres? Comparadas con la de Eiffel, todas parecían excéntricas variaciones que buscaban “ennoblecer necesidades tecnológicas mediante medios artísticos espurios.”

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La torre parisina la empezaron a diseñar un par de ingenieros que trabajaban en la compañía de Eiffel, Maurice Koechlin, suizo, y Émile Nouguier, en 1884. En 1886, cuando ya Eiffel había presentado el proyecto en la Sociedad e Ingenieros Civiles, se convocó a un concurso a la medida para que éste lo ganara: se pedía una torre metálica de 300 metros y cuatro lados. El 12 de mayo de ese mismo año una comisión evaluó distintos proyectos y un mes después eligió al evidente triunfador. Tras las críticas, de las que Eiffel se defendió apelando a la grandiosidad de la propuesta, la torre se empezó construir el 28 de enero de 1887 y se terminó poco más de dos años después, a finales de marzo de 1889, aunque se abrió al público junto con la Exposición Universal el 6 de mayo del mismo año. Los elevadores no entraron en funcionamiento sino hasta veinte días después, por lo que los primeros 30 mil visitantes debieron subir a pie los 1710 escalones.

En el número 329 de la revista Science, del 24 de mayo de 1889, se puede leer que, “naturalmente, el principio que se siguió fue el que adopta M. Eiffel en todas sus estructuras elevadas, es decir, darle a los ángulos de la torre tal curva que sean capaces de resistir los efectos transversales de la presión del viento sin necesidad de conexiones entre los miembros que forman estos ángulos mediante refuerzos diagonales. La Torre Eiffel, por tanto, consiste esencialmente en una pirámide compuesta por cuatro grandes columnas curveadas, independientes entre sí, que sólo se conectan por cinturones de vigas en distintos niveles hasta unirse en la cima de la torre.” Eiffel, en efecto, había comparado su torre a las pirámides de Egipto.

Una de las paradojas de la Torres, según Barthes, es que a su innegable racionalidad sumaba una inevitable inutilidad: “el sentido gratuito de la obra no se declara nunca directamente: se racionaliza con el uso” —afirma. Pero ese uso es una “función imaginaria”, una ficción —¿acaso toda función lo es, y de ahí la monstruosidad? La arquitectura, continúa Barthes, es siempre sueño y función: expresión de una utopía e instrumento de una comodidad. Por otro lado, la Torre, agrega, “es el único punto ciego del sistema óptico total del cual es el centro y París la circunferencia. Pero, en este movimiento que parece limitarla, adquiere un nuevo poder: objeto cuando la miramos, se convierte a su vez en mirada cuando la visitamos.” La Torre, agrega, “es un objeto que ve, una mirada que es vista.”

“El ojo que ves no es ojo porque lo veas; es ojo porque te ve,” escribió Machado. Y al trazar la historia de una metáfora que va de Platón a Donne pasando por Lucrecio y por Bruno, Borges dice que Pascal escribió: “Una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.” La inútil Torre, acaso transforme a la ciudad entera en una gran prisión panóptica y quizá por eso, por su omnipresencia central y única, haya resultado más monstruosa que las múltiples vistas perspectivas de los bulevares abiertos a pico y pala por Haussmann.

 

 

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