Resultados de búsqueda para la etiqueta [Roger Scruton ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 30 Oct 2023 20:03:23 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.3 Los ataques británicos o de la banalidad de la crítica del mal https://arquine.com/los-ataques-britanicos-o-de-la-banalidad-de-la-critica-del-mal/ Mon, 30 Oct 2023 14:50:50 +0000 https://arquine.com/?p=84470 Tras los "ataques" a la arquitectura moderna, por fea e inhumana, del hoy Rey Carlos III y Alain de Botton, hoy se suma otro del diseñador Thomas Heatherwick quien, además, la considera "aburrida". No se equivocan del todo, pero su crítica, simplona, yerra al ignorar cuáles son las causas principales de un entorno no sólo aburrido sino opresivo para muchas personas, como la desigualdad.

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Primer ataque. En 1989 el príncipe —hoy rey— Carlos, hizo pública su “visión de Gran Bretaña”, en un libro que seguía a un programa de televisión para la BBC en los que presentaba, por un lado, a la arquitectura moderna —desde Le Corbusier hasta Foster, para resumir— como un ataque de consecuencias desastrosas para, del otro lado, la arquitectura tradicional. El príncipe calificaba a esta última arquitectura de humana y humanista, mientras que a la moderna la descalificaba de lo contrario: inhumana.

La ofensiva del príncipe no sólo contaba con el peso de la corona —que se ceñiría él mismo 33 después—, sino que, estadísticamente, era una idea popular: “a nadie le gusta la arquitectura moderna”. O, como argumentó el entonces heredero al trono, hasta los arquitectos prefieren como edificios para estudiar, para vivir o para visitar en sus vacaciones, ejemplos de arquitectura tradicional o clásica, al igual que lo hace la gente común. Ya que el peso de la corona y la opinión popular no bastaron, el hoy rey contó con el consejo o apoyo de personas cuyo conocimiento de la arquitectura, sus reglas y estilos, no era menor. Uno de ellos fue el filósofo Roger Scruton —Sir, por si hiciera falta—, que en 1979 había publicado su libro La estética de la arquitectura, en el que a partir de un análisis que seguía las ideas de Kant sobre lo que es la experiencia arquitectónica, declaraba vencedora a la arquitectura que se atenía a un lenguaje clásico, sobre la moderna. Scruton fue nombrado director de una comisión llamada Building Better, Building Beautiful, y desde esa posición urgió para un “cambio necesario en la cultura arquitectónica” británica, acusando a obras como las diseñadas por Norman Foster de hacer que la gente huyera a los suburbios. También lo apoyaba el arquitecto Christopher Alexander, quien en su clásico ensayo de 1965, “La ciudad no es un árbol”, escribió:

Quiero llamar ciudades naturales a aquellas ciudades que han surgido más o menos espontáneamente durante muchos, muchos años. Y llamaré ciudades artificiales a aquellas ciudades y partes de ciudades que han sido creadas de manera deliberada por diseñadores y planificadores. Siena, Liverpool, Kioto, Manhattan son ejemplos de ciudades naturales. Levittown, Chandigarh y las new towns británicas son ejemplos de ciudades artificiales. Hoy en día se reconoce cada vez más que a las ciudades artificiales les falta algún ingrediente esencial. En comparación con las ciudades antiguas que han adquirido la pátina de la vida, nuestros intentos modernos de crear ciudades artificialmente son, desde un punto de vista humano, totalmente infructuosos.

Y en 1991, en respuesta a una crítica hecha al libro y las posiciones del príncipe Carlos por Tom Fisher —entonces editor de la revista Progressive Architecture—, Alexander escribió:

En términos científicos, podemos describir en la visión actual de la arquitectura, que ha prevalecido de una forma u otra desde 1920, como “la actual teoría dominante de la arquitectura”. Durante los últimos 15 años, se ha hecho una amplia variedad de ataques a esta teoría, y se ha demostrado que la teoría resulta seriamente defectuosa en muchas áreas importantes. Ahora es razonable decir que la teoría dominante está al borde del colapso.

Alexander proporcionaba una lista de 11 puntos que demostraban dicho colapso, terminando con este:

La definición de belleza que se utiliza [por los arquitectos modernos] no es comprendida ni aceptada por la mayoría de la gente en la sociedad, sino que es esotérica y exclusiva, separando así los edificios construidos en la teoría dominante de cualquier corriente normal de la sociedad.

Además de Scruton y Alexander, estaba por supuesto Leon Krier, el arquitecto luxemburgués que abandonó la escuela al primer año, en 1968, y que, tras trabajar en la oficina de James Stirling, se posicionó como uno de los críticos más radicales de la arquitectura moderna. Krier fue contratado en 1988 para diseñar el desarrollo llamado Poundbury, en las afueras de Dorchester, parte del ducado de Cornwall —el título de Duque de Cornwall pertenece al hijo mayor del monarca en turno, el entonces príncipe, hoy rey Carlos.

 

Alain de Botton.

Segundo Ataque. En 2006, el filósofo Alain de Botton publicó su libro La arquitectura de la felicidad —cuya portada es una foto de la famosa terraza de la casa de Luis Barragán, en Tacubaya, caballito de madera incluido—. De Botton nació en Zúrich en 1969 y ha escrito una multitud de libros que en las librerías podría ocupar un estante titulado “De autoayuda con barniz filosófico”. La arquitectura de la felicidad se presenta con una obviedad supuestamente callada por muchas personas: “Una de las grandes causas, que no se menciona a menudo, tanto de la felicidad como de la miseria es la calidad de nuestro entorno: el tipo de muros, sillas, edificios y calles que nos rodean.” En 2008, de Botton fundó The School of Life, la rama pedagógico-institucional de la autoayuda. En su sitio web publicó un texto titulado: “¿Por qué el mundo moderno es tan feo?”, donde decía:

Una de las grandes generalizaciones que podemos hacer sobre el mundo moderno es que, en un grado extraordinario, es un mundo feo. Si le mostrásemos a uno de nuestros antepasados de hace 250 años nuestras ciudades y suburbios, se maravillarían con nuestra tecnología, se impresionarían con nuestra riqueza, estarían asombrados con los avances médicos, pero estarían consternados e incrédulos antes los horrores que hemos logrado construir.

Pese a que puede coincidir en este argumento, de Botton no es devoto de las ideas del rey Carlos III. Al contrario, encuentra tanta falta de belleza en Poundbury como en mucha de la arquitectura moderna. De hecho, en otra de sus empresas, Living Architecture, ha utilizado los servicios de Peter Zumthor y MVRDV para diseñar las elegantes, y bellas, casas de retiro —una especie de cruza entre el programa Case Study Houses, pero deshuesado, y la misión de Airbnb.

Nueva York, NY, 15 de marzo de 2019: Hudson Yards es el desarrollo privado más grande de New York. El arquitecto Thomas Heatherwick posa frente a The Vessel, durante la inauguración de las Hudson Yards de Manhattan.

El tercer ataque, el más reciente, ha corrido a cargo del diseñador Thomas Heatherwick, conocido por sus diseños generalmente atractivos, a veces innovadores, y otras tan sólo extravagantes y hasta inútiles. Heatherwick repite, en líneas básicas y generales, la misma crítica que Carlos, Roger, Leon, Christopher y Alain: la arquitectura y la ciudad modernas son inhumanas, deshumanizantes. Y le suma una categoría estética más contemporánea: el aburrimiento. En una columna Oliver Wainwright —crítico de arquitectura de The Guardian— se dedica a desmantelar los argumentos simplones de Heatherwick:

El argumento es sencillo y está expuesto en prosa preescolar. Después de un siglo de tedioso modernismo, que ha visto al mundo alfombrado con cuadrículas planas y monótonas en oficinas y bloques de departamentos, Heatherwick cree que necesitamos una nueva generación de edificios “visualmente complejos” para nutrir nuestros ojos y sanar nuestras almas. Los edificios planos, rectos y sencillos, dice —citando la “evidencia” de varias encuestas— nos entristecen, estresan y hacen proclives a ser antisociales. Pero los edificios con patrones, adornos e irregularidades nos hacen felices. En resumen, necesitamos menos Le Corbusier (el villano del cuento) y más Antoni Gaudí (el héroe), una dicotomía conveniente y engañosa que ignora gran parte de lo que ha sucedido en la arquitectura desde la década de 1920.

El problema de la crítica fácil y engañosa de Heatherwick, e incluso de la a veces más seria de otros de los personajes antes citados —o incluso de la más sistemáticamente argumentada, como sería el caso de Alexander— es que yerra el tino o, más bien, entrecierra los ojos y sólo decide apuntar al blanco más fácil. 

Sí, en general el “mundo moderno” y las “ciudades modernas” son feas e inhumanas. En parte es por culpa de los arquitectos, pero sólo en una porción grande, no en lo decisivo. El “mundo moderno” es feo por razones y agentes de mayor peso que el arquitecto o urbanista más poderoso. Podremos discrepar sobre las calidades estéticas, sea la belleza o lo interesante; de las propuestas de Le Corbusier frente a las de Leon Krier; o de Hilberseimer frente a Andrés Duany; pero los entornos urbanos y arquitectónicos, feos e inhumanos, que padece la mayoría de la población mundial, en Nueva York o Nueva Delhi, no han sido pensados ni diseñados por arquitectos o urbanistas como éstos. La fealdad y deshumanización de nuestro entorno, aunque se debe a múltiples causas, tiene una de sus raíces principales en asuntos materiales, económicos y políticos que pueden resumirse con el nombre de otra crisis contemporánea, acaso tan aguda como la climática: la desigualdad. Ya oímos a los situacionistas, como Henri Lefebvre, hablar de lo aburridas que pueden resultar la arquitectura y la ciudad modernas, pese o precisamente por ser espectaculares —diría Debord—. Ya arquitectos como Lucien Kroll o John Turner, ambos fallecidos hace poco, señalaron la incapacidad de cierta arquitectura moderna para lidiar con los problemas y deseos de buena parte de la población mundial. Y, digamos que del otro lado, ya Reinier de Graaf asociado de Rem Koolhaas en OMA denunció, también con claridad y argumentos, cómo la arquitectura moderna diluyó sus ideales y propósitos ante el empuje del sistema neoliberal que hizo de muchos arquitectos —muchos de ellos por gusto y mero capricho— repetidores de formas banales aunque a veces retorcidas.

La fealdad o, más bien, las raíces y causas de la fealdad de nuestro entorno están —como dijo Milan Kundera de la vida— en otra parte. Apuntar al desencuentro —innegable– entre el gusto de los entendidos y el popular, es sólo querer complacer a la pequeña Avelina Lésper que todos llevamos dentro. Así, las críticas a la arquitectura del expríncipe, el filósofo y el diseñador quedan bien para un sketch a la Monty Python, pero no sirven para pensar cómo y desde dónde se puede mejorar al mundo, las ciudades y la arquitectura para todas las personas por igual.

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La arquitectura como un cuento o del remate arquitectónico https://arquine.com/la-arquitectura-como-un-cuento-o-del-remate-arquitectonico/ Mon, 25 Sep 2023 06:51:25 +0000 https://arquine.com/?p=83244 Quizá el chiste del pabellón sin chiste sea revelar que la azotea de Barragán, como puro espacio, no tiene ningún chiste. Y, también, que quienes visitamos el pabellón "Fuera de lugar" no podremos volver a visitar la azotea original sin que en nuestra imaginación la experiencia vaya acompañada de El Caballito de Tolsá.

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No hay nada, son puras paredes.

Visitante anónimo a la falsa azotea de Barragán en la plaza Manuel Tolsá, 2023

 

Una obra sólo necesita ser interesante.

Donald Judd

 

¿Qué hace que un espacio sea más o menos bello o más o menos interesante? La pregunta no es simple y hasta podría ser confusa —y no sólo por culpa de quien escribe—. Por un lado las categorías estéticas, por así llamarlas, de lo bello y lo interesante, eso que es lo único con lo que una obra necesita cumplir, según escribió Donald Judd en su ensayo “Specific Objects”(1964),  y que ochenta años antes que él Henry James anunció como única obligación de la novela en su conferencia “The Art of Fiction” (1884).

Pese a toda la complejidad que implican en tanto juicios de valor, las categorías estéticas no parecen suficientes para agotar aquello que define o determina a un espacio arquitectónico. Por otro, ni siquiera la idea de que sea el espacio lo que define o determina a la arquitectura en tanto objeto específico, para abusar del título de Judd. Y esto porque, primero, no está claro que el espacio sea de suyo un interés o tema dominante de la arquitectura universal —es decir, en toda época, geografía o cultura. Ya en su libro Changing Ideals in Modern Architecture, 1750–1950, el historiador Peter Collins decía que “la noción de espacio como un elemento esencial de la arquitectura debe haber existido de una manera rudimentaria desde los tiempos en los que los humanos construyeron sus primeros refugios o mejoraron sus cuevas; pero es un hecho curioso que, hasta el siglo XVIII, ningún tratado de arquitectura usara esta palabra, mientras que la idea de espacio como una cualidad específica de la composición arquitectónica no se desarrolló con plenitud hasta los últimos años de dicho siglo.”

Pero también, en segundo lugar, porque tampoco está del todo claro que la experiencia del espacio sea central o esencial para entender o tener una experiencia de la arquitectura, como escribió el filósofo Roger Scruton: “Tomada literalmente, la teoría de que la experiencia de la arquitectura es una experiencia del espacio es obviamente indefendible. Si el espacio fuera todo lo que nos interesara, entonces no sólo gran parte de la actividad del arquitecto parecería decoración inútil, sino que resultaría incluso difícil entender por qué molestarnos en construir en absoluto. Si me paro en un campo abierto, puedo tener una experiencia plena de todos los espacios contenidos en San Pedro en Roma.” Por supuesto, la reducción al absurdo de Scruton tiene, valga la redundancia, su lado absurdo, o quizá dos. Uno, pragmático, es el que señala que si llueve o si el sol del mediodía calienta demasiado, el espacio del campo abierto no protege y cobija como sí lo hace la grandiosa Cúpula de San Pedro —o una simple lona, podría objetar Scruton quien, conservador confeso tanto en lo político como en lo estético, advierte en la diferencia entre la gloriosa cúpula como arquitectura y la simple lona como mera construcción una oposición tan clásica como esencial al definir lo que la arquitectura es—.

Y eso, la definición de la arquitectura o del espacio, podría ser el otro absurdo en la reducción al absurdo de Scruton, pues el espacio no se distingue ni se experimenta sin haber sido definido —en el doble sentido que ya Bernard Tschumi apuntó como una paradoja: definir, como un acto lingüístico y conceptual y como un hecho material y arquitectónico: poner límites o linderos. El espacio de una plaza en la ciudad, por ejemplo, se define no por el vacío mismo sino por los elementos que lo delimitan —de un lado una fachada de Silvio Conti, enfrente otra de Manuel Tolsá, digamos—.

Constrúyase entonces, al interior de un espacio abierto como la Plaza Tolsá —y pasemos de largo esa nueva paradoja: el interior de un espacio abierto— otro espacio: la famosa azotea de la casa que Luis Barragán diseñó y habitó a unos cuantos kilómetros de distancia, en Tacubaya. Esas serían las instrucciones básicas del proyecto que ganó el concurso para el pabellón de la décima edición de Mextrópoli, el festival de arquitectura y ciudad que, junto con dicho pabellón, se inauguró el viernes pasado —y concluye hoy, lunes, con una serie de conferencias en el teatro del Palacio de Bellas Artes—. La decisión del jurado para premiar la copia de la azotea de la Casa Barragán ha sido, quizá, una de las más polémicas en los diez años del festival (junto con el primer año: una mesa larga de 40 metros). Ambos casos, la larga mesa y la falsa azotea, fallan al proveer alguna sombra útil al visitante, característica casi general de todos los pabellones construidos a lo largo de estos diez años, tanto si son resultado de concursos como de los que se instalan en distintas universidades —como si hubiera un rechazo, consciente o no, al sentido etimológico de la palabra pabellón, que según los diccionarios al derivarse de la palabra mariposa en latín, alude a toldos ligeros, como alas de mariposa, que se despliegan rápida y temporalmente en un espacio abierto para ofrecer sombra y protección, rechazo que podría inspirar a un Tanizaki chilango a escribir un breve ensayo titulado “Olvido de la sombra”—. Pero la polémica, tanto con la mesa como con la réplica, no tiene que ver con la poca o nula sombra, sino que apunta en dirección a lo interesante: ¿cuál es su chiste?, se cuestionó en ambos casos. Dejando de lado por ahora la mesa —pues el chiste, aunque se repita una y otra vez, tiene sentido; o es chiste sólo en la singularidad del momento en que se cuenta—, ¿cuál puede ser el chiste del pabellón titulado, con precisión, “Fuera de lugar”?

Al esperar para entrar al pabellón recién inaugurado, me crucé con un joven que les decía a sus amigos, a unos metros de distancia en la plaza: no hay nada, son puras paredes. La frase me pareció maravillosa, digna de ser usada como lema de una publicación arquitectónica —aún no tengo claro si orgullosamente, en portada, como un subtítulo, o como denuesto expresado de manera crítica: ahí no hay nada, son puras paredes. La afirmación del joven parecía confirmar, por un lado, lo que señalaron quienes rechazaron la decisión del jurado: no tiene chiste. Pero quizá, leída de otra manera, confirmaba algunas de las intenciones que el mismo jurado intuyó en la propuesta: cuestionar ciertas condiciones del espacio original —como que un espacio cerrado y privado como lo es la Casa Barragán, con acceso restringido tanto por su límite de cupo como por el costo de la entrada, sea declarado patrimonio de la humanidad—. Para mí, entrar al espacio vacío de la falsa azotea, tras escuchar el no hay nada, son puras paredes, fue una revelación —¿podría pretender que una confirmación?— de que la azotea real, en Tacubaya, tampoco tiene chiste. O, más bien, que la original es el remate de un chiste —y no se lea ninguna intención peyorativa al sugerir que la casa entera de Barragán es el chiste. Dicho de otro modo: la réplica en la Plaza Tolsá, es el remate de un chiste pero sin el chiste, el tará del truco sin truco, una moraleja sin fábula. Y ese es su chiste.

En mis años de estudiante, la palabra remate era usada como una muletilla fácil por correctores perezosos que los aprendices, quizá igualmente perezosos, terminábamos por identificar con un obelisco en una avenida o una maceta en un pasillo: algo al final de un camino, real o sugerido, que detiene la mirada. Pero remate se puede entender en arquitectura —y otras cosas— de otra manera: el tará del truco o el chiste del chiste. Digamos que acaso lo que hace que la experiencia de un espacio como arquitectura interesante —o buena— se podría explicar con la teoría del chiste de Hannah Gadsby. Todo chiste, dice ella, tiene dos partes: el montaje —o puesta en escena, conformación: set-up— y el remate —la punch line—. El montaje construye la tensión, el remate la libera.

En la casa de Barragán, la vivienda entera construye una tensión particular que se va liberando de distintas maneras. Una de las más contundentes, acaso, en la famosa azotea. Quizá esto es más claro para quienes tuvimos la suerte de visitar esa casa acompañados y guiados por Humberto Ricalde. Humberto describía en el recorrido las operaciones formales y espaciales de Barragán: las compresiones y distensiones —sístoles y diástoles, les llamaba—, abría y cerraba puertas para mostrar cómo el espacio se reconfiguraba en cada caso, señalaba las vistas y los trucos ópticos: claroscuros, contraluces, reflejos. Pero también, entre guiños y sonrisas irónicas, sumaba al análisis datos y anécdotas, imaginarias o reales, sobre los usos y costumbres del diseñador y habitante de la casa. Al llegar al vestíbulo de las habitaciones en el segundo nivel, donde unas escaleras conducen a la puertita que llevan a la famosa azotea, Humberto abría, sin pedir permiso, las puertas de uno de los muebles donde aún se guardan las botas de equitación de Barragán. Si todo iba bien en la visita y el guía oficial no ponía una mirada amenazante, sacaba una de las botas y la ponía a su lado, alzando pícaramente las cejas para mostrar la altura de las botas, a medio muslo dada las diferentes estaturas de Barragán y Ricalde. Con miradas cómplices, Humberto conectaba con rapidez la alta bota con el fuete colgado tras la puerta y la cruz en la pared para, al final, mirar sonriendo a la puerta que lleva a la azotea: el remate que liberaba la tensión del chiste insinuado y del chiste construido con puras paredes y puestas y ventanas. ¡Ay, Luis, las fiestas que pudo ver esa azotea si no hubieras torturado tanto los deseos de la carne! ¿O las hiciste? ¿Hay acaso ahí secretos guardados con tanto celo como si fueran un diamante hecho con tus cenizas?

Regresando a Scruton, el filósofo dice que la experiencia de la arquitectura en sí no importa sino por el placer o disfrute que procura, y que “en el caso del disfrute arquitectónico, cierto acto de atención, cierta aprehensión intelectual del objeto es parte necesaria de ese placer.” Para Scruton, la experiencia de la arquitectura y el placer que procura son imaginarios, no porque no sean reales sino porque dependen de esa forma particular de la atención, que describe a partir de las ideas de Kant. La experiencia de la arquitectura es imaginaria en tanto requiere, según Scruton, de la participación activa de la mente, que teje lo que vemos y sentimos con lo que sabemos, pensamos y recordamos. Así reconstruimos como una unidad coherente el objeto de nuestra percepción —siempre parcial y más en el caso de un edificio: la puerta, la ventana, el piso, puras paredes—. El chiste del pabellón sin chiste es revelar que la azotea de Barragán, como puro espacio, no tiene ningún chiste. En la Plaza Tolsá no se ha construido ningún montaje previo, ninguna tensión antes de entrar a la azotea falsa —o es, si acaso, una totalmente distinta a la que acompaña al original— y, por tanto, no hay ninguna tensión que liberar, ninguna punch line. Y, para cerrar con otra paradoja, eso es lo que vuelve interesante al actual Pabellón Mextrópoli: mostrar que por sí mismas, en tanto espacios, ni el original ni la réplica fuera de lugar tienen chiste, que, al final, sin el recorrido y la narrativa, sin la experiencia imaginada —como entendió el visitante con quien me crucé— no hay nada, son puras paredes. Y, también, que quienes visitamos el pabellón “Fuera de lugar” no podremos volver a visitar la azotea original sin que en nuestra imaginación la experiencia vaya acompañada de El Caballito de Tolsá.

 

PS.

Para no alargar innecesariamente este de por sí largo texto, dejo sólo como apuntes finales, y más para mí que para la paciente lectora, la referencia a un texto de Brian Bogdon titulado What’s so Funny: Modern Jokes and Modern Architeture, y el recuerdo de Humberto Ricalde, otra vez, describiendo la descripción que Manfredo Tafuri hace de la descripción y análisis que Sergei Eisenstein hizo de las Cárceles de Piranesi: la arquitectura como montaje —y, luego, el remate—.

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Imagen https://arquine.com/imagen/ Sun, 28 Feb 2016 05:07:18 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/imagen/ Que la arquitectura sea una imagen no implica que sea una representación plana: un dibujo o una fotografía, sino un acto específico de la consciencia, lo que hace posible que la experiencia de la arquitectura pueda alterarse mediante una descripción o un nuevo conocimiento.

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La arquitectura es una imagen. Más aun: la arquitectura es pura imagen.

Miro esta hoja blanca que está sobre mi mesa; advierto su forma, su color, su posición. Estas distintas cualidades presentan algunos rasgos comunes: en primer lugar se ofrecen a mi mirada como existencias sólo susceptibles de ser comprobadas y cuyo ser no depende en modo alguno de mi capricho. Son para mi, no son yo.

Eso lo escribió Jean Paul Sartre al principio de su libro La imaginación. Una cosa es la hoja, dice Sartre, y otra mi consciencia de la hoja o, más  bien, la hoja es una cosa mientras mi consciencia, explica, no: “en ningún caso mi consciencia podría ser una cosa, porque su modo de ser en sí es precisamente un ser para sí.” Puedo voltear la cabeza, mirar en otra dirección, dejo de ver la hoja que “deja de estar presente” o, aclaremos, deja de estar presente para mi consciencia, pero no desapareció, sé que está ahí (o al menos espero que si vuelvo la mirada a donde sé que la dejé, ahí estará de nuevo). Puedo también imaginar la hoja. Al imaginarla, dice Sartre, hay una identidad de esencia —sé que imagino esa hoja, con su individualidad y su estructura— pero no de existencia: sé que la hoja que imagino está en la mesa: “no existe de hecho, existe en imagen.” Al final de su libro, Sartre afirma que la imagen no es una cosa —como la hoja sobre la mesa— sino un acto: “cierto tipo de consciencia.”

El filósofo inglés Roger Scruton —que nació el 27 de febrero de 1944— publicó en 1979 el libro La estética de la arquitectura. Ahí, Scruton se pregunta por lo que es la arquitectura —su esencia. Descarta que sea la función, pues según él “no hay forma posible de utilizar la idea de función para arrojar luz sobre la naturaleza de la arquitectura, pues sólo podemos entender la función si sabemos qué es la arquitectura.” Tampoco es el espacio, que entiende, casi como en una caricatura, como el puro vacío contenido entre los muros de un edificio y que, entonces, no se puede distinguir sin prestar atención al contenedor —un vacío de ocho por seis metros y tres de altura sería igual si los muros son de concreto o de mármol, lisos o con molduras. Y tampoco consiste en la voluntad expresiva del autor. Para Scruton, lo esencial de la arquitectura es la propia experiencia de ella, que exige “una aprehensión intelectual del objeto.” Nuestra experiencia de un edificio, dice, “tiene un carácter intrínsecamente interpretado y la «interpretación» es inseparable de la apariencia del edificio.” La experiencia de la arquitectura, piensa Scruton, es imaginativa, y la arquitectura, entonces, una imagen. “Una imagen no es un objeto de atención” —una cosa, como también dice Sartre— “sino más bien una forma de atención a otras cosas” —un acto—; no es “una cosa con propiedades que se puedan descubrir cuanto una forma de considerar las propiedades de su objeto.”

Veo un muro. Advierto su forma, su color, su posición. Esas cualidades distintas se presentan a mi mirada como existencias susceptibles de ser comprobadas y cuyo ser no depende en modo alguno de mi capricho. Son para mi, no son yo. Puedo avanzar, traspasar el umbral de una puerta perforada en el muro y entrar. Adentro puedo imaginar el muro que vi desde fuera, imaginar su relación con el interior, imaginar su espesor por lo que veo desde la ventana o imaginar esa misma ventana, desde fuera, como saliente del plano de la fachada. La imagen que me hago del edificio no es una cosa sino una manera de considerar sus propiedades. Imagino una ventana como una ausencia de muro o la cortina como un muro flexible. Que la arquitectura sea una imagen, entonces, no implica que sea una representación plana: un dibujo o una fotografía, sino un acto específico de la consciencia, lo que hace posible que la experiencia de la arquitectura pueda alterarse mediante una descripción o un nuevo conocimiento.

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La experiencia de la arquitectura https://arquine.com/la-experiencia-de-la-arquitectura-2/ Sat, 20 Jun 2015 00:18:37 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-experiencia-de-la-arquitectura-2/ “Por siglos la arquitectura, la pintura y la escultura han sido llamadas Bellas Artes, es decir, artes que tienen que ver con «lo bello» y que se dirigen al ojo, tanto como la música al oído. Pero cuando un arquitecto juzga un edificio, la apariencia es sólo uno de los muchos factores que le interesan" —Steen Eiler Rasmussen

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Roger Scruton es un filósofo inglés, conservador, para más señas, que ha escrito más de treinta libros incluyendo un par de novelas. De éstos, varios han estado dedicados a la estética y uno en especial a su relación con la arquitectura. El título del libro lo dice todo: La estética de la arquitectura, publicado por primera vez en inglés en 1979. Desde las primeras líneas del prefacio, Scruton cita a Hans Sedlmayr quien, en Vermuts der Mitte (Pérdida del centro, 1948), escribió que “el nuevo tipo de arquitecto ha llegado a la situación de desesperada inseguridad sobre sí mismo. Mira al ingeniero por encima del hombro y se imagina en el papel de inventor, e incluso en el de reformador de las vidas d los demás, pero se ha olvidado de ser arquitecto.” Para Scruton, esas “urgentes cuestiones con que se enfrenta el arquitecto son realmente cuestiones filosóficas” —argumento que sirve bien para abrir un libro de un filósofo sobre la arquitectura.

Entre los diversos puntos sobre la arquitectura que Scruton busca dilucidar filosóficamente en su libro, está la manera como la arquitectura se percibe y experimenta —dos cosas distintas. El cuarto capítulo de su libro se titula La experiencia de la arquitectura, e inicia afirmando que el problema de la descripción de los procesos básicos como se percibe la arquitectura, es un problema general y filosófico antes que particular y arquitectónico. Cualquier dificultad que nos presente la tarea de describir tales procesos, dice Scruton, “no es una dificultad para la estética de la arquitectura, sino para la filosofía de la percepción, y en esta filosofía no hace falta mencionar nada que sea propio de la arquitectura. Lo que es propio de la arquitectura —agrega— se presenta en la siguiente fase, por así decirlo: no se trata de la experiencia sino del disfrute que depende de ella.”

Percibir un edificio tal vez sea distinto que percibir la superficie de un cuadro, pero, según Scruton, es prácticamente igual que percibir una escultura, una caja de madera o una montaña. La diferencia está en el disfrute o el placer que nos proporcione cada objeto: el placer arquitectónico, dice Scruton, “está dirigido por una concepción de su objeto” y “hay que saber el uso de un edificio para disfrutar con él adecuadamente.” Ante los edificios, agrega, todo placer está mediado e influido por la reflexión. Además, Scruton agrega que la experiencia de la arquitectura es imaginaria, no porque no se real, al contrario, sino porque la facultad mediante la cual se unen la sensación y el concepto, lo que percibimos y lo que conocemos de un edificio, es la imaginación.

Veinte años antes de que Roger Scruton publicara su libro sobre la estética de la arquitectura, el arquitecto y planificador danés Steen Eiler Rasmussen —nacido el 9 de enero de 1898 en Copenhague y que murió, en la misma ciudad, el 19 de junio de 1990—, publicó su libro Experimentando la arquitectura. Desde el primer capítulo Rasmussen dice que aunque “por siglos la arquitectura, la pintura y la escultura han sido llamadas Bellas Artes, es decir, artes que tienen que ver con «lo bello» y que se dirigen al ojo, tanto como la música al oído,” cuando un arquitecto juzga un edificio, “la apariencia es sólo uno de los muchos factores que le interesan. Estudia planos, secciones, alzados y la manera como armonizan entre sí.” Pero no sólo se trata de un ejercicio de geometría descriptiva que descompone, para entenderlo, un volumen en una serie de planos relacionados entre sí. Está, sobre todo, dice Rasmussen, el uso, la utilidad, la función que hace que un edificio sea habitable.

La diferencia entre las ideas de Scruton, el filósofo, y Rasmussen, el arquitecto, al hablar de la manera como se experimenta la arquitectura y en lo que, después, se transforma dicha experiencia, está en ese papel otorgado a la función y la utilidad. Scruton piensa tanto la percepción y la experiencia como la imaginación en términos visuales. La función y la utilidad nos informan sobre el edificio pero no debieran predisponer nuestro juicio estético: saber que una casa funciona como casa nos ayuda a concebirla como casa y, por tanto, altera nuestra experiencia. Pero para Scruton, en cuyo libro no incluye fotografías de arquitectura del siglo XX y casi ninguna planta, que una casa sea cómoda o que no tenga goteras no afecta nuestro juicio estético. Para Rasmussen, en cambio, “entender la arquitectura es distinto a determinar el estilo de un edificio mediante sus características externas. No basta, dice, con ver arquitectura: hay que experimentarla.” Y para eso el propósito no sólo es básico, como piensa Scruton, sino fundamental.

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