Resultados de búsqueda para la etiqueta [Panóptico ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 31 Jul 2023 20:02:10 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.2 Entre el ver y el decir https://arquine.com/entre-el-ver-y-el-decir/ Sat, 22 Oct 2022 13:46:06 +0000 https://arquine.com/?p=70708 “¿Qué es una arquitectura? Es un agregado de piedras, digamos, de cosas, es un agregado material. ¿Se trata de eso? Sí, por supuesto que se trata de eso.” Eso lo dijo Gilles Deleuze. También dijo que la arquitectura es una forma de la luz.

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[Publicado originalmente en la revista Figuras, FES Acatlán, UNAM]

 

“¿Qué es una arquitectura? Es un agregado de piedras, digamos, de cosas, es un agregado material. ¿Se trata de eso? Sí, por supuesto que se trata de eso.” Eso lo dijo Gilles Deleuze en la primera sesión del primer curso que dedicó al pensamiento de Michel Foucault.

Era la mañana del 22 de octubre de 1985, siete días después del cumpleaños 59 de Foucault. Pero Foucault había muerto hacía más de un año, el 25 de junio de 1984. Los dos filósofos se conocieron 33 años antes de aquel curso que dictó Deleuze, en octubre de 1952, en una conferencia de Foucault. Cenaron juntos, pero al parecer no se llevaron bien. Pasarían diez años antes de que volvieran a encontrarse y se iniciara, entonces sí, una larga y fructífera amistad. A principios de 1970 Foucault invitó a Deleuze a formar parte del Grupo de información sobre las prisiones. “Ninguno de nosotros está seguro de escapar a la prisión. Hoy menos que nunca,” sentenciaba el manifiesto que hicieron público el 8 de febrero de 1971. Cuatro años después, en 1975, Foucault publicó su libro Vigilar y castigar, en el que estudiaba el surgimiento de la prisión como una nueva forma de castigo que pretendía, en vez de actuar directamente sobre el cuerpo, hacerlo sobre las conciencias. Vigilar y castigar es uno de los libros que comentó Deleuze aquella mañana del 22 de octubre. Según la explicación de Deleuze, ese libro trata de dos cosas: de la forma en que surge el espacio de la prisión y, al mismo tiempo, de cómo se establece un régimen de enunciados en el derecho penal. Y esa diferencia Deleuze la hace pasar por toda la obra de Foucault. Por un lado se trata, dice, de encontrar y describir una manera tanto de ver como de hacer ver y, por otro, una de decir y hacer decir. Hay un orden del decir —sigue Deleuze— y otro del dibujo.

Pensemos que buena parte del argumento de Foucault sobre la prisión reposa en su análisis del libro que el filósofo inglés Jeremy Bentham publicó en 1791, Panopticon, cuyo subtítulo es suficientemente explíci-to: o La casa de inspección, incluyendo la idea de un nuevo principio de construcción aplicable a cualquier tipo de establecimiento en el cual personas de cualquier descripción deban ser mantenidas bajo vigilancia (inspection). La prisión es entonces, en su parte material, una distribución de espacios o mejor, de cuerpos en el espacio a partir de un dibujo preciso o en el sentido que después usará Deleuze: un diagrama. Pero también es, o más bien se conecta con un conjunto de enun-ciados con un discurso legal, que hace de la prisión un castigo aceptable y necesario y de la vigilancia un sistema al que se puede someter a cualquier persona. Así, en su curso, Deleuze se pregunta por segunda vez qué es una arquitectura y entonces responde: “Seguramente es un agregado de piedras, pero es ante todo mucho más un lugar de visibilidad.” Y sigue una frase que parece dicha para gustarle a todo arquitecto: “Antes de esculpir piedras, lo que se esculpe es la luz.” Esculturas de luz. En algo hace recordar esa frase a aquel corbusiano juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz, aunque aquí no son las formas de la arquitectura las que se disponen bajo la luz, sino la arquitectura la que da forma a la luz. También puede hacernos pensar en eso, tal vez más complejo, que planteó Heidegger de la arquitectura como ejemplo de lo que hace una obra de arte:

El edificio en pie descansa sobre el fondo rocoso. Este reposo de la obra extrae de la roca lo oscuro de su soportar tan tosco y pujante para nada. En pie hace frente a la tempestad que se enfurece contra él y así muestra la tempestad sometida a su poder. El brillo y la luminosidad de la piedra aparentemente debidas a la gracia del sol, sin embargo, hacen que se muestre la luz del día, la amplitud del cielo, lo sombrío de la noche. Su firme prominencia hace visible el espacio invisible del aire.

Sin edificio, la potencia portante de la roca no sería patente, ni visible la brillantez de la luz del sol o la amplitud del espacio ante el cual se yergue. Para Heidegger, el poder de la obra arquitectónica, como de hecho el de la obra de arte en general, es esa revelación, ese hacer patente lo que ya está ahí de algún modo. Pero la visibilidad de la que habla Deleuze a partir de Foucault es distinta. La arquitectura, dice, “es un lugar de visibilidad. La arquitectura dispone las visibilidades. La arquitectura es la instauración de un campo de visibilidad.” La prisión instaura el campo que hace visible de un lado al preso y del otro al guardia que lo vigila. El hospital hace visible al enfermo para el médico, pero también al médico clínico como tal; y la escuela lo hace con el estudiante y el maestro. Pero esa visibilidad no revela, en el sentido que supone Heidegger, sino que produce. Y, por tan-to Deleuze, dirá que “«ver» no es el ejercicio empírico del ojo, sino construir visibilidades, ver o hacer ver.” Antes de la prisión, no había preso ni guardia, como no había enfermo ni médico clínico antes del hospital. “Las visibilidades, sigue Deleuze, no son cosas entre las demás cosas y las visiones, las evidencias, no son acciones entre las otras, sino que son la condición bajo la cual surge toda acción, toda pasión.”

La prisión entonces, “es una forma de la luz”, “una distribución de luz y de sombra antes de ser un montón de piedras.” Y la arquitectura, entendida así, no sólo nos pone en nuestro lugar sino que, al hacerlo, nos expone, nos exhibe no como lo que somos sino como lo que seremos por el hecho mismo de estar ahí, así, en ese lugar: el preso, el guardia, el loco, el médico. Pero hay algo más, pues Deleuze plantea que para Foucault existe una diferencia entre lo dibujado y lo dicho, entre lo visto y lo enunciado, entre lo visible y lo enunciable, y que eso significa que “nunca se ve eso de lo que se habla y nunca se habla de eso que se ve.”En su libro What is architecture? An Essay on Lan-scapes, Buildings, and Machines, Paul Shepheard planteó que la arquitectura es un hecho conclusivo o, dicho de otro modo, que es lo que es,no lo que decimos que sea. Lo paradójico es que lo dijo en un libro muy bien escrito lleno de relatos, anécdotas e historias. En su segundo libro, The Cultivated Wilderness, Or: What is Landscape? Shepheard describe así el Panteón en Roma:

Medio domo esférico vacío de 150 pies romanos de diámetro, truncado en su ecuador y colocado sobre una alta rotonda. La única luz entra a través del óculo circular de 27 pies de diámetro en el polo del domo, que proyecta un brillante círculo de luz solar en el interior del domo. El círculo lentamente recorre su camino alrededor del edificio en tanto el día sigue su curso, midiendo el progreso de la tierra en su órbita alrededor del sol: los casetones al interior del domo producen profundas sombras al borde del círculo que puede percibirse deslizándose de uno a otro. Alguien parado al interior del Panteón puede ver a la Tierra moverse.

¿Puede? El Panteón en Roma es una especie de panóptico vacío, o al revés, el panóptico es un panteón lleno con la mirada del vigía. Uno es el espacio donde todos están sometidos a la mirada del inspector, el otro el espacio donde se rinde culto a todos los dioses y, según Shepheard, se puede ver a la Tierra moverse. Cuando Bentham describe al panóptico como “una habitación circular o, más bien, un apartamento anular”, habla de una apertura central que servirá para iluminar el espacio del inspector pero de manera que “ninguna vista en absoluto se pueda obtener desde las celdas de lo que sucede en su interior, al mismo tiempo que la persona en esa habitación, aplicando su ojo de cerca a cualquiera de las mirillas, pueda obtener una visión perfectamente definida de las celdas correspondientes.” Y en una nota al pie de página menciona expresamente al Panteón en Roma, su óculo y la luz que deja entrar. El hecho es que, con y contra Shepheard, podemos preguntarnos si lo que vemos en el Panteón es que la Tierra se mueve o si eso es lo que decimos del edificio sin poderlo ver —lo que vemos que se mueve es la luz: no el edificio ni, por supuesto, la Tierra.

Deleuze concluye esa primera lección sobre el pensamiento de Foucault con cuatro tesis. Primera: que hay una diferencia de naturaleza entre la forma de lo visible y la forma de lo enunciable; ninguna se puede reducir a la otra, pero se acompañan en lo que llama una no-relación. Por eso —segunda tesis— cada una presupone a la otra, aunque —tercera tesis— hay un primado del enunciado sobre la visibilidad, de lo dicho sobre lo dibujado, del discurso sobre la luz. No sin cierta resistencia, de donde la cuarta tesis: hay una captura mutua entre las visibilidades y los enunciados. Volvamos a Shepheard: la arquitectura es lo que es, no lo que decimos que sea. Pero si la arquitectura es una forma de la luz, una manera de hacer visible, de establecer un campo de visibilidad que siempre depende de un momento histórico y que, aunque irreductible a lo dicho, está bajo el primado del discurso, de aquello que se puede decir; de nuevo, en ese momento histórico, la arquitectura, más allá del edificio, acaso esté desde siempre entre el ver y el decir.

 

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Ventanas https://arquine.com/ventanas/ Fri, 21 Feb 2020 07:30:02 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ventanas/ Las ventanas encuadran la visión, así como la fotografía. Se decide, de alguna manera, qué se quiere ver y qué no. Un proyecto de vivienda puede pensar en la luz solar, y también en cómo se le puede evitar al inquilino un padecimiento cuando decida apreciar la vista.

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No es propio de personas bien educadas dirigir desde su casa miradas escudriñadoras a las casas inmediatas.

Del Manual de urbanidad y de buenas maneras de Manuel Antonio Carreño.

Sobre la Torre Cervantes, del despacho FR-EE, pareciera que cae un gran telón blanco cubriendo su fachada de vidrio. Las cortinas de las ventanas, nunca del todo abiertas, ofrecen atisbos de máquinas elípticas, de floreros o de televisiones gigantescas. Lo que alcanzamos a ver de los interiores puede llegarse a confundir como la escenificación de un departamento-muestra. Algo similar ocurre si estamos ante el Conjunto Urbano Presidente Alemán, una obra muy anterior a Torre Cervantes y en la que se colocaron otros ideales en lo que respecta a la vivienda. Las ventanas son casi igual de herméticas, pero la ropa tendida interviene la retícula de su fachada de ladrillo. Conocemos un poco más de los habitantes de CUPA, no tanto porque podemos encontrar sus calzones flotando sobre la obra de Pani, sino porque esa costumbre de tender la ropa afuera es un signo de clase; de la supuesta falta de privacidad que puede surgir cuando los habitantes no han sido disciplinados por la arquitectura que habitan.

Para fatiga de quienes creen que los estratos sociales son un sueño paranoico de los resentidos, sí, hasta las ventanas pueden ser leídas y observadas de esa manera. ¿Qué es lo que miramos o lo que no miramos cuando, desde la calle, dirigimos nuestros ojos hacia arriba, ahí donde las ventanas reflejan el cielo, o cuando desde nuestros departamentos (si es que vivimos en uno) abrimos las cortinas? ¿Los espacios median la privacidad de sus inquilinos? ¿Las diferencias entre lo que se ve y lo que no se ve tienen repercusiones urbanas? El urbanismo del siglo XIX mexicano, por ejemplo, dijo que las vecindades eran espacios de promiscuidad, y su comentario no se refería tanto a lo sexual como a que todo era un gran exterior falto de privacidad: las personas se bañaban comunalmente en los patios; los patios eran transitados por las multitudes que, a su vez, vivían todas juntas en el hacinamiento total de los cuartos. Para higienistas como José Tomás de Cuéllar, las vecindades eran una extensión de la calle donde la gente que no conocía los placeres de lo doméstico decidía vivir. Para este anticuado costumbrista, cuyo discurso no ha terminado de extinguirse a pesar de los doscientos años que lo separan de nuestra actualidad, la pobreza era una cuestión personal. Igualmente, personajes como Manuel Antonio Carreño, quien vigiló y castigó la vida burguesa venezolana decimonónica, las ventanas invitaban al chisme y a la perversión. Para él, mirar al otro era sinónimo de mala higiene. Pero, ¿en qué consistían los placeres a los que se refería Cuéllar? En las cortinas, fundas y estuches, en los recubrimientos que Walter Benjamin nombró como expresiones de la burguesía, estrato que historiadores como Jesús Cruz Valenciano en su libro El surgimiento de la cultura burguesa (Siglo XXI, 2014), donde atiende el caso de Barcelona, señala como el creador de una idea de privacidad. La discreción fue el eje con el que los nuevos trabajadores, que ni eran campesinos pero tampoco aristócratas, dirigieron su vida, y fue un fenómeno global.

Las ciudades fueron volviéndose no sólo centros industriales, sino también capitales de cultura, y pareciera modificarse cómo se habla sobre lo público y lo privado conforme nos adentramos a la primera mitad del siglo XX. De nuevo Benjamin, junto a Asja Lācis, en un breve texto dedicado a Nápoles, hablan sobre una ciudad porosa que difumina el adentro y el afuera porque es una región de fiestas constantes, así como de hacinamiento habitacional. Para los autores, el borramiento de esas fronteras es emancipatorio:  “De la misma manera en que el cuarto aparece en la calle, con sus sillas de corazón, y su altar, entre otros objetos, de manera más estridente la calle migra al cuarto.” Los autores agregan que en esas habitaciones duermen docenas de ocupantes, lo que hace que los niños vayan por la calle “muy tarde en la noche”, porque la calle no se distingue del interior; porque en los cuartos “se interpenetran el día y la noche, el ruido y la paz, la luz exterior y la oscuridad interior, la calle y la casa.” Jane Jacobs declaró lo mismo años más adelante en su clásico libro Vida y muerte de las grandes ciudades americanas (Vintage Books, 1992), con una confianza más apologética que fundamentada. Para Jacobs, las ciudades son el espacio en el que la privacidad, de hecho, debe perderse. Los recubrimientos burgueses son un gesto suburbano, ahí donde la gente no interactúa ni se cuida, y en lugares como Nueva York, desde donde ella escribe, la privacidad no es una cuestión de ventanas o cortinas: “Los escritos sobre arquitectura y planeación urbana lidian con la privacidad en términos de ventanas, visiones dominantes o líneas de visión. La idea es que nadie de afuera puede mirar a donde vives —al interior, la privacidad. La privacidad de tus ventanas es una de las comodidades que más fácilmente se pueden obtener. Sólo corres tus cortinas o ajustas las persianas. La privacidad que implica mantener los asuntos personales para uno mismo o para aquellos a quienes uno escoja, y la privacidad por tener un control razonable sobre quiénes se involucran con tu tiempo y cuándo, son  comodidades raras en este mundo, y nada tienen que ver con la orientación de las ventanas.”

En el intrincado ballet de las calles que describió la periodista, ahí donde los trabajadores, los niños, los ancianos y los comerciantes se unen en una coreografía permanente, se puede activar un panóptico colectivo en el que los vecinos se cuiden unos a otros sin perder su propio espacio personal. ¿Cómo es que se resuelve esa distinción entre una vigilancia amable y la permanencia del anonimato? Jane responde que la misma ciudad lo resuelve, por el simple hecho de ser multitudinaria. Es verdad (o tal vez simple lógica) que las calles que no son transitadas son mucho más inseguras que las que lo son. Jacobs más bien está asumiendo que todos los ciudadanos cuentan con ventanas y cortinas con las cuales protegerse.

Las ventanas encuadran la visión, así como la fotografía. Se decide, de alguna manera, qué se quiere ver y qué no. Un proyecto de vivienda puede pensar en la luz solar, y también en cómo se le puede evitar al inquilino un padecimiento cuando decida apreciar la vista. Algunos tropos de la cultura audiovisual defienden, de alguna manera, la privacidad burguesa. En la pornografía, los vecinos que encuentran sus cuerpos desnudos se puede leer, de hecho, como un comentario de que una ventana te expone, como decía Carreño, a la lascivia. El fotógrafo L.B. Jefferies, personaje de La ventana indiscreta (1954), descubre un crimen cuando empieza a observar a sus vecinos. La película reflexiona sobre el cine (así como en las pantallas de una sala de proyecciones, las ventanas de la ciudad reflejan historias) pero también sobre la ciudad. Mirar al otro no tendrá nunca buen destino. Tal vez las tensiones entre la calle y la privacidad de una casa (llámese departamento, loft o cuarto de azotea), o las que puedan establecerse entre dos viviendas que encuentren sus interiores dependiendo de la ubicación de sus ventanas, sigan pensándose a través de los ideales de domesticidad decimonónicos, y que las consignas de Benjamin o Jacobs son, en realidad, una mera teoría sobre cómo tendrían que vivirse las ciudades.

¿Cuáles son nuestros marcos de visión? Torre Cervantes, tan controvertida como es, no ha sido documentada en el sentido de cómo sus inquilinos “manchan” el programa arquitectónico, aislados como están. La ropa colgada de CUPA ha sido una curiosidad exótica para los enterados de cómo se tiene que habitar una obra emblemática: la privacidad tendría que impedir que la fachada se use como tendedero

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Lecumberri 2: el Movimiento https://arquine.com/lecumberri-2-el-movimiento/ Tue, 14 May 2019 13:00:04 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/lecumberri-2-el-movimiento/ Varias de las descripciones de la vida cotidiana en Lecumberri que aparecen en "Los días y los años", la novela testimonial del 68 de Luis González de Alba, revelan al panóptico convertido nada menos que en una vecindad, la gran pesadilla de los urbanistas modernos:

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There’s a battle outside and it’s ragin’

It’ll soon shake your windows and rattle your walls

For the times they are a-changin’

Bob Dylan

 

Varias de las descripciones de la vida cotidiana en Lecumberri que aparecen en Los días y los años (1971), la novela testimonial del 68 de Luis González de Alba, revelan al panóptico convertido nada menos que en una vecindad, la gran pesadilla de los urbanistas modernos: “Era como una vecindad: un cordel con ropa tendida que alguien olvidó recoger […]; el patio rectangular, las puertas que se abren a un solo cuarto mal iluminado. Todo es como una vecindad. Hasta la vida en común, los disgustos, los apodos, las pláticas” (50). Los días y los años dedica buena parte de sus páginas a describir esa “vida en común” adentro de la cárcel: las comidas que organizan y comparten entre sí los estudiantes presos, los chistes y las burlas que se hacen entre ellos, las discusiones sobre el 68, los conflictos, los planes a futuro, las “guerras de bolillos” con otros presos o las clases que cada uno le daba a los demás de acuerdo a su especialidad. En otras páginas, González de Alba se limita a describir el suceder diario de la cárcel: a los jugadores de básquetbol, por ejemplo, o a los vendedores y sus sonidos: “Claro, durante el día hay otros pequeños y típicos detalles: los graznidos del maletero, el de los tacos, el de las nieves y, recientemente, el de las fresas con crema en vasitos de papel. ¡Ah! y por supuesto el de las tortillas, quien además vende pastillas de ciclopal” (77).

Una forma posible de pensar este panóptico convertido en vecindad de estudiantes y, por extensión, los usos cotidianos dentro de los espacios disciplinares estudiados por Foucault es Michael de Certeau y su “práctica de lo cotidiano”. Quizá se trate de la ruta más evidente, ya que la propuesta de de Certeau tiene la intención abierta de encontrar, dentro del panóptico, puntos de fuga cotidianos e imperceptibles que escapen, burlen  o rebasen a esa forma moderna de producir subjetividades gobernables a través del ordenamiento, control y vigilancia del espacio. Pero otra forma de acceder a Lecumberri como vecindad —y una que resuena con esa “vida en común” de la que habla González de Alba— es justamente a partir de la noción de lo “común”, articulada por Antonio Negri y Michael Hardt en Commonwealth (2009). Para ellos, lo común tiene dos significados: por un lado, se refiere a recursos como el agua, la tierra o el aire que, estrictamente, le pertenecen a todos y a nadie; por otro lado, lo común es también el conjunto de lenguajes, conocimientos, afectos, prácticas e información que es producto necesario de la interacción social, y que por lo tanto también le pertenece (o debería pertenecerle) a todos y a nadie. Una sociedad, dicen Hardt y Negri, se define por la relación que establece con lo común en este doble sentido, pues es de esa relación de donde surgen las prácticas cotidianas y las formas de vida que, a la postre, dan cuerpo a una organización política, económica y social (algunas de las cuales son, de acuerdo con ellos, nocivas para lo común, pues lo limitan y lo merman).

 

¿A dónde conduce pensar desde este ángulo la vida cotidiana de los estudiantes presos descrita por González de Alba y otros estudiantes en sus libros testimoniales? Es decir, qué nos revela esa “vida en común” que González de Alba vincula con la vecindad, qué nos dicen ese conjunto de prácticas como compartir recursos –comida, agua, vendas, uno que otro lujo colado por una visita–, compartir conocimiento (las clases que se daban entre ellos), discutir (a veces en conflicto abierto) o cuidarse entre ellos de los ataques de otras crujías o de los guardias. Si una forma de vida social depende, de acuerdo con Hardt y Negri, de una manera de relacionarse con lo común –con recursos como agua y comida o con lenguajes, prácticas y afectos producidos en comunidad ¿hacia dónde apunta esa forma de vivir en la cárcel que los estudiantes presos establecieron durante su encierro en Lecumberri? De alguna manera, es como si la “vida en común” en Lecumberri –ese conjunto de prácticas cotidianas mencionado arriba– reflejara y, en el proceso, hiciera inteligible lo mucho que el movimiento del 68 pasó por encontrar, construir y ejercer una forma diferente de habitar la ciudad de los sesentas, eso que Poniatowska llamó “ganar la calle”. Los días y los años, por ejemplo, dedica muchas de sus páginas a describir la forma como los estudiantes se apropiaron de la infraestructura de Ciudad Universitaria –los salones, los pasillos, las cafeterías, las islas–, no sólo para vivir ahí, sino sobre todo para construir desde ahí adentro y en conjunto los órganos políticos que articularían el movimiento: las brigadas, el consejo, los comunicados, las asambleas y demás. Para Hardt y Negri ambas cosas van de la mano: de nuevas formas colectivas de habitar la ciudad, de relacionarse con lo común en el doble sentido que proponen, pueden emerger nuevas formas de organización política. Si acaso a nivel de deseo, y no sin varios tropiezos, para el movimiento del 68 esta forma quería ser más democrática, más libre y más abierta de la que el estado priista permitía. De González de Alba a Poniatowska, algunos de los grandes pasajes de la literatura del 68 pasan justamente por descripciones de estas nuevas maneras de vivir la ciudad panóptica en las vísperas de la XIX Olimpiada: las brigadas por los mercados y las plazas, la minifalda y el pelo largo, los happenings vanguardistas, el mural anónimo en CU, la sensación del cuerpo al entrar a un Zócalo lleno de estudiantes o la V de la Marcha del Silencio descrita por González de Alba: 

Entonces, ante la imposibilidad de hablar y gritar como en otras ocasiones […] surgió el símbolo que pronto cubrió la ciudad entera y aún se coló a los actos públicos, la televisión las ceremonias oficiales: la V de ¡Venceremos! Hecha con los dedos, formada con los contingentes en marcha; pintada después en casetas de teléfonos, autobuses, bardas. En los lugares más insólitos, pintada en cualquier momento. (119)

Irónicamente, fue gracias al encierro en Lecumberri de algunos miembros y a las conversaciones, discusiones, clases e intercambios que esto permitió que podemos contar con todo un archivo escrito del 68 que está en diálogo y a veces en disputa entre sí. Esto enriquece nuestra capacidad de entender lo que sucedió. Frazier y Cohen nos han recomendado verlo con cuidado, pues se trata de un archivo escrito sobre todo por líderes masculinos del Consejo que a menudo desacreditan u oscurecen la importancia de otros órganos del movimiento como las brigadas –donde participaban muchas más mujeres– o como la atención a comedores y limpieza, que para variar cayó en manos de ellas y no de ellos. Pero es justamente gracias a esta advertencia que este archivo –complementado por otros textos como el de Poniatowska– resulta un lugar sumamente interesante para pensar, por un lado, los altibajos del proceso de democratización mexicana y el rol del 68 en el mismo, y, por el otro, eso que Hardt y Negri llaman la multitud: una suerte de entramado de subjetividades y formas de vida que poco a poco van gestando, en su interacción heterogénea y conflictiva, una nueva organización política, económica y social, siempre en proceso y nunca definitiva. 

En 1976, Lecumberri dejaría de ser prisión y se convertiría, entrando los años 80, nada menos que en el Archivo General de la Nación. Pero a la ironía del panóptico vuelto archivo puede dedicársele una discusión a parte.


Referencias: 

González de Albar, Luis. Los días y los años. Séptima edición. México: Era, 1973. 

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