Resultados de búsqueda para la etiqueta [nombrar ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 29 Feb 2024 05:09:08 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.3 Ciudades Sueños II – Morir maravilla quiero https://arquine.com/morir-maravilla-quiero/ Fri, 17 Nov 2023 15:32:25 +0000 https://arquine.com/?p=85247 Ayer maravilla fui trata (sin arruinarle nada a nadie), de un personaje que transmigra entre cuerpos y un día se enamora en esta ciudad: Distrito Federal, Ciudad de México, Tenochtitlán, como si fuera el nombre escondido de un ángel condenado a caer en tierra una y otra vez.

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Así como la Cineteca de las Artes que se acaba de reinaugurar, remodelar o readaptar en donde alguna vez hubo un Cinemark, Ayer maravilla fui (México, 2017, 81 minutos), la segunda cinta de Gabriel Mariño, ha vivido todo tipo de reestrenos y apariciones en festivales de cine joven o ciencia ficción. Pero sirva su última exhibición, en octubre de este año por las salas de la cineteca restaurada, para hablar sobre las transmigraciones urbanas.

En primer lugar, esta mudanza de almas nunca cae tan lejos: la película toma lugar en algún punto de las colonias Portales, por el eje 7 sur, también conocido como Emiliano Zapata. Cualquiera de las dos cinetecas queda al alcance peatonal, lo cual habla de la poca movilidad  cultural que ha habido en la Ciudad de México en los últimos 50 años.

Estas incidencias le quedan bien a una película como Ayer maravilla fui que trata (sin arruinarle nada a nadie), de un personaje que transmigra entre cuerpos y un día se enamora en esta ciudad. No se explicita del todo, pero podría ser una entidad alienígena o sobrenatural, acostumbrada a mudar de cuerpos de manera involuntaria cada cierto tiempo. En su haber ha aprendido el español chilango y sabe moverse con relativa facilidad por el circuito de los empleos precarios; además tiene su residencia en una casa con un jardín propio, lo que le da oportunidad de conversar con sus plantas.

 

¿Será un avatar de la ciudad que, en su polifonía, sólo podría tomar forma humana en una multitud de cuerpos en vez de un solo individuo? Como fuere, cuando empieza la película, la entidad está posesionada en el cuerpo de un anciano (interpretado por Rubén Cristiany) cuyas manos muestran síntomas de una enfermedad motora que le impide asir con detenimiento plumas o lupas. Tras un tiempo que parece intuir —a decir de un diario que lleva como bitácora de una prisión— amanece en el cuerpo de una mujer, Ana (Sonia Castro, quien ganó por esta actuación el premio a mejor actriz en el Festival Internacional de Morelia 2017), que no supera los 30 años. Es en ese cuerpo en el que elige conocer más a fondo a su peluquera, Luisa (Siouzana Melikián), a sabiendas de que la siguiente transformación está a unas cuantas lunas de distancia. Después de una escena erótica, que recurre al sonido de una lluvia que se convierte en tormenta (metáfora sonora de la pasión sexual), Ana le cuenta, como si fuera uno de sus sueños, acerca de su condición transmigrante. Poco tiempo después, para el tercer acto de la película, se encuentra en el espejo con que ahora es Pedro (Hoze Meléndez), un chico joven. Sin embargo, la entidad se asegura de darle señales a Luisa de que se podrán reencontrar, si no es en los mismos cuerpos, al menos sí en las mismas calles, no exentas de sus propias transformaciones.

La película, corta y efectiva en sus recursos (a veces incluso demasiado académica o redonda en su guion [no es queja]) para ser del género fantástico o de ciencia ficción, recurre sobre todo a la cinematografía: por un lado, el blanco y negro de la cámara de Iván Hernández (y fotografía adicional de Miriam Ortiz) , que además de conseguir algunas tomas bressonianas (con todo y sonatas de Schubert de fondo; y un detallado diseño sonoro del caos decibélico de la ciudad), usa siempre los primeros planos y el desenfoque. Esto último es el rasgo formal más utilizado en la película, que logra expresar la cualidad onírica de la película y la experiencia ambigua de los objetivos humanos y urbanos que aparecen en pantalla.

Si bien casi toda la trama se desarrolla por la colonia Portales —son reconocibles el mercado sobre la calzada Santa Cruz; la panadería “La espiga de Dorada” de por avenida Plutarco Elías Calles; y el puente vehicular de Municipio Libre— el director procura desorientar al espectador (sea o no chilango) con locaciones que van desde el Centro Histórico hasta las cercanías de estaciones de metro como Oceanía y Ciudad Deportiva. Es abajo de esta línea, la café, conocida por sus pilares y su mal estado de mantenimiento, que se lee un grafiti que no parece hecho para la película: “CDMX está muerta / DF para siempre”. Filmada entre 2016 y 2017, la cinta vio cómo la legislación capitalina y el gobierno de Miguel Mancera ponían en marcha el rebautizo de una ciudad que estaba por cumplir 500 o 700 años (cosa que no importa mucho, siempre habrá fechas de fundación para Cedemequis y sus efemérides). Así como le protagoniste, el motivo de la ciudad que se escapa y se vuelve irreconocible para sus propios habitantes se vuelve más importante que la narrativa de los amores que combaten una lejanía producida por la misma urbe (en otro monólogo, el ente explica que sueña con otra ciudad que no es la misma que habita, pero es reconocible).

Todavía es pronto para afirmar si Ayer maravilla fui logrará el estatus de culto que, sin duda, desea o se proyecta en su interior (ya en su primera exhibición en Morelia se ganó el premio al mejor primer o segundo largometraje). Tiene algo de la recreación de la vida en colonias populares de Luis Humberto Hermosillo, y también algo de la filmografía de Arturo Ripstein junto a Paz Alicia Garciadiego, por mencionar dos referentes que enlazan la película de Mariño con una tradición de representar la ciudad no como la metrópoli internacional o de escenografía para películas de narcos que se pretende vender (sobre todo en las series de televisión o películas de alto presupuesto), sino como una ciudad de casas chaparras, calles descuidadas y gente de todos los días. En el caso específico de Mariño, su retrato es más intimista que celebratorio de una ciudad disfórica, que debe estar contando los días para su siguiente transformación, en un destino que no se sabe si significa algo.  Así como en el poema de Luis de Góngora al que hace referencia el título de la película, la ciudad y sus habitantes transitan de nombre en nombre: claveles, jazmines, alhelíes, girasoles (casualmente, las plantas que nombra el poeta son bastante chilangas): Distrito Federal, Ciudad de México, Tenochtitlan, ya hasta cansa enumerarlo, como si fuera el nombre escondido de un ángel condenado a caer en tierra una y otra vez.

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El nombre, ¿es lo de menos? https://arquine.com/el-nombre-es-lo-de-menos/ Fri, 03 Feb 2023 05:31:48 +0000 https://arquine.com/?p=74930 “No hay inocencia en el gesto de nombrar”. Llamarle a un fraccionamiento propuesto en la Hacienda de la Condesa, Nueva Tacubaya, o Chapultepec Heights a lo que hoy es las Lomas o intentar rebautizar Tepito como Reforma Norte, no son actos inocentes: el nombre acaso no es lo de menos.

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Antes de que Daniel Giménez Cacho encarnara a Silverio Gama, protagonista de la película Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro González Iñárritu, 2022) y quien busca la raíz de la mexicanidad en el Zócalo o en el Castillo de Chapultepec, el actor organizaba recorridos por Tepito, un barrio menos monumental y menos fotogénico, a los que llamaba “safaris”. Nadie cuestionó que la actividad colonial de avistar animales, con el fin de apreciarlos en todo su esplendor salvaje, se utilizara para describir una serie de visitas a una zona de la ciudad donde vive gente, al igual que en la Narvarte o en la Condesa, donde pareciera que las mesas de restaurantes en la banqueta imprimen mayor alcurnia. Será que para la imaginación geográfica de quienes planearon recorrer Tepito, la vida en la colonia Morelos era digna de tomarse como una suerte de gabinete donde los espectadores podían ver cómo vivían los tepiteños con el fin de tener una experiencia estética. Sin embargo, no se necesita desmadejar mucho para encontrar el problema: una de las zonas más céntricas de la capital de México es también una de las zonas más imaginadas y menos comprendidas. A la manera de los monstruos, podríamos decir que Tepito pertenece a la tradición oral de la ciudad. Se habla mucho sobre lo peligroso del barrio, y sólo se visita si un actor es quien protege a los turistas, recomendaciones mediante de “no portar objetos ostentosos” antes de ingresar a este paraje exótico.

A Tepito también se le conoce como el “barrio bravo”, lo que a veces se utiliza como una especie de demarcación no oficial para todos los capitalinos, la cual delimita a Tepito del resto de la ciudad. La urbe que rodea al barrio no es tan peligrosa. Sobre esto, podemos afirmar, junto a Luz América Viveros Anaya, que nombrar los sitios es una práctica social que “delata pactos que los habitantes establecen con su pasado, con la memoria y con una manera de situarse en el mundo”. En el texto “A veinte calles de la Plaza de Armas y a diez mil de la civilización”, la autora comenta que “esa designación de los lugares está mediada, a veces tensamente, por los alcaldes o regentes civiles que intentan ya normar, ya cubrir deudas políticas, ya establecer homenajes de panteones políticos, profesionales, artísticos o culturales”. Viveros Anaya concluye: “No hay inocencia en el gesto de nombrar”. Tepito ya existía cuando, en 1883, José Tomás de Cuéllar escribió un artículo titulado “La nomenclatura de las calles”. Como cronista urbano, este autor defendió la simetría, las superficies lisas y la tecnificación de las ciudades. Por lo tanto, no le parecía que entre cuadra y cuadra se cambiaran los nombres de un centro urbano en continuo crecimiento, y que mucho menos las denominaciones estuvieran dadas por las tradiciones religiosas o los oficios que ahí se ejercían. En su texto, Tomás de Cuéllar narraba que al tramo de las calles de Corpus Christi, Calvario y Acordada se les había nombrado avenida Juárez y que, a pesar de esta síntesis, los ciudadanos seguían acostumbrados a una nomenclatura mucho más primitiva. “Y ya que de avenida Juárez se trata, pregunto yo: ¿qué inconveniente hay en que la avenida Juárez la constituya de hoy en adelante y para siempre toda esa vía desde la primera calle de Plateros hasta salir a despoblado? Así quedarán suprimidos los nombres de primera y segunda de Plateros, Profesa, primera y segunda, y Puente de San Francisco y, para suprimir esos nombres sustituyéndolos con el de nuestro benemérito don Benito Juárez, hay todas estas razones”. 

La idea de facilitar la vida a los transeúntes no es, en principio, problemática, pero la forma en la que nombramos las estructuras de la ciudad está fundamentada en la ideología de un momento determinado. Para Tomás de Cuéllar, si los antepasados habían emprendido la “larga y laboriosa tarea” de “conservar en lo posible el alineamiento en las nuevas construcciones, hasta lograr una ciudad más regular y más perfecta que todas sus contemporáneas del continente, nos toca a nosotros hacernos dignos de esa previsión sensata y meritoria, y al encontrarnos calles que atraviesan la ciudad en línea recta en toda su extensión, sin más defecto que cambiar de nombre a cada cien pasos, nos toca, repito, bautizar esa vía con una sola letra, con un número o un solo nombre, siguiendo en esto el espíritu práctico de las ciudades modernas”. ¿Quién se hace cargo de la noble tarea de nombrar los sitios de la ciudad? Viveros Anaya habla de los alcaldes, pero también los bienes raíces tienen una injerencia importante en los mapas urbanos. Por supuesto, las clases medias quieren habitar barrios donde puedan criar con decencia a sus hijos, o donde sus inversiones inmobiliarias puedan demostrar con mayor contundencia su estrato económico. En uno de los anuncios publicitarios del desarrollo habitacional Chapultepec Heights se leía “El patrimonio de los suyos”, y una familia conformada por una mamá, un papá y una hija miraban su título de propiedad y su casa. La Nueva Tacubaya fue un territorio destinado a compradores similares, al igual que el Nuevo Polanco, un ejemplo más contemporáneo donde las clases medias producen espacios dignos para la crianza de los hijos y para las inversiones que se pueden heredar. Este panorama resulta ajeno a Tepito, aquel sitio donde se hacen safaris y donde se puede arriesgar el pellejo si se ingresa con teléfonos o prendas que puedan activar los instintos criminales de sus habitantes. En Tepito no viven familias y  el tipo de negocios que ahí se encuentran no elevan la plusvalía de la vivienda. Al menos hasta que una inmobiliaria decida lo contrario. 

El 28 de enero, el diario El Financiero reportaba que la compañía constructora UBK rebautizaba a Tepito como “Reforma Norte” para ofrecerles a sus potenciales clientes departamentos con costos que llegan a los dos millones de pesos. Si las familias de mamá, papá e hijita se encontraban lejos del “barrio bravo”, el mismo “barrio bravo” tiene ahora para ellos una promesa de patrimonio. Sin embargo, como mencionábamos, todos los capitalinos sabemos de la reputación de Tepito, y es de dudarse que una maniobra mercadotécnica pueda captar inversores y especuladores, y mucho menos gente que quiera trabajar en su nuevo proyecto en la paz de alguna cafetería. Pero también podemos decir que el estrato porfiriano está completamente sedimentado en nuestra consciencia urbanita. En tiempos de Tomás de Cuéllar también se aspiraba a eliminar las vecindades (lo que también contribuiría a la rectitud de las calles tan deseada por el cronista), por tratarse de una forma de vivienda que encarnaba el “mal moral de la pobreza”, una denominación hecha por quienes planeaban las políticas urbanas mediante la cual se borraba cualquier desigualdad estructural. Bajo esta perspectiva, los “pobres” no podían acceder a una casa mejor construida por su calidad humana. Tal vez quienes van de “safari” a Tepito tampoco se preguntan si esa inseguridad (que sí es real) se debe a que, casi siempre, la infraestructura ha sido utilizada para elevar la plusvalía de las colonias donde sólo habita la clase media, como puede ser la seguridad misma de las calles. También cabría preguntarse si sabemos cómo es que los tepiteños se nombran a sí mismos. Si Tomás de Cuéllar decía que por mera practicidad se debían borrar los nombres religiosos de las calles (que dan cohesión) o los nombres de los oficios (que, en su momento, les entregaron un territorio a los comerciantes), decirle “Reforma Norte” o “barrio bravo” es, de alguna manera, anular la identidad de un barrio que, como pocos, puede empezar a contar su historia desde tiempos prehispánicos. Igualmente, podemos leer el nombre de “Reforma Norte” como un eufemismo con el que se quiere disimular que en Tepito también hay casas y negocios y, sobre todo, gente. 

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