Resultados de búsqueda para la etiqueta [Mark Wigley ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 16 Nov 2023 16:17:18 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Arquitectura no extractiva https://arquine.com/arquitectura-no-extractiva/ Wed, 15 Nov 2023 16:42:30 +0000 https://arquine.com/?p=85141 El nuevo sitio de internet "non extractive architecture(s)" es un directorio en formación que incluye por ahora 729 prácticas en el mundo que comparten una visión no extractivista de la arquitectura, divididas en seis categorías: maneras atemporales de construir, orígenes materiales, políticas de la construcción, el largo ahora, construir como último recurso y sistemas arquitectónicos.

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En su libro Unless (Actar, 2020), Kiel Moe hace una nueva disección del edificio Seagram, la icónica obra de Mies van der Rohe construida en 1958, que va más lejos, literalmente, de lo que el análisis constructivo o arquitectónico convencional había acostumbrado, para presentarnos, como anuncia el subtítulo del libro, una ecología de su construcción. El libro abre con una serie de palabras que juegan con sus distintos significados y una pronunciación similar: a trophy, atrophy, trophic, atrophic, acompañadas, a pie de página, de algunas afirmaciones que explican por qué esa ecología de la construcción del Seagram —o de casi cualquier otro edificio moderno o contemporáneo que supongamos icónico, de hecho— es necesaria: “El edificio Seagram es la cara sólida de un flujo metabólico planetario de intercambio de materia y energía. Esos intercambios reflejan intercambios ecológicos desiguales en los sistemas-mundo del Edificio Seagram. Esos intercambios también reflejan intercambios económicos desiguales que tienen por resultado el subdesarrollo de lugares lejanos.”

A continuación, Moe cita dos frases del mismo Mies que sirven para demostrar su acuerdo implícito con el tipo de análisis al que es sometido su diseño: “Cada material tiene características específicas que deben ser entendidas si queremos utilizarlas. En otras palabras, ningún diseño es posible hasta que los materiales que se utilicen para el mismo sean entendidos por completo.” Y, después, un aforismo que, como esperaríamos del menos es más miesiano, tiene tonos heideggerianos y también ecológicos que confirman la pertinencia del análisis de Moe: “La tecnología es mucho más que un método, es en sí misma un mundo”.

En las páginas 181 y 182 de su libro, Moe presenta un sección del edificio Seagrams que también va mucho más lejos que la sección que estudiamos normalmente; 4,374 millas más lejos, para ser exactos —y 9,350 pies más arriba, la sección muestra algunos lugares de donde se extrajeron los materiales para la famosa fachada color bronce, entre los que se encuentra la mina de Chuquicamata, en Chile—. Si, además de las distancias, agregamos que esa mina fue comprada en los años 20 del siglo pasado por Anaconda Co., una empresa en parte propiedad de los Rockefeller, y que fue expropiada en 1971 por el gobierno de Salvador Allende, al análisis ecológico de la construcción se suma uno geopolítico.

Para muchos arquitectos, ese análisis y la posibilidad de dibujar una línea punteada en el cronograma de la historia del siglo XX que vaya de Mies van der Rohe a Pinochet —cuyo gobierno dictatorial desnacionalizó el cobre en 1981, para seguir una hebra desde Chuquicamata— es una exageración o, si acaso, una comprobación de la teoría de los seis grados de separación que nos hace a todos cercanos a Lord Norman Foster o al Rey Carlos. Pero esa red ecológica y económica que sabemos vincula al teléfono en nuestros bolsillos con la explotación de niños en minas en el continente africano, no tiene por qué excluir a la arquitectura. Sin embargo, pese a la evidencia documental e histórica de que cada edificio, y en particular aquellos de cierta magnitud o importancia, es parte de esas tramas ecológicas y económicas —y también políticas—, el arquitecto que defiende con orgullo que sus obras hacen posibles mundos mejores, responde frunciendo el ceño o mirando a otra parte cuando se le inquiere por su relación con un gobierno autoritario o por el número de trabajadores muertos en la construcción de una obra que diseñó.

“Edificios en apariencia estáticos son de hecho piezas de una maquinaria de minería que activamente devoran el planeta. En un sentido importante, los edificios no se levantan en el suelo sólido del lugar donde aparecen, sino en los agujeros de las extracciones en distintos suelos lejanos que no vemos.” Eso escribió Mark Wigley en un ensayo titulado “Returning the gift”, incluido en el libro Non Extractive Architecture: On Design Without Depletion, editado por Space Caviar y publicado por Sternberg Press. En la introducción al libro, Joseph Grima, antiguo editor de la revista Domus, y parte de Space Caviar, da una definición simple de lo que significaría una arquitectura no extractiva: “un acercamiento al entorno diseñado que asume una responsabilidad completa sobre sí mismo y cuya viabilidad no depende de la creación de externalidades más allá —sea ese 
‘más allá’ un tiempo o un espacio remotos.”

El proyecto de Space Caviar va más allá del libro —presentado también como volumen 1:

Arquitectura No Extractiva es un proyecto en curso destinado a repensar colectivamente el equilibrio entre los paisajes construidos y naturales, el papel de la tecnología y la política en las futuras economías materiales y la responsabilidad del arquitecto como agente de transformación. El proyecto se propone investigar posibles alternativas al paradigma dominante de la arquitectura: modos alternativos de práctica que, cada uno a su manera, contribuyen a la formación de una nueva comprensión de lo que significa dar forma al entorno diseñado.

El establecimiento de un nuevo paradigma enfrenta dos desafíos: uno interno a la profesión y el otro externo. Por un lado, intentar “hacer de manera diferente” puede ser una tarea solitaria con mucho riesgo y poca recompensa, en especial para prácticas pequeñas e independientes que constituyen la gran mayoría de la profesión del diseño. Por otro lado, las expectativas del mercado sobre el arquitecto a menudo no están alineadas con los objetivos del pensamiento a largo plazo o con un enfoque no extractivo del uso de materiales.

El sitio web que ahora presentan, es un directorio en formación que incluye, por ahora, 729 prácticas en el mundo que comparten una visión no extractivista de la arquitectura, divididas en seis categorías: maneras atemporales de construir, orígenes materiales, políticas de la construcción, el largo ahora, construir como último recurso y sistemas arquitectónicos. Hasta ahora, el directorio incluye 47 prácticas de México, que van desde las chinampas, para las maneras atemporales de construir, investigaciones como Materia Prima, talleres como Comunal y Cooperación Comunitaria, y prácticas como APRDELESP, o las oficinas de Rozana Montiel, Frida Escobedo, Gabriela Carrillo y Fernanda Canales.

De alguna manera, la investigación de Space Caviar es parte de lo que me parece podría calificarse como un giro o cambio ya claro en la manera de entender la arquitectura. Un cambio que voces como las de los recientemente fallecidos John Turner y John Habraken llevaban varias décadas anunciando, pero que el establishment o mainstream arquitectónico había insistido en imaginar como marginal y minoritario —aunque otro arquitecto también muerto hace poco, Lucien Kroll, haya dicho, señalando a dicho establishment, que la minoría es otra—. Un giro que también deberá llevar cambios mayores en la manera como la academia y los medios narramos las historias de la arquitectura, para que al hablar del Seagram también hablemos del enorme agujero en Chuquicamata y del golpe de Pinochet o, al presentar un edificio ganador de un premio ofrecido por alguna compañía productora de materiales, también hablemos de la devastación que genera en algún sitio, o de las prisiones o muros fronterizos que se construyen con ayuda del mismo proveedor. Una visión de la arquitectura más compleja y comprometida, sin duda, que nos hará pensar dos o tres veces antes de especificar los acabados en un proyecto o seleccionar la portada del siguiente número de una revista.

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Decarbonizados, decolonizados y deconstruidos, pero no tanto https://arquine.com/decarbonizados-decolonizados-y-deconstruidos-pero-no-tanto/ Thu, 08 Jun 2023 16:23:44 +0000 https://arquine.com/?p=79460 Entre quienes, molestos, señalan la poca arquitectura que se muestra en la actual Bienal de Venecia y quienes encuentran que ahí se están haciendo preguntas y señalamientos importantes sobre lo que la arquitectura puede y debe ser y hacer en nuestros tiempos, quizá hay algo más que un desacuerdo.

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“La Bienal de Venecia de “arquitectura” ha sido erróneamente etiquetada y debería dejar de reclamar el título de arquitectura. Ese título sólo genera confusión y decepción en relación a un evento que no muestra nada de arquitectura,” escribió, categórico, Patrik Schumacher, cabeza del despacho que fundó Zaha Hadid.

La declaración en nada sorprende. No porque realmente no haya arquitectura en esta edición de la Muestra Internacional de Arquitectura de la Bienal de Venecia, sino porque Schumacher lleva repitiendo la misma acusación desde hace tiempo cambiando el destinatario. Cuando Alejandro Aravena dirigió la bienal veneciana, Schumacher dijo que “confundía al público sobre cuál es la tarea de la arquitectura contemporánea” y pidió que se cerrara. Antes, cuando el mismo Aravena recibió el Premio Pritzker, Schumacher declaró que el premio se había vuelto uno a la obra humanitaria, sustituyendo los criterios que definen el éxito y la excelencia en la disciplina por la mera demostración de buenas intenciones. Al fin de cuentas, se trata de la misma persona que propuso como la mejor manera de atender los problemas del espacio público y la vivienda social, privatizarlos. Schumacher puede parecer extremo en sus posiciones que derivan no sólo de la aceptación total sino de la promoción sin freno de los principios de una supuesta “modernización” que no se distinguen de los del neoliberalismo y el capitalismo avanzado de nuestros días. Pero si bien es singular en la manera explícita de expresar su ideología, no puede considerarse, de ninguna manera, un caso aislado en el panorama de la arquitectura “de autor”, la que sus diseñadores y partidarios muchas veces presentan no sólo como de excelencia sino como la única que auténticamente puede calificarse como tal. Tal vez no se trata ya sólo de un asunto de desacuerdos sobre bienales, exhibiciones y premios, sino de algo que corta y divide de una manera más profunda las maneras de pensar, enseñar y hacer hoy en día eso que llaman arquitectura.

 

1

Mayo del 2023. En un radio de menos de 1300 kilómetros —la distancia entre la Ciudad de México y Los Mochis, pero, para este caso, entre Venecia y Atenas— se cuentan en paralelo distintas historias de lo que la arquitectura es, puede ser y, sobre todo, quiere ser —y, también, para quiénes.

En París, antes de cerrar sus puertas durante cinco años para ser remozado, el icónico Centro Pompidou, inauguró una enorme exposición restrospectiva del trabajo de Norman Foster. Nunca antes la galería más importante de Beauburg se había dedicado al trabajo de un arquitecto —cuya oficina, se dice, corrió con los gastos extra para tan magna muestra. La historia parece perfecta para cierta idea no sólo de la arquitectura sino del arquitecto como autor —aunque cabe anotar que en este caso el autor decidió incluir en la exhibición los nombres de los diez mil colaboradores que han desfilado por sus oficinas o trabajado en sus proyectos. Una historia, también, heroica: un joven de recursos modestos, apasionado por la aviación, que pasa por Yale, que se acerca al pensamiento de Buckminster Fuller —más que al de un Le Corbusier, digamos—, que con sus diseños elegantes y refinados —High-Tech, según las clasificaciones estilísticas de manual— gusta por igual, como dice Deyan Sudjic, a críticos exigentes que a quienes encargan proyectos millonarios. Una historia de triunfo, si las hay: del arquitecto, de su obra, de la tecnología y de una modernidad realmente moderna, sin contradicciones, inmaculada. Y aún así, hay quien plantea ciertas dudas.

En una entrevista reciente para el New York Times, al ser cuestionado sobre la obsolescencia de la profesión arquitectónica y la huella de carbono generada por la industria de la construcción, sin faltar a la verdad, pero con verdades que debieran ser desgranadas minuciosamente, Foster afirma, acaso sin el sarcasmo al que la comedia británica nos ha acostumbrado, que “el alto consumo de energía es bueno para usted, para la sociedad, para la investigación médica” y que debemos buscar energías limpias como la nuclear o convertir el agua de mar en combustible para aviones. Cuando la entrevistadora le dice que muchos activistas que luchan contra la crisis climática no estarán de acuerdo con él, responde: “pero hay que separar los hechos de la histeria y la emoción.” Sí, prosigue Foster, “todos deploramos las emisiones de carbón generadas por viajar en aeroplano. Pero también deploramos la cantidad masiva de emisiones de carbón cada vez que comemos una hamburguesa, lo que hace aparecer al transporte aéreo, en comparación, casi insignificante.” ¡Que no coman hamburguesas!, resuena como un eco del ¡que coman pasteles! Leamos la clarísima crítica que Isabelle Regnier publicó en Le Monde:

Animado por esa fe ciega en el crecimiento que galvanizó al mundo occidental de los “treinta años gloriosos” [el desarrollo económico entre 1945 y 1975], Norman Foster apuesta por mini-pilas atómicas (un prototipo se presenta en la exposición) y etiquetas otorgadas por el mismo sector de la construcción para salvar al planeta.

Presentar su trabajo bajo el ángulo de la ecología no es sólo contra-intuitivo, sino tendencioso. Torciéndole el cuello a la realidad para acercarse al aire de los tiempos, el Centro Pompidou se hace cómplice de una forma de greenwashing y contribuye a socavar aún más la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.

La obra de Foster merecía algo mejor. Podría haberse presentado por lo que fue: un momento mayor de la arquitectura de los pasados cincuenta años cuyo modelo no responde ya a las exigencias planteadas por la urgencia climática.

Nada de lo anterior disminuye la calidad del trabajo de Foster de la manera como se celebra en el Pompidou, pero sí nos obliga a reflexionar profundamente en la manera cómo esas arquitecturas, paradigma de una época, como apunta Isabelle Regnier, sirven y se sirven de estructuras políticas, económicas y, sobre todo, ideológicas que están en el origen de los graves problemas que luego pretenden paliar. No se cuestiona, pues, el indudable ingenio del arquitecto, sino algo que podríamos calificar como ingenuidad respecto al papel que puede jugar cierta arquitectura dentro del sistema global y los efectos que produce, no siempre positivos para todos.

 

 

 

2

Tras inaugurar en París, y luego en Venecia, Foster viajó a Atenas para unirse a la élite de arquitectos y arquitectas que han recibido con anterioridad al 2023 un Premio Pritzker, y junto a otras personalidades de la alta cultura arquitectónica global, acompañar a su compatriota David Chipperfield a recibir el mismo galardón.

Podríamos detenernos a tratar de entender cómo, en 44 años, el Pritzker logró que se le considere como “el Nobel de la arquitectura”. Pero las maneras en las que distintos gremios construyen los mecanismos de reconocimiento y gloria, pueden ser diferentes. También son distintos esos premios en sus orígenes: entre las toneladas de piedra removidas de la superficie de la tierra y, peor, las muertes causados por la invención de Nobel, a las probables afectaciones que en muchas ciudades del mundo hayan generado los más de 1350 hoteles de la familia Pritzker. En cualquier caso, no hay nada mejor para devolverle o conseguirle lustre a un apellido que, si se tienen los recursos para hacerlo, ponérselo a un museo, una biblioteca o un premio.

La primera persona que recibió el Pritzker, en 1979, fue Philip Johnson, quien con las  exposiciones que dirigió en el MoMA —como International Style en 1932 y en 1988, Deconstructivist architecture, además del remate posmoderno al edificio que diseñó para la AT&T en 1980— supo saltar de un estilo a otro tan cómoda y rápidamente como seguramente lo hacía entre conversaciones en los cocteles donde la alta sociedad neoyorquina —además de lograr que su abierto nazismo, su racismo y su misoginia no le quitaran prestigio durante casi toda su vida e incluso ni después de muerto. Los valores pueden cambiar, podría haber dicho Johnson. Y de hecho lo dijo, precisamente en el discurso de aceptación del primer Pritzker.

El segundo Pritzker fue un orgullo para México: Luis Barragán, entonces no tan conocido internacionalmente como ahora, pese a la exposición curada por Emilio Ambasz en el MoMA en 1976. De Barragán, en el mismo 1980, Wolf Van Eckardt, crítico de arquitectura del Washington Post, escribió:

La gente que se interesa en la arquitectura y su promesa por un mundo civilizado estará sorprendida, si no es que aburrida, por el anuncio, la semana pasada, de que el ganador del Premio Pritzker este año es el artista-arquitecto mexicano Luis Barragán. 

Y más adelante agregó:

Un premio de este calibre debería marcar nuestros parámetros cambiantes de lo que es la excelencia. Debería mostrar a los jóvenes arquitectos a qué aspirar.

Más allá a de la distancia, sobre todo conceptual, que separa a la casa Prieto de Barragán de las medias casas de Aravena, lo dicho por Van Eckardt hace pensar en la posterior crítica de Schumacher, cuando afirmó que con el premio al chileno se sustituían los criterios que definen el éxito y la excelencia en la disciplina por la mera demostración de buenas intenciones.

Después vendrían casos como otorgar en el mismo año el premio a Gordon Bunshaft, uno de los socios más reconocidos de SOM, y al brasileño Oscar Niemeyer, y, curiosamente, unos años después entregárselo a Robert Venturi pero ignorar a su socia y esposa Denise Scott Brown con el pretexto de que se trataba de un premio individual. 

Entre los criterios de quienes se integran al jurado que otorga dicho premio y los puntos de vista distintos según la época —los valores sí cambian—, en la última década el Pritzker ha “dado pasos” hacia una mayor diversidad: más mujeres, despachos con hasta tres asociados en vez del autor único, un arquitecto chino —sin su esposa y socia— que hace edificios con los restos de otros, unos arquitectos franceses que han hecho proyectos en los que proponen no hacer nada y, el año pasado, hasta un arquitecto nacido en el continente africano: Diébédo Francis Kéré. Y aunque estos premios se leyeron en su momento como virajes y ajustes de los criterios de premiación para adecuarse a tiempos más complejos —cosa que además de molestar a Schumacher ha llevado al borde de un colapso nervioso a uno que otro arquitecto europeo que señala y dice desenmascarar una conspiración que nos dejará al final sin arquitectos y, obviamente, sin buena arquitectura—, en el fondo sabemos que la arquitectura en tanto disciplina lleva unos cinco siglos ejercitándose, de manera muy disciplinada, en maneras de cambiar para que no mucho cambie, sobre todo en cuanto al estatuto “social” y “cultural” de sus creadores y aquellos para quienes trabajan.

Así, el premio de este año se leyó como un regreso, sin aspavientos, al centro, al lugar seguro y tranquilo donde todos, especialmente los arquitectos, saben qué sí es arquitectura y de la importancia del arquitecto para realizarla. Eso tampoco va en detrimento de la calidad, casi unánimemente reconocida, del trabajo de David Chipperfield, aunque sin duda queda muy bien con un arquitecto que inteligente y pacientemente ha revisado y rehecho edificios como el Neues Museum y la Neue Nationalgalerie, ambos en Berlín, y que proyecta la remodelación y ampliación del Museo Arqueológico de Atenas, ciudad donde le entregaron el Pritzker, en algo que se quiere leer como la confirmación de la larga historia de nuestra disciplina. Aunque eso que llamamos “nuestra disciplina”, como tal, no se originó ideológicamente —o no del todo— en la Atenas clásica, ni tampoco con la versión que de aquello que puede ser arquitectura planteó un arquitecto romano del siglo primero de nuestra era. “Nuestra” disciplina empezó a cuajar catorce siglos después, cerca, pero no en Atenas, sino entre Florencia y Roma, donde los arquitectos estaban, al mismo tiempo, imaginando y construyendo edificios, estudiando las ruinas romanas y construyendo mitos sobre su origen y, sobre todo, construyendo su propia posición social y cultural como autores. Como escribieron Pier Vittorio Aureli y Marson Korbi en su texto “Base and Superstructure: A Vulgar Survey of Western Architecture”:

Descendiendo del pináculo ideológico del arquitecto a la arquitectura que se diseña y construye, es importante notar cómo la recuperación de la cultura arquitectónica renacentista de las antiguas estructuras romanas como ejemplos de un “lenguaje universal,” coincidió con el comienzo de la expansión y la violencia colonial europea, desde Asia hasta las Américas, así como el despojo tanto de campesinos como de artesanos de sus medios de producción. La lógica universalizadora de lo que el historiador John Summerson denominó el “lenguaje clásico de la arquitectura”, que caracterizó la arquitectura europea desde el siglo XV al XVIII, puede entenderse tanto como un proyecto de hegemonía cultural de la clase terrateniente como la sublimación del poder imperialista y la economía colonial del temprano estado-nación moderno.

Pensar en todas estas complejidades y complicaciones al organizar la fiesta de premiación a los pies del Partenón es demasiado pedir, incluso para un premio que es “como el Nobel”. Pero es algo que debemos hacer, aunque incomode a quienes confortablemente aprendieron y se desarrollan “dentro” del espacio disciplinar que la arquitectura ha construido como uno de sus mitos de origen: la idea de Atenas. Parte de esa idea es otra ficción construida en algunos países del norte de Europa cuando, hace dos siglos y poco más, tomaba consistencia otro mito: el de una Europa de cuño griego —algo que, en el ámbito filosófico, plantea Peter K.J. Park en su libro Africa, Asia, and the History of Philosophy. Racism in the Formation of the Philosophical Canon. 1780-1830.

Con todo, la mayoría estamos razonablemente contentos con el premio a Chipperfield, incluso si el arquitecto y crítico Aaron Betsky evidentemente discrepa:

El trabajo de Chipperfield en general es anodino, carente de imaginación y demasiado grandioso. También carece de algunos o de todos los componentes básicos tradicionales de la arquitectura: buenos espacios enmarcados por estructuras bellamente proporcionadas.

Esto, escrito a mi parecer para que el lector se quede con una impresión fuerte y clara de lo que el crítico pensó, tiene matices más adelante:

Al elegir a Chipperfield como ganador del Pritzker, el jurado parece estar indicando que no han olvidado el núcleo tradicional de la arquitectura, es decir, la producción de monumentos por parte de hombres blancos en Europa y Estados Unidos. Han equilibrado las elecciones recientes de arquitectos con otras identidades (Diébédo Francis Kéré) o una agenda social que dificulta la producción de grandeza y atemporalidad (Lacaton & Vassal) con el deseo de elegir un trabajo que es reacio al riesgo y, en muchos sentidos, tradicional.

Lo que han pasado por alto entre los arquitectos que trabajan en la corriente principal geográfica o racial de la arquitectura es igual de interesante. Durante bastante tiempo, el jurado del Pritzker (cuya composición cambia continuamente) ha evitado a los arquitectos cuyo trabajo es expresivo o experimental en su forma.

Así, aunque en un aspecto Betsky está en el extremo opuesto de las críticas de Schumacher, parece que también reclama que no se premie lo expresivo y experimenta, lo que puede considerarse de excelencia.

 

3

Regresamos a Venecia. Primero a un evento paralelo a la bienal. Un evento paralelo es uno que tiene lugar fuera del territorio oficial de la bienal, pero más o menos al mismo tiempo que ésta, a veces es financiado a duras penas por quienes lo organizan, y otras, por grandes corporaciones o por los mismos arquitectos que se encargan de hacerles edificios.

Vimos la foto. Reímos. Lloramos, Volvimos a reír. Un par de docenas de arquitectos —sólo una mujer—, blancos, de “mediana edad”, se dijo, cuya única particularidad era estar uniformados en un color azul oscuro —cuando prácticamente la mayoría pertenece a las generaciones en las que los arquitectos y las arquitectas vestían de negro. Son las mentes, se dice, detrás del desarrollo urbano y arquitectónico de Neom. ¿Qué es Neom? Cito de su sitio web:

Nos llamamos a nosotros mismos “soñadores y hacedores” por una razón: podemos hacer que pase no sólo lo posible sino lo que parece imposible.

Lo que más que imposible resulta insostenible y hasta indignante, es el proyecto de una “ciudad” en forma de edificio de 170 kilómetros de largo y 500 metros de alto, avalado por arquitectos —y una arquitecta— que hace 20, 30 o 40 años creímos dignos merecedores de encargos, honores y hasta de un Pritzker. ¿Es el caso de arquitectos prefiriendo el encargo del déspota —supuestamente ilustrado— que garantiza la construcción de sus ideas, como no sin cinismo planteó Reinier de Graaf, socio de Rem Koolhaas?

No es que de Vasari y sus vidas a Le Corbusier borrando París o proponiendo proyectos coloniales en Argelia haya una línea continua y directa hasta los azules de Neom. Como tampoco la hay, directa y continua, de Atenas al Neues Museum. Pero hay estructuras sociales y políticas, y sobre todo económicas, y hay formas de ver y estar en el mundo y de imaginar lo que nosotros podemos y debemos hacer en el mundo; hay también ideologías —entretejidas con otras más amplias: aquí más Ayn Rand que Vasari— que buscan construir y luego defender la noción del arquitecto como héroe y genio creador, y a sus edificios como la materialización última de esas ideas, pero desconectados de contextos más amplios, y problemáticos. Y también hay otras historias.

 

4

Me gustaría poderlas contar mejor, habiendo visitado la 18ª Muestra Internacional de Arquitectura de la Bienal de Venecia, dirigida por Lesley Lokko, quien le dio por título y tema “El laboratorio del futuro” y por ejes la descarbonización y la descolonización, además de darle como centro geográfico y conceptual al continente africano. Pero como no iré esta vez, me esforzaré en anotar dos o tres cosas, en parte de oídas y en parte leídas.

Cuando se dice “descarbonización”, mientras algunos arquitectos piensan en aeropuertos de sofisticadísimo diseño y en la promesa de que el agua de mar pueda alimentar los motores de aviones, para que nada obstaculice el placer del viajero en tiempos de crisis climática, Lesley Lokko declaró: “la primera fuente de energía de Europa fue el cuerpo negro.” Esto hace pensar en lo que plantean Raj Patel y Jason W. Moore en su libro History of the World in Seven Cheap Things. A Guide to Capitalism, Nature, and the future of the Planet: el mundo moderno se hizo gracias a siete cosas baratas —baratas porque fueron consideradas por quienes las tomaban como de escaso o nulo valor en comparación a ellos mismos—: la naturaleza, el dinero, el trabajo, el cuidado, la comida, la energía, y las vidas (de otros, claro).  ¿Qué tiene que ver eso con arquitectura? Todo. O, para que no se me tache de exagerado: mucho. Pero antes un caveat: si usted piensa que arquitectura son sólo los edificios y monumentos que dibujan y construyen arquitectos como quienes reciben premios Pritzker, no tendrá sentido lo que sigue. Incluso, si sigue un poco a Rudofsky para hablar de “arquitectura sin arquitectos” pero quedándose sólo con los edificios, quizá tampoco.

La estructura física de la Compañía de las Indias Occidentales, es arquitectura: sus edificios, sí, pero también sus plantaciones y las rutas y los lugares donde se almacena, organiza y reparte los bienes con los que comercia. Es arquitectura también, horrible y odiosa pero arquitectura, el diagrama que describe cómo acomodar la mayor cantidad de personas esclavizadas en un barco que cruza el Atlántico. Y es parte de la arquitectura la placa que se encuentra en el Tempietto diseñado por Bramante —piedra angular de la idea de la disciplina misma—, fechada en 1502 y con los nombres inscritos de Fernando e Isabel, los católicos reyes cuyo reinado no hubiera corrido con igual suerte si diez años antes de la fecha inscrita en la placa Colón, al encontrar lo que no estaba buscando, no hubiera iniciado el genocidio y la colonización de lo que llamamos América. ¿Quiere eso decir que sin colonización no hubiera habido Tempietto ni Renacimiento? No, o no de manera directa y causal, pero sin colonización, eso, y muchas otras cosas, habrían sido distintas. Tanto para los colonizados como para los colonizadores. Recordemos que Doreen Massey inicia su libro For Space imaginando cómo Moctezuma y su pueblo lo que perdió ante Cortés, entre otras cosas, fue una manera de entender el espacio como algo que también contiene historias, para que entonces triunfara la historia que concibe al espacio como mera extensión, que alguien puede apropiarse, comercializar, vender, poseer. Arrebatar. Colonizar.

En su bello libro On Bramante, Pier Paolo Tamburelli dedica un breve capítulo a la relación entre clasicismo y colonialismo. Bramante, dice, “vivió en la era de los grandes descubrimientos geográficos, y por tanto en el despertar del colonialismo.” Su plan “era también un plan de conquista, y la conexión ya era clara en su tiempo.” Y agrega: “Una de las primeras cosas que nuestros ancestros hicieron para asegurar los territorios que habían tomado alrededor del mundo fue llenarlos con columnas dóricas, jónicas y corintias.”

Las distintas instalaciones que en la actual bienal en Venecia hacen visibles las tramas y redes que conectan el colonialismo, el extractivismo, el crecimiento basado y derivado del uso de combustibles fósiles, el brillo del rascacielos neoyorquino con la explotación de minas en Sudáfrica y la explotación de las personas que en ellas trabajan, por supuesto que son arquitectura, pero muestran otras facetas de la disciplina y la profesión y de la industria de la construcción que quizá resulten incómodas para quienes solo quieren hablar de algunos aspectos de los edificios.

 

5

Para la exposición que montó en el MoMA en 1988 dedicada, supuestamente, a la arquitectura deconstructivista, Johnson invitó como cocurador a Mark Wigley, quien firma el ensayo introductorio en el catálogo de la muestra. Wigley, quien como demostró años después en su libro The Architecture of Deconstruction. Derrida’s Haunt, sí había leído a Derrida, empieza diciendo que los proyectos mostrados ahí —de Gehry, Koolhaas, Eisenman, Tschumi y Hadid, entre otros— “no son una aplicación de la teoría deconstructiva,” para después plantear que “un arquitecto deconstructivista es, por tanto, no quien desmantela edificios, sino aquél que localiza los dilemas inherentes dentro de los edificios.” En el libro citado, Wigley escribe:

Incluso, si no especialmente, el discurso actual de la inacabable celebración de la nuevo y única respuesta arquitectónica a diferentes condiciones espaciales, regionales e históricas, la romantización de la creatividad, la promoción del arquitecto individual, la producción de historias canónicas, la entrega de premios y encargos, de encargos como premios, y demás, es, antes que nada, una labor de conservación. La solidez de la arquitectura reside en esa defensa institucional, más que en la estructura de los edificios. La resistencia de la arquitectura no reside en sus materiales ostensibles, sino en la fuerza de la resistencia institucional a ser interrogada.

Dicho con un aforismo del mismo Derrida, publicado en 1987: 

Deconstruir el artefacto llamado «arquitectura» puede ser comenzar a pensarlo como artefacto, a pensar la artefactura a partir de él, y la técnica, por tanto, en ese punto donde aún es inhabitable.

 

6

Así, no sólo mera coincidencia, mientras en París, en Atenas y también en Venecia algunos arquitectos volvían a contar la misma historia, para que no se nos olvide qué sí es la arquitectura, Leslely Lokko y las personas que invitó a participar en la bienal contaban otras historias. No porque la otra historia esté mal, como ha dicho la misma Lokko, sino porque es parcial, fragmentaria, e ignora muchas otras. Y si aquellos no quisieron o no pudieron reconocer la arquitectura en esas otras historias, quizá se deba a que desconocen cómo usar esas otras herramientas pues, como advirtió Audre Lorde, “las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo”.

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La columna de colores https://arquine.com/la-columna-de-colores/ Mon, 10 Jan 2022 15:28:28 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-columna-de-colores/ El Partenón no era la arquitectura blanca y pura que promulgaban Le Corbusier o los arquitectos neoclásicos, sino una explosión de rojos, azules, verdes y dorados. La búsqueda de una equiparación formal de la arquitectura con el exuberante desarrollo de otras artes visuales y el sistema de objetos de consumo imperante, hizo que los arquitectos dejaran de lado la purísima decoloración utilizada como seña de identidad durante el movimiento moderno.

El cargo La columna de colores apareció primero en Arquine.

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The News Building Athens. Allan Greenberg. 1992.

 

“Toda la moral, la superioridad ética, funcional e incluso técnica de la arquitectura moderna se ve adornada por la blancura de sus superficies.”

Mark Wigley [1]

La búsqueda de una equiparación formal de la arquitectura con el exuberante desarrollo de otras artes visuales y el sistema de objetos de consumo imperante, sobre todo a partir de la década de lo sesenta, hace que los arquitectos dejen de lado la purísima decoloración utilizada como seña de identidad durante el movimiento moderno. De esta manera comenzarán a experimentar con todo tipo de señales desmesuradas, flechas, letreros luminosos, números gigantes, trazados geométricos y sobre todo color, desafiando así el carácter monocromo moderno e identificándose con aquella arquitectura comercial mundana a través de una serie de marcadas estrategias gráficas.[2] Por supuesto, la columna tampoco escapará a este programa de re-coloración de la arquitectura.

 

Tuscan House and Laurentian House. Thomas Gordon Smith. Livermore, California, USA. 1979.

 

El Partenón no era la arquitectura blanca y pura que promulgaban Le Corbusier o los arquitectos neoclásicos, sino una explosión de rojos, azules, verdes y dorados como demuestran las reconstrucciones de Edouart Loviot. En 1979, Thomas Gordon Smith construye dos viviendas en Livermore, California, evocando el carácter de las villas laurenciana y toscana,[3] descritas por Plinio el Joven en sus cartas a Galo y Apolinar respectivamente. Ambas viviendas están fuertemente policromadas con colores que hacen resaltar todo el repertorio de columnas de orden toscano existente de ellas.

Pumping Station Isle of Dogs. John Outram. Londres, Inglaterra. 1986.

National Gallery Sainsbury Wing extension. Robert Venturi. Denise Scott Brown. Londres, Inglaterra. 1991.

 

“Recogiendo la policromía de los edificios suburbanos de los alrededores y un oscuro colorido pompeyano, Smith utiliza tonos que han permanecido intactos durante mucho tiempo. Tintes pasteles de azul, rosa, ocre y amarillo cubren las paredes y columnas, mientras que los elementos esculturales del techo se escogen en verde más oscuro.” [4] (Jencks, 1982) 

De manera parecida, en “The Ionic Building” (1979), los arquitectos de Robert Swatt y Bernard Stein superponen una columna jónica de color rojo intenso a una casa blanca excepcionalmente “moderna”. Ambos proyectos tratan de reproducir ese carácter inclusivo posmoderno, de lo clásico y lo contextual, de los iconos profanos y las referencias arquitectónicas cultas, en un mismo objeto arquitectónico.

Six Columns 3 Camouflage 3 Killrings. Ian Hamilton Finlay. 1991.

 

Column New Ruin. Manuel Fernández. 2015.

 

Computational Engineering Faculty  Rice University. John Outram. 1997.

 

Cleveland KeyBank Painting. Camille Walala. 2017.

 

El uso del color en columnas se convertirá casi en una cuestión de estilo para muchos arquitectos. Los órdenes gigantes y exuberantes de John Outram, los capiteles neo-egipcios en azules, amarillos y rojos de Venturi y Scott-Brown o las columnas a rallas negras de Mario Botta, son sólo algunos de los más icónicos ejemplos. Algunos artistas también hacen de la columna un soporte a modo de lienzo en blanco. Daniel Buren utiliza sus singulares patrones a rallas en su intervención con columnas de diversas alturas en la plaza del Palacio Real de Paris (1986), Ian Hamilton Finlay usando camuflaje en columnas toscanas en “Six Columns” (1991) o Manuel Fernández interviniendo las columnas del Partenón utilizando texturas digitales en su obra “Columns. New Ruin” de 2015.

 

Teatro e Centro Culturale André Malraux. Mario Botta. 1987.

 

Projet d’aménagement de la Cour du Palais Royal à Paris. Daniel Buren. 1986.

 


Notas:

1. WIGLEY, Mark. White Walls, Designer Dresses. The Fashioning of Modern Architecture. MIT Press. Cambridge, 1995. p.15.

2. Que el crítico de arte Ray C. Smith denominará por primera vez como “Supergraphics” en 1967: SMITH, C.Ray. Supergraphics. En: PA Progressive Architecture, noviembre 1967. p.132-137.

3. La reconstrucción de ambas villas supone una constante entre arquitectos que han abrazado el “clasicismo” de manera más o menos ortodoxa. La villa Laurenciana tiene famosas reconstrucciones de Scamozzi (1615), Robert Castell (1728) o Schinkel (1841). En 1982, un concurso proponía versiones de su reconstrucción con célebres participaciones de arquitectos como León Krier, Justo Solsona o Fernando Montes.

INSTITUT FRANÇAIS D´ARCHITECTURE (Editor). La Laurentine Et L´Invention De La Villa Romaine. Éditions du Moniteur. París, 1982.

4. “Picking up the polychromy of surrounding suburban buildings and a dark, Pompeian colouring Smith uses hues which have remained untouched for a long time. Pastel tints of blue, rose, buff and yellow cover the walls and columns while sculptural elements on the roof are picked out in darker green”

JENCKS, Charles. Free Style Orders. En: Free-Style Classicism, AD Architectural Design Profile, 1982. p.7.

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Cuerpos sin espacios https://arquine.com/cuerpos-sin-espacios/ Fri, 17 Apr 2020 02:43:37 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/cuerpos-sin-espacios/ Tal vez, para pensar en los baños y en cómo ocuparlos, debamos partir de otros marcos como la justicia y los derechos, y no sólo del diseño.

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¿Cómo se establecen las relaciones entre arquitectura y cultura? ¿La arquitectura diseña a priori cómo y quiénes pueden ocupar los espacios? Es posible que puedan observarse algunas tensiones en lo que involucra a la biología humana como un factor que presenta nuevos retos para el diseño, o bien, que demuestra cómo algunas funcionalidades están más mediadas por la política que por su eficiencia operativa, específicamente en lo que respecta al baño. En su artículo “La historia sexista y glamurosa del cuarto de descanso en el baño de las mujeres”, Elizabeth Yuko retoma el caso de las amenidades que fueron instaladas en los baños femeninos de la clase media anglosajona. En la época victoriana se construyeron las ideas sobre la discreción, la decencia y la salud burguesas, aspectos que permitieron establecer las dicotomías entre lo masculino y lo femenino, las cuales fueron instauradas a través de diversos dispositivos culturales como la ciencia, la ley y, como señala Yuko, la higiene sanitaria. Dichas dicotomías establecían lugares jerárquicos. La decoración de los baños victorianos hablaba más del sitio que ocupaban las mujeres que de las necesidades reales de sus usuarias. Yuko señala que la abundancia de sillones al interior del baño (algo que creaba espacios más semejantes a vestíbulos de hotel) se debía a que las mujeres, para la perspectiva decimonónica, eran más débiles, por lo que necesitaban reposar constantemente en sus esfuerzos por trasladarse al baño para hacer lo suyo.

1967: la arquitecta Denise Scott Brown publicó el artículo “Planeando el tocador”. Ahí, Brown ensayaba dos ideas: los arquitectos deben prestar servicios a poblaciones cuyas necesidades no son experimentadas de primera mano por ellos, y esto mismo es una prueba de por qué los baños para mujeres no son funcionales para quienes los utilizan. “[…] hay áreas en la naturaleza de nuestra sociedad donde la experiencia personal es imposible para el arquitecto del género masculino, y la retroalimentación del público poco probable. Un área de este tipo es el tocador femenino. Desde hace tiempo que tengo este problema en mente. Como he usado estos servicios en edificios de oficinas, cines, escuelas y autocinemas en todo el país, me he convencido de que la falta de experiencia personal y participación del arquitecto en lo que está planeando constituye un problema real –más aún ya que imagino que no es consciente de ello.” Dónde poner el sombrero, el bolso y el paraguas; cómo lavarse las manos sin terminar empapada; y cómo ubicar el baño sin tener que recorrer todo un edificio son algunas de las problemáticas que, con un peculiar sentido del humor, Brown desmenuza para señalar la distancia entre arquitectos mayoritariamente masculinos y mujeres que también tienen necesidades fisiológicas como ellos, aunque no bajo las mismas condiciones. Si en el siglo XIX el baño abundaba en decoración, para el siglo XX de Brown el arquitecto piensa que los cuerpos que habitan el baño del sexo contrario funcionan de la misma manera que los propios. 

Yuko y Brown están hablando de equipamientos que podían (o no), ya sea desde la condescendencia de los sillones o del pragmatismo moderno, hacer más fácil la experiencia higiénica de las mujeres que acuden a baños de uso común. Pero entonces, ¿las soluciones se concentran en los objetos que pueden equipar un baño? ¿Es así de inmediato el nexo entre arquitectura, sexo y género? ¿La arquitectura es el primer paso para definir la identidad sexual de sus ocupantes? Surgen más complicaciones si pensamos que los cuerpos no se dividen únicamente en las dos categorías culturales de lo masculino y lo femenino. Este binarismo ha intentado ser trascendido por el diseño, campo donde ha surgido la discusión de cómo es que las identidades transgénero y transexual –personas que no viven de manera simétrica su identidad de género con aquella que les fue asignada al nacer según su genitalidad– pueden ser incluidas en las maneras de proyectar espacios, aunque no se deja de dar por sentado que los diversos objetos que se utilizan en la vida cotidiana pueden resolver el tránsito de los cuerpos trans por módulos como son los baños, sitio cuya operación cultural no aplica de la misma manera que a la población que habita plenamente algún polo del binomio mujer/hombre. En lo que respecta al diseño, las aplicaciones que toman en cuenta lo trans centran su ejercicio en dispositivos arquitectónicos, tecnológicos y de diseño de modas. Como demuestran los artículos “La identidad fluida de género dirige una revolución en el diseño”. de Alice Rawsthorn, y “¿Puede el diseño no tener identidad de género?”, de Madeleine Morley, las disciplinas buscan subvertir los estereotipos del “azul para los niños, rosa para las niñas” colocando paletas más neutras en vestidores o en juguetería para infantes –una de las producciones que con mayor contundencia define las fronteras entre lo masculino y lo femenino. En esta rama, el diseño ha revisado a personajes del mainstream, como Patti Smith y David Bowie, cuya androginia abre caminos hacia otras formas de vestir. El proyecto Agender de Faye Toogood, por ejemplo, experimenta con el escaparatismo teniendo como objetivo no definir el género de la ropa que se muestra en la vidriera. 

“La arquitectura es literalmente como la ropa, pero cubre el cuerpo no privado sino el público”, dice Mark Wigley en White Walls, Designer Dresses. Los baños han sido un territorio de tensiones sobre el género, pero mientras la población de hombres y mujeres cisgénero –personas que su identidad de género se identifica con el sexo que les asignaron al nacer– pueden solicitar adaptaciones para resolver algunas de sus necesidades sociales contemporáneas, el cuerpo trans tiene otros obstáculos que no necesariamente se resuelven con diseño. Un restaurante o un cine puede instalar repisas para cambiar pañales en los baños de los hombres, e incluso eso les ayudaría a mejorar sus imágenes corporativas. Pero, ¿qué ocurriría si en ambos establecimientos se comenzaran a poner expendedoras de tampones en los baños de los hombres, y urinales en los baños de las mujeres? Las mujeres y hombres trans existen, y el equipamiento higiénico que requieren suena a algo demasiado mundano. Pero la arquitectura que podría arropar al cuerpo trans es sustituida por la violencia, y esto no sucede necesariamente por discriminación del arquitecto. 

Lucas Cassidy, en un artículo titulado “Hacia una teoría de la arquitectura transgénero”, señala que las metáforas espaciales con las que se describe el cuerpo por lo general comunican un sentido de propiedad. “Mi cuerpo es mi casa” es un ejemplo paradigmático en el texto de Cassidy, en tanto que todos los significantes que alberga la casa tienen que ver con la propiedad privada y con un lugar habitado por el imperativo biológico compuesto por hombres, mujeres y niños: por la institución familiar. El cuerpo trans se encuentra en constante construcción, ya que su primera “casa”, de hecho, no le pertenece, por lo que no es posible proyectar bajo el mismo binomio que, en su momento, impuso el espíritu débil a las mujeres del XIX victoriano o anuló a las mujeres del supuestamente liberal siglo XX. No se puede continuar afirmando de manera espacial las jerarquías entre la mujer y el hombre, entre lo enfermo y lo sano, entre un cuerpo clínica y socialmente reconocible y uno patologizado. Sin embargo, el cuerpo trans se convierte en un pretexto para que grupos de ultraderecha y algunos colectivos feministas vuelvan a afirmar la agencia de sólo dos tipos de cuerpo y, por ende, de dos formas únicas de experimentar el mundo. Probablemente, de dos clases de arquitectura: una con sillones en el baño de las mujeres, y otra sin sillones para el baño de los hombres. El argumento es que una mujer trans no puede ingresar al baño de las mujeres porque son intrusas que se apropian de los lugares que originalmente pertenecen a las mujeres cisgénero. Las mujeres trans son abusadores en potencia, dicen. Por su lado, los hombres trans que menstrúan son existencias impensables en un lugar habitado por quienes llegan a rehuir una conversación con sus esposas o hijas sobre la menstruación. 

Esta línea de pensamiento marca distinciones ya no entre quiénes sí pueden acceder a equipamientos higiénicos y quiénes no, sino que busca definir qué cuerpos son biológicamente comprobables y cuáles no lo son según el orden de la “naturaleza”. Y según esto, se intenta concluir quiénes sí pueden ir al baño y en qué lugar les corresponde según sus genitales. Pero detrás de las pruebas supuestamente basadas en la biología se esconde una agenda política completamente opresiva. Tal vez, para pensar en los baños y en cómo la ciudadanía trans puede ocuparlos, debamos partir de otros marcos como la justicia y los derechos, y no sólo del diseño.

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¿Qué pasó con el diseño total? https://arquine.com/que-paso-con-el-diseno-total/ Wed, 02 Aug 2017 03:14:49 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/que-paso-con-el-diseno-total/ ¿Qué significado tiene hoy el “diseño total”? ¿Qué significa, digamos, después del posmodernismo? No hace mucho, la expresión era parte del vocabulario habitual de arquitectos, profesores y críticos. Sin embargo, su ausencia es notoria en los debates contemporáneos y parece no jugar ya ningún papel en las escuelas. ¿Qué pasó?

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Este texto de Mark Wigley apareció en inglés el número 5, verano de 1998, de la Harvard Design Magazine. Esta versión en español apareció en el número 32 de la Revista Arquine, verano del 2005 | #Arquine20Años

 

¿Qué significado tiene hoy el “diseño total”? ¿Qué significa, digamos, después del posmodernismo? No hace mucho, la expresión era parte del vocabulario habitual de arquitectos, profesores y críticos. Sin embargo, su ausencia es notoria en los debates contemporáneos y parece no jugar ya ningún papel en las escuelas. ¿Qué pasó?

 

Haciendo explotar la arquitectura

El diseño total tiene dos significados: primero, lo que podríamos llamar la implosión del diseño, enfocarlo hacia adentro en un solo punto de intensidad; en segundo lugar, lo que podría llamarse la explosión del diseño, su expansión hasta alcanzar cada punto posible en el mundo. En cualquier caso, el arquitecto tiene el control, centralizando y orquestando: dominando. El diseño total es una fantasía acerca de la arquitectura como control.

El diseño implosivo se apodera completamente de un espacio, sometiendo cada detalle, cada superficie, a una visión abarcadora. El arquitecto supervisa, si no es que diseña todo: estructura, muebles, papel tapiz, alfombras, picaportes, lámparas, vajillas, ropa y arreglos florales. El resultado es un espacio sin aperturas, sin grietas a otras posibilidades, a otros mundos. El paradigma de este tipo de trabajo es el interior doméstico separado completamente de la pluralidad caótica del mundo.

Una generación entera de notables arquitectos —que incluye a Bruno Taut, Louis Sullivan, Frank Lloyd Wright, Josef Hoffmann, Josef Maria Olbrich, Charles Rennie Mackintosh, Hendrik Berlage, Peter Behrens y Henry van der Velde— produjo hiper-interiores que envolvían a sus ocupantes en una vestimenta multimedia unificada y sin costuras. Inspirados en el concepto decimonónico de Richard Wagner de la “obra de arte total”, en la cual diferentes formas de arte confluyen para producir una experiencia singular, estos diseñadores estaban ansiosos por colocar a la arquitectura en el centro del proceso: el arquitecto orquestaría el efecto teatral completo. Organizaciones de colaboración como la Secesión Vienesa intentaron cumplir con esa misión; implosionarían el diseño para crear ambientes con una extraordinaria densidad de efectos sensuales.

La idea del diseño total acecha a la Escuela de Diseño de Harvard, como un legado de Walter Gropius y su concepto de “arquitectura total”, en el que el arquitecto está autorizado a diseñarlo todo, desde la cucharita de té hasta la ciudad entera. La arquitectura, se piensa, está en todas partes. De hecho se sostiene que la influencia del arquitecto en la sociedad debe resentirse a cualquier escala o, en caso contrario, la sociedad puede fallar terriblemente. Este punto de vista produjo un extraordinario legado. Los arquitectos han recorrido el mundo dejando su marca en cada árbol, poste de luz o hidrante que encuentran. Todos tienen sus planos de ciudades, muebles, papel tapiz, ropa y cafeteras. Algunos diseñan autos. Otros barcos. Del tren diseñado por Gropius y Adolf Meyer al aeroplano y la lavadora automática de Rudolf Schindler, el arquitecto del siglo XX no conoce límites. Siguiendo la guía de organizaciones como la Deutscher Werkbund o la English Design and Industries Association, hombres y mujeres capacitados como arquitectos definieron y dominaron el campo del diseño industrial tal y como iba surgiendo a principios de siglo. Esta fantasía aún perdura. En estos días la cucharita de té no es lo suficientemente pequeña ni la ciudad lo suficientemente grande. Los estudiantes de arquitectura no dudan en desarrollar proyectos para la arquitectura de un microprocesador o de transportes interplanetarios.

Estos dos conceptos de diseño total han jugado un papel importante en la formación del discurso arquitectónico del siglo XX. Ambos responden a la industrialización. El diseño implosivo se entiende, generalmente, como una forma de resistencia, si no como el último bastión. La arquitectura recoge todas sus fuerzas en un lugar sagrado donde arquitectos y artistas colaboran para producir una imagen de tal intensidad que bloquea la de un mundo cada vez más industrializado. En contraste, quienes explotan la arquitectura hacia cualquier esquina del mundo abrazan la nueva era de la estandarización. La línea que divide la idea romántica de resistencia mediante el diseño de espacios singulares hechos a mano y la igualmente romántica idea de asumir la era de la reproducción mecánica, se dibuja muchas veces en los libros canónicos de historia. Por ejemplo, se traza comúnmente entre dos escuelas o, mejor, entre dos direcciones de la misma escuela: el liderazgo de Henry van der Velde en la Escuela de Artes y Oficios de Weimar y el programa de Gropius para la misma escuela, rebautizada como Bauhaus cuando la encabeza en 1919. La Bauhaus desarrolló diseños reproducibles en masa, cuya producción literalmente financió sus operaciones cotidianas. De ahí la estética fabril del edificio de la escuela en Dessau, diseñado por Gropius y Meyer entre 1925 y 1926.

Menos obvio resulta el hecho de que esta aceptación de la industrialización se inicia con lo que podríamos llamar la explosión del diseñador. No sólo los objetos se diseñan, producen y diseminan en masa; el diseñador mismo es diseñado como un producto a manufacturar y distribuir. La Bauhaus produjo diseñadores y los exportó al mundo entero. Los grandes muros de vidrio del edificio de Dessau que, en palabras de Gropius, “desmaterializan” la línea entre interior y exterior, sugieren este lanzamiento de los estudiantes y sus diseños hacia fuera. Incluso la enseñanza en los talleres era un producto. Gropius dijo que se sintió libre de renunciar en 1928 sólo porque el éxito de la Bauhaus se había confirmado mediante las contrataciones de sus egresados en posiciones académicas en diversos países y la adopción de su currículo a nivel internacional.

Con todo, la línea entre las dos actitudes —y esto es cierto para casi todas las que se delinean con insistencia— no es tan clara. Es, de hecho, mitológica, una fantasía tranquilizadora inventada a pesar de la existencia de una densa y olvidada evidencia histórica. La explosión no puede separarse fácilmente de la implosión. Para empezar, la Bauhaus misma fue concebida como una “obra de arte total” en el sentido wagneriano, una “construcción” gloriosa producida por la singular implosión de distintas disciplinas, recursos y técnicas pedagógicas. Gropius no se detuvo en su investigación de lo que llamaba la “unicidad de una idea común”, alrededor de la cual artistas de diverso tipo pudieran reunirse en una gran colaboración. Su retórica se caracteriza por términos como “coordinación”, “incorporación”, “síntesis”, “cooperación”, “unificación”, “colectivo”, “entretejido”, “integrado”, etc. He aquí una frase típica de su ensayo “La teoría y la organización de la Bauhaus” (1923):

     “Una unidad real sólo puede conseguirse mediante el establecimiento coherente de un tema formal y su repetición en todas las partes del todo”.

 

El espacio institucional de esta idea singular es un interior doméstico. La fábrica de la Bauhaus se presentaba a sí misma como una escena familiar, incluyendo las instantáneas de gente durmiendo, comiendo y jugando. Esta imagen “familiar” era reforzada con historias que describían las contiendas internas. Al centro de la explosión de la arquitectura hay una implosión en cada detalle del espacio doméstico gobernado por una misma idea. Si la fábrica escolar explosiva era una obra de arte total, entonces el hiper-interior puede entenderse como un tipo de fábrica. Piénsese en el edificio de la Secesión de Olbrich de 1898. El proyecto simboliza la gesta por una obra de arte total. Su diseño exigió la colaboración de Gustav Klimt, Koloman Moser, Josef Hoffmann, Tomar Schimkowitz, Georg Klimpt y Ludwig Hevesi. Olbrich, como sus maestros, estaba bajo el hechizo de Wagner. De estudiante soñaba con espacios arquitectónicos que igualaran las escenas de las óperas wagnerianas. El edificio de la Secesión parece un templo, un espacio sagrado para el arte cuyas blancas y brillantes superficies servían para destacarlo del entorno profano de la ciudad. Se presentaba y era percibido como tal. Sin embargo, traspasando su entrada y su vestíbulo monumentales, bajo el dorado domo de laureles, hay un amplio espacio indiferente, iluminado por tragaluces industriales y sólo tres ventanas, usualmente tapiadas, en lo alto de una ventana lateral. El mundo se bloquea, intensificando la implosión de la energía artística. Mediante muros móviles, el espacio interior puede acoger cualquier tipo de exhibición.

Se presentaron más de cien exposiciones de la Secesión, cada una considerada una obra de arte total compuesta de esculturas, telas, tapices, alfombras, frisos, música, etc. Arquitectos como Olbrich, Hoffmann, Behrens y Joze Pleçnik diseñaron las exposiciones en colaboración con los artistas. De este modo, el edificio era un tipo de máquina para producir ambientes únicos. Mucho de lo presentado en el edificio se vendía, incluida la decoración: los coleccionistas compraban, literalmente, los muros. La ausencia de una firme distinción entre el marco y los artefactos enmarcados es, por supuesto, el punto fuerte de la obra de arte total. El edificio es una fábrica para producir obras de arte totales que, después, deberán mudarse al mundo exterior. Los diseños probados en el templo-fábrica como instalaciones se volvían prototipos para la producción masiva en los talleres. En otro sentido, el edificio es un teatro, una caja ciega con una infinita serie de arreglos posibles; las obras estéticas escenificadas ahí están aisladas del mundo, precisamente, para tener un mayor efecto sobre el mismo. La implosión y la explosión están juntas; de hecho, la liga entre ambas es crucial. El hiper-interior tiene una intensidad explosiva. El sarcasmo de los más conocidos ataques críticos a esos espacios, como los de Adolf Loos, seguidos pronto por los de Le Corbusier, apenas disimula, por un lado, el temor de verse abrumados por el exceso decorativo y, por otro, la absoluta uniformidad de estilo.

Para sus críticos, estos espacios producen un sentimiento claustrofóbico de presión “sofocante”. Esa misma intensidad es la que produce la explosión que disemina la arquitectura por el tiempo y el espacio. La obsesión del arquitecto moderno por romper las barreras entre interior y exterior puede releerse en estos términos: es parte de la dinámica entre explosión e implosión. Los arquitectos, por decirlo así, construyen el vapor dentro de sus interiores domésticos para después romper los muros y propulsar sus diseños hacia el paisaje en pequeños fragmentos —así, pasan de diseñarlo todo en una sola obra de arquitectura a añadir rastros de arquitectura a todo.

Consideremos otro ejemplo obvio: Frank Lloyd Wright. Véase cómo determina en exceso sus primeros interiores domésticos, bajando incluso el nivel de los techos para producir un tipo de presión claustrofóbica en la cual sus ambientes totales aplastan al usuario. Así, sus cajas están explotadas y el diseño escapa de sus confines domésticos, atravesando jardines y calles, autopistas y barrios y, finalmente, toda la ciudad, cubriendo al continente entero con un solo proyecto. Esta operación pirotécnica, que domina la arquitectura del siglo XX, no implica la destrucción del interior sino, más bien, su expansión hacia la calle y el planeta entero. El planeta se transforma en un único interior a ser diseñado. Toda la arquitectura es diseño interior.

 

Fusión radioactiva

La diseminación explosiva de la arquitectura es una forma de radiación. Era entendida como tal, como puede verse, por ejemplo, en uno de los primeros discursos de Gropius en la Bauhaus en julio de 1919. Describiendo la escuela, anuncia que “el arte debe encontrar finalmente su expresión cristalina en una gran obra de arte total. Y esta obra de arte total será la catedral del futuro, brillara con su abundante luz en los más pequeños objetos de la vida cotidiana.” Este pasaje sigue la retórica expresionista del manifiesto para el Concejo de Trabajadores de Berlín que Gropius redactó, con Bruno Taut, justo antes de ir a la Bauhaus.

Los famosos grabados expresionistas de Lionel Feininger para el programa de la escuela, como los dibujos de Taut para su fantasiosa Stadtkrone, muestran una brillante luz que irradia en todas direcciones desde un interior cristalino. Por fin, el brillo se convierte en la radiación de los diseñadores y sus diseños desde un intenso interior explosivo. El mismo brillo puede verse en el grabado de la Casa Sommerfeld que Gropius y otros artistas de la Bauhaus ensamblaron entre 1920 y 1921. El interior envolvente de madera labrada y tapices suele asociarse con el pasado expresionista de la escuela, pero este tipo de ambiente único siguió siendo parte de la misión bauhausiana para diseminar al arquitecto y al diseño arquitectónico como productos industriales.

Un año después de terminada la casa, Johannes Itten exigió que la escuela produjera objetos únicos o entrara de lleno al “mundo exterior” de la producción en masa. Gropius respondió diciendo que ambos enfoques podían coexistir en una “fusión”. Exactamente el mismo tipo de intensidad del interior de la Casa Sommerfeld puede verse en las producciones teatrales realizadas en paralelo a los años más industrializados de la institución y que fueran monumentalizados en el diseño de Gropius de 1927 para un “teatro total”. Su redefinición y expansión del papel del arquitecto presuponen una trayectoria continua de los detalles de la casa privada a la nación y más allá. Citamos de “La Nueva Arquitectura y la Bauhaus”, de 1935:

     “Mi idea del arquitecto como coordinador —cuyo trabajo consiste en unificar los diversos problemas formales, técnicos, sociales y económicos que surgen ligados a la construcción— lleva, paso a paso, inevitablemente, del estudio de la función de la casa a la de la calle, de la calle a la ciudad y, finalmente, a implicaciones de planeación regional y nacional. Creo que la Nueva Arquitectura esta destinada a dominar una esfera mucho más amplia de lo que hoy llamamos construcción, y que de la investigación de sus detalles llegaremos a una concepción más amplia y profunda del diseño como una totalidad.”

Para pensar la relación entre la arquitectura y las artes del diseño, debemos repensar la dinámica entre el hiper-interior aislado y su explosión por un paisaje más amplio. Es precisamente en esta dinámica que se negocia el estatuto contemporáneo de la arquitectura y las artes del diseño. Repensarlo así nos llevaría a reexaminar las cuentas corrientes de nuestra prehistoria.

El punto de partida más claro sería el libro de Nikolaus Pevsner Pioneers of the Modern Movement (1936), obra que pasó desapercibida hasta que volverse exitosa con la edición del Museo de Arte Moderno de 1948, con el nuevo título: Pioneers of Modern Design. Pevsner dibuja una línea recta desde el diseño de mediados del siglo XIX hasta Gropius, insistiendo en que la arquitectura moderna se desarrolló de las artes decorativas. Una historia estratégica: describe cómo los arquitectos tomaron y revisaron el concepto de diseño en sus esfuerzos por conquistar el mundo, siguiendo literalmente el paso de la palabra “diseño” desde el movimiento reformista inglés hasta los debates del movimiento moderno alemán. Con todo, el propio uso que hace Pevsner de términos como “arquitectura” y “diseño” resulta ambiguo. Argumenta que la arquitectura moderna no es sino diseño —apenas diseño a gran escala—, extrapolando ideas sobre los detalles de un papel tapiz doméstico a la organización global de una ciudad.

Sin embargo, Pevsner, a la vez, enfatiza las diferencias entre arquitectura y diseño que parecen contradecir su argumento general. Nos hemos acostumbrado desde entonces a separar estas dos palabras (como el infame Departamento de Arquitectura y Diseño del MoMA), como si supiéramos qué designan con precisión. El libro de Pevsner —que sigue siendo una especie de Biblia y puede encontrarse hasta en ciertas tiendas de aeropuerto— habría hecho esta distinción problemática. Cuando Henry-Russell Hitchcock y Philip Johnson le hicieron sugerencias a Pevsner para modificar la edición original de 1936, Johnson cuestionó la evaluación que había hecho Pevsner acerca de la importancia de Gropius, insistiendo en que éste era incapaz de diseñar algo. Pero Pevsner defendió su punto, como si entendiera que, a cierto nivel, aquello que se diseñaba en manos de Gropius era una estructura institucional. Efectivamente, Gropius transformó el diseño en una forma de gestión, con el arquitecto como “coordinador”. La supremacía del arquitecto en el diseño total, sea implosivo o explosivo, es la del gerente. Paradójicamente, esta forma de control era subrayada, en la Bauhaus, por la ausencia de un “departamento de arquitectura” oficial, aun cuando, por mucho tiempo, la escuela fue dirigida por un arquitecto, se entendía como una forma de arquitectura, veía cualquier forma de arte como construcción y presentaba a la arquitectura como su objetivo final —la arquitectura dirigía el espectáculo sin ser presentada como tal.

 

Aún más sintomático es el hecho de que Gropius no supiera dibujar. Lo cual, por supuesto, no era ninguna tragedia. Muchos arquitectos famosos no dibujan. En nuestros días, en algunos círculos, puede incluso ser considerado una virtud. Y aunque Gropius envió cartas a su familia describiendo lo difícil que le resultaba sobrevivir en la oficina de Peter Behrens con tal responsabilidad, pronto descubrió que su fuerza radicaba en las colaboraciones. Antes de diseñar objetos, diseñaba relaciones, sociedades con Adolf Meyer, Marcel Breuer y muchos más. Nada de esto es muy moderno. La idea de la arquitectura como forma de gestión data al menos de tiempos de Vitrubio, así como la idea de que el arquitecto debe saber un poco de todo. La figura del arquitecto se volvió la del organizador de dominios de los que no tiene, necesariamente, experiencia.

La gestión estética es una parte, pero no necesariamente la más importante. Esta idea de la arquitectura como gestión ha pautado toda la historia de la disciplina y no muestra señas de desaparecer. Al contrario, la proliferación de diferentes arquitecturas en los años 60 y 70, en los albores de intentos siempre frustrados por unificar el modernismo, pueden entenderse como la proliferación de distintas teorías de gestión. Y si se mira de cerca cada una de ellas, encuentra el sueño del diseño total muy cerca de la superficie. Buckminster Fuller, por ejemplo, insistió en que el diseño no era más que administración de recursos. Pensaba que el arquitecto tenía que ser un “diseñador comprehensivo” capaz de operar a cualquier escala. No es por casualidad que el primer artículo de un biógrafo de Fuller se titulara “Diseño Total”. La misión de Fuller era transformar el planeta en una sola obra de arte. Obviamente, el movimiento ecológico, que Fuller apoyó intensamente, equipara diseño y gestión. Una primera lectura de los textos clásicos del movimiento —como Diseñando con la Naturaleza, de Ian McHarg, de 1969— revela la ambición estética totalizadora. La arquitectura ecológica debe encajar sin costuras en un gran diseño total.

En el frente tecnológico, el concepto del ingeniero Ove Arup llamado, precisamente, “arquitectura total”, exigía que los ingenieros colaboraran con los arquitectos para producir obras de arte, trabajando en todas las escalas del sistema constructivo en términos de una visión singular del arquitecto. Las unidades de control climático, por ejemplo, debían organizarse según la misma visión que guió la composición de los marcos de las puertas. Gran parte de la tradición megaestructural promovió la idea de “planeación total”. Piénsese en el proyecto de “Superstudio del Monumento”, descrita como “una misma pieza de arquitectura que se extendería sobre el mundo entero… un modelo arquitectónico de urbanización total” que recorre, sublime, la superficie del planeta.”

Claramente, el sueño de una obra de arte total no se desvanece con el ocaso del modernismo. Al contrario, de todos los temas tratados por arquitectos y teóricos de generaciones recientes que parecen, a primera vista, señalar el fin de la idea de una obra de arte total, bien miradas, apenas esconden las tradicionales ambiciones totalizadoras del arquitecto.

 

Gato por liebre

Consideremos la “flexibilidad”, la idea de una arquitectura que pueda asumir cualquier arreglo particular. Los proyectos más flexibles parecen, en cambio, tener una agenda estática totalmente inflexible. O, más precisamente, la flexibilidad en sí misma es una estética singular. Véase el proyecto de 1958 para una casa industrializada, de George Nelson, arquitecto que se volvió famoso como diseñador industrial. La casa está concebida como un producto industrial, un sistema de partes que puede reordenarse al infinito. Pero Nelson jamás publicó más que uno de todos esos arreglos posibles, que incluía imágenes detalladas a color del interior del modelo, con todo y alfombras, vajillas y adornos en las paredes. En el mismo momento que anuncia al arquitecto como proveedor de un marco para el cambio, Nelson instala una obra de arte total. Del mismo modo, el Lenguaje de Patrones (1977), de Christopher Alexander, establece un singular régimen estético bajo el disfraz de un conjunto inocente de bloques constructivos que parecen prestarse a infinitas disposiciones. El último de estos 253 “patrones” es un ataque al “diseño total”. La hipocresía del ataque se hace evidente en las líneas finales, cuando incita al lector a colgar objetos personales en los muros, en vez de seguir los dictados de los diseñadores. Un diseñador que busca una visión total dictamina que debemos resistirnos a cualquier otro instinto totalizador. La flexibilidad aparente de su sistema integra, de hecho, todo el diseño a un patrón estético trasnacional y “atemporal” que sólo puede ser percibido por el arquitecto/gerente. Con las teorías de sistemas, la cibernética, la semiótica y la geometría fractal, los modos de absorber la diferencia en una estructura singular siguen creciendo y actuando como el mejor amigo del arquitecto totalizador.

Piénsese, también, en los diferentes discursos sobre la ausencia del arquitecto. El clásico Arquitectura sin arquitectos, de Bernard Rudofsky, basado en su exposición de 1964 en el MOMA, pareciera desafiar al diseñador que todo lo domina, enfocando nuestra atención en lo que parece no tocado por el arquitecto. Pero el paradigma inicial de Rudofsky describe su obra como si nos entregara un “cuadro total” de la arquitectura del planeta, de gran valor para el diseñador. La arquitectura que muestra aparece en fotografías que rebasan los límites de la página, como si se tratara de un ambiente sin final ni costuras, un tejido continuo que escapa al fetichismo objetual del arquitecto. En un libro se reúnen imágenes de un sinfín de países para construir la imagen total —un antiguo mosaico de patrones que trasciende la visión de cualquier diseñador singular. El uso de la tecnología contemporánea o de objetos de “diseño” por no arquitectos está cuidadosamente excluido de la imagen para dar la sensación de un ambiente inmaculado y atemporal. Aún más notable, los ensayos señeros de Roland Barthes y Michel Foucault sobre “la muerte del autor” han sido usados recientemente para dar autoridad al trabajo de algunos, pocos, diseñadores de firma. En un giro cómico, autores rivales compiten por el derecho a anunciar la muerte del autor. De manera similar, el discurso posmoderno sobre el pluralismo, la multiplicidad y la heterogeneidad se usa, inevitablemente, como excusa para la singularidad. El llamado a “la complejidad y la contradicción” de Robert Venturi es sorprendentemente intolerante con posiciones alternativas. Los exponentes del “regionalismo crítico” ven siempre lo mismo en cualquier parte, en vez de las diferencias específicas del sitio que pregonan. Dichos argumentos pluralistas se usan como cubiertas para una estética particular. Y los arquitectos que hablan acerca del caos, la ausencia, la fragmentación y la indeterminación, trabajan duramente para asegurarse de que reconozcamos cuál es su diseño, utilizando formas y colores reconocibles —una firma.

Una vez más, los argumentos sobre la imposibilidad de la “imagen total” se usan, en la práctica, para producir precisamente dicha imagen —una imagen firmada, fiel a la marca registrada. Los arquitectos que dicen “yo no creo que pueda o deba controlar el entorno entero” suelen reclamar mayor control. En vez de aceptar cualquier interferencia con su visión, insisten en la indeterminación o la ‘incompletud’ para retomar el control en las zonas que se les sustraen. Las etiquetan como zonas de peligro o de placer —zonas rojas en cierto sentido. Y, por supuesto, las zonas rojas nunca son tan peligrosas como se supone; generalmente están muy reguladas y resultan muy predecibles. Si se estudia el trabajo de estos arquitectos, no encontraremos fallas. Cada grieta potencial se etiqueta como “grieta” y, por tanto, se redibuja y se alinea. La de lo incompleto es una estética. Es una elección de diseño, y muy buena para muchos diseñadores. Mucho del placer que nos proporciona el trabajo de algunos arquitectos reposa en esa elección. De hecho, presentar una estética de lo incompleto requiere gran experiencia. Es más difícil de construir, probablemente, que el efecto de lo acabado.

Por supuesto, hay diferencias entre proporcionar un marco para la variación individual y diseñar las pantuflas del cliente a tono con la alfombra que hace juego con las sillas que responden al papel tapiz que sigue al cuarto que se tragó a la mosca. Pero la diferencia no radica en grados de totalitarismo. Véase como los arquitectos de lo incompleto, el pluralismo y la contradicción nos arrastran a sus propias casas —en las páginas del Architectural Digest, la obra clásica contemporánea de referencia para el diseño total, o las páginas análogas de revistas de moda. Uno por uno, los arquitectos posmodernos nos llevan por los inmaculados y nunca tan bien fotografiados e iluminados espacios domésticos, haciendo pausas para celebrar sus libros, mascotas, muebles, ropa y colecciones de arte. Robert Venturi y Denise Scott Brown se toman el tiempo libre en lo que decoran tinglados para discutir los frisos en los muros de su exquisitamente calibrado comedor. Peter Eisenman pone la teoría del caos en pausa mientras describe las vistas desde su cabaña en Princeton. Los arquitectos cuya filosofía pareciera pedir el fin del diseño total presentan sus espacios privados como templos de dicho diseño. De algún modo, estas imágenes totalizadoras legitiman la diseminación de un diseño y una teoría supuestamente no totalizantes. Una vez más, una implosión intensa de un interior doméstico sirve para desencadenar una dispersión explosiva de arquitectura. La creciente movilidad física e intelectual del arquitecto, la ida y vuelta entre países y disciplinas, está, de cierto modo, sostenida en esta exhibición pública de sus “partes privadas”.

 

Teoría total

De lo anterior se deduce que la expresión “diseño total” es extremadamente equívoca. El diseño es diseño o no lo es, como solía decirse del embarazo. No hay algo así como un diseño no-totalizante. Todo diseño es diseño total. Esto se estableció ya desde el siglo XVI cuando el diseño se volvió el centro de la enseñanza arquitectónica. Tómese por ejemplo la promoción de la arquitectura a rango académico con su admisión por Vasari, en 1563, en la Accademia del Disegno, una institución que unificaba a las artes alrededor de ese concepto. El diseño —el dibujo que encarna una idea— se entendía como el mecanismo mágico mediante el cual el mundo práctico de la arquitectura podía aspirar al nivel teórico de las clases ilustradas. El diseño siempre fue un asunto de teoría. El diseño no es algo en el mundo. Es una lectura teórica del mundo. O, más precisamente, es el gesto mediante el cual la teoría se identifica en el mundo material. Apuntar al diseño es apuntar a la teoría. El modelo, por supuesto, es el de la inmaculada teoría incorporada en el diseño inmaculado del cosmos por el “Divino Architetto”, como lo plantea el mismo Vasari. El reclamo a la fama por parte del arquitecto es, precisamente, su capacidad de diseñar. La mínima pretensión del arquitecto es capturar la mayor escala de orden.

La idea fue asumida fielmente por la Bauhaus y sus llamadas leyes del diseño. Estas leyes —el centro del entrenamiento, la primera cosa a aprender cruzada la puerta— eran una serie de presupuestos totalizantes acerca de la forma. Si el diseño es un puente entre el mundo inmaterial de las ideas y el mundo material de los objetos, entonces se requiere una teoría para controlar esa relación. Un conjunto de reglas estructurales que mantengan la integridad del puente. Gropius pedía una “firme instrucción teórica en las leyes del diseño”, insistiendo en que dicha “base teórica” es un prerrequisito esencial para el trabajo colectivo en la arquitectura total, la “sólida fundación” de la unidad. La teoría fue pensada en principio por Johannes Itten y, luego, por Laszlo Moholy-Nagy, cuya primera biografía, de la pluma de Sibyl Moholy-Nagy y con un prefacio de Gropius, se subtituló, sintomáticamente, Experimentos en la Totalidad.

El diseño presupone una teoría totalizante. No por accidente Pevsner inicia su libro con un capítulo entero sobre las “Teorías del Arte, de Morris a Gropius”. Incluso las interpretaciones subsiguientes de objetos particulares inician con el análisis de los patrones de papel tapiz y de tapetes hechos por el Journal of Design and Manufacture, publicado inicialmente en 1849 por el grupo que gravitaba alrededor de Henry Cole en Londres. El Journal fue, en principio y antes que nada, una revista teórica. El prefacio a su primera edición anuncia que ofrecerá “algo así como un intento sistemático de establecer principios reconocibles”. Al hacerlo, intentaba mejorar las distintas escuelas de diseño que se fundaron en respuesta al decreto gubernamental de 1836, exigiendo el establecimiento de dichos principios. Un diseño fuerte presupone una teoría fuerte.

El diseño es, por así decirlo, la apariencia de la teoría. No en balde tratamos estos temas en una escuela. No cualquier escuela sino la Escuela de Diseño, llamada así desde 1936, precisamente, porque el diseño era concebido como elemento unificador de los departamentos de arquitectura, paisaje y urbanismo. El diseño, de nuevo, como agente totalizador. Gropius llegó ahí poco después e inició su campaña para enseñar los “fundamentos del diseño” —eco de las “leyes del diseño” de la Bauhaus.

Si el diseño siempre es totalizante e implica una mística de la teoría, entonces la pregunta sobre el destino del diseño total se convierte en una pregunta acerca de la teoría total. Esto es especialmente cierto si queremos discutir las relaciones entre la experiencia profesional de quienes hemos llamado hasta ahora arquitectos y aquella de los diseñadores. Teóricos como Vitrubio y Alberti insisten en que el orden y la estructura de sus respectivos tratados son análogos a la que prescriben para los edificios. Del mismo modo, Pevsner entendió su invención de la idea del “movimiento moderno” como un trabajo de construcción, pieza clave de un diseño total. Perseveró en su esfuerzo un año después, publicando un libro sobre el arte industrial en Inglaterra, escribió innumerables ensayos sobre diseño y lanzó una campaña al respecto como editor de la Architectural Review. Pevsner asume el papel de gerente intelectual, explotando las posibilidades de gestión implícitas en la tradición de la historiografía del arte en Alemania, de la que era heredero. Esto lo relacionó a Gropius. La idea de la historia y de la teoría como gestión se liga a la idea del diseño como gestión. Ahora nos resulta lógico que Gropius haya llamado a otro gerente, Sigfried Giedion, a Harvard.

Pero ¿qué le hizo el posmodernismo a la teoría total? Una respuesta puede empezar con la figura obvia: Don Posmodernismo en persona, Charles Jencks —una figura subestimada. El recuento que hace Jencks del posmodernismo evolucionó a partir de su crítica a Pevsner, su abuelo intelectual, en tanto había sido director de tesis de Reyner Banham, quien a su vez dirigió la tesis de Jencks. En vez de matar al padre, Jencks intenta matar al abuelo —algo quizá un poco más difícil. Su tesis se publicó en 1973 con el título Movimientos Modernos en Arquitectura —el plural “movimientos” era una respuesta al recuento unitario de Pevsner. Empieza criticando ese recuento, una nota a pie de página al postulado final de Pevsner dice que el estilo moderno era “totalitario”, antes de rechazar cualquier teoría “unificada”, “singular” y “abarcadora”, para favorecer en cambio una “serie de movimientos discontinuos”, una “tira de contacto”. Con todo, el manifiesto pluralista de Jencks no es menos gerencial en su tono, no menos una encuesta obsesiva de la escena, poniéndolo todo en el mismo cuadro. La tira de contacto es, ella misma, una imagen única.

Quizá el ejemplo más claro de esto sea la gráfica con la que Jencks plantea la parte principal de su argumento. Coloca a cada arquitecto y a cada tendencia en un sistema de ramas evolutivas. Así, insistiendo en la imposibilidad de producir una imagen única y total de la arquitectura moderna o, incluso, posmoderna, Jencks genera esa imagen y hasta alienta al lector a usarla como guía del texto. Se trata de un “árbol evolutivo” en la tradición del famoso frontispicio de Banister Fletcher a su Historia de la Arquitectura según el Método Comparativo, aunque Jencks rechace la jerarquía de Fletcher al colocar su gráfica horizontalmente y darle a cada rama igual valor. No hay quiebres ni fallas, no hay discontinuidades radicales. Todo fluye hacia todo. Todos los arquitectos y todas las arquitecturas están genéticamente relacionadas y se “fertilizan oblicuamente” con promiscuidad. Las discontinuidades existen por un momento, pero tarde o temprano las ramas terminan por unirse. Jencks no para de producir tales gráficas, reacomodando las posiciones de cada elemento pero sin alterar el diagrama inicial.

Una historia interesante emerge de la comparación de sus distintos gráficos. Lo que sorprende, sin embargo, es su estilo unitario final. La estética fluida, como ríos de lava de la primera, publicada en 1970, cede a las diagonales de ángulos rectos en los libros sobre el posmodernismo, que al final dejan su lugar a barras horizontales. El gráfico es un sofisticado interior en el cual todo cabe, sin fallas. La versión más reciente, plegable, incluye una fotografía de filiación de cada arquitecto y uno de sus diseños. La historia de la arquitectura capturada de un solo vistazo. No es otra cosa que diseño, diseño total. Más aún, en la gran tradición del diseño total, el teórico del pluralismo y el universo discontinuo nos invita repetidamente a su interior doméstico, usando una serie de artículos, ediciones especiales de revistas y libros que revelan los hiperdiseñados detalles de su propia “casa temática.” En el número de octubre del 97 del Architectural Digest nos muestra un nuevo ejemplo de obra de arte total: su casa y jardín en Escocia. De nuevo, un líder diseminador de la idea de la imposibilidad de una imagen total y singular se las arregla de algún modo para reivindicar la imagen de un hiper-interior. Sus incontables publicaciones explotan, por así decirlo, sus propias inconsistencias, cosidas entre sí por su coherencia obsesiva. De hecho, la infraestructura global de las publicaciones sirve para construir una superficie continua y sin fracturas. El sueño del diseño total se ha mudado a los medios. La radiación explosiva del interior impulsándose así misma y dejando todos esos pequeños fragmentos de diseño y diseñadores esparcidos por el paisaje es, ante todo, brillo mediático.

Regresando a los primeros ejemplos de diseño total descritos anteriormente, podemos ver esto ya en las publicaciones de la Secesión Vienesa, que producían en masa innumerables fotografías inmaculadas de piezas únicas y de interiores fabricados a mano, enviándolos hacia el mundo que esos interiores parecían rechazar. También Moholy-Nagy diseñó una famosa serie de publicaciones para la Bauhaus, que produjo una visión general, un espacio total donde podía insertarse la diversidad de los objetos producidos en masa. Las exposiciones tienen el mismo efecto totalizador. Los objetos heterogéneos sucumben a un régimen estético abarcador al ser localizados dentro de un espacio de exhibición diseñado uniformemente. De la misma manera lo hace la exposición de arquitectura en museos, libros y demás medios. Si la arquitectura ha sido explotada y proyectada en fragmentos a lo largo y ancho del planeta, existen numerosos artefactos para compactar esos fragmentos de nuevo en un interior.

 

La alegría de la frustración

Lo más notable de todo esto es el impulso incontenible hacia un diseño total mediante ritmos pulsantes de implosiones y explosiones, y sus continuas fallas. Si todo diseño es diseño total, entonces el sueño totalizador siempre se frustra. El arquitecto permanece como figura marginal que no recibe el mismo respeto que hoy se le tiene a los diseñadores —sean de paisaje, interiores, muebles o industriales. Existe cierto tipo de relación inversa entre la gran escala de las fantasías de los arquitectos y la pequeña responsabilidad que se les concede. El reclamo de los arquitectos se fundamenta en un estatus social ambiguo. El arquitecto es el especulador por excelencia, un soñador obsesivo. Ninguna otra disciplina tiene aspiraciones similares o un fetichismo mayor por los detalles. La arquitectura es, ante todo, un discurso, movilizado por el concepto del diseño que siempre se invoca y raramente se examina. Al examinarlo aquí, hasta podríamos celebrar la frustración del arquitecto, una frustración que no lo abate incluso si sus sueños no se realizan. Entre más estudiamos las imágenes y los relatos totalizadores, más descubrimos partes de la arquitectura, la publicación o la historia que se han escapado o escurrido de las garras de quienes las enmarcan y presentan con decisión. De hecho, lo maravilloso de la arquitectura es cómo escapa tan fácilmente a quienes la producen. La superficie en apariencia continua está plegada y arrugada con fracturas, quiebres y complicaciones. El diseño total está en todas partes y, sin embargo, es seductoramente elusivo.

 

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Experiments in motionExperiments in motion https://arquine.com/experiments-in-motion/ Wed, 27 Jun 2012 14:03:30 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/experiments-in-motion/ Las ciudades han escuchado, aprendido y obedecido al automóvil durante cien años; ahora es casi seguro que durante los próximos cien años los automóviles van a tener que obedecer a las ciudades.

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por Diana Ortiz@rojoalizarina

La historia de las ciudades se desarrolla a partir de las nuevas formas de movilidad. El uso del automóvil como medio de transporte ha sido cuestionado debido a diversos factores que han provocado reacciones sociales a favor del transporte público y el uso de la bicicleta. Columbia University Graduate School of Architecture, Planning and Preservation (GSAPP) y Audi of America organizaron un proyecto que relaciona desplazamientos, movilidad y diseño. Así, expertos en ciudades y en automóviles concilian ideas en común para imaginar el futuro de las urbes.

Experiments in motion es un programa piloto de equipos interdisciplinarios integrado por académicos y estudiantes de diversas universidades e instituciones. A través de tres fases, una de talleres, otra de diseño y una última de interacción pública, el programa trabaja con base en distintas líneas de investigación. La primera intenta invertir la pregunta entre movilidad y ciudad, es decir, generar el movimiento de los servicios urbanos y no de las personas; la segunda busca desarrollar nuevos conceptos de ciudad con injerencia en los prototipos del automóvil, contrario a lo que ha estado sucediendo hasta ahora; y por último, la tercer línea investiga los espacios residuales en las ciudades, así como su reinserción en una misma red de comunicación y transporte.

Para Mark Wigley, decano de la GSAPP, “las ciudades han escuchado, aprendido y obedecido al automóvil durante cien años; ahora es casi seguro que durante los próximos cien años los automóviles van a tener que obedecer a las ciudades”. De esta forma, y a través de distintas configuraciones espaciales, las ciudades y los automóviles están por comenzar una nueva relación de coexistencia.

The City of Mobile Services

Under Over Out

Architecture after the street 

Fotos: Experiments in motion

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