Resultados de búsqueda para la etiqueta [Manuel González Rul ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 17 Sep 2024 22:24:44 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Exilio en casa: la Villa Olímpica en la memoria https://arquine.com/exilio-en-casa-la-villa-olimpica-en-la-memoria/ Mon, 11 Sep 2023 14:03:50 +0000 https://arquine.com/?p=82857 A medio siglo del golpe de estado contra el gobierno del presidente Salvador Allende en Chile, sus huellas en la memoria siguen presentes y algunas incluso habitadas. Tal es el caso de Villa Olímpica, uno de los epicentros del exilio latinoamericano en la Ciudad de México.

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Al hablar sobre fascismo (y sobre todo de cómo enfrentarlo), toda persona de América Latina debería pensar primero en Augusto Pinochet y menos en el monigote modélico hitleriano —por mucho que la nazifilia haya cundido con especial saña en Chile, región austral de nuestra América—. Algo similar podría decirse del 11 de septiembre que define el destino de este continente en el XXI: es el bombardeo y toma del Palacio de La Moneda en 1973 en Santiago, y no los atentados terroristas contra las Torres Gemelas en Nueva York en 2001, lo que debe ocupar ese sitial en la memoria política y cultural (incluso si muchos no estábamos vivos cuando ocurrió).

Ahora que se cumple medio siglo del golpe de estado perpetrado contra el gobierno del presidente Salvador Allende, quizá la mayor dificultad para entender lo que sucedió aquel martes en la capital chilena esté menos en los datos duros o el registro histórico que en lo básico: el presente, que en su momento fue el futuro. Y en este caso, para atestiguar la vitalidad del fascismo, y la resistencia contra él en nuestro continente, siguen por ahí muchas de sus huellas. Algunas no sólo son visibles sino que incluso están habitadas. Tal es el caso del conjunto habitacional Villa Olímpica, uno de los epicentros del exilio latinoamericano (y, no sobra decirlo, de las izquierdas) en la Ciudad de México.

A propósito, el director argenmex Sebastián Kohan Esquenazi (quien se define así, pues en México es argentino, y viceversa) estrenó hace unos meses un documental que analiza este conjunto habitacional que durante la década de los 70 recibió con casa a miles de refugiados de las dictaduras del Cono Sur. En Villa Olímpica. Recuerdos de un mundo fuera de lugar (Chile, 2022), Kohan recuerda su propia infancia junto a otros niños que recorrían y hacían travesuras por los pasillos, azoteas y ascensores de este espacio que llegó a tener —según cifras no oficiales, pero que el cineasta da por buenas— alrededor de 3 mil expatriados de Argentina, Chile, Uruguay y otros países; es decir, más de la mitad de la población de la Villa, que en sus 29 torres y 900 departamentos daba hogar a un total de 5 mil habitantes. 

Bajo la supervisión del comité organizador de los juegos, el presidente Gustavo Díaz Ordaz encargó a los arquitectos Manuel González Rul, Carlos Ortega Viramontes, Agustín Hernández Navarro y Ramón Torres Martínez la construcción del proyecto, que ganó gran fama por la rapidez con la que se logró (menos de 500 días entre el 2 de mayo de 1967, hasta la inauguración el 12 de septiembre de 1968), y por el hallazgo de una zona arqueológica en Cuicuilco —pirámides incluidas— sepultada por el magma del volcán Xitle. No fue el único conjunto que se hizo para cumplir el encargo olímpico, pues tuvo un mellizo también en Tlalpan: la Villa Narciso Mendoza, entre las avenidas Acoxpa y Miramontes, también compuesta por torres multifamiliares, pero caracterizada por supermanzanas con edificios de no más de dos pisos. Sin embargo, fue la unidad sita entre Insurgentes y Periférico la que se quedó el nombre de Villa Olímpica.

Diseñada para los atletas que competirían en la XIX edición de este certamen (incluso se llegó a dividir en dos conjuntos, uno femenino y otro masculino), y reacondicionada como vivienda colectiva después de 1968, la Villa Olímpica Libertador Miguel Hidalgo concentró en su microcosmos algunos de los conflictos decisivos de la historia latinoamericana. Deportistas, funcionarios, turistas y corresponsales de todo el mundo fueron recibidos en estas instalaciones tan sólo días después de la masacre del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Ese contraste entre la hospitalidad con los extranjeros y la persecución soterrada de sus paisanos disidentes siempre ha sido objeto de burla y escrutinio. Una obra de teatro muy posterior a los hechos, Olimpia 68 (2018), del dramaturgo Flavio González Mello, la usó como su motivo principal: con la Villa Olímpica como escenario principal, esta comedia política tenía como protagonista a un grupo de atletas que ayudan a un sobreviviente de la masacre de Tlatelolco a refugiarse en sus instalaciones. 

Lo que es más, uno de los principales responsables de esa injusticia, Luis Echeverría (en ese entonces secretario de gobernación y a la postre presidente de la república), se convertiría en uno de los valedores de los miles de refugiados latinoamericanos. En el contexto de la Guerra Fría, que en su teatro en este continente tuvo su mejor expresión en el Plan u Operación Cóndor, los presidentes priistas de México pudieron navegar con cierta estabilidad, diplomacia y no poca hipocresía entre las asonadas que colocaron a militares en el poder en Bolivia (1971), Chile (1973), Uruguay (1973), Argentina (1976) y Perú (1975), al tiempo que se mantenían las dictaduras ya instaladas en Paraguay, Brasil y otras en Centroamérica y el Caribe.

El documental de Kohan Esquenazi también retoma esa ambivalencia. Villa Olímpica muestra cómo los sueños y pesadillas de todo un continente confluyeron en un espacio incierto: por un lado, la desolación de los exiliados, condenados de manera indefinida a esperar una fecha de regreso o, de plano, sin ninguna esperanza de volver a ver a la familia que dejaron atrás, por no hablar de los muchos silencios en torno a su condición como perseguidos políticos. Por otro lado, la alegría de los niños, quienes (a decir de los propios entrevistados del documental) encontraron en la Villa un verdadero paraíso para corretear y sentirse más adultos entre sus bloques de ladrillo naranja; las icónicas entradas con toldo y un letrero esférico con el número de cada edificio; la explanada enorme; el teatro, la iglesia y el cine; los gimnasios y áreas verdes. Muchos de estos niños, hijos de intelectuales exiliados que se sumarían a las filas de profesionistas, académicos y artistas de la Ciudad de México, también se matricularon en escuelas activas y sin empacho en estudiar los fundamentos del marxismo.

En el territorio cerrado de la unidad habitacional era posible la movilidad, el sentido de la aventura y una agencia que incluso le estaba vedada a otras infancias de la metrópolis mexicana. Lo que es más, en cada departamento se podía encontrar, según el caso, un Chile o Argentina en miniatura: el documental, que también se ensambla con la recreación de escenografías, maquetas y vestuario de época, hace un gran trabajo de ambientación en esos hogares con su música de protesta, artesanías y pósters del Che Guevara o Salvador Allende.

Ese es el luminoso recuerdo colectivo que la Villa les dejó a mucho de esos niños, ahora adultos, quienes una vez levantado el telón de acero de las dictaduras tuvieron que enfrentarse a un exilio propio: el de acompañar a sus padres de vuelta a países que los recibían como bichos raros, en ciudades acostumbradas a los toques de queda y en el que incluso el español podía ser una barrera (una de las entrevistadas recuerda cómo los niños chilenos la incitaban a decir “elote”, versión mexa de “choclo”). Más que en el simple ejercicio de nostalgia, es en este doble desarraigo donde Kohan concentra su documental, y al hacerlo se ve con claridad cómo las grandes corrientes de la historia pesan sobre los individuos, sus decisiones e identidades. Dos fechas y dos contextos distintos, el 68 mexicano y el 11 de septiembre de 1973, se enlazan en un espacio que queda en el recuerdo, tanto jubiloso como lleno de dolor.

Medio siglo después de que la derecha y los militares chilenos (con bastante apoyo estadounidense) precipitaran a miles de sus compatriotas fuera de su país, el aura vampírica del pinochetismo sigue irradiando con fuerza; sólo por referirme a la reciente película de Pablo Larraín, El Conde (2023), comedia de horror que muestra al dictador como un nosferatu de 250 años que, después de saquear las arcas de su país, torturar comunistas y procrear a unos nepobabies convenencieros, busca morir por fin a lado de su amada Maria Antonieta (sí, la princesa francesa, también vampira). Sobre esta problemática relación con el pasado (que es el futuro), Manuel Antonio Garretón, uno de los sociólogos más importantes de su país, se pronunciaba con claridad en una entrevista acerca de la controvertida conmemoración de los 50 años del golpe: “hay un sector en Chile que nunca va a condenar el golpe porque define su ADN. Ellos o sus padres o abuelos hicieron el golpe, lo apoyaron, lo promovieron”. Por su lado, el actual presidente chileno, Gabriel Boric, lleva varios intentos fallidos para redactar una nueva constitución, que en los hechos sigue descansando sobre la base de la que promulgó Pinochet.

Esa memoria conflictiva, tanto a la derecha como a la izquierda, no sólo es chilena o argentina, sino latinoamericana, y como se puede atestiguar todavía, está impregnada en lugares como la Villa Olímpica. El exilio, tanto de los adultos que huyeron, como de los niños que se marcharon, es un recuerdo que debe seguir siendo presente pues el golpe de estado contra Allende (y contra tantos otros gobiernos legítimos después) fue un golpe contra el Tercer Mundo, hoy llamado —de manera política (o académicamente) correcta— Sur Global, y nunca está demasiado lejos de repetirse.

Hay una escena en particular, que no parece tan importante, pero podría servir también como final para el documental. Dos de los entrevistados por Sebastián Kohan, argentinos de vacaciones en México, recorren la Villa Olímpica después de muchos años. Señalan por acá un árbol legendario; allá la escultura Disco Solar, de Jacques Moeschal; se dan cuenta de que tal pasillo fue en donde dieron su primer beso; hablan de las películas que vieron en el cine local (Tiburón, Flashdance, E. T.); mencionan que no era nada infrecuente que, de temporada en temporada, las familias se mudaran a otros departamentos dentro de la propia villa. De pronto, uno de ellos reconoce la ventana de lo que alguna vez fue su cuarto. No se puede afirmar si sintió o no ese picor que da al ver lo que fue la casa propia ocupada y amueblada por extraños. Pero si fue así, experimentó, sin notarlo demasiado, lo más cercano que se puede estar a una reconciliación completa con el pasado: poder mirar al viejo hogar sin sentir más nostalgia que la necesaria.

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Agustín Hernández (1924-2022) https://arquine.com/agustin-hernandez-1924-2022/ Thu, 10 Nov 2022 22:40:08 +0000 https://arquine.com/?p=71687 "Quiero que mi lenguaje arquitectónico no siga más oculto en el depósito del olvido. En cada anteproyecto está el recuerdo de aquellos arquitectos que fueron el apoyo, la entrega incondicional de su trabajo creativo"- Agustín Hernández.

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El periodista David Marcial relata para El País el momento en el que Agustín Hernández imaginó su estudio, una de sus obras más emblemáticas: “La idea le llegó mientras estaba tumbado en la playa”, cuenta. “Bocarriba en el Acapulco de los sesenta, se fijó en la parte interior de la palapa que le daba sombra. Aquel entramado de postes en lo alto de un único tronco, al modo de las copas de los árboles, le encendió la bombilla: su estudio de arquitectura sería como una palapa. Una sombrilla gigante pero, en vez de madera y hojas de palma, construida con acero, cristal y hormigón. Así nació una de las joyas de la arquitectura brutalista mexicana.” Egresado de la Escuela Nacional de Arquitectura, el arquitecto Hernández fue reconocido por privilegiar formas geométricas como los círculos,  los triángulos y los hexágonos en una serie de edificios contundentes, como la Escuela de Ballet Folclórico de México (1968); el corporativo Calakmul (1994) y el Heroico Colegio Militar (1976), diseñado junto a Manuel González Rul, con quien también cursó sus estudios en la Escuela Nacional de Arquitectura y que fueron parte de su generación de alumnos. A decir de Alejandro Hernández Gálvez, esta nómina de alumnos

es la de aquellos nacidos en los años 20 y 30. Les tocó ver, en 1952, la inauguración de la Ciudad Universitaria, que marcó un punto de inflexión en la arquitectura mexicana al conjugar una versión ya aceptada de la modernidad internacional con una visión de la tradición local que recibió el curioso nombre de integración plástica. Al igual que en otras latitudes, en México esa otra modernidad arquitectónica pretendía reconciliarse con su historia –en oposición a la abstracción de la primera etapa– y se permitía una expresividad formal que, años antes, había sido suprimida.

Así también lo apunta David Marcial al nombrarlo “el último exponente vivo de la generación mexicana de arquitectos afiliados al movimiento moderno” que citó en muchos de sus trabajos el pasado prehispánico de la arquitectura. “Ese equilibrio está en su taller y en toda la obra de Hernández. Aunque su aportación a la llamada arquitectura emocional, la evolución mexicana del racionalismo a través las tradiciones precolombinas, ha sido quizá la más radical. Como apunta la curadora Pérez-Jofre en un libro temático sobre el arquitecto, ‘mientras Barragán o Goeritz apostaban por la serenidad o lo sublime, Hernández exploraba las ruidosas emociones del Mictlán, el inframundo mexica'”. Por otro lado, Hernández Gálvez trae a colación una de sus etapas más productivas, ocurrida en 1968 para la Olimpiada Cultural, ejemplos claros de lo que se llamaría “nuevo brutalismo”. Todo su cuerpo de obra, como lo describe Juan José Kochen en “Arquitecturas de la mente”, “abreva del pasado y desafía el futuro”.

Kochen también añade que sus proyectos no construidos son dignos de estudiarse ya que “se aprecian rasgos incipientes que perfilaron un giro en la representación gráfica. Son bocetos y esquema con una marcada transición de los dibujos a mano alzada hacia un render-realismo que ahora define la legibilidad de los proyectos de arquitectura”. Estas obras fueron recopiladas en el libro Arquitectura imaginada publicado en 2013 por Arquine, el cual recoge más de cinco décadas de proyectos que no vieron la luz y que, en sí mismos, forman parte de la carrera de uno de los arquitectos más singulares de México. En aquel libro, donde se encuentra la proyección del Centro Cultural de Arte Moderno, la Terminal 1-B del Aeropuerto o dos propuestas para la Torre de Pemex, el propio Agustín Hernández declara:”Quiero que mi lenguaje arquitectónico no siga más oculto en el depósito del olvido. En cada anteproyecto está el recuerdo de aquellos arquitectos que fueron el apoyo, la entrega incondicional de su trabajo creativo”.

“A los 98 años sigo trabajando y fumando como chacuaco”, afirmó en una entrevista otorgada también a David Marcial. El arquitecto murió el día de hoy.

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Pompa y ceremonia https://arquine.com/pompa-y-ceremonia/ Sun, 13 Sep 2015 15:22:21 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/pompa-y-ceremonia/ ¿A qué época pertenece el Colegio Militar? Quizás lo revele su apariencia de set de película de ciencia ficción, apropiado para un film sobre una sociedad donde se ejerce un control absoluto, en la que mitos arcaicos conviven con tecnologías a la vez sutiles y de apariencia primitiva. Un centro ceremonial para el que la pompa militar es el rito adecuado.

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El Colegio Militar de México, fundado a principios del siglo XIX, tiene su sede actual en un edificio inaugurado el 13 de septiembre de 1976 y que fue diseñado por Manuel González Rul (1923-1985) y Agustín Hernández (1924).

Ambos estudiaron en la Escuela Nacional de Arquitectura y, esquemáticamente, son parte de la tercera generación de arquitectos modernos mexicanos. La primera, a la que pertenecen aquellos nacidos a finales del siglo XIX, como Carlos Obregón Santacilia, había sido formada en el neoclasicismo académico con el que rompe pero cuyos rastros pueden leerse en algunas de sus obras. La segunda, de quienes nacen en la primera década del XX, como O’Gorman, tuvo también una formación en parte académica pero contrapunteada con las ideas de algunos jóvenes maestros de aquella primera generación, apostando, al menos en su primera etapa, por una modernidad radical y sin concesiones. A la tercera generación, es la de aquellos nacidos en los años 20 y 30. Les tocó ver, en 1952, la inauguración de la Ciudad Universitaria, que marcó un punto de inflexión en la arquitectura mexicana al conjugar una versión ya aceptada de la modernidad internacional con una visión de la tradición local que recibió el curioso nombre de integración plástica. Al igual que en otras latitudes, en México esa otra modernidad arquitectónica pretendía reconciliarse con su historia –en oposición a la abstracción de la primera etapa– y se permitía una expresividad formal que, años antes, había sido suprimida. Si la arquitectura de Ciudad Universitaria puede caracterizarse por la utilización de murales –grandes planos polícromos, comúnmente figurativos, que son a la vez fachada propagandística y revestimiento simbólico–, algunos arquitectos de la tercera generación preferirá en general –y en consonancia con el Nuevo Brutalismo que en la misma época, entre los años 50 y 70, florece en Europa y Estados Unidos– una arquitectura monocromática, donde la textura misma del material constituye la única decoración. Dicho de otro modo, la decoración, primero rechazada, es luego readmitida como superficie añadida para, finalmente, ser integrada y aceptada únicamente como efecto de la propia lógica constructiva de cada obra.

Sin embargo, aun cuando compartan algunas características del Nuevo Brutalismo –que según Reyner Banham, su crítico de cabecera, eran, primero, una legibilidad formal del plano, segundo, una exhibición clara de la estructura y, tercero, la valoración de los materiales por sus cualidades inherentes ‘en bruto’–, la obra de la mayor parte de la tercera generación de arquitectos modernos mexicanos se distingue de aquél Nuevo Brutalismo —usando de nuevo palabras de Banham— por un exceso de suaviter in modo aun cuando haya suficiente fortiter in re: modos suaves con materiales duros.

Manuel González Rul y Agustín Hernández habían producido ya algunos ejemplos de esta arquitectura antes de asociarse para ese concurso. González Rul, por ejemplo, el Gimnasio Díaz Ordaz, para los Juegos Olímpicos del 68: un par de masivas placas inclinadas techan al espacio interior con la intención confesa de simbolizar por un lado la M de México y por otro la geografía montañosa del valle. Por su parte, Agustín Hernández había construido, entre otros edificios, la Escuela del Ballet Folklórico de México, para la que “el movimiento de inspiración prehispánica fue la condicionante del diseño,” y se buscó “una concepción volumétrica que nos recuerda la de una escultura habitable.” He ahí un marcado contraste con el Brutalismo que buscaba “objetividad acerca de la ‘realidad’ —los objetivos culturales de la sociedad, sus necesidades, su técnica, etc.” Nada más alejado del simbolismo nacionalista de la arquitectura mexicana de esa época.

Agustín Hernández nunca ocultó las intenciones esculturales de su obra: “si no es escultórica la arquitectura para mi es una construcción más,” dijo. La diferencia que tradicionalmente ha articulado la condición de la arquitectura como tal, es decir, la distinción entre mera construcción y arquitectura, implicaba para Hernández diluir aquella otra que separa a la escultura de la arquitectura: “si hay alguna escultura que pueda ser socialmente habitada, entonces esa es escultura arquitectónica.” Sin embargo, al menos en su discurso, esa identificación de arquitectura y escultura no implicaba, curiosamente, el privilegio de la expresión personal: “el diseño arquitectónico no está determinado por las exigencias del arquitecto ni por las imposiciones de una clase social, sino que es el proceso dialéctico que se elige entre ilimitadas soluciones y las condiciones que dan las necesidades económicas, sociales y tecnológicas.”

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En el Colegio Militar las referencias a la arquitectura prehispánica y a geometrías simbólicas se multiplican. En un esquema con el que Hernández explica el proyecto, se le compara con centros ceremoniales como Chichen Itzá, Monte Albán o Teotihuacán. No sólo por su tamaño sino, principalmente, por su escala monumental y sobrehumana y por la relación de los espacios abiertos con la masa construida y de ésta con el paisaje. “La traza del complejo urbano se apoya en el cerro del Telpochcalli —Casa de los guerreros jóvenes del pueblo—, que presta su fuerza al edificio de gobierno.” El discurso, en fin, pareciera el de la arquitectura parlante de Ledoux a finales del siglo XVIII más que el de un arquitecto de los años 70 del siglo XX.

Pero ¿pueden los cuarteles y las marchas militares ser expresiones de un periodo histórico particular? Con una pregunta análoga –¿pueden los jardines y los ballets ser expresiones de un periodo histórico?– inicia Arie Graafland un libro Versalles y la mecánica del poder. A partir de las ideas de Michel Foucault, Graafland muestra que el jardín y el ballet forman un dispositivo para disciplinar al cuerpo. Es más fácil, pues Foucault los menciona explícitamente, hacer lo mismo con los cuarteles y las marchas militares y entenderlas entonces como expresiones de un periodo histórico. ¿A qué periodo responde el Colegio Militar de México?

En el Colegio Militar el cuerpo esta tramado con el espacio a una escala monumental. Agustín Hernández dice que ahí no cuenta la escala del hombre que camina sino la de la marcha, la del cuerpo entendido, en una de sus acepciones, como el conjunto de soldados y sus respectivos oficiales. En el mismo esquema en que explica la relación del Colegio con centros ceremoniales prehispánicos, Hernandez dibuja una silueta humana, semejante en algo a la silueta del modulor corbusiano, pero también a una de esas figuras del desierto de Nazca o al gigante de Cerne Abbas en Gran Bretaña. También podría sugerir, más allá del esquematismo de la figura, al hombre vitruviano de Leonardo, inscrito en un círculo y en un cuadrado al mismo tiempo —“el círculo y el cuadrado es un símbolo que ha sido manifestado por todas las culturas,” dice Hernández— o al cuerpo místico de Cristo inscrito en la planta de una iglesia por Francesco di Giorgio. Si, como explicó Juan Antonio Ramírez, en ese caso “la arquitectura era como un cuerpo, y bastaba con que esta asociación se estableciera a algún nivel, más o menos verificable, para que funcionaran con eficacia los distintos parámetros ideológicos involucrados en la operación,” en el del Colegio Militar el simbolismo opera a un nivel de casi pura analogía: las piernas son el “apoyo deportivo”, un brazo el ala de dormitorios y otro la zona educativa, en el estómago están las cocinas y comedores y en la cabeza –que no sólo organiza la planta sino se yergue con la gigantesca máscara del dios Chac– se encuentra, evidentemente, el centro de mando.

De nuevo, ¿a qué época pertenece el Colegio Militar? Quizás lo revele su apariencia de set de película de ciencia ficción, apropiado para un film sobre una sociedad donde se ejerce un control absoluto, en la que mitos arcaicos conviven con tecnologías a la vez sutiles y con apariencia primitiva. Un centro ceremonial para el que la pompa militar es el rito adecuado.

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