Resultados de búsqueda para la etiqueta [Lago de Texcoco ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 11 Jun 2024 16:09:56 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 La pérdida del suelo y la crisis hídrica actual https://arquine.com/la-perdida-del-suelo-y-la-crisis-hidrica-actual/ Mon, 10 Jun 2024 17:18:48 +0000 https://arquine.com/?p=90866 Varias de las principales ciudades de México han agotado su capital natural a raíz de su expansión sobre suelo de conservación, tierras agrícolas o áreas naturales como barrancas, cerros o humedales.

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Este es un fragmento del texto publicado en el número 108 de Arquine: Suelos.

 

 

Varias de las principales ciudades de México han agotado su capital natural a raíz de su expansión sobre suelo de conservación, tierras agrícolas o áreas naturales como barrancas, cerros o humedales. Numerosas razones contribuyen, en conjunto, a este deterioro social, económico y ambiental que, en su expansión, lleva a un mismo destino a las comunidades que son absorbidas por ella, perpetuando una lógica de desarrollo desigual en los centros urbanos, y pobreza urbana en las periferias: una suerte de socialización de los costos y privatización de los beneficios económicos de las ciudades.

En el caso de la cuenca del Valle de México, la pérdida simultánea de la capacidad de regulación de agua pluvial, con la apertura de la cuenca hacia el norte, y la invasión de territorios lacustres, dieron forma y cimiento a una de las condiciones más perversas de manejo hídrico para una metrópoli de estas dimensiones. Los ríos y lagos pasaron a ser drenajes, las planicies lacustres y aluviales se convirtieron en zonas urbanas en el Estado de México de la talla de Chimalhuacán, Ecatepec o Ciudad Nezahualcóyotl; se siguen rellenando con cascajo y basura los lagos de Chalco para dar pie a nuevas colonias irregulares dentro de santuarios de agua; las barrancas de Tacubaya o Naucalpan conducen aguas negras.

Ese fue el caso en la historia reciente del urbanismo metropolitano en la cuenca, históricamente rodeada de humedales hacia el sur y oriente, y montañas al poniente, se rigió por los primeros proyectos urbanos inmobiliarios de principios del siglo xx ,cerca del centro, iniciando así la ampliación de su traza hacia las tierras firmes de poniente. En el caso de los pueblos del sur de la ciudad, el movimiento se dio hacia los pedregales, mientras las antiguas haciendas y pueblos lacustres originarios se mantenían en una condición rural hacia el sur-oriente de la cuenca.

En las últimas dos décadas el suelo agrícola y las áreas naturales protegidas de la Ciudad de México y el Estado de México han sufrido un cambio acelerado, muchas veces irregular, en el uso de suelo. Como respuesta a intereses de generación de vivienda que se han pervertido para beneficio de dos actores principales: los asentamientos irregulares y unifamiliares que se expanden gradualmente, y el de los desarrolladores inmobiliarios que apuestan por lo barato y genérico y requieren de grandes extensiones de territorio de muy bajo costo, casi siempre de uso agrícola y lejos de los centros urbanos. Este deterioro ambiental ha generado una pérdida en la recarga de los acuíferos por la urbanización, una sobreexplotación por la multiplicidad de pozos profundos, y la descarga de la mayor parte de las aguas residuales con poco o nulo tratamiento a los dos grandes efluentes de las ciudades: los ríos Lerma y Tula.

La pérdida del control del desarrollo urbano por parte del gobierno y la sociedad civil organizada es, sin duda, uno de los errores que más nos va a costar corregir, pero siempre hay un camino: la restauración ecológica es posible, siempre y cuando existan la voluntad y las condiciones económicas que lo permitan. Prueba de ello es la reciente designación de Texcoco y Tláhuac-Xico como áreas naturales protegidas, las cuales sientan un precedente importante para la conservación y regeneración de esos ecosistemas lacustres. 

 

 

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La colonización de la cuenca de México https://arquine.com/la-colonizacion-de-la-cuenca-de-mexico/ Wed, 24 Nov 2021 16:10:46 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-colonizacion-de-la-cuenca-de-mexico/ El libro "La caída de Tenochtitlán y la posconquista ambiental de la cuenca y ciudad de México", de Sergio Miranda Pacheco, da cuenta —como puede leerse en la contraportada— “de las transformaciones ambientales del paisaje del valle y ciudad de México antes y después de la caída y derrota de la ciudad indígena de Tenochtitlán hasta la primera mitad del siglo XX.”

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Un valle y varias lagunas. Islotes, canales, diques y chinampas. Conocemos las recreaciones del paisaje que probablemente vieron Cortés y los hombres que comandaba al llegar al Valle de México. El cambio fue radical. Se dice que ha sido una de las mayores transformaciones del entorno geográfico emprendidas por la humanidad, y donde antes hubo un complejo sistema lacustre, hoy ha crecido una megalópolis habitada por más de 22 millones de personas. La batalla con el agua, sin embargo, jamás cesó. Donde antes había lagunas, ahora el agua escasea por temporadas —y en algunas partes de la ciudad, casi siempre—, y cuando llueve con fuerza, como llueve en este valle, el agua busca su cauce, provocando inundaciones o deslaves. La Ciudad de México, aunque no fuera causa y resultado de una de las mayores transformaciones del entorno emprendidas por la humanidad, sin duda es claro ejemplo de los resultados del colonialismo y del modelo extractivista que supuso.

El libro La caída de Tenochtitlán y la posconquista ambiental de la cuenca y ciudad de México, de Sergio Miranda Pacheco, da cuenta —como puede leerse en la contraportada— “de las transformaciones ambientales del paisaje del valle y ciudad de México antes y después de la caída y derrota de la ciudad indígena de Tenochtitlán hasta la primera mitad del siglo XX.” El libro es parte de la Colección México 500, publicada por la UNAM este año.

Desde la introducción Miranda plantea que “los humanos han aplicado al funcionamiento, forma, organización y vida de sus ciudades las mismas relaciones utilitarias que históricamente han practicado sobre la naturaleza y sus elementos.” Nos cuenta después que, cuando los mexicas fundaron Tenochtitlan hacia el año 1325, se encontraron con un entorno natural que los puso “ante el desafío de contener las inundaciones para el sostenimiento de su ciudad. Lo lograron —explica Miranda— mediante la construcción de un complejo sistema hidráulico articulado por canales, acueductos, lagunas, islotes y pantanos artificiales que alteró el ambiente y el paisaje.” Esas transformaciones, realizadas junto con los otros pueblos que habitaban en el valle, permitieron que para 1521 la ciudad de Tenochtitlan contara con cerca de 350 mil habitantes y el valle entero rondaba el millón de personas, resultando la región urbana más poblada del mundo en aquél momento.

Durante el sitio y conquista de Tenochtitlan, los españoles arrasaron con la ciudad y con el complejo sistema hidráulico que la alimentaba y protegía. “En una época tan temprana para la nueva ciudad como la década de los años treinta del siglo XVI —escribe Miranda—, el espacio construido por los mexicas como un reservorio de agua dulce al poniente de la ciudad indígena, se había convertido en un pantano salobre poco profundo.” Eso, apunta Miranda, sería un presagio de lo que seguiría:

En los siglos por venir, los desastres ambientales —sequías, inundaciones y, asociadas a éstas, epidemias— reincidieron sobre las poblaciones del valle y la ciudad, a la par que se incrementaba la riqueza de sus élites que, renuentes a convivir con las aguas, se aferraron al proyecto del desagüe —obra faraónica que garantizaría la seguridad de sus posesione, consumiría miles de vidas indígenas a lo largo de su secular construcción y que transformaría el paisaje y el ambiente en proporciones geológicas provocando nuevos problemas (urbanización sin control, enfermedades, hundimiento de los suelos, escasez de agua y tolvaneras, entre otros).

 

 

Tras la independencia, el modelo territorial colonizador y extractivista no cambió, sino que fue reforzado: 

Esta ideología pragmática y utilitaria que se impuso sobre la naturaleza y sobre las poblaciones del valle prevaleció desde la caída de Tenochtitlan, y en el último tercio del siglo XIX, encontraría una sanción “científica” que coincidiría con el establecimiento de un régimen centralizado y autoritario que, como el colonial, prolongaría su ideología racial y ambiental.

Como también ha contado el historiador Matthew Vitz en su libro A City on a Lake. Urban Political Ecology and the Growth of Mexico City, durante el porfiriato, los expertos urbanos y sanitarios “hicieron suyo el objetivo de lograr una ciudad higiénica para borrar componentes nocivos y viciosos de la vida moderna y alcanzar los requerimientos de crecimiento capitalista.” Tras la Revolución de 1910, el modelo urbano y territorial siguió por el mismo camino. Algunos aprovecharon las tierras ganadas al agua, haciendo negocio vendiendo terrenos sin ninguna urbanización y sin ningún servicio a la población más pobre que recién se establecía en la ciudad, propiciando que el deterioro ambiental y los problemas urbanos, además de la marginación social, se alimentaran y aceleraran mutuamente —algo que llega hasta nuestros días, como también la ideología extractivista que imagina al “progreso” como, digamos, construir un aeropuerto donde hubo un lago.

El libro de Sergio Miranda Pacheco —junto con otros como Impacto ambiental y paisaje en Nueva España durante el siglo XVI, de Marta Martín Gabaldón, Huemac Escalona Lüttig y Raquel Güereca Durán, publicado en la misma colección de la UNAM— nos muestran el alcance, por supuesto también territorial y ecológico, además de económico, social y cultural, que ha tenido la empresa colonial que aún hoy, a cinco siglos de la caída de Tenochtitlan, sigue en marcha.

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Caminar a la orilla de la historia https://arquine.com/caminar-a-la-orilla-de-la-historia/ Tue, 19 Oct 2021 13:22:25 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/caminar-a-la-orilla-de-la-historia/ La pérdida del paisaje y el entorno natural del Valle de México difícilmente pueden ser compensadas dados los fenómenos que han modificado irreversiblemente el territorio y sus condiciones ambientales, pero podemos acercarnos e involucrarnos de maneras distintas con el medio físico al ejercer prácticas críticas y conscientes de la ocupación humana y sus implicaciones.

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En 2019, el investigador Feike de Jong convocó a través de redes sociales a recorrer a pie el perímetro de las antiguas ciudades isla de Mexhico-Tenochtitlan y Mexihco-Tlaltelolco. Durante varios domingos, de Jong guió al grupo de interesados por un recorrido de cerca de 23 km y 7 horas de duración alrededor de lo que alguna vez fuera la capital del señorío mexica. Dos años después, bajo la dirección del cineasta Julio López Fernández, y con el apoyo de instituciones e iniciativas culturales como Noticonquista y México 500 (UNAM), Cultura CDMX, La NANA-Con Arte e Istlan, entre otras, este recorrido se replicó para transformarse en un proyecto de intervención urbana que quedará registrado en formato de cine documental bajo el nombre La Orilla de las Islas.

Caminar a la orilla de lo que alguna vez fuera una ribera insular y donde ahora solo existe concreto y asfalto demanda un ejercicio mental y físico. Primero hay que tomar conciencia de que donde alguna vez se veía el reflejo del cielo sobre el agua y se escuchaba el canto de las aves ahora sólo hay un flujo perpetuo de vehículos motorizados y sonidos estridentes; después hay que dimensionar con el cuerpo, a través del andar, la verdadera forma y magnitud de aquella urbe ejemplar, presumiblemente la obra cumbre de la civilización mexica. En este sentido, se trata de la delimitación de un territorio patrimonial en continua negación —consideremos que bajo esta poligonal aún quedan décadas de investigación arqueológica por venir— disuelto a partir de la superposición/imposición de diversas ideologías materializadas, y visibilizado nuevamente a través de la interpretación de la cartografía histórica para traducirla en un recorrido urbano legible.

Al centro de la calle se va estampando un camino de chalchihuites, cuentas de jade que forman una línea punteada de anillos azules. El contingente que acompaña la acción va ocupando la calle por el centro, no sobre las aceras, no por las orillas. Un grupo heterogéneo de ciudadanos es liderado por la personificación de una antigua deidad, una mujer mexica llamada Atl va dejando el rastro, acompañada por la música de flautas, sonajas y tambores, y la trompeta de Caracol que va sonando el músico Chicoace Ollin. Van flanqueados por los portadores de los estandartes de los barrios originarios: Teopan, Moyotlan, Cuepopan, Atzacualco, Tlatelolco. Detrás de ellos, un nutrido grupo de voluntarios del colectivo Promotores Culturales Comunitarios invitan a los vecinos a involucrarse y a participar, mientras coordinan la pinta de los sellos y a quienes los estampan sobre el pavimento. En el grupo van también historiadores, Federico Navarrete entre ellos, arqueólogos, arquitectos, bloggeros, y los omnipresentes integrantes del crew de producción del documental. 

Ante la molestia de los automovilistas que se advierten invadidos avanza la procesión. Las jerarquías cotidianas de la movilidad entran en conflicto. Por un breve momento la circulación peatonal, comúnmente denigrada, recupera su posición protagónica, arrebatada tras 500 años. La antigua movilidad anahuaca: anfibia, comunitaria y simbiótica, sustituida por la colonial ecuestre: de explotación territorial, jerarquizante y apropiadora y finalmente reemplazada por la moderna motorizada: hiper productiva, alienante y demoledora. El deterioro ecosistémico y social actual podría ser entendido a partir de la exclusión de la movilidad a escala humana.

Se ocupa el espacio de la calle a fuerza de una masa hecha de cuerpos humanos, los voluntarios sostienen un cordón de seguridad para poder transitar sobre las avenidas principales, mientras se sigue pintando sin pausa a cada dos metros de distancia. Los pasos deprimidos se presentan intimidantes, como alegorías de cuevas, nuevas entradas al Mictlan. Eco, oscuridad y humedad combinados con el rugir de los motores de los autos que transitan a alta velocidad. No están hechos para el paso de personas, y sin embargo, los atravesamos.

Las vistas de la línea perimetral están salpicadas de hitos arquitectónicos: desde el edificio del Congreso de la Unión, el Monumento a la Revolución, la Biblioteca Vasconcelos o la Torre Insignia, por ejemplo, pero en la mayoría de los casos, se recorren las calles de colonias populares con altos índices de marginación e inseguridad: Tepito, Morelos, La Merced, Guerrero, Peralvillo, Obrera, Doctores. Esto se presenta como un recordatorio del fenómeno histórico de la alienación de las periferias, un fenómeno aún vigente, que trasciende los límites del desbordamiento urbano. Al mismo tiempo, son también un recordatorio de la resiliencia de los pueblos originarios, como San Simón Tolnáhuac en Tlatelolco, donde nopaleras y magueyes en las banquetas de la colonia también dan muestra de la resiliencia de la flora endémica de la cuenca de México.

La pérdida del paisaje y el entorno natural difícilmente pueden ser compensadas dados los fenómenos que han modificado irreversiblemente el territorio y sus condiciones ambientales, pero podemos acercarnos e involucrarnos de maneras distintas con el medio físico al ejercer prácticas críticas y conscientes de la ocupación humana y sus implicaciones. Caminar despierta una reflexión diferente, una comprensión del mundo desde lo peripatético, de la misma manera que lo entendieron los nahuas, quienes supieron construir su civilización en comunión con la naturaleza. Caminar es percibir una existencia ligada al suelo inmediato, a través de todos los sentidos, a velocidad humana. Mapear más allá de la proyección plana, con el cuerpo en contacto con el espacio tridimensional, nos ayuda a comprender mejor el proceso histórico del territorio que habitamos para así poder proyectar mejores estrategias para su gestión, entendiendo que podemos entretejernos con este, al igual que nuestros hábitats y  formas de movilidad. Caminar a la orilla de la historia para volver a ocupar el centro del espacio como personas, construyendo desde lo común en sincronía con nuestra realidad temporal.

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Historia de un dibujo : El lago asfaltado https://arquine.com/dibujo-el-lago-asfaltado/ Thu, 24 Sep 2020 00:14:08 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/dibujo-el-lago-asfaltado/ Un dibujo hecho de varias capas, por muchas manos y en distintas épocas, que intenta resumir la idea de todo lo que llamamos lago de Texcoco y que la Ciudad de México ha ido asfaltando.

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Cancelada la construcción del Nuevo Aeropuerto en la Ciudad de México, surge la pregunta de cuál es en realidad la zona de lo que llamamos Texcoco. Sabemos que hay una población con ese nombre y que hubo un lago, pero ¿hasta dónde llega actualmente esa zona, y qué la delimita? ¿Cómo podríamos ver eso en un dibujo?

En un curso en la Universidad Iberoamericana, decidimos hacer ese ejercicio. Lo llamamos, El lago asfaltado —como el subtítulo de una novela de Diego Cañedo, seudónimo del arquitecto Guillermo Zárraga. Recolectamos información de diversos planos de la mapoteca Orozco y Berra, del Archivo Histórico de la Ciudad de México y de diversas publicaciones. Muchos planos que debían ser redibujados por los alumnos, pero no era sencillo. La costumbre de que el lugar y el programa sean asignados desde un inicio —tanto en la escuela como en el ámbito laboral— nos hace a veces considerar superflua la tarea de descubrir y describir un sitio e inventar un programa. Decidí entonces reunir toda la información con que contábamos de manera cuidadosa en un dibujo que nos pudiera hablar de la historia de la zona.

Los mapas tienen la capacidad de contar historias. Como algunas notas a pie de plano, curiosas si se quiere, como en un plano de la Comisión Hidrográfica de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, fechado en 1906: “El plano de comparación de las acotaciones del Lago está a 10 metros abajo de la línea tangente inferior del Calendario Azteca, base torre poniente de Catedral”. O el Plano del Lago de Texcoco y Localización de Ejidos, con la manera como se fue fraccionando el terreno. Todos esos planos sirven, al redibujarse, para encontrar el perímetro cambiante de aquello que fue el lago. Entre todos esos mapas, uno de la mapoteca Orozco y Berra, de 1927, atribuido según la ficha al geógrafo Olvera, muestra el perfil montañoso del valle, enmarcando al dibujo, casi a manera de brújula.

Panorama mapa del Valle de México, 1927.

 

Lo imaginé como un dibujo arqueológico, compuesto por capas, cada una con los dibujos hechos a partir de los mapas. Al hacer dichos dibujos, la pregunta siempre es la misma: ¿qué dibujar y qué no, hasta dónde llega una línea, dónde dejar de dibujar? Como dicen Deleuze y Guattari en Rizoma: “es una cuestión de método: siempre hay que llevar de nuevo el calco sobre el mapa”. Con el redibujo de cada mapa había que lograr entender dos cosas. Primero, que las líneas alteran el lugar y, segundo, cuáles lo configuran. En los mapas había líneas topográficas, delimitaciones del borde del lago, ríos, pequeños asentamientos agrícolas, infraestructura, drenaje, calles y avenidas, poblaciones —como Texcoco y Atenco— y el actual aeropuerto, además del proyecto de Foster. También tenía otros dibujos realizados en semestres anteriores que se fueron sumando, como del viaducto y el circuito interior. Y agregué la línea imaginaria del trayecto de los aviones al aterrizar, trazada empíricamente, y una indicación, acaso más vaga, de las rutas migratorias de aves sobre el lago. El resultado es un dibujo hecho de varias capas, por muchas manos y en distintas épocas, que intenta resumir la idea de todo lo que llamamos lago de Texcoco y que la Ciudad de México ha ido asfaltando.

 

1521

 

1869

 

1885

 

1906

 

1936

 

1970

 

2010

 

 

 

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Una ciudad en un lago: ecología, política y crecimiento urbano https://arquine.com/ciudad-lago-ecologia-vitz/ Thu, 07 Feb 2019 13:00:06 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ciudad-lago-ecologia-vitz/ En 1810, Humboldt dijo que en el valle de México, el agua no fue vista sino como enemigo del cual hay que defenderse. Eso quizá se confirma en el libro de Matthew Vitz "Una ciudad en un lago," en el cual explora la relación entre la Ciudad de México y los lagos de finales del siglo XIX a mediados del XX.

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“Acostumbrados desde hace mucho tiempo a oír hablar de la capital de México como una ciudad construida en medio de un lago y que no se une con tierra firme más que por diques, quienes echen un ojo sobre mi Atlas mexicano se sorprenderán sin duda al ver que el centro de la ciudad se aleja hoy 4,500 metros del lago de Tezcuco y más de 9,000 metros del lago de Chalco. Podrán llegar a dudar de la exactitud de las descripciones ofrecidas en la historia de los descubrimientos del Nuevo Mundo, o bien creerán que la capital de México no se construyó sobre el mismo suelo que la residencia de Montezuma. Pero ciertamente no es la ciudad la que cambió de lugar; la catedral de México ocupa exactamente el mismo sitio donde se encontraba el templo de Huitzilopochtli; la calle actual de Tacuba es la antigua Tlacopan, por la que Cortés emprendió su famosa retirada, el 1º de julio del año 1510, en la noche melancólica, que se designa con el nombre de La noche triste; la diferente situación que indican los viejos mapas en comparación con el que publico proviene únicamente de la disminución de agua sufrida por el lago de Tezcuco.”

Así explicaba Alexander von Humboldt la sorpresa al contrastar lo que se sabía de la ciudad de México con la realidad que el vió en su visita durante la primera década del siglo XIX. En su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Humboldt hace un recuento de la historia de la ciudad desde la fundación de Tenochtitlan en 1325, 52 años después de que los aztecas llegaron a la cuenca, y del progresivo desecamiento de las lagunas tras la conquista española, “empujada por el deseo de convertir a la antigua ciudad de México en una capital a la vez apropiada para la circulación de vehículos y menos expuesta al peligro de las inundaciones”. Explica que, cuando visitó la ciudad, los bordes del lago de Texcoco eran poco precisos y que, con fuertes vientos, el agua podría retirarse hasta 600 metros hacia el oriente. Tras hablar de la traza y los edificios de la ciudad, Humboldt dice que la capital de México le dejó “un recuerdo de grandeza” atribuido “sobretodo al carácter imponente de su localización y de la naturaleza que la rodea.”

 

Luego, tras contar con bastante detalle los distintos trabajos para desaguar la ciudad desde finales del siglo XVI hasta el XVIII, Humboldt afirma que en esa historia “se reconoce una irresolución continua de parte de los gobernantes, una fluctuación de opiniones y de ideas que aumenta el peligro en vez de alejarlo.” Del desagüe en el estado que lo encontró, dice que “pertenece sin duda a las obras hidráulicas más gigantescas que los hombres hayan ejecutado” y que se lo “observa con cierta admiración” aunque “mezclada con ideas que nos afligen” al recordar “cuantos indios murieron sea por ignorancia de los ingenieros o por el exceso de las fatigas a los que se los expuso durante siglos de barbarie y crueldad.” También reflexiona si, “para hacer salir de un valle cerrado por todas partes, una masa de agua poco considerable, ¿había que servirse de un medio tan lento y tan costoso?” Humboldt concluye que “en los trabajos hidráulicos del valle de México, el agua no fue vista sino como enemigo del cual hay que defenderse, sea con diques o sea mediante canales de extracción”. 

 

 

Como Humboldt, algunos habitantes de la Ciudad de México y otros que la visitan y estudian se han interesado por la historia de las relaciones que se han establecido o, muchas veces, negado con su entorno natural. El historiador Matthew Vitz es parte de ese grupo y su reciente libro A City on a Lake, Urban Political Ecology and the Growth of Mexico City, nos ayuda a entender algunas de las dimensiones políticas y sociales que acompañaron a la catástrofe ecológica ocurrida en la cuenca de México. Catástrofe quizá sea un término que algunos juzguen excesivo, pero como escribe Vitz, “la decadencia ambiental es una realidad inequívoca de la cuenca.” Más adelante agrega:

«El enorme crecimiento de la Ciudad de México durante el siglo XX está implicado y forjado con un conjunto mezclado de conflictos sociales y disputas científicas, contingentes aunque estructuralmente condicionadas, alrededor de su dinámico entorno metropolitano: tierras, aguas, bosques, infraestructura, divisiones territoriales, todo esto estrechamente ligado a la urbanización.”

Vitz inicia su recuento con el empuje de las elites del porfiriato para emprender una revolución sanitaria: “Los expertos urbanos hicieron suyo el objetivo de lograr una ciudad higiénica para borrar componentes nocivos y viciosos de la vida moderna y alcanzar los requerimientos del crecimiento capitalista, proyectando la modernidad urbana más allá de las fronteras nacionales.” Durante las últimas décadas del siglo XIX, la ciencia positivista acompañada de cierta visión económica buscaron el desarrollo de la ciudad a partir de garantizar un entorno “higiénico”, seguro y, al mismo tiempo, productivo. “La visión conservadora —o conservacionista— fue moldeada por una robusta herencia intelectual que veía el lago como una oferta de valor estético, de ventajas económicas y de beneficios ambientales.” Una vez más en la  historia de la ciudad de México, la apuesta no sólo por controlar sino por drenar totalmente la cuenca era una manera de hacer manifiesto el poder del Estado. Vitz cita al ingeniero Jesús Galindo y Villa diciendo que, mientras no se terminaran las obras del drenaje emprendidas por el gobierno de Díaz, la ciudad no podría prosperar, y al historiador Luis González Obregón prediciendo que esas mismas obras harían de la Ciudad de México una de las más agradables y bellas de América. Pero Vitz también explica cómo “la élite científica del porfiriato asumió usos racionales y capitalistas de la naturaleza al tiempo que condenó las prácticas indígenas que, a sus ojos, desperdiciaban recursos.” Así, mientras las lagunas de la cuenca se desecaban, crecían no sólo los usos de suelo urbanos sino otras maneras de explotar la tierra, sobre todo a partir de grandes haciendas, que evidentemente implicaban otros modos de propiedad que los de los pueblos que habitaban la zona. E incluso la visión de quienes buscaban preservar recursos y gestionar el crecimiento urbano, como Miguel Angel de Quevedo, quien proponía también desecar casi por completo el lago de Texcoco para convertirlo en reserva forestal, descartaba los modos de producción tradicionales.

Tras la Revolución, dice Vitz, “los gobiernos federales que se sucedieron —ya fueran revolucionarios o reaccionarios—, buscaron afirmar su autoridad mediante el control del entorno metropolitano y de los caóticos espacios urbanos.” Las formas de ese control podían ser contradictorias. Las decisiones de los gobiernos de Madero y Carranza en relación al lago de Texcoco, por ejemplo, estaban más cerca a las del gobierno de Díaz que las del gobierno de Huerta, el usurpador. El agua fue también un arma de lucha, con los zapatistas controlando el sur de la ciudad y cortando el flujo de agua potable que desde Xochimilco abastecía a la ciudad desde principios del siglo XX.

Vitz no sólo se centra en el problema del agua y la desecación de los lagos. También trata el caso de la vivienda, hablando del sindicato y la huelga nacional de inquilinos, en 1917,  cuando en la ciudad al menos el 85% de sus habitantes eran arrendatarios, y del desarrollo de barrios obreros, como el de Hipódromo de Peralvillo, donde rara vez se cumplía cabalmente con expectativas y promesas de mejoramiento a las condiciones de vida.

La revisión histórica de Vitz continúa repasando los gobiernos de Calles, Obregón y Cárdenas, con su reforma agraria, para terminar con los de Ávila Camacho y Alemán, cuando otra idea de desarrollo implica también otras lógicas territoriales. En su libro aparecen, además de ingenieros como Quevedo, Gayol o Alberto J. Pani —quien fuera secretario de Hacienda de Obregón y Calles y tío de Mario Pani—, urbanistas como Carlos Contreras y Jose Luis Cuevas y arquitectos como Guillermo Zárraga y Juan Legarreta. Vitz muestra que las diferencias que se dieron en la manera de pensar cómo ocupar el suelo, fuera rural o urbano, enfrentaban maneras radicalmente distintas de concebir y de actuar. Entre formas tradicionales y la apuesta por la “modernidad” y el “desarrollo”, que no podía imaginar la tierra más que como recurso para la producción o mercancía, incluso de manera pasiva como sería el paisaje para la contemplación o el turismo. También se enfrentaban, tras la Revolución, los intentos para construir una democracia directa y popular, de un lado y, del otro, la apuesta por un saber experto, organizado jerárquicamente, en casi nada distinto a la confianza en la tecnocracia positivista del porfiriato.

De las lagunas bucólicas o amenazantes a parques forestales, ejidos, terrenos suburbanos o, en nuestros días, territorios en disputa entre la “utopía” del desarrollo y la de la recuperación ecológica, el territorio de la Ciudad de México que hoy conocemos, a decir de Vitz, “con sus al parecer insolubles predicamentos socio-ambientales, llegó a ser lo que es en buena medida mediante la supresión de visiones alternativas más equitativas —si bien efímeras y comúnmente desarticuladas— y mediante la promoción capitalista de la especulación del suelo y una industrialización dependiente de la rápida re-ingeniería de la naturaleza.” Una urbanización, comenta, concebida casi siempre desde arriba. Se podría concluir —dice ya al final de su libro— que “es muy tarde para salvar a la Ciudad de México de su ruina social y ambiental, y que sólo la des-urbanización es la única salida.” Pero también plantea que quizá la solución no sea escapar a esa urbanización —lo que en un contexto global acaso resulta también imposible—, sino pensar una ecología política que entienda y atienda las implicaciones entre la crisis ambiental y la desigualdad social.


Matthew Vitz, A City on a Lake, Urban Political Ecology and the Growth of Mexico City, Duke University Press, Durham y Londres, 2018.

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Aeropuerto Texcoco: El último crimen de una larga cadena de ecocidios https://arquine.com/aeropuerto-texcoco-el-ultimo-crimen-de-una-larga-cadena-de-ecocidios/ Thu, 25 Oct 2018 23:57:04 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/aeropuerto-texcoco-el-ultimo-crimen-de-una-larga-cadena-de-ecocidios/ El impacto del proyecto del Aeropuerto de Texcoco sobre la ecología del Valle de México puede ser mucho más nocivo y definitivo de lo que hemos pensado. Construirlo significa dar el tiro de gracia al sistema hidráulico natural de la región, culminando un ecocidio de 5 siglos.

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El impacto del proyecto del Aeropuerto de Texcoco sobre la ecología del Valle de México puede ser mucho más nocivo y definitivo de lo que hemos pensado. Construirlo significa dar el tiro de gracia al sistema hidráulico natural de la región, culminando un ecocidio de 5 siglos, y exponiendo a la zona metropolitana al peligro de volverse insustentable en términos hidráulicos tan pronto como en 2040.

En las próximas dos décadas, de acuerdo con las recientes estimaciones del IPCC, el planeta corre un muy alto riesgo de aumentar su temperatura promedio en 2° centígrados. En México este calentamiento tendrá dos consecuencias tan claras como inevitables. En primer lugar agudizará la escasez de agua potable, de por sí ya peligrosamente faltante en muchas zonas urbanas, desde Monterrey y otras ciudades del norte hasta la propia Ciudad de México y sus alrededores. Al mismo tiempo, y en trágica paradoja, aumentará la intensidad de los fenómenos ciclónicos y huracanes que traen las lluvias a nuestro territorio, lo que significa que tendremos aguaceros y aluviones cada vez más potentes en tiempos más cortos, un generador seguro de inundaciones en el Valle de México.

La falta de agua potable y el exceso catastrófico de lluvias será nuestra realidad en espacio de una generación, a menos que nos libremos de nuestra adicción a los combustibles fósiles. Por más deseable que sea esto, la paradoja es haría más difícil continuar trayendo de lejos hasta el Valle de México gran parte del agua potable que 25 millones de personas requerimos para vivir.

Mientras tanto, el inmenso aeropuerto, esa gigantesca plancha de cemento, metal y otros materiales, más el desarrollo urbano alrededor de él, ocupará de manera irreversible una parte sustancial y creciente del vaso ahora casi desecado del Lago de Texcoco. Clausurará de manera definitiva la posibilidad de volver a inundar ese cuerpo de agua y de restaurar, aunque sea de manera parcial, el sistema hidráulico de la antigua Cuenca del Valle, con el que grandes ciudades convivieron durante 2,000 años en razonable armonía. Ese sistema milenario que los españoles comenzaron a destruir desde mediados del siglo XVI permitía absorber dentro de la región las aguas de lluvia y atenuar el impacto de las inundaciones, además de provocar una abundancia del líquido para usos agrícolas y humanos.

Clausurar este aeropuerto y buscar otras opciones nos da una oportunidad corta, de no más de dos décadas, para tratar de regenerar partes significativas del sistema tradicional, impulsados por las propias comunidades de la región, que son depositarias de los conocimientos milenarios de convivencia con las aguas en la Cuenca. Reducir nuestra dependencia de agua lejana traída a gran costo y gasto de energía no sólo es deseable, es indispensable. Recuperar las zonas inundadas e inundables de lago para absorber las crecidas de agua producto de las lluvias es la mejor manera de proteger  a la población de estas catástrofes predecibles y siempre sorpresivas.

En la consulta popular de 2018 no sólo estamos definiendo el destino del tráfico aéreo, ni garantizando la comodidad de la pequeña minoría de mexicanos que utilizan aviones. Enfrentamos a una decisión histórica sobre el destino del Valle de México y de los más de 20 millones de personas que vivimos en él; una decisión en que se juega nuestra seguridad física contra las inundaciones y también la disponibilidad del agua potable de que vivimos. Por eso, debemos tomarla de manera cuidadosa, sin dejarnos arrollar por pretendidas necesidades económicas o contractuales, tampoco por certidumbres aeronáuticas. Esta decisión que concierne nuestra supervivencia misma ante el calentamiento global sólo puede ser política y democrática, nunca técnica. Sostener lo contrario como lo han hecho muchos miembros de la comentocracia implica subordinar la democracia, el derecho de participación y consentimiento del pueblo o de las mayorías a la dictadura de una tecnocracia que ha demostrado una y otra vez su ineptitud, su venalidad y su irresponsabilidad.

El aeropuerto de Texcoco es desde su origen un elefante blanco de dimensiones faraónicas concebido para garantizar el enriquecimiento desmedido y la continuidad en el poder del grupo Atlacomulco, ese ineficiente contubernio de políticos y empresarios que ha destruido su propio estado con tantas obras ecocidas y que ha demostrado, una y otra vez, su indiferencia ante la precariedad de la vida de las comunidades campesinas y los barrios urbanos de la entidad que (mal) gobiernan. Las inundaciones, según la visión de estos fallidos autócratas, son otra más de las cruces que deben soportar sus votantes, y todos los demás ciudadanos, como contaminación, pésimos servicios urbanos y sociales, feminicidios, desapariciones de menores, tráfico de personas y un largo, inaceptable, etc.

La técnica, además dista de ser monolítica: un proyecto de esta envergadura moviliza a la ciencias hidráulicas y ambientales, aeronáuticas y tectónicas, urbanísticas y sociales. Sobra decir que las consideraciones y resultados producidos por disciplinas tan variadas nunca son unánimes ni apuntan en la misma dirección. Es por esto también que la decisión debe ser pública y democrática. Balancear información contradictoria e insuficiente, tomar en cuenta intereses enfrentados y parciales, elegir entre opciones imperfectas no es tarea de ingenieros, sino de todos nosotros. Creo que en los últimos 50 años las mexicanas y los mexicanos nos hemos ganado el posibilidad de tomar estas decisiones y no dejar que las usurpen los intereses de unos cuantos. Defender este derecho es el mejor homenaje que le podemos hacer a los muertos, desaparecidos y reprimidos de tantos movimientos locales en defensa del medio ambiente.

En otras palabras nos toca decidir, entre todas y todos, cómo habremos de sobrevivir juntos en este Valle: si apoyamos el aeropuerto de Texcoco, atamos nuestro destino a un sistema inviable y artificial de ensuciar y desalojar el agua que deberíamos mantener aquí y de traer de lejos el agua que nos mantiene vivos, con los riesgos que eso puede implicar en los próximos 20 años. Si apoyamos otra solución, debemos abrir la posibilidad para regenerar parte de los sistemas de la cuenca y buscar una salida más viable y esperamos, más justa, a las crisis del agua que enfrentaremos. Esta es la verdadera decisión política, no la pistola técnica que ciertas élites tan desesperadas como egoístas quieren ponernos en la sien.

 

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Para poder entender la verdadera dimensión de las opciones en juego, es necesario reconstruir, aunque sea someramente, la historia ambiental del Valle de México. En primer lugar, hay que recordar que el Valle era en realidad una Cuenca antes de que los españoles abrieran en el siglo XVII el tajo de Nochistongo, la primera obra de desagüe artificial de la región, una gigantesca  empresa que costó la vida de decenas de millares de trabajadores forzosos indígenas. Esto quiere decir que no tenía un desagüe natural y que el agua de lluvia que caía en las montañas y bosques, la que brotaba en los abundantes manantiales y bajaba por los incontables ríos, permanentes o estacionales, terminaba en el sistema lacustre y no seguía su camino hacia ningún océano. Por ello los lagos ocupaban la mayor parte del piso de la cuenca, hoy cubierto en excesiva proporción por la mancha urbana. Los del norte, Xaltocan, Zumpango y Texcoco eran salados, los de Chalco y Xochimilco, al sur eran más profundos y tenían agua dulce.

Naturalmente, los niveles de los lagos y la cantidad de agua en todo el sistema variaban de acuerdo con la estación y a veces de manera abrupta y catastrófica. El mayor peligro en este sistema era la súbita abundancia de líquido, a veces en forma de aludes, bajadas de agua, inundaciones y tempestades. La escasez, en temporada de secas, hacía que buena parte de los lagos salados se convirtieran en pantanos.

A lo largo de miles de años, los seres humanos aprendieron a vivir en este complejo sistema hidráulico, a aprovechar sus indudables ventajas y a paliar sus peligros y sorpresas. El ecosistema lacustre, pantanoso y fluvial era de una riqueza sorprendente. La abundancia de agua no sólo permitía cultivar hasta dos cosechas por año en las riberas de los lagos del sur, y en las chinampas, jardines artificiales que se construían hacia el interior del agua. También atraía aves acuáticas que eran una invaluable fuente de alimentación y procreaba un sinfin de criaturas comestibles: gusanos, larvas, limos, camarones, ajolotes, peces de todos tipos. El agua era además un utilísimo medio de transporte, sobre todo en una parte del mundo en que no había animales de tiro para ayudar a llevar cargas pesadas. Por eso, muchas poblaciones se construían al borde, o en medio, de los lagos. Desde la primera gran ciudad de Cuicuilco, construida al borde del lago de Xochimilco, hace 2,500 años, hasta Teotihuacan, Tenayuca, Texcoco, y la famosa México-Tenochtitlan, inmensas urbes se sucedieron en la cuenca de México y sobrevivieron durante siglos sin destruir nunca el sistema hidráulico de la cuenca. Lo hicieron porque sus habitantes sabían perfectamente que de las aguas que caían, fluían y se acumulaban en los lagos dependía precisamente la viabilidad de su vida.

En vez de agredir este complejo sistema hidráulico y ecológico, aprendieron incluso a potenciar sus ventajas, a regular el flujo de las aguas para separar las salobres de las dulces y reducir la salinidad los lagos del norte. Esto permitió el crecimiento de las chinampas alrededor de México-Tenochtitlan e hizo de esta urbe una de las más pobladas del mundo en el siglo XVI. Los mexicas, o aztecas, no sólo eran temibles guerreros y contumaces sacrificadores, también eran expertos en la explotación, el mejoramiento y el cuidado de los medios ambientes lacustres en que habían vivido siempre, desde la remota Aztlán. Lo mismo eran sus vecinos, los más de 50 pueblos otomíes, nahuas, mazahuas que vivían alrededor del sistema lacustre. Para mantener limpias las aguas, por ejemplo, usaban un sistema de recolección sistemática de las heces fecales que luego eran distribuidas como abono en los campos de cultivo.

Para paliar los peligros de subidas de agua e inundaciones aprendieron también a construir diques y albarradones, canales y zonas inundables. Claro que el ingenio y la laboriosidad humanas no bastaban siempre para contener la furia de los elementos, sobre todo las impetuosas lluvias de septiembre o la fuerza de los manantiales que brotaban en Chapultepec, Coyoacán y otros lugares. Las historias de los pueblos indígenas nos cuentan de inundaciones trágicas, como la que costó la vida a Ahuítzotl, el tlatoani o rey mexica, que mandó construir un caudaloso acueducto desde Coyoacán en contra de las advertencias que le hizo el gobernante de ese lugar.

Para los españoles que impusieron su dominio sobre la región en 1521, en cambio, los lagos y el agua fueron siempre enemigos. No sólo dificultaron enormemente su conquista de México-Tenochtitlan, sino que amenazaban con inundar a la ciudad que construyeron sobre las ruinas de la antigua capital mexica. El medio pantanoso les parecía además amenazante e insalubre: fuente de miasmas y enfermedades, criadero de sabandijas. Los conquistadores se negaban a comer los ricos alimentos criados por el lago, tampoco comprendían ni respetaban el complejo sistema de manejo de las aguas que construyeron y siguieron manteniendo los indígenas bajo el régimen colonial, aunque con cada vez menos coordinación. Por ello destruyeron los albarradones y contaminaron las aguas con sus excrementos y basura.

Esta actitud negativa culminó en la decisión de secar el lago de Texcoco, tomada ya a mediados de XVI. Para lograrlo construyeron el desagüe artificial de Nochistongo, en la misma ruta que se emplea hasta hoy para desalojar las aguas residuales del Valle de México. Parte de su objetivo, desde luego, era hacerse de las tierras desecadas alrededor de la Ciudad de México y abrir nuevos terrenos para la agricultura europea y la crianza de vacas, ovejas y puercos.

Desde entonces, la práctica de ensuciar las aguas del Valle y tratarlas como aguas negras que deben ser desalojadas de la región se ha generalizado y agravado. Este descuido sistemático y repetido ha degradado ríos y bosques, deteriorado ambientes urbanos, contaminado el sistema, convirtiéndolo realmente en la fuente de enfermedades que los españoles atribuían a los antiguos lagos. La historia de ecocidios cometidos en los últimos cinco siglos incluye, por ejemplo, las decisiones de echar aguas negras a los lagos de Chalco y Xochimilco, tomadas en la segunda mitad del siglo XX. Estas barbaries burocráticas y urbanísticas lesionar gravemente dos grandes regiones viables de producción agrícola que eran hogar de varias comunidades nahuas y mestizas y que se mantenían gracias sus ancestrales prácticas chinamperas y de gestión de las aguas.

El problema irresoluble de pretender desaguar las aguas de la Cuenca para volverla en Valle es que hay momentos en que la lluvia puede ser tan fuerte que el sistema de desalojo no logra sacar toda el agua, o tiene que ser cerrado para que el alud no lo destruya, como sucedió con el Tajo de Nochistongo. El 21 de septiembre de 1629 una tormenta de 40 horas provocó una subida de varios metros en el nivel del lago y la inundación de la Ciudad de México. El constructor del desagüe cerró el Tajo por miedo a que la crecida diera al traste con su obra en curso. Las aguas no se retiraron en 5 años y más del 90% de las familias españolas se vieron obligadas a dejar la ciudad. Los daños a los pueblos nahuas, otomies y mazahuas de la región deben haber sido también graves, pero fueron paliados por las chinampas, pantanos y canales que dirigían y amansaban mejor el ímpetu del agua.

Este recordatorio de la precariedad de los arreglos ecológicos que querían imponer los españoles se repitió una y otra vez. Sin embargo, sólo hizo más fuerte a sus ojos el imperativo de secar los lagos y destruir la Cuenca. Sin embargo, el sistema lacustre de la Cuenca era tan grande y tan resiliente que el obcecado ecocidio español no se pudo consumar en los tres siglos de la Colonia. Lamentablemente, la bandera fue retomada por los gobiernos independientes mexicanos. Los impulsaba el mismo desprecio por los conocimientos y las prácticas de las comunidades indígenas y mestizas que vivían en y del agua, que la cuidaban y también la sabían temer. Para las nuevas élites mestizas y criollas de México el lago era salvaje e insalubre, un obstáculo y una amenaza al desarrollo urbano y agropecuario, un refugio de indios primitivos, una amenaza a la vida decente y civilizada de las élites urbanas, y también, sobre todo, una maravillosa oportunidad de despojo y de lucro desmedido.

La desecación total del lago de Texcoco, lograda bajo el régimen de Porfirio Díaz, transformó de manera casi definitiva la Cuenca de México en Valle, lo que obligó a ampliar, profundizar y extender el sistema de desalojo artificial de las aguas, inaugurado por los españoles más de 400 años antes. Este sistema hidráulico artificial se ha mantenido a gran costo hasta la fecha pues es indispensable sacar las aguas de lluvia y residuales de la región para reducir cualquier inundación.

A lo largo del siglo XX, cuando la población de la Ciudad de México y su zonas conurbadas pasó de menos de un millón a más de 20, se hizo necesario también traer agua potable a la región, pues esta perdió su autosuficiencia hidráulica. Hacerlo implicaba también realizar costosas y gigantescas obras de captura y canalización de las cuencas de ríos lejanos: el Lerma y el Cutzamala. Privar de cantidades significativas de agua a estos valles significó despojar a las comunidades que vivían de ella, y ha llevado, entre otros daños ecológicos, a la desecación del fértil sistema lacustre del Lerma al oriente del valle de Toluca. Fue posible por sucesivos actos de centralismo político autoritario del gobierno priísta. Espero que tales imposiciones no se puedan repetir en el XXI, pero eso mismo significa asumir que ante la creciente escasez ya no contaremos con más sino con menos agua venida de lejos.

De esta manera, el milenario sistema sustentable en el que el agua abundaba, ha sido destruido por un sistema cada vez más oneroso en que el agua que abunda es una amenaza y el agua que se requiere es cada vez más escasa.

La escala de las obras civiles requeridas para mantener el arreglo artificial del Valle de México es impactante: el drenaje profundo es una de los túneles más grandes jamás construidos, el acueducto de Cutzamala mide casi 220 kms de largo y debe vencer un desnivel de 1,100 metros para subir al Valle. Estas hazañas de ingeniera han sido motivo de orgullo para los ingenieros y funcionarios que las han impulsado, y no es para menos. Han sido menos celebradas por las comunidades despojadas de recursos acuáticos, de territorio, de montes y manantiales en aras de las necesidades de la ciudad capital.

Hemos visto que en el siglo XXI, existen varias razones para temer por la continuidad de este arreglo artificial. Para colmo, la construcción del aeropuerto en Texcoco hará mucho más pequeñas las zonas inundables en el Valle, precisamente cuando sabemos que estas se harán más indispensables por causa del previsible aumento en la intensidad de las lluvias y el creciente peligro de inundaciones catastróficas. Además, el campo aéreo detonará la urbanización y el crecimiento de la población en una de las pocas zonas no cubiertas ya por la mancha urbana. Esto conducirá a un crecimiento inevitable en la demanda de agua potable importada y en la generación de más y más aguas negras que habrá que desalojar.

El siguiente escenario parece tan predecible como inevitable. En algún momento del futuro el Valle sufrirá una caída de lluvia de dimensiones extraordinarias, producto de un huracán o ciclón. Esta agua, contaminada e impetuosa, no podrá ser absorbida por los canales y túneles de desagüe y se derramará sobre el antiguo lago en forma de una potente inundación. Desde luego, los operadores del Aeropuerto harán lo necesario para que no cubra las pistas ni dañe las valiosas instalaciones, por lo que ese torrentes inmenso e inmundo encontrará su salida sobre zonas habitadas y campos de cultivo, provocando daños inmensos en los alrededores, precisamente en las comunidades más humildes y peor protegidas.

No debemos creer las promesas de los técnicos que aseguran tener todos estos riesgos bajo control. Conocemos repetidos casos de fallas catastróficas en carreteras, puentes, diques, obras hidráulicas construidas por ellos. Además, la dimensión de los más recientes desastres naturales en el mundo nos indica que las estimaciones de riesgo y las medidas paliativas suelen subestimar el impacto y la intensidad de las mega catástrofes. ¿Tenemos alguna seguridad de que las autoridades mexicanas habrán tomado las precauciones necesarias en caso de una lluvia catastrófica? La información que han dado respecto al destino del Lago Nabor Carrillo y del resto del vaso del lago ha sido tan fragmentaria como contradictoria, lo que no inspira ninguna confianza.

Construir el aeropuerto en Texcoco implica condenarnos de manera irreversible a mantener el sistema artificial de desalojo de aguas residuales e importación de agua potable. Ninguno de los estudios de viabilidad ecológica que se han difundido hasta hoy aborda de lleno este tema, ni ofrece soluciones al mismo.

La consulta de estos días nos ofrece la posibilidad, única en nuestra historia, de decidir entre todas y todos no sólo sobre el futuro de un aeropuerto, sino de optar entre terminar de destruir el sistema natural de las aguas en el Valle de México o apostar por la posibilidad de regenerar, aunque sea de manera parcial, uno de los ecosistemas más ricos del mundo. Detener la barbarie de Texcoco no sería en este sentido más que el comienzo de la lucha que debemos librar por la ecología de nuestra Cuenca y por la viabilidad de nuestra vida en ella.

No nos dejemos chantajear por argumentos contractuales, ni apantallar por la jerga de los tecnócratas. Está en juego nuestro futuro y la decisión debe ser nuestra. Lo merecemos.


El autor es miembro del Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México.

El cargo Aeropuerto Texcoco: El último crimen de una larga cadena de ecocidios apareció primero en Arquine.

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