Resultados de búsqueda para la etiqueta [La Ciudad de México en el cine ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 14 Feb 2025 21:16:49 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.2 Emilia Pérez y Queer, la ciudad de México en el cine contemporáneo https://arquine.com/emilia-perez-y-queer-la-ciudad-de-mexico-en-el-cine-contemporaneo/ Fri, 14 Feb 2025 19:33:36 +0000 https://arquine.com/?p=96779 Dos películas recientes tienen como escenario la Ciudad de México, Emilia Pérez y Queer. Los films de Jacques Audiard y Luca Guadagnino reconstruyen la ciudad o una idea de ella que apoya sus narrativas, sus equipos de diseño de producción los encabezan arquitectos. Con éxito de público y de crítica desigual –Queer no levantó ámpula […]

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Dos películas recientes tienen como escenario la Ciudad de México, Emilia Pérez y Queer. Los films de Jacques Audiard y Luca Guadagnino reconstruyen la ciudad o una idea de ella que apoya sus narrativas, sus equipos de diseño de producción los encabezan arquitectos. Con éxito de público y de crítica desigual Queer no levantó ámpula como Emilia Pérez, de la que no se ha dejado de hablar–, se trata de obras que imaginan la urbe de diferente forma. Su mirada es cinematográfica, sujeta a ciertas voluntades, como la reconstrucción aparatosa de Egipto primero en las películas épicas italianas, y después en las hollywoodenses à la Cecil B. DeMille. O la entelequia de Marruecos en Casablanca (1942). 

Tanto en Queer como en Emilia Pérez la ciudad no es un personaje, la urbe no informa la narración ni participa de ella, solo es una estampa o escenario que la ilustra. En el caso del film de Guadagnino, la visión de la Ciudad de México de los años cincuenta es una postal hecha a partir de un collage que combina obras emblemáticas como telón de fondo, por ejemplo el Monumento a la Revolución y un edificio que recuerda al Hotel del Prado, otrora sobre la avenida Juárez. Uno puede imaginar al arquitecto italiano Stefano Baisi, encargado del diseño de producción, tendiendo imágenes de la época sobre la mesa de trabajo para darse una idea de cómo era la ciudad y decidir el aspecto visual de la película.    

Queer’s Mexico City built on the Cinecittà soundstage in Rome. Courtesy of A24

A pesar de que Guadagnino tiende a embellecer y adornar sus películas, a veces con resultados francamente anodinos, el diseño de arte de Queer es cabal, se ajusta a un estilo que no es realista sino que recrea la mirada de un extranjero sobre un lugar y contexto particular. La Ciudad de México de mediados del siglo pasado es la base del guion de la primera parte del film. Es verdad que a la adaptación del italiano de la novela homónima de Burroughs le falta más suciedad que malicia; Daniel Craig, que interpreta a William Lee, es demasiado correcto y pulcro para ser un gringo apestoso que, además, es precursor de la experiencia alternativa del forastero en México. 

La representación de la ciudad en tonos pastel, muy estilosa, es una postal de cartón piedra construida en sets en los históricos estudios romanos Cinecittà. La ambientación incluye afiches en las calles de Juan Charrasqueado (1948), la película de Ernesto Cortázar con Pedro Armendáriz; el letrero luminoso del Salón México, igual que en el film del “Indio” Fernández; perros en las calles y puestos de comida en segundo o tercer plano. También una imagen de la virgen de Guadalupe ¡en la mesa de un bar! donde está sentado el chichifo –al que interpreta el cantante de origen mexicano Omar Apollo, que lleva una prótesis de dientes chuecos– con el que Daniel Craig se quita las ganas en un hotel impoluto, para nada mugriento. 

Omar Apollo playing one of Lee’s lovers in the bar, Chimu, designed for Queer. He’s wearing the silver millipede necklace, a motif that appears in the film. Image by Yannis Drakoulidis courtesy of A24

Como obra fílmica, Queer es un esfuerzo fallido, tiene algunos momentos geniales como la secuencia en la que Lee se asoma a una maqueta del edificio que habita y, así, se espía a sí mismo; sin embargo, se engolosina demasiado con la belleza de los intérpretes cuyas pasiones, por otro lado, están filmadas de manera timorata, sin el interés genuino de sugerir el arrebato que produce lo raro, lo contrario, lo amenazante.  

El alboroto causado por Emilia Pérez se genera, entre otros aspectos, por el desequilibrio de su apuesta, que inventa la Ciudad de México de manera realista. La producción de Jacques Audiard utiliza como macguffin, mero pretexto, la realidad violenta de México, el narcotráfico y las desapariciones forzadas, para contar la historia de reivindicación y venganza de “Manitas del Monte”, un narco que, con ayuda de una abogada, transiciona de género. Ya como Emilia Pérez, deja atrás su turbio pasado, así como a su esposa e hijos (por lo menos por un tiempo), y decide corregir su vida. La actriz española Karla Sofía Gascón, ella misma una mujer trans, encarna a “Manitas” y Emilia. 

El discurso y la forma de Emilia Pérez pretenden ser naturalistas, es decir, aspiran a establecer la ilusión de que los espectadores están en contacto directo con el mundo representado, un mundo coherente, acorde y natural. El naturalismo atraviesa todos los géneros cinematográficos, incluso lo deliberadamente fantástico parece real en la pantalla. No importa si se trata de un western, una historia de ciencia ficción o un musical. La naturaleza del cine, por otro lado, es arbitraria y engañosa, por eso su principio es el montaje. El cine corta y pega elementos para crear un mundo de costuras invisibles; a veces el cine más vanguardista muestra sus dobleces, el zurcido de la imagen, con interés crítico. 

Emilia Pérez es una adaptación libre de la novela Écoute (2018), de Boris Razon, que trabajó como periodista en Le Monde. Se trata de una coproducción entre Francia, México y Bélgica, una de las productoras es la mexicana Pimienta Films. El mundo de Emilia Pérez está demasiado anclado a su pretexto argumental, tanto en lo espacial como en lo discursivo, y no deriva en un universo congruente. Aunque su representación de la ciudad es precisa, otros aspectos del film muestran sus costuras de forma involuntaria. El problema del naturalismo de la película es que su seriedad, es decir, la construcción y el minucioso cuidado arquitectónico y decorativo, supone una actitud de respeto a la verdad que no se cumple. Y hay algo peor, en su carácter se descubre un engaño. El público francés –y al parecer también el estadounidense– no detecta las inconsistencias porque desconoce los referentes. Sin embargo, especialmente la audiencia mexicana, que comparte las referencias del mundo que representa, nota los parches de la película de Audiard.          

Emilia Pérez, que ganó el Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 2024, sigue la tradición del musical francés que se consolidó con Los paraguas de Cherburgo (1964), de Jacques Demy, con Catherine Deneuve cantando, más bien fraseando, su desilusión al despedir a su enamorado que parte a la Guerra de Argelia para hacer su servicio social, eficaz macguffin de la época. En esa misma línea se encuentran películas tan distintas como French Cancan (1955), de Jean Renoir; Golden Eighties (1986), de Chantal Akerman; Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von Trier; 8 mujeres (2002), de François Ozon, y Annette (2021), de Léos Carax. El artificio y la extravagancia de esta pléyade de films no quiere copiar la realidad sino inventarla, dejándose llevar por la fantasía impetuosa de sus personajes. Ahí es donde patina en el lodo Emilia Pérez, que le debe más a la sección de noticias internacionales de los diarios franceses que a la imaginación ampulosa del musical. Desafortunadamente, el film no se desentiende de las coordenadas reales para proyectar un mundo fársico o paródico, desmesurado, de enredos, con una voluntad discursiva y de estilo propias.      

Audiard inicia su película con el pregón de “Se compran colchones”, habitual en las zonas populosas de la ciudad, que pone en alerta a los espectadores que lo conocen, es como un  aviso de la realidad a la que se refiere la historia. Otro creador francés, el artista sonoro Félix Blume, que también trabaja el video y la instalación, dedicó parte de su obra a captar los sonidos de la ciudad en el álbum Los gritos de México, editado hace más de una década, que se puede escuchar en Spotify. Estos días el Laboratorio Arte Alameda expone parte de su obra en la muestra Félix Blume: Variaciones sobre el murmullo. 

Para la primera secuencia musical de Emilia Pérez se reconstruyó de manera cabal una calle que podría ser de las colonias Obrera o Doctores; sin embargo, la película se filmó en París. La diseñadora de producción Emanuelle Duplay hizo varios viajes de exploración a México, no obstante Audiard decidió filmar por completo en estudio para tener por completo el control de la película. Formada como arquitecta, Duplay hace un homenaje a Luis Barragán, arquitecto al que admira, en la escalera de papelito de la casa de Emilia. Los escenarios y ambientes de la película se hicieron a través de una combinación de elementos decorativos y efectos visuales generados por computadora. Los intérpretes trabajaron con pantallas azules como fondo, a los que luego se añadieron las imágenes de la ciudad. 

La reconstrucción espacial, realista y minuciosa, verdadera, enmarca un número musical en el que Rita, la abogada a la que da vida Zoé Saldaña, que ayuda a “Manitas” en su transición y desaparición del mundo criminal, expresa su descontento con la impartición de justicia en su país al que se suman paseantes, trabajadores y otros colados. Con ímpetu y vigor, la escena –sacada de Los paraguas de Cherburgo y replicada en el video de la canción de Björk “It’s oh so quiet” (1995), que dirigió Spike Jonze, e incluso en “Eres para mí” (2007), de Julieta Venegas– contagia la joie de vivre de los musicales.  

Aunque insiste en una reconstrucción apegada a la realidad, por ejemplo las imágenes aéreas de la urbe, esta voluntad no se acopla con otros aspectos de Emilia Pérez. Los acentos de las actrices, que representan a mujeres mexicanas, contradicen la apuesta naturalista del film. El seseo automático de Karla Sofía; el acento dominicano de Zoé, ¡porque Rita estudió en República Dominicana!, torpeza mayúscula del guion, audacia del director para justificar la presencia de la actriz; el español atolondrado de Selena Gómez, que interpreta a Jessi, la esposa de “Manitas”, una joven que apenas si mastica la lengua de Cervantes; y el español mexicano de Adriana Paz. A pesar del desempeño eficaz de las actrices, las dotes de Saldaña para el musical son innegables, los espectadores hispanos detectan una realidad mal fabricada, falsa y mentirosa. Esto se nota especialmente en Selena Gómez y sus líneas extravagantes, involuntariamente cómicas, delicia de la cuenta de Instagram Inventadas, dedicada al pitorreo de la cultura pop: “hasta me duele la pinche vulva nada más de acordarme de ti”.       

Por supuesto, hay más elementos desproporcionados. En la segunda parte del film, Emilia y Rita están comiendo en un tianguis, la reconstrucción del espacio es fiel, con sus respectivas lonas como techos. Ahí una mujer les da un volante con información de su hijo desaparecido, entonces Emilia decide corregir el camino, enmendar sus errores, ayudar a quienes violentó directa o colateralmente, e inicia una carrera como filántropa. Se propone crear una asociación civil para colaborar en la búsqueda de los desaparecidos. Sí chucha. Ni que fueran enchiladas. Audiard demuestra que ignora las implicaciones del macguffin de su película, del que no logra deshacerse. Como melodrama, el film se pone más interesante cuando Emilia y Jessi se disputan a sus hijos, poniéndolos en medio de una venganza de pareja.     

Emilia Pérez trastabilla y no por las razones que se le imputan. La mayoría de las críticas, las serias y también las necias, se desgarran en arrebatos casi nacionalistas, como si no hubiera suficientes ejemplos de creadores mexicanos que cuando les viene bien “visibilizar” la realidad la toman como fuente de inspiración, razón por demás sospechosa. Ahí están, solo por citar algunos ejemplos, Bardo (2022), de Alejandro G. Iñárritu; Ruido (2022), de Natalia Beristáin; y Nuevo orden (2020), de Michel Franco. Si en lugar de copiar la realidad la inventara, Emilia Pérez ya sería parte del canon iconoclasta del cine. Audiard, no obstante, nunca ha sido un renovador del lenguaje sino un buen narrador que, aquí, está limitado más que nunca por la contradicción de hacer un filme naturalista que pretende ser fiel a una realidad que desconoce.

En suma, Emilia Pérez y Queer son productos que demuestran que el diseño de producción, que recrea e inventa ciudades, mundos y universos, es apenas una parte que colabora en la creación de una película. No obstante, en su planeación y ejecución se compromete su discurso. Para la siguiente ocasión, en las siguientes películas de Audiard y Guadagnino, habrá que considerar a un público global y pensante.

 

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Mauricio Garcés, el seductor de Tlatelolco y la Villa Olímpica https://arquine.com/mauricio-garces-el-seductor-de-tlatelolco-y-la-villa-olimpica/ Mon, 10 Oct 2022 14:08:19 +0000 https://arquine.com/?p=69935 Con su estrambótico y flamboyante diseño de arte —cuyo vestuario y decorados son dignos de análisis—, "El sinvergüenza", película protagonizada por Mauricio Garcés y filmada entre Tlatelolco y Villa Olímpica, es una caja de sorpresas.

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“Igual que los gitanos sin destino / vagamos, vagamos / si acaso nos sentimos ya cansados / cantamos, cantamos”, canta Lupita D’Alessio al inicio de El sinvergüenza (1971). Si fuera una persona, el cine también sería nómada —como el corazón gitano de Mauricio Garcés—, yendo de aquí para allá, recolectando imágenes —y en el caso del protagonista del filme, conquistas—. Al unirlas, se genera la ilusión. No sin coordenadas puntuales, el cine es un espacio imaginario.

Fufurufo como ninguno, con felina pericia, Mauricio Garcés camina por la Villa Olímpica. El otrora seductor —hoy un acosador— sigue a una mujer, y, de repente, ¡magia!, ambos están en Tlatelolco. Para quien poco conozca la Ciudad de México, no será evidente que a partir de dos espacios se genera uno en la película de José Díaz Morales. La caracterización es explícita en el filme: él, pudiente padrote que disfraza su negocio como escuela de idiomas, vive en el sur del conjunto urbano que propone la película; ella, hija de familia, habita “en la parte modesta”, su edificio está sobre lo que fue San Juan de Letrán, hoy Eje Central Lázaro Cárdenas.  

No es arbitraria la decisión de unificar estos espacios. Los dos conglomerados están asentados sobre las ruinas de otras culturas. La Unidad Habitacional Villa Olímpica Libertador Miguel Hidalgo en Tlalpan, al sur de la Ciudad de México, fue construida para hospedar a los atletas de los Juegos Olímpicos de 1968; su drenaje está conectado con el centro ceremonial de Cuicuilco, que, según se cree, fue una de las primeras poblaciones del valle de México. Dentro del Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco, al norte del Centro Histórico, está la Plaza de las Tres Culturas que integra los restos de la ciudad fundada por el pueblo mexica tlatelolco, el convento de Santiago del periodo colonial, y la Torre de Tlatelolco que proyectó Pedro Ramírez Vázquez. 

Para la historia estos espacios, que fueron parte de un proyecto de vivienda vanguardista, son emblemáticos. Sin ellos es imposible narrar los hechos del 68: el 2 de octubre, la matanza de los estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas; diez días después, el inicio de la Olimpiada. Sentados en la explanada de la Villa Olímpica, Garcés y Paula Cusi —la última esposa de Emilio Azcárraga Milmo, que tuvo una breve carrera como actriz— hablan inspirados sobre el lugar; el montaje los sitúa frente a la zona arqueológica de Tlatelolco e intercala imágenes de otros edificios. Entre broma y broma, charlan sobre el posible derrumbe del progreso que constata la arquitectura, catorce años antes del terremoto de 1985, que afectó severamente a Tlatelolco:  

— Esa plaza en lugar de llamarse Plaza de las Tres Culturas debería llamarse Plaza de las Tres Casualidades.

— ¿Por qué?

— Casualidad de encontrarla, casualidad de que seamos vecinos.

— ¿Y la tercera?

— La tercera es la que dan en los teatros antes de que empiece la función.

— Ja. Ja. 

— Esa ya no se la voy a decir porque ya no sería casualidad, sería una tontería de mi parte. ¿A usted no le hace pensar esa plaza?

— Claro que sí.

— A mí me agobia. No sé, me da la impresión de que todo mi pasado cayera sobre mí como… como una lluvia, como una luz sobre mis hombros. ¿A usted no le da esa sensación?

— No. Será quizás que yo no tengo pasado.

— Todos tenemos un pasado. Usted, por ejemplo, tiene los prejuicios de la moral, de la religión, un atavismo que forma parte de un pasado que lo limita a uno, que lo abruma, que lo agobia a veces.

— Sí, pero tanto su pasado como el mío pueden borrarse. Mire, enfrente de nosotros hay un porvenir luminoso que nos espera.

— ¿Y usted cree que esos edificios van a estar ahí para siempre?  

— Puede que no, pero ahora están ahí, como símbolo de una vida nueva que comienza.   ¿Usted no lo ve así?

— ¿Ya ve por qué la esperaba?    

Es comprensible que con su atractivo de enormes maquetas, Tlatelolco y la Villa Olímpica sirvan como sets cinematográficos. En la unidad que diseñó Mario Pani se filmaron aspectos de Rojo amanecer (1989), de Jorge Fons, y Temporada de patos (2004), de Fernando Eimbcke, películas mexicanas sobre la represión y el encierro que generan la pérdida del espacio público. Uno de los filmes más destacados del tema es Tlatelolco (2011), documental de la austriaca Lotte Schreiber que traza la controvertida historia de la unidad, su esplendor y posterior descuido, que hasta hoy se prolonga. Villa Olímpica, recuerdos de un mundo fuera de lugar (2022), de Sebastián Kohan Esquenazi, documenta cómo este lugar se convirtió en el refugio de familias argentinas, uruguayas y chilenas que huyeron de las dictaduras de sus países.

Con su estrambótico y flamboyante diseño de arte —cuyo vestuario y decorados son dignos de análisis—, El sinvergüenza es una caja de sorpresas. Ahora al vagar por Tlatelolco uno se encuentra con ancianos que pasean perros de razas pequeñas, trabajadores que intentan reparar los corredores rotos, motociclistas, muchachos que pasan la tarde jugando frontón detrás de la iglesia, turistas colorados como camarones de tanto caminar, patinadores que con sus tablas le sacan algo de brillo a los pasillos e intrusos que, igual que los gitanos sin destino, por la plaza pasan.   

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El suburbio y las balas https://arquine.com/el-suburbio-y-las-balas/ Mon, 30 Nov 2020 06:55:30 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-suburbio-y-las-balas/ Jardines del Pedregal no sólo fue un proyecto de paisaje y un desarrollo inmobiliario planteados por Luis Barragán, también fue, junto con Ciudad Universitaria y Ciudad Satélite, Tlatelolco y La ruta de la amistad, un intento arquitectónico y urbano de consolidar la imagen de un milagro que no fue.

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Presentado por:

 

En la fotografía vemos a un hombre de perfil. Una luz oblicua apenas define su rostro y ensombrece sus ojos, dejando ver sólo el aro de sus elegantes gafas. El hombre está de pie frente a un mapa que cubre la totalidad de un muro. La zona que aparece en el mapa es los Jardines del Pedregal, donde Luis Barragán, el hombre retratado, desarrollará un conjunto inmobiliario que será, para una burguesía cosmopolita, “el lugar ideal para vivir”, a decir de la publicidad de la época con la que se anunció la venta de las casas.

En “Luis Barragán’s Jardines del Pedregal and the International Discourse on Architecture and Place”, el historiador Keith Eggener cuenta que el proyecto del Pedregal inició para Barragán como un ejercicio de jardinería. Las primeras intervenciones del arquitecto fueron quioscos y caminos para que se pudiera caminar por una zona cuya singularidad eran las lavas petrificadas de la erupción del Xitle, hace unos 2,500 años. Posteriormente, anticipando la bonanza económica de la posguerra que también beneficiaría a México, Barragán adquirió terrenos con el plan de arreglar más jardines, instalar fuentes y construir casas que pondría a la venta. Entre sus socios y colaboradores para el proyecto se encontraron los desarrolladores Luis y José Alberto Bustamante, el urbanista Carlos Contreras, responsable del plan maestro del Distrito Federal, el pintor Diego Rivera, el arquitecto Max Cetto y el escultor Mathias Goeritz, quien hizo la Serpiente del Pedregal, escultura que estaría a las puertas de este trozo de una nueva ciudad que imaginó, también, un habitante de la modernidad. 

Además de comentar las características formales del proyecto, Eggener no deja de señalar que esta obra colectiva coloca a Barragán en un sitio diferente a aquel en que cierta tradición académica ha querido mantenerlo. La idea del Barragán de los silencios y las luces, del arquitecto mexicano que únicamente proyectó desde México y para México, puede ser cuestionada porque la obra que emprendió en los Jardines del Pedregal tuvo, sin dejar de lado la calidad arquitectónica, razones comerciales, además de que se inserta en una serie de prácticas y debates internacionales sobre la importancia del diseño del paisaje. Eggener plantea que el aspecto comercial del proyecto permitió ciertas decisiones estéticas. Si bien los jardines son un elemento común en la obra de Barragán, esta ocasión operarían para aislar a la vivienda: una forma orgánica de delimitar la propiedad privada. Asimismo, el automóvil y las piscinas serían dos tecnologías que volverían atractivo al conjunto. En la gráfica de los anuncios publicitarios se procuró incluir a las cocheras con último modelo incluido, y a las mujeres disfrutando de la piscina con un traje de baño a la moda. Podemos imaginar interiores equipados con sistemas de sonido de alta gama y bar para preparar coctelería.

Pareciera que los Jardines del Pedregal fueron más californianos que nacionalistas. La crítica de arquitectura Esther McCoy, autora de la primera monografía sobre las Case Study Houses, proyecto angelino también de la posguerra, visitó la casa de Barragán y dijo sobre su biblioteca de arte que era “la más grande que se encontraba en México”. Ejemplares de las revistas Architectural Record y Espacios formaron parte de su colección, publicaciones en las que se difundieron los debates de la arquitectura moderna sobre el jardín funcionalista. Cómo el arquitecto tomaba en cuenta al paisaje para diseñar un espacio eficiente y cómo el terreno físico imponía cualidades previas al diseño fueron algunas de las preguntas planteadas. Entre quienes dieron forma a estas preocupaciones se encontraron participantes de las Case Study Houses, como Richard Neutra, cuya Casa Kaufman influyó a Barragán durante el desarrollo de los Jardines del Pedregal. 

“Queda el nacimiento del más bello fraccionamiento que he visto jamás”, dijo Mathias Goeritz en “El arte del Pedregal”, un artículo publicado en El Occidental, periódico de Guadalajara. En ese mismo texto también declaró: “La construcción de una ‘zona residencial’, casi de una nueva ciudad —donde hasta hace poco no había más que una naturaleza verdaderamente salvaje— es quizá una de las obras más complejas, de las más difíciles, pero al mismo tiempo una de las más serias y más creadoras que ha nacido en el siglo XX.” La adjetivación es peculiar para un fraccionamiento. Goeritz, el teórico de la arquitectura emocional, vio belleza en la domesticación de la naturaleza y en una forma de vivienda privada. Para el artista, las máquinas de vivir de Barragán tenían un aura de espiritualidad. Goeritz mismo también contempló la tecnología del automóvil como un dispositivo esencial que facilitaría la verdadera apreciación de la Ruta de la Amistad, obra casi adyacente a los Jardines del Pedregal y que uniría un conjunto de esculturas abstractas, diseñadas por artistas de diversas naciones, con el fin de celebrar la amistad de México con los países que arribarían a los Juegos Olímpicos de 1968. 

“La gente se mueve a 70 kilómetros por hora en los viaductos, en las supercarreteras”, escribió para la revista En Concreto. “Por eso, cuando se me invitó para organizar alguna representación artístico-escultórica, como se hizo con otras artes que integraron la Olimpiada Cultural, pensé en este problema del hombre del siglo XX. Había que hacer un arte funcional, […]”.

 

 

El automóvil es también el protagonista de La creación artística: Vicente Rojo, un documental experimental dirigido por Juan José Gurrola, el cual pretende capturar la práctica artística del pintor y diseñador. Muy lejos de ser un filme biográfico, o de proponer un ensamblaje de entrevistas alrededor de la figura de Rojo, Gurrola decidió capturar un recorrido en el coche del pintor e instalar su obra en los capotes de otros automóviles y en las calles. Sobre esta pieza, dice Jesse Lerner, en “Las películas de Juan José Gurrola”, que “Las abstracciones del artista conectan con los espacios públicos de la modernizante capital de Adolfo López Mateos. Sostenidas contra la defensa de un coche o en la fachada de vidrio y acero de un edificio, las geometrías simplificadas entran en los espacios abiertos de la ciudad.”

México ya se movía sobre cuatro ruedas. O al menos su élite intelectual. Jean Baudrillard, filósofo francés cuyo primer libro fue El sistema de los objetos (1969), título contemporáneo de las prácticas artísticas de vanguardia en México, dijo que el automóvil era un signo de victoria para el día a día suburbano. El automóvil no se trata de la modernidad monumental, sino un facilitador que “integra la mediación gestual entre el hombre y las cosas”. La clase media puede recorrer las vías principales y apropiárselas a través de la velocidad. Esta misma clase, más culta y bilingüe, está habitando los suburbios del sur de la capital. Por su parte, el Estado asimila nuevas formas de representación artística. La obra pública ya no despliega los mensajes pedagógicos del muralismo, sino que interviene el paisaje con esculturas abstractas. El nuevo capitalino ya conoce el extranjero, está formado en la técnica pero también en las humanidades, busca renovar sus bailes de fiesta y asumir como identidad cortes de cabello importados. Carlos Monsiváis describe a este ciudadano con mayor contundencia:

La estabilidad es la frivolidad. Ya en los sesentas, los sectores medios adheridos a los prósperos deleites (comerciales y espirituales) de la Modernidad aceptan, entre crisis periódicas de duda nacionalista, que lo cosmopolita es meta que bien vale la desidia frente a los derechos políticos. Lo importante es ampliar la otra vertiente de los derechos individuales, hacer del egoísmo una aventura ideológica, reivindicar el psicoanálisis como derecho civil de la burguesía, hurgar interminablemente en la infancia o en la pérdida de la identidad para encontrar allí las raíces prestigiosas y licenciosas de las conductas convencionales. La televisión va unificando habla y reacciones del país entero, […]. La Rumba de la Falsa Conciencia atraviesa galerías de arte y conferencias-show y teatro del absurdo y cine experimental […].

En 1965, la Sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica, o STPC, convoca al Primer Concurso de Cine Experimental como respuesta a la decadencia de la industria cinematográfica nacional, estancada en los códigos de la Época de Oro, con sus madres abnegadas y sus vecindades, o su miedo por los multifamiliares. Si el cine que tomó al Centro Urbano Presidente Alemán como escenario hablaba sobre un mexicano que migraba de las formas de vivienda rurales a las de los edificios de Mario Pani, lo que se vería en las películas entregadas al concurso contendrían el “imaginario de la juventud capitalina de la clase media capitalina, de sus gustos y obsesiones”, según consigna Álvaro Sánchez Mantecón en “Contracultura e ideología en los inicios del cine mexicano en súper 8”. “En medio de una tranquilidad real y aparente, los sectores medios van desertando de una práctica de lo ‘mexicano’”, señala Monsiváis. La convocatoria de inscripción tuvo un plazo de dos meses, en la que se registraron 31 cintas. A los proyectos seleccionados, el concurso ofrecía el apoyo en equipo de filmación y personal, así como la financiación del sindicato para la compra de película virgen y el trabajo de revelado en laboratorio. 

Quienes se inscriben a la convocatoria son la juventud que irrumpe a finales de la década de los cincuenta, que “proviene de las aulas de una Universidad renovada [la UNAM, otro conjunto arquitectónico de suma importancia para la modernidad, que también se encuentra en el Pedregal]”, como consigna Francisco Javier Miranda en “Renovarse o morir: Concurso de cine experimental en México”. Miranda describe a esta población de la siguiente manera: “Se desempeñarán en diferentes ámbitos de la vida cultural y tendrán como punto en común el ejercicio de la crítica, reflejado en las diferentes manifestaciones artísticas.” El espíritu de los filmes presentados al concurso, según el recuento de Miranda, forman parte de este ambiente de efervescencia artística. Se tratan de proyectos interdisciplinarios que establecen comunicación entre la literatura y las artes plásticas del momento. Las cintas ganadoras fueron adaptaciones de textos de escritores contemporáneos a la filmación y, para los escenarios, contribuyeron pintores como Fernando García Ponce o Manuel Felguérez, nombres que se opusieron a las restricciones estéticas de la Escuela Mexicana de Pintura y que construyeron una pintura emancipada de los códigos nacionalistas.

El primer lugar fue para Rubén Gámez con La fórmula secreta (1965), un mediometraje que ensayó formas de montaje que no relataran una anécdota y que, sin embargo, enunciaban un discurso. En la cinta vemos rostros que podemos identificar como campesinos que rondan por una tierra estéril, mientras un histriónico Jaime Sabines lee un texto de Juan Rulfo que pareciera resumir algunos de los argumentos de historias como “Nos han dado la tierra” o “Talpa”, ya publicadas en su libro de cuentos El llano en llamas (1953). A grandes rasgos, el texto que escuchamos habla sobre la promesa fallida de la Revolución. A los campesinos no se les entregaron los terrenos fértiles que asegurarían su economía, sino páramos de sal y arena. Gámez establece el contraste entre esta circunstancia y la vida de las ciudad, donde anuncios de marcas extranjeras de las industrias textil, automotriz y alimentaria señalan su triunfo sobre el paisaje.

El tercer lugar de la competencia se trató de una reunión de episodios reunidos por el productor Manuel Barbachano Ponce bajo el título de Amor, amor, amor (1965), una recopilación que alcanzó las tres horas y media y que reunió cortometrajes y mediometrajes como La Sunamita de Héctor Mendoza y Las dos Elenas de José Luis Ibáñez, ambas adaptaciones literarias de Inés Arredondo y de Carlos Fuentes, respectivamente. La antología Amor, amor, amor es el extremo opuesto de La fórmula secreta. Los episodios retratan a quienes sí les fue entregada la tierra: quienes sí gozaron de los privilegios del capital cultural y de, hay que decirlo, la tez blanca. Los hijos de Marx, Coca Cola y la trova de protesta. Dos de estos episodios fueron, a su vez, reunidos en otro díptico titulado Los bienamados, el cual contenía “Tajimara”, dirigida por Juan José Gurrola a partir de un cuento homónimo de Juan García Ponce, y “Un alma pura” de Juan Ibáñez, basada en una historia de Carlos Fuentes.

Las fiestas y el sexo de ambas entregas están mediadas por un ritmo de introspección intelectual. Dice Jesse Lerner que se tratan de mediometrajes “cultos, literarios, en deuda profunda con la Nueva Ola francesa.” Arte abstracto, aflicciones existenciales y bailes con música en inglés son los rasgos en común entre “Tajimara” y “Un alma pura”. También aparece en ambos el tema del incesto. Los jóvenes de las historias añoran tener una identidad propia que no estuviera mediada por el machismo y la idea de llegar virgen al matrimonio. Pareciera que la única salida para experimentar un afecto auténtico es la de enamorarse entre hermanos. En ambas películas hay cameos que, en sí mismos, forman una antología del zeitgeist intelectual. En la fiesta que se filma en “Tajimara” aparece un Carlos Monsiváis melancólico, de riguroso abrigo negro, así como los hermanos García Ponce (Fernando y Juan) y la actriz Beatriz Sheridan. Por su lado, en “Un alma pura”, Carlos, el hermano incestuoso, está discutiendo con su novia Clara (a quien Carlos utiliza para ocultar el objeto de su verdadero deseo, su hermana Claudia) en un departamento neoyorkino. Carlos desiste de la discusión y se va a saludar a los demás. Todos hablan francés e inglés. Todos hablan de literatura y de marxismo. Todos son invitados ilustres: Leonora Carrington, Carlos Fuentes y, de nuevo, Juan García Ponce, los autores y guionistas de Los bienamados.

Las fiestas de “Tajimara” y “Un alma pura”, si bien tienen un interés histórico, se tratan de montajes ficcionales. Pero “Un cumpleaños”, cortometraje de Julio Pliego también filmado en 1965, es un ejercicio documental que, si bien no compitió en el Primer Concurso de Cine Experimental, reconoce en la fiesta un momento de importancia para construir la narrativa sobre el México pop y vanguardista. Una cámara recorre los espacios de una casa de San Ángel: estamos asistiendo a la celebración del cumpleaños de Carlos Fuentes, a quien vemos bailar un rock and roll con Beatriz Sheridan. Gabriel García Márquez; la actriz y cantante Julissa; el pintor José Luis Cuevas; los cineastas Arturo Ripstein y Luis Alcoriza; las escritoras Margo Glantz y María Luisa Mendoza son algunos de los nombres de esta exclusiva lista de invitados sí, al onomástico de Fuentes, pero también a un siglo XX de copetes complicados, trajes y corbatas y alianzas culturales con el partido que llevó a México a una bonanza económica tal que hasta ahora la seguimos nombrando como un milagro.

Todos ellos, para volver a decirlo con Francisco Javier Miranda, desempeñaron papeles importantes en la vida cultural de México, actividades que tendrían una consolidación en la Olimpiada Cultural de 1968, una serie de eventos que acompañarían a las actividades deportivas de los Juegos Olímpicos del mismo año. Por ejemplo, Julio Pliego también documentaría aquella fiesta política. Juan José Gurrola, José Luis Cuevas, Manuel Felguérez, ente otros, organizarían una serie de eventos (contra)culturales como protesta a la exposición de artes plásticas organizada por el INBA para el programa de la Olimpiada Cultural, muestra en la que ficharon a la pintura de la vieja guardia tras haber lanzado una convocatoria que decía abrirse a todas las tendencias de la plástica contemporánea. Por su lado, Juan García Ponce formaría parte del comité de prensa comandado por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez. Catorce años después a los hechos ocurridos en la Olimpiada Cultural, Juan García Ponce publicaría su novela más ambiciosa, Crónica de la intervención (1982), la cual recogería en clave ficcional los puntos de vista de los artistas que participaron en la Olimpiada Cultural —con una aparición, entre otras, de Mathias Goeritz—, la cual sería nombrada en la novela como el Festival Mundial de la Juventud, dirigido por el arquitecto Alberto Pérez Manrique, máscara de Ramírez Vázquez.

“El problema es que tenemos la obligación de crear algo que todavía no existe”, dice en su mal español Berenice Falseblood, coordinadora de la oficina de comunicación del Festival. Ella no se referirá únicamente a la construcción de los pabellones y a la instalación de las esculturas para el evento, sino a la misma imagen de la modernidad con la que se jugaría el presente y el futuro político del país. Pérez Manrique pensaría medianamente igual aunque, de manera enigmática, concibe al evento a través de la idea de que “las exigencias de la vida pública raramente coinciden con las posibilidades de la vida privada”, paradoja que comprobará cuando tenga que dar la conferencia de prensa del Festival y justificar, ante los periodistas, los ataques del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas. Manrique cuenta la versión de la Secretaría de Defensa, la cual señala que hubo “un número indeterminado pero bastante bajo de civiles” y reitera “su confianza en que el mundo y en particular los periodistas llegados desde todas las partes del globo reconocerían, más allá de la intolerancia política, el laborioso esfuerzo con el que durante varios años la nación se había aplicado a mostrar que era capaz de recibir con una sorprendente dignidad a los deportistas y visitantes del mundo entero.” Mientras, allá a los lejos, los estudiantes demandan ideales modernos que corresponden a esa vida íntima que no se puede conciliar con la pública, como la democracia, los derechos y la libertad sexual.

Esteban, el documentalista asignado del Festival Mundial de la Juventud, decide acudir a Nonoalco-Tlatelolco, inaugurado por López Mateos, presidente que legó el mismo paisaje visto por los ojos de Vicente Rojo. “Los lugares eran siniestros y muchas gentes más buscaban a sus desaparecidos. En la delegación cercana a la plaza, Esteban, con otras personas a las que también se había dejado entrar, miró cuidadosamente más de treinta cadáveres, sin camisa, con la ropa hecha jirones, sin zapatos, sin más rostro ni apariencia que el que habían creado las heridas que les causara la muerte. Miró fijamente, miró cuidadosamente. La espantosa figura de la muerte violenta.”

La élite intelectual y artística quedó en pleno fuego cruzado. Los amagados en los vestíbulos de la unidad habitacional de Pani, definitivamente, no fueron ellos. Los principales beneficiados del milagro mexicano acudieron a sus actividades culturales mientras decidían qué postura tomar en sus libros, en su pintura, en su cine y en el debate público. Sánchez Mantecón relataría que los subsecuentes concursos de cine experimental mantendrían el compromiso de filmar en el formato de súper 8 a la juventud capitalina que sufrió las consecuencias de la matanza del 2 de octubre. También se publicarían novelas y crónicas, y se imprimiría gráfica y se cambiaría, otra vez, el rumbo de la representación pictórica. Hasta ahora, los cadáveres que vio Esteban en plena inauguración del Festival Mundial de la Juventud, permanecen anónimos.

El sur de la Ciudad de México conserva algunos rasgos de aquella modernidad que buscó transformar su vida cotidiana, sumergiéndola en el glamour de las casas californianas y de las avenidas con arte vanguardista. Actualmente, las obras que se desarrollan ahí continúan privilegiando al automóvil, dejando a un lado un posible estilo que pudiera darle estatus a sus habitantes. Los segundos pisos de autopistas son el hito que define al sur y resuelve, de manera deficiente, su conexión con las zonas más céntricas. El proyecto de los Jardines del Pedregal ha sufrido las modificaciones tanto del paso del tiempo como de las necesidades de la nueva clase alta que, después de la década de los sesenta, comenzó a habitar aquellas colinas. Según Federica Zanco, son pocas las casas del proyecto que mantienen sus rasgos originales. Probablemente las piscinas, el vidrio y los aparatos de sonido de alta gama son elementos que ya desaparecieron. Pero, ¿debemos mirar esa época con nostalgia? ¿Debemos creer en milagros económicos? ¿O más bien preguntarnos cómo es que la arquitectura moderna, y la vida cotidiana moderna, pudo ser posible mientras el Estado disparaba contra los estudiantes? La nostalgia por el milagro mexicano sería despolitizarlo, estableciendo que  tecnologías como el automóvil, el suburbio y el arte público fueron los únicos agentes que definieron aquel momento de la historia. Los Jardines del Pedregal, así como la Ruta de la Amistad y la Ciudad Universitaria, proyectos que se encuentran en cercanía física y discursiva, permanecen como una suerte de zona arqueológica de la modernidad en donde el espectro del glamour persiste como una evidencia histórica a la que hay que cuestionar. Ahí, sobrevive algo de aquella clase media cosmopolita que, con todo y su capital cultural, miró, impotente, la matanza de Tlatelolco.

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Temporada de multifamiliares https://arquine.com/temporada-de-multifamiliares/ Tue, 27 Oct 2020 06:31:22 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/temporada-de-multifamiliares/ Cuando el cine buscaba renovar sus temáticas, hablar de una ciudad creciente -—y de las ansiedades que generaba su expansión— fue común a muchas producciones y el CUPA fue un terreno ideal para imaginar nuevas historias. Al tratarse de una forma arquitectónica no antes vista en México, se tenía que hablar sobre la clase de ciudadano que ocuparía los edificios y que despegarían del suelo a burócratas y profesionistas. La utopía del México sin vecindades, como bien lo puso Carlos Monsiváis.

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Con Nosotros los pobres (1948), Ismael Rodríguez creó una imagen asociada a una clase social y a una forma de vivienda como lo fueron las vecindades, al grado de que muchos pensamos que la ciudadanía popular de las zonas centrales del antes Distrito Federal habla con el mismo tono que Pepe el Toro, el personaje con el que identificamos a Pedro Infante. Pero uno de los directores más prolíficos de la llamada Época de Oro del cine en México fue también lo suficientemente versátil como para mantenerse vigente hasta bien entrada la década de los 60, manteniendo un lenguaje asequible y emocional que siguiera apelando a una audiencia a la que debía mantener cautiva con una historia que repartiera dosis iguales de risa y de llanto. Tal vez, la razón por la que las películas de Ismael Rodríguez se siguen transmitiendo en canales especializados en cine mexicano —dejando a un lado, ciertamente, otras expresiones mucho más contemporáneas y con mayor riqueza formal— es por su vocación de folletinista. El cine es un lenguaje de masas, y la novela por entregas, consecuencia de la industrialización en los medios impresos, legó parte de su estructura a lo que sería el cine de ficción: personajes que representen temperamentos con los que el lector se pueda identificar —-la mujer fatal, el obrero inocente, el estudiante rebelde—; historias con principio, medio y final, etc. En su ensayo “El acto de la lectura: consideraciones previas sobre una teoría del efecto estético”, Wolfgang Iser demostró que los autores de novelas por entregas hacían estudios de mercado para saber qué es lo que quería leer la gente: para saber hasta dónde se podía extender la historia, o si lo mejor era concluirla. 

Sin duda, Ismael Rodríguez entendía los sentimientos del público mexicano, pero también los distintos momentos políticos en los que filmó. No siempre podía entregar una historia de charros y serenatas. Su cinta Maldita ciudad (1954) mantiene más o menos la misma fórmula de Nosotros los pobres —los héroes tienen que franquear algunos obstáculos para mantener íntegra su calidad moral— aunque ahora cuenta las peripecias de una familia de clase media que migra del campo a la ciudad. Se podría afirmar que Maldita ciudad es una adaptación libre de Los fuereños (1883), novela folletinesca de José Tomás de Cuéllar. Ambas obras hablan sobre cómo la ciudad, centro de vicios y corrupción, corrompe a los pueblerinos, cuya naturaleza, según la perspectiva de ambos artistas, es mucho más bondadosa que la de los neuróticos capitalinos. Al parecer,  un mayor contacto con el campo y el aire puro ennoblece. En Los fuereños una familia visita la ciudad porfiriana y no encuentran el orden y el progreso, sino la sexualidad desbordada y el trasnochamiento. “No había podido apreciar hasta hoy la tranquilidad que se disfruta en medio de las costumbres sencillas, como tampoco había podido figurarme hasta dónde pueden llegar los peligros del lujo y la prostitución de las grandes ciudades”, dice don Trinidad, el patriarca de Los fuereños, a punto de abordar el tren que lo llevará de regreso a su rancho del que ya no saldrá de nuevo, aterrorizado por los peligros urbanos. En Maldita ciudad, el doctor Antonio Arenas, oriundo de Chamácuaro, Guanajuato, recibe una oportunidad para trabajar en la ciudad. Pone en venta su casa y empaca muy a pesar de las protestas de Guadalupe Godínez, guionista frustrado y enamorado de la hija de Arenas. En la estación del ferrocarril, “Lupe” les augura que la ciudad los sumergirá en una vorágine de autodestrucción con tal de mantener cerca a la hija. Pero en la descripción de “Lupe” no sólo es la ciudad como conjunto lo que inyectará la corrupción en la familia, sino una tipología habitacional en específico. 

¿Sabe dónde estará su castigo? En la propia capital. Golpea duro a los pueblerinos que se empeñan en vivir en un medio que no conocen. Si no hay más que leer el periódico para adivinar lo que les espera. Ya me los imagino. ¡Como si los estuviera viendo en esa maldita ciudad! Tres millones de seres que se debaten entre la maldad, los vicios, las ambiciones y las miserias. Ya los veo formando parte de la familia burocrática. Vivirán en uno de esos edificios multifamiliares donde en cada vivienda se desarrolla un drama. El de ustedes causará pena.

Tras este monólogo del aspirante a yerno, la cámara pasa una breve revista a íconos de la capital, como el Monumento de la Revolución, para después ingresar al Centro Urbano Presidente Alemán (CUPA), primer multifamiliar de la Ciudad de México proyectado por Mario Pani. “El multifamiliar Presidente Miguel Alemán (1948) nació como respuesta enardecida a un concurso de ideas convocado en 1946 por el director de Pensiones Civiles, José de Jesús Lima, para un conjunto de doscientas casas destinadas a funcionarios del Estado. La ocasión estaba servida. Pani propuso el modelo corbusiano de bloques en altura (compuestos en zigzag como se veía en las fotos de maqueta de la Villa Radiante) ocupando sólo el 20% del terreno, aumentando la densidad a 1,000 habitantes por hectárea y liberando el espacio común para áreas verdes y servicios”, dice Miquel Adrià en La sombra del Cuervo. “¿Y aquí nos la pasamos sin salir?” dice, consternada, la hija del doctor Arenas cuando su nueva vecina le dice que en el CUPA tiene todo a la mano: botica, alberca, peluquería. 

Si el cine buscaba renovar sus temáticas, hablar de una ciudad creciente -—y de las ansiedades que generaba su expansión— fue común a muchas producciones de la época, y el CUPA fue un terreno ideal para imaginar nuevas historias. Al tratarse de una forma arquitectónica no antes vista en México, se tenía que hablar sobre la clase de ciudadano que ocuparía los edificios y que despegarían del suelo a burócratas y profesionistas. La utopía del México sin vecindades, como bien lo puso Carlos Monsiváis. En “Del concreto al filme”, Elisa Lozano señala que en la década de los 50 “la industria cinematográfica mexicana se caracterizaba por sus altos niveles de producción y la capital tenía 2,872,000 habitantes, es decir, el equivalente a la población de las catorce ciudades que le seguían en tamaño”. Asimismo, “los productores conscientes de que los espectadores nacionales comenzaban a aburrirse con los temas de antaño y acordes al concepto de modernidad que al gobierno le interesaba impulsar y difundir internacionalmente introducen cambios temáticos, sustituyen el ranchero por el estudiante universitario, el cacique por el político, la comedia ranchera dará paso al drama citadino, el ferrocarril al avión y la casa provinciana a las unidades habitacionales, CUPA siendo la más espectacular. Por ello no extraña que varios realizadores se sintieran atraídos por filmar en ese lugar que representaba el epítome de la modernidad.”

Nosotras las taquígrafas (Emilio Gómez Muriel, 1950), La bien amada (Emilio “Indio” Fernández, 1951) y Los Fernández de Peralvillo (Alejandro Galindo, 1954) son algunas de las cintas que se introducen al multifamiliar de Mario Pani. Probablemente, los interiores de cada unidad no tienen los muebles que Clara Porset diseñó para los departamentos-muestra con que se promocionó la venta de departamentos en el CUPA, pero la modernidad no necesariamente es diseño, y las problemáticas de los protagonistas nos hablan de un mexicano que ya habita otras casas y otras formas de pensar. Los trabajos de oficina, las ventas de electrodomésticos y las organizaciones familiares trastocadas por el concreto y el vidrio son algunos de los signos que el cine colocó sobre el CUPA, proyecto que causaba miedo al tiempo que seducía. Hacia el final de Maldita ciudad, nos damos cuenta que somos espectadores de una reflexión sobre la ciudad y del cine. Todo lo que le sucede a la familia del doctor Arenas no fue más que un guión de “Lupe” que imaginó en pleno andén del ferrocarril. Un cineasta que rondaba Chamácuaro lo escucha y se lo compra, y la familia de su novia decide quedarse: mejor no arriesgarse a vivir en el primer multifamiliar moderno. 

Ciertamente, el cine no pudo predecir cuáles serían los verdaderos efectos políticos de la modernidad posrevolucionaria. Para los realizadores de los 50, en el CUPA se ponía en juego la virginidad de las hijas y la integridad moral de los hijos. Lo que sucedió en realidad fue que los multifamiliares de Pani se caerían en el temblor de 1985 o serían el escenario para masacres orquestadas por el Estado. O bien, serían el trasfondo perfecto para expresar la inmovilidad  social que embarga a la clase media mexicana. En 2004, un repartidor de pizzas depresivo se perdería entre los edificios del Conjunto Nonoalco-Tlatelolco, también de Mario Pani, y entregaría una orden tarde a dos niños que se niegan a pagar por la demora. Los niños retan al repartidor de pizzas: si ganan un partido de fútbol de videojuegos, se quedan con las pizzas y con el dinero. Esto desataría que los niños, el repartidor y una vecina que les pide prestado su horno para hacer un pastel se queden en un departamento de dimensiones pequeñas para intentar divertirse en el mediodía de un domingo. Temporada de patos (2004), opera prima de Fernando Eimbcke, hablará sobre el tedio y la falta de futuro 50 años después de que el CUPA representaría para el cine un futuro tan siniestro como prometedor. La anomia que embarga a los personajes de Temporada de patos se expresa con el paisaje: vemos la Torre Banobras en lo que pareciera ser un campo baldío y las áreas comunes y lúdicas de la unidad habitacional ya derruidas. 

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La vecindad: un afuera comunal https://arquine.com/la-vecindad-un-afuera-comunal/ Mon, 05 Oct 2020 13:00:46 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-vecindad-un-afuera-comunal/ Las vecindades son un afuera comunal en el que una buena cantidad de familias ocupan un solo patio para lavar la ropa, para platicar y hasta para menesteres que requerirían de mayor privacidad, como la ducha.

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En los días en los que Porfirio Díaz filmaba sus paseos por el Bosque de Chapultepec, en el centro de la Ciudad de México una forma de habitar provocaba debates de índole político y hasta moral: las vecindades. En Hablo de la ciudad, cuenta Mauricio Tenorio Trillo que, como toda ciudad moderna, la nuestra se preocupó por los ambientes insalubres y los espacios peligrosos. A finales del siglo XIX, la higiene se volvió un tema público para el que se inventaron diversas instancias de ingeniería social que pudieran controlarla y mejorarla. Pero durante el régimen de Díaz, las manías y prejuicios se confundieron con la supuesta objetividad política, y esa ansiedad que provocaba lo peligroso y lo sucio terminó siendo identificada en aquellos lugares habitados por la clase baja. Tenorio Trillo, de hecho, fija que entre 1880 y 1950 las vecindades fueron el objeto de estudio de diversas investigaciones científicas que pretendieron describir cómo es que cierta gente ocupaba esos espacios en específico; cómo los espacios moldeaban las costumbres de aquella ciudadanía que, a decir de José Tomás de Cuéllar, un cronista de la época, no conocía “los placeres de lo doméstico”. 

La gente rica vivía en el adentro: en la privacidad de casas que tuvieran un salón para recibir a las visitas, bibliotecas, sillones y las cortinas, objeto que no sólo impedía la entrada del sol, sino que cubría de los ojos ajenos la vida cotidiana de las señoritas y señoritos. Es un signo de decencia no exponerse a las miradas ajenas. Las vecindades son lo contrario: un afuera comunal en el que una buena cantidad de familias ocupan un solo patio para lavar la ropa, para platicar y hasta para menesteres que requerirían de mayor privacidad, como la ducha. El periódico La Guacamaya publicó, en 1906, un grabado sugestivo acompañado por la siguiente estrofa: “Estas cuatro muchachonas de belleza escultural, han decidido bañarse en la misma vecindad.” A finales del XIX y principios del XX, las clases altas comenzaron a alejarse de las zonas centrales de la ciudad para comenzar a vivir, digámoslo así, de manera más suburbana. Los viejos edificios coloniales de lo que ahora conocemos como el Centro Histórico se acondicionaron como vivienda dirigida a una población con un poder adquisitivo mucho menor. La demanda por estos espacios aumentó, factor que permitió que se desarrollaran vecindades nuevas. 

En realidad, las vecindades planteaban otra forma de organización impensable para la ciudadanía que confiaba en que la fuerza pública era el único instrumento de control. “En la cotidianidad de los barrios populares, el patio de vecindad ha sido un espacio de convivencia para sus habitantes”, dice Héctor Quiroz en su ensayo “Del patio de vecindad a la urbe inabarcable. La Ciudad de México en películas de formato coral”. “Además de cumplir con funciones utilitarias como lavar y tender la ropa, es el terreno de juegos infantiles, extensión improvisada de espacios productivos (talleres, bodegas), pista de baile y salón de fiestas. Los patios han tenido impacto social al facilitar la integración de comunidades vecinales que en su momento dieron origen a la organización de intereses colectivos.” Más adelante, puntualiza: “Esta situación fue utilizada por la literatura y el cine para elaborar retratos de una urbe en plena mutación. De esta manera, el patio de vecindad se convirtió en un espacio dramático ideal para los encuentros y  desencuentros de los personajes que pueblan estas ficciones.” 

“Qué bonito es el querer, qué bonito es el vivir” son algunos de los versos de la escena musical con la que empieza Nosotros los pobres (1948), de Ismael Rodríguez. Una cinta que empieza con toques de Broadway inventó también una imagen de la pobreza y de la vecindad. Rodríguez, incluso, antes de mostrar una coreografía suntuosa y compleja, declara que sus intención era hablar sobre la dignidad del arrabal, sobre personas que cumplían “el más grande de los heroísmos: ¡el de la pobreza!” Nos queda clarísimo: algo cambió entre el Porfiriato y el México posrevolucionario, momento en el que fue posible contar historias sobre vecindades un tanto más complejas. En Nosotros los pobres no vemos un hervidero de gérmenes, un hacinamiento antihigiénico, sino un patio de vecindad vibrante que se confunde con la calle, un espacio público muy cercano a los planteamientos que Jane Jacobs hizo veinte años más tarde sobre los barrios neoyorkinos: los vecinos se cuidan entre ellos. Incluso, se espían. No sólo los cuartos de vecindad difuminan los límites entre el adentro y el afuera, el teléfono también es comunal, y si alguien contesta todos “paran oreja” para enterarse de los pasos en que anda el otro. Pedro Infante, el protagonista, en lugar de representar a un mujeriego, tramposo y alcohólico —algunos de sus papeles de charro fueron así— encarnó a un hombre derecho y trabajador.  Pero la sensación de que estamos ante un progreso social en lo que respecta a las representaciones sobre la pobreza, se termina cuando vemos que a los habitantes de la vecindad donde vive Pepe El Toro no les queda de otra más que vivir un culebrón y sufrir durante las insufribles dos horas que dura el metraje. 

 Sin embargo, hay que volver a insistir en la transición entre representaciones. En el XIX, era imposible un musical optimista en el patio de una vecindad. Nosotros los pobres se filmó en blanco y negro, y sus efectos dramáticos ya nos saben anticuados. Pero, ya bien entrado el XX, la vecindad continúa siendo un signo social e imaginario como puede verse en El castillo de la pureza (1972). Dirigida a color por Arturo Ripstein y con guión de José Emilio Pacheco, El castillo de la pureza cuenta la historia de una familia que vive encerrada en una ruina: una casa colonial con un patio abierto. Ahí ya nadie lava, ya nadie canta, ya nadie se mira. Todo lo contrario: se pasan los días bajo el asedio de un padre doblemoralino y violento que no permite que su familia salga a un Centro Histórico mucho más modernizado. Los realizadores de la cinta declaran que la historia está basada en hechos reales, pero su año de estreno podría indicarnos una velada alegoría política sobre un Estado que, cuatro años antes, replegó las manifestaciones públicas y obligó a su ciudadanía a permanecer en el encierro y a creer únicamente en las noticias oficiales, como sucede con el padre histérico de la película, actuado por Claudio Brook, quien lava los cerebros de sus hijos y de su esposa a su conveniencia. 

Pero que esta familia reprimida habite en una vecindad podría tener otra lectura. El padre defiende valores que ya no corresponden con la ciudad que se vive allá afuera. En la década de en la que se filma la película, las vecindades ya no son una alternativa muy presente en la vivienda urbana y ya se había abierto el paso a la horizontalidad, a las estructuras reticuladas y al concreto: al multifamiliar, una tipología que también fue un espacio ficcional para el cine. 

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Donde comienza la ciudad https://arquine.com/donde-comienza-la-ciudad/ Mon, 10 Aug 2020 19:01:38 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/donde-comienza-la-ciudad/ Desde los señoritos que se refugian en suburbios que se parecen a lo que Luis Barragán imaginó en el Pedregal, hasta aquella “herradura de tugurios” que fue barrida por Mario Pani y en la que habitaron los personajes de Los olvidados, dirigida por Luis Buñuel, la Ciudad de México ha tenido al cine y a la arquitectura como cartas de presentación.

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La toma es abierta. Vemos a cuatro hombres que van a caballo. Uno de ellos se aproxima al primer plano. Lleva chaquetín de tweed, sombrero y unas elegantes botas para cabalgar. Un soldado se coloca a un lado de este caballo en específico para hacerle un saludo militar. La secuencia dura apenas 18 segundos. ¿Qué es lo que captura? Pareciera un documento sobre la vida en una hacienda, a juzgar por la apariencia ranchera de los hombres y por el complicado uniforme del soldado —cuando, antes de acorazarse en camuflajes y máquinas, la milicia se decoraba con plumajes y espadas—, pero lo que hemos visto fue a Porfirio Díaz paseando por el Bosque de Chapultepec, uno de los parajes fundamentales para lo que fue su proyecto de ciudad y uno de los hombres que pueden poner en problemas lo que pensamos como moderno. Un general de anchos bigotes, constructor de una idea de nación que fue peleada en guerras, no era ningún primitivo y no sospechaba de una cámara cinematográfica.

La secuencia, por esto, también es singular. Además del personaje al que documenta, una tecnología como una cámara cinematográfica, objeto que fue leído como una evidencia de modernidad en todo el mundo, recoge una forma de movimiento más bien arcaica: el trote de los caballos. Si la plástica mexicana tenía las pinturas de José María Velasco, quien miraba panorámicamente a un Valle de México sin rastros de concreto y ruido, el alcance visual que propone esta cámara es mucho más reducido, mucho más secular, pero filma algo que todavía no parece un entorno urbano. 

Quien filmó el paseo de Porfirio Díaz fue el francés Gabriel Vayre. Vayre fue enviado a México por los hermanos Lumiere, inventores del cine, para mostrar en México la más reciente novedad de la técnica. En 1896 se organizó para la prensa y autoridades científicas de la época una proyección en Plateros, hoy Madero, una de las calles que comenzaban a albergar los gestos modernos de la política porfirista. La calle fue una vitrina en donde se exhibió la alta sociedad. Cronistas como Manuel Gutiérrez Nájera contaban las historias de las señoritas que transitaban por ahí en su carruaje. También contaba con establecimientos como el Jockey Club, cuya sede fue la Casa de los Azulejos. El recinto se rentó a la familia Iturbe por 700 pesos mensuales y funcionaba para que la clase acaudalada jugara a las cartas y trabajara en proyectos que serían otros signos del progreso, como el Hipódromo de Peralvillo. Las carreras de caballos fueron signo de refinamiento. El rancho comenzaba a quedar atrás.

También en 1896 se ofreció una proyección exclusiva para la familia Díaz, evento cuya consecuencia fue que Porfirio adoptara a Veyre como su “pintor de batallas”. El general supo aprovechar las posibilidades propagandísticas del cine y ordenó que lo filmaran inaugurando edificios y obra pública. Podemos decir, entonces, que la ciudad comenzaba, y no con la espectacularidad de los rascacielos, sino con intervenciones que irían conformando poco a poco una ciudad que no ha dejado de construirse y de crecer. La última etapa del régimen de Díaz fue la de la instalación del alumbrado público y la del sistema de desagües; también fueron inaugurados teatros y se importaron compañías italianas y francesas para que la burguesía pudiera estar en contacto con lo último de la dramaturgia y la opereta —es legendaria, por ejemplo, la presentación de la soprano Adelina Patti—; el publicista Rafael Reyes Spíndola, gracias a la subvención estatal, puso en circulación semanarios como El Mundo Ilustrado, donde se publicaban artículos sobre moda y restaurantes; y, finalmente, se inauguraron líneas de tranvías. Se pasó de la privacidad de los carruajes a la comunalidad del transporte público. 

Manuel Gutiérrez Nájera, como se ha dicho, fue asiduo de la calle Plateros además del Jockey Club. Igualmente, fue usuario de esta forma de transporte, como podemos leer en La novela del tranvía, texto que no es una novela y tampoco un cuento. Podría describirse como una reflexión sobre cómo se experimenta una ciudad cuando las cosas comienzan a acelerarse un poco más. El tranvía permitió que zonas lejanas fueran de un acceso relativamente más fácil, por lo que Nájera declara en uno de los párrafos de su texto lo siguiente: “No, la ciudad de México no empieza en el Palacio Nacional, ni acaba en la calzada de la Reforma. Yo doy a Uds. mi palabra de que la ciudad es mucho mayor.” También declara: “El movimiento disipa un tanto cuanto la tristeza, y para el observador, nada más peregrino ni más curioso que la serie de cuadros vivos que pueden examinarse en un tranvía.” 

La máxima autoridad de México puso a su servicio todas las tecnologías posibles para confirmar que el país estaba progresando, aun cuando la violencia ejercida por su régimen comenzara a espolear lo que más tarde sería la Revolución. Porfirio Díaz escenificó una idea de progreso comenzando una ciudad, y supo ver potencial político en la imagen, no sólo en la impresa sino también en la cinematográfica. Como el narrador de La novela del tranvía que mira por la ventana —una especie de pantalla— “la serie de cuadros vivos” que demuestran la existencia de una capital —juegos de cartas, carreras de caballos, proyecciones cinematográficas—, la Ciudad de México, muy a pesar de que todavía no era Washington o Nueva York, ya era moderna porque tuvo de su lado al relato, a la ficción, para lo cual el cine fue fundamental. 

Y si la ciudad nunca pudo ni ha podido ser Washington o Nueva York, el cine ha hablado de un territorio que se siente moderno o que padece las consecuencias de lo moderno. Desde los señoritos que se refugian del ruido de las zonas centrales en suburbios que se parecen a lo que Luis Barragán imaginó en el Pedregal, hasta aquella “herradura de tugurios” que fue barrida por Mario Pani y en la que habitaron los personajes de Los olvidados,  dirigida por Luis Buñuel, la Ciudad de México ha tenido al cine y a la arquitectura como cartas de presentación que explican que la modernidad está ahí, muy a pesar de que su gobernador se siga moviendo a caballo. 

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