Resultados de búsqueda para la etiqueta [Ivan Illich ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 08 Dec 2023 16:11:17 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Jean Robert: una poética del lugar https://arquine.com/jean-robert-una-poetica-del-lugar/ Thu, 01 Oct 2020 19:43:25 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/jean-robert-una-poetica-del-lugar/ Jean Robert, nacido en Suiza en 1937, emigró a Cuernavaca, México, en 1972. Amigo de Ivan Illich, Robert planteó una visión de la ciudad basada en el caminar y no en el uso del automóvil. Robert murió este 1º de octubre.

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Caminar es echar raíces

De diversas maneras, la vida y obra de Jean Robert (Moutier, Suiza, 1937) evocan el principio que dio título a Echar raíces (L’Enracinement), de Simone Weil, obra en la que la pensadora francesa buscaba esbozar los principios para la reconstrucción de la civilización europea después de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. Y no es solo que, en sus ideas y sus actos, Robert se haya propuesto imaginar otros modos de concebir la convivencia después otra forma de devastación –la que trajo esa empresa pacífica, aunque perturbadora de la naturaleza y de las relaciones sociales, que es el desarrollo–, sino que éstos han encarnado, en varios planos y ámbitos, una potente voluntad de arraigo.

En Jean Robert, las particulares raíces de esa voluntad de arraigo no son otras que los pies; y esa voluntad se expresa, ante todo, en el acto de caminar. Su obra como pensador, activista y “arquitecto desprofesionalizado”, se puede concebir desde ese punto de vista: como una serie de derivaciones del acto de caminar –practicarlo, pensarlo, describirlo, teorizarlo, y también creando las condiciones en las que más y más personas puedan ejercerlo. Su crítica de los transportes motorizados y del urbanismo gigantista; su tarea como historiador del espacio, los sentidos y las percepciones; su defensa de los modos de vida comunitarios, tanto urbanos como rurales, frente a las amenazas de entidades que, como las corporaciones transnacionales, son por definición carentes de lugar, meras ocupadoras del espacio, tienen todas como eje orientador una misma inquietud: la vindicación de ese acto a la vez humilde y radical que es caminar. 

 

Genealogías de la caminata

La genealogía del acto de caminar como gesto –ético, estético– se puede rastrear, precisamente, en los orígenes de la modernidad urbana: en el París de las reformas del Barón Haussmann y en unos de los principales testigos de estas transformaciones, el poeta Charles Baudelaire. Desde las reflexiones de Baudelaire, en verso y en prosa, sobre el flâneur y la experiencia estética del paseo por las grandes ciudades, la defensa del caminar se conformó en una suerte de contratradición moderna. En el siglo XX, los surrealistas continuaron este linaje. En libros como Nadja y Los vasos comunicantes, de André Breton, y en El campesino de París, de Louis Aragon, el acto de caminar se presentaba como una actividad abierta a la exploración personal, siempre bajo la clave de la “belleza convulsiva” y lo “real-maravilloso”. Avanzar al ritmo de los propios pies en la urbe era, para los surrealistas, una suerte de autoanálisis de la psique mediante la exposición a los encuentros azarosos con el entorno urbano, como si caminar a la deriva fuera una suerte de caótica lectura de la suerte a través de las señales de la ciudad. 

Significativamente, de manera paralela a esta genealogía estética del caminar, apareció también en las calles del París de mediados del siglo XIX otra tradición que resignificaba el espacio público urbano, pero desde un punto de vista político: la de la protesta callejera, ejemplificada de manera periódica por las barricadas de las sucesivas insurrecciones parisinas, desde 1848 hasta 1968. A mediados del siglo XX, Guy Debord y los situacionistas fusionaron ambas tradiciones, la estética y la política, y concibieron el caminar como un acto a la vez poético y sedicioso. Recorrer a la deriva las calles de una ciudad podía ser una “psicogeografía” en la que se revelaran los misterios, no sólo de la psique personal, sino de la mentalidad colectiva. Todavía más recientemente, diversas corrientes tanto del arte contemporáneo –el performance, el arte-objeto– como de la protesta pública han recuperado y reinventado estas tradiciones modernas de la caminata como forma de exploración personal y social.

 

Jean Robert, peatón 

Por sus temas y orientaciones, el pensamiento y el activismo de Jean Robert en torno a la dimensión política y estética del caminar tienen una de sus inspiraciones en estas genealogías. A finales de la década de los 60, en los años de su paso por Holanda, Robert estuvo expuesto, notablemente, al activismo de los Provos, el movimiento anarco-dadaísta que sacudió la vida pública de ese país mediante una lúdica crítica del automóvil y una defensa de la bicicleta como herramienta libertaria y convivencial. Los Provos formularon una serie de “planes” –mitad proyectos de políticas públicas, mitad happenings– que se proponían mejorar diferentes aspectos de la vida de la ciudad y que prefiguraron muchas de las políticas urbanas actuales más progresistas. Es el caso, por ejemplo, del “Plan de la Bicicleta Blanca”, que proponía el cierre de las calles centrales de Ámsterdam al transporte motorizado, así como el primer sistema de bike-sharing del mundo. 

Al mismo tiempo, si bien se puede situar a Robert en esta tradición modernista de la caminata, también es cierto que su reivindicación del poder poético y subversivo de los pies cuenta con otros ascendientes. Se podría citar, por ejemplo, como punto orientador de sus reflexiones, la estirpe más honda y antigua del peregrino, esa figura que asume el acto de andar un territorio como una forma de devoción y autoconocimiento. Para el peregrino, recorrer una comarca o país con el fin de alcanzar un destino –Santiago, la Meca o el Tepeyac– representa una forma de organizar el espacio, de otorgarle una orientación cósmica. En un peregrinaje, el espacio entero se vuelve templo, y caminar deviene una forma de plegaria o recogimiento. 

Trasterrado Robert en México desde los años setenta e integrado intensamente desde entonces en la vida política e intelectual del país, su reflexión se ha nutrido también de las tradiciones locales mexicanas –y, más específicamente, mesoamericanas– de la raigambre en el lugar, concretizadas, sobre todo, en la milpa. La milpa, como forma de organización de la producción, de la convivencia social y del espacio, es un claro ejemplo de economía en su sentido etimológico de “cuidado de la casa”, así como de apego al terreno. A pesar de su pequeña escala, la milpa supone el vínculo expandido con un orden universal, tal como lo atestigua el ciclo anual de ritos y festividades que giran en torno a la siembra, cosecha y consumo del maíz, desde la Epifanía hasta el Día de Muertos. 

 

De la traición de la opulencia… 

De la extensa obra intelectual de Jean, repartida en varios libros y en un sinnúmero de ensayos en cuatro lenguas, se puede destacar, por la convergencia de sus inquietudes, su díptico de libros publicados en francés en los años setenta dedicados a la crítica de los transportes motorizados: La Trahison de l’opulence (La traición de la opulencia, publicado por Presses Universitaires de France, en 1976), y Le temps qu’on nous volecontre la société chronophage (El tiempo que nos roban: contra la sociedad cronófaga, publicado por Éditions du Seuil, en 1980). 

En La Trahison de l’opulence, escrito en conjunto con Jean-Pierre Dupuy, Robert analiza la manera en que el modo industrial de producción y la lógica de la mercancía desfiguran el entorno vital de los seres humanos: el espacio físico y el tiempo de la vida cotidiana. La Trahison de l’opulence, y en especial su segunda parte –debida principalmente a la pluma de Robert– introduce una distinción fundamental entre las nociones de espacio y lugar. El “espacio” es, propiamente, el espacio abstracto, euclidiano, asumido como una suerte de contenedor universal de todos los objetos. En contraste, el “lugar” es siempre singular, “único”, pues siempre está “habitado por personas y poblado por dioses”. 

En su libro, Jean ofrece una sugerente fenomenología de la experiencia del lugar para los seres humanos. Lo que caracteriza este lugar, y lo diferencia esencialmente del espacio abstracto, es el habitar; para Heidegger, la “característica fundamental del ser”. Los seres humanos habitan –es decir, convierten un espacio en lugar, dándole una forma– a través de gestos, como, precisamente, el acto de caminar. Mediante los pies, los seres humanos escriben los lugares sobre la “página en blanco” del espacio: la caminata engendra sentido, crea el lugar.

Esto sucede así, porque caminar encarna las características esenciales del movimiento específicamente humano: la existencia de referentes que organizan el espacio; la recurrencia o reversibilidad; la fluidez del pasaje de un lugar a otro –lo que Robert denomina la “conexidad” entre lugares distintos–; la libertad de los itinerarios; la polivalencia de todas estas interacciones con el espacio, así como de los fines del movimiento. Este modo humano de aprehender el territorio implica una pluralidad es espacios, así como una cierta relación orgánica entre ellos; supone también la libertad para adoptar las actitudes de regreso, adición de secuencias de movimiento, y desvío. 

En contraposición con este tipo de movimiento propiamente humano se encuentra el movimiento de los transportes motorizados. Para ejemplificarlo, Jean recurre al opuesto absoluto de una caminata: un viaje trasatlántico en avión. El viaje en avión representa todas las características de un espacio vehicular, es decir, un espacio no habitado (ni habitable), sino configurado para satisfacer las necesidades de los transportes: la ausencia de puntos de referencia estables y su concomitante “confusión entre lo fijo y lo móvil”; la irreversibilidad de las secuencias de desplazamiento; el “hermetismo” o ausencia de conexidad entre la “cápsula móvil” que se desplaza y el entorno; la rigidez del itinerario, en el que el pasajero no tiene ninguna capacidad de elección. 

El viaje en avión es solo el caso extremo de un mismo género de desplazamientos vehiculares, que abarcan todo el espectro de los transportes motorizados, desde el automóvil privado hasta las redes de autobuses o el metro. Una vez que una ciudad es invadida por el espacio vehicular, incluso los propios peatones tienen que comenzar a concebirse a sí mismos desde las actitudes y expectativas de los vehículos. El espacio vehicular deviene entonces en la “matriz de percepción” del espacio en general. A diferencia del espacio humano, que es “legible” por los pies y por el sentido del lugar, el espacio vehicular es ilegible, solo interpretable mediante las señales de tránsito. Hay en él una “pérdida de sentido”, porque los símbolos son reducidos a signos: los objetos de orientación estables desaparecen y se multiplican los letreros de circulación. El espacio vehicular termina por materializar así la representación abstracta del espacio euclidiano, “que es también –nos dice Robert– la más conforme con la ideología del poder, pero no necesariamente con el espacio vivido de los seres humanos”. 

 

… a la sociedad cronófaga

Le temps qu’on nous vole continúa y profundiza las reflexiones de Robert acerca de los efectos de la movilidad motorizada en la convivencia humana; ofrece, sobre todo, un detallado análisis de los enormes costos de la industria de los transportes en términos de energía, dinero y tiempo. Uno de los principales méritos de la obra es mostrar los límites del razonamiento económico convencional, centrado en la esfera del valor de cambio, pero incapaz de percibir los movimientos materiales y simbólicos más allá de esa burbuja. Parcial, incompleta, llena de puntos ciegos, la economía como disciplina se revela insensible a, justamente, los costos más onerosos de las operaciones económicas. 

Robert hace un repaso de estos costos aparentemente invisibles, pero bastante explícitos en la vida cotidiana de todo el mundo. En primer lugar, están los costos sociales (económicos, energéticos y de espacio urbano) de los transportes. En países altamente industrializados, como Estados Unidos, el costo real de un automóvil representa entre 25% y 35% del ingreso total del automovilista. En esos mismos países, los transportes motorizados absorben un tercio de la energía industrial total, además de ocupar entre el 40% y el 60% de la superficie de las grandes ciudades y de generar más del 60% de la contaminación atmosférica. 

Están, además, los costos en tiempo de vida. Como casi todo habitante de la Ciudad de México lo sabe, los residentes urbanos tienen que recorrer distancias cada vez más grandes para llegar a sus centros de trabajo o hacer las compras en los supermercados. Ante este problema, la construcción de vías rápidas es una falsa salida: estas pueden mejorar la velocidad de ciertos trayectos, pero no disminuyen, sino que de hecho acrecientan la media de tiempo de los desplazamientos cotidianos. Se trata del fenómeno de la “aceleración cronófaga” o devoradora de tiempo que algunos ingenieros formularon desde los años setenta: “si la velocidad de circulación de una red aumenta 10%, eso provoca tarde o temprano un alargamiento de los trayectos del 7.5%”. El efecto agregado de estos costos es que los países con economías avanzadas suelen dedicar un tercio de su tiempo social al puro acto pendular de la circulación. A todo esto, habría que sumar las decenas de millones de muertos y heridos que, desde los albores de la industria del transporte, han producido los accidentes de tránsito, y que hacen de los transportes una actividad “pacífica”, pero a veces más mortífera que la guerra. 

Las cifras a las que recurre Robert provienen, en su mayoría, de estudios y estadísticas de la segunda mitad de los años setenta. Actualizarlas y complementarlas con nuevas variables forma parte de un trabajo que sigue pendiente para nuevas generaciones de economistas, arquitectos, ingenieros y urbanistas, profesionalizados y no profesionalizados. Sin embargo, su sentido más profundo permanece vigente, así como la conclusión que de ellas deriva Robert: la sociedad contemporánea es la única, en toda la historia, que “valoriza, por encima de la vida y la amenidad del mundo, la velocidad de sus motores”. Permanece vigente, también, su tesis acerca de las profundas contradicciones entre las fantasiosas expectativas que la sociedad moderna proyecta sobre los transportes y los efectos reales de su uso. Entre estas contradicciones, resulta particularmente insidiosa la que atañe a las expectativas de igualdad. Las infraestructuras de transportes de las grandes ciudades, por ejemplo, no han solido instaurar un estado de equidad social, sino que, más bien, han sumado a las desigualdades sociales previas (como la de los salarios o la acumulación de capital), una nueva forma de exclusión: la discriminación urbanística. En la práctica, el urbanismo centrado en los transportes no integra, sino que segrega a la gente más desfavorecida económicamente: la aparta de los itinerarios rápidos y la recluye en los trayectos más extensos y los vehículos más lentos; vuelve inutilizables, además, los “recursos de locomoción autónoma” mejor repartidos del mundo, que son los propios pies, obsoletos en un entorno urbano monopolizado por el transporte. 

 

La Escuela de Cuernavaca

Por el sentido y al alcance de sus reflexiones, Jean Robert pertenece a una constelación de figuras, pensadores e hipótesis sobre la sociedad industrial, formada desde finales de los años sesenta hasta principios de los años ochenta en la ciudad de Cuernavaca y, más específicamente, en torno al Centro Intercultural de Documentación (CIDOC), fundado y animado por Iván Illich y Valentina Borremans. Esta constelación abarca, además de los propios Illich, Borremans y Robert, a autores como Paulo Freire, André Gorz y Jean-Pierre Dupuy, entre muchos otros. A pesar de su carácter disperso, es posible hablar, en términos generales, de una suerte de “Escuela de Cuernavaca” creada alrededor del CIDOC, de manera análoga a la formación de la “Escuela de Frankfurt” en torno del Instituto de Investigaciones Sociales alojado originalmente en esa ciudad alemana. Así como la Escuela de Frankfurt desarrolló una teoría crítica –un conjunto de hipótesis, supuestos, interpretaciones– acerca del carácter inherentemente contradictorio de las sociedades industriales avanzadas en el contexto de la cultura de masas, la Escuela de Cuernavaca formuló una teoría crítica propia y original, que respondía a los años de las crisis del capitalismo industrial (o “tardío”) en las sociedades avanzadas y del proyecto del “desarrollo” en el Tercer Mundo. 

Ahora bien, aunque la Escuela de Cuernavaca comparte con la Escuela de Frankfurt el diagnóstico de la racionalidad moderna como un proceso de reificación, las conclusiones que cada una desprende de ese diagnóstico divergen esencialmente. A diferencia de la teoría crítica de Frankfurt –que asume la modernidad como un callejón sin salida (Horkheimer y Adorno) o confía en la capacidad de la razón para corregirse a sí misma (Habermas)–, la teoría crítica de Cuernavaca propone una reconstrucción convivencial de la sociedad, busca replantear el sentido de la modernidad y el progreso mediante una operación particular: una inversión en las relaciones entre medios y fines, el sujeto y sus instrumentos. Esta inversión implica, a su vez, una reivindicación de los ámbitos de comunidad, es decir, de las realidades sociales y culturales exteriores a la esfera de la economía. En el caso de Robert, estos dos elementos se expresan, respectivamente, en su crítica de los transportes motorizados como una patología de la modernidad –el medio que, convertido en fin en sí mismo, tiraniza a sus usuarios– y en una defensa del valor de uso de los pies como forma verdaderamente autónoma de la locomoción. De ambos elementos se deriva, a su vez, una visión del espacio público, la economía y el urbanismo, así como un trabajo crítico de historia de los sentidos que da cuenta, como lo dice el propio Robert, de la “percepción de los lugares en la era del espacio” y del “nacimiento del concepto de espacio en la edad de los lugares”. 

 

La poética del lugar

Caminar, nos ha dicho Jean Robert mediante el ejemplo y la palabra, es una manera de estar en el mundo, de explorarlo con los propios pasos: una especie de ontología práctica y, ante todo, democrática, porque está al alcance de los pies de cada uno. Más que una “poética del espacio” –la expresión de Bachelard que, inevitablemente, supone ya de alguna manera una concesión a las categorías abstractas–, la obra de Robert ha constituido una poética del lugar, del ser encarnado, del arraigo que se deriva de esas raíces móviles (“bien plantadas, mas danzantes”) que son los pies. Jean Robert –el peatón, el activista, el pensador– se avecindó en México hace ya varias décadas. Hemos tenido la suerte de que haya escogido caminar entre nosotros. 

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Recuperar las calles: desaparecer los autos https://arquine.com/recuperar-las-calles-desaparecer-los-autos/ Wed, 01 Jul 2020 04:49:15 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/recuperar-las-calles-desaparecer-los-autos/ El coche debe desaparecer o, de menos —en lo que desaparece— limitarse su uso, velocidad y circulación. La necesidad es evidente, que no nueva: los efectos negativos del automóvil para la salud pública ya eran demasiados, sólo ahora se suma la necesidad de guardar distancia al deseo de recuperar las calles.

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Ilustraciones tomadas de “Streets for Pandemic. Response & Recovery”. NATCO.

 

Cuando hoy hablamos de transporte, concentramos casi toda nuestra atención en el automóvil. Esto resulta natural pues es el automóvil lo que lleva la mayoría de los movimientos humanos y de bienes sobre tierra. Al hacerlo, sin embargo, cometemos dos errores básicos. Primero, nos concentramos en el transporte y olvidamos que lo importante es el movimiento, y que gran parte del movimiento puede y debe llevarse acabo sin utilizar ningún medio de transporte sino utilizando sólo sus músculos. El segundo error es que nos concentramos demasiado en el automóvil, ya que es el medio de transporte que vemos con más frecuencia a nuestro rededor en la ciudad. Si queremos enfrentar los problemas del movimiento en general, de los que el transporte es una parte, debemos pensar en todos los medios de transporte, pasados, presente y futuros, y en su desarrollo. Cualquier acercamiento sistemático al problema requerirá ese tipo de consideración.

Lo anterior, inicio del ensayo “Hombre, ciudad y automóvil”, lo escribió Constantinos Doxiadis, arquitecto y urbanista, en 1969. Unos años después André Gorz escribió su breve y conocido ensayo La ideología social de la carcacha —aunque generalmente se traduce como La ideología social del automóvil, Gorz habla de bagnoles, que denota un coche algo usado, quizá ya viejo y maltratado, aunque el uso que le da Gorz implica, de cierto modo, que ningún automóvil, incluyendo el más nuevo y lujoso, puede evitar su condición de carcacha. “El profundo defecto de las carcachas, es que son como los castillos o las villas en la costa: bienes suntuarios inventados para el placer exclusivo de una minoría pudiente y que nada, en su concepción y naturaleza, los destina al pueblo.” Al igual que una villa en la costa, dice Gorz, una carcacha ocupa un espacio raro: “¿no despoja a otros usuarios de la calle (peatones, ciclistas, usuarios de tranvías o de autobuses)? ¿No pierde todo su valor de uso cuando todo mundo usa su propio auto?” Gorz apunta dos aspectos del automovilismo que abonan a esa situación.

Primero, “el automovilismo masivo materializa el triunfo absoluto de la ideología burguesa al nivel de las prácticas cotidianas: funda y mantiene en cada uno la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer y sacar ventaja a expensas de todos. El egoísmo agresivo y cruel del conductor que, a cada minuto, asesina simbólicamente a «los otros», a quienes percibe más como estorbos y obstáculos materiales para su propia velocidad, ese egoísmo agresivo y competitivo es el advenimiento, gracias al automovilismo cotidiano, de un comportamiento universalmente burgués.” En segundo lugar, “el automóvil, sigue Gorz, ofrece un ejemplo contradictorio de un objeto de lujo que ha perdido valor pro su misma difusión. Pero esa pérdida de valor práctico no ha implicado, aún, una pérdida de valor ideológico.”

Gorz cita en su ensayo otro texto hoy bastante conocido, escrito por su amigo Ivan Illich y publicado en 1973: Energía y equidad. Ahí, Illich escribe: “En el momento en que una sociedad se hace tributaria del transporte, no sólo para los viajes ocasionales sino para sus desplazamientos cotidianos, se pone de manifiesto la contradicción entre justicia social y energía motorizada, es decir, entre la libertad de la persona y la mecanización de la ruta.” Como Gorz después de él, Illich también diferencia entre movimiento y transporte, utilizando otros términos. “Por circulación designo —escribe Illich— todo desplazamiento de personas” —aclarando en otra parte que la circulación de bienes a escala masiva es un asunto distinto. “Llamo tránsito a los movimientos que se hacen con energía muscular del hombre y transporte a aquellos que recurren a motores mecánicos para trasladar hombres y bultos.” El problema surge cuando el transporte domina sobre el tránsito, sobre todo el transporte en automóviles privados —incluso cuando, como es el caso en la Ciudad de México, ese dominio es de una minoría de personas. “La circulación mecánica, agrega, no solamente tiene un efecto destructor sobre el ambiente físico, ahonda las disfunciones económicas y carcome el tiempo ye el espacio.” Como por su parte afirma Gorz, “si el coche tiene que prevalecer a toda costa no existe más que una solución: suprimir las ciudades.”

En su texto, Doxiadis plantea en un apartado que “el automóvil daña la ciudad y hiere al hombre”, y desglosa esos efectos en cinco puntos. Primero, “el automóvil interfiere con al escala humana y ha arruinado completamente lo que está afuera de las casas y los edificios”. La cohabitación en la ciudad con el automóvil, añade, ha obligado a las personas a “abandonar sus caminos y sus plazas y resguardarse del peligro en el interior, al lado o debajo de los edificios.” En segundo lugar, “el automóvil crea problemas mucho más allá que el espacio cubierto por su cuerpo de acero”: contamina, hace ruido, estorba. El automóvil, tercer punto, ha disuelto el tejido social, aumentando las distancias entre las personas. Y no se puede dejar de subrayar este punto: el automóvil no sirve para librar grandes distancias en las ciudades, al contrario: las produce. En cuarto lugar, “el automóvil ha puesto mayores partes del campo en contacto con la ciudad”. Atrae más gente a esa zona borrosa entre ciudad y campo que no es ni una ni lo otro. Por último, para Doxiadis los automóviles rompen los centros de las ciudades al sobrecargarlos. Para balancear, Doxiadis apunta tres puntos positivos del automóvil: ayudó a que las ciudades crecieran más allá de sus límites —aunque esto choca con varios de los puntos anteriores. En segundo lugar, dice, el automóvil permite al hombre ir a donde quiera —aunque, atendiendo a Illich esto no es cierto, pues el automóvil sirve básicamente a ciertas clases sociales y por otro lado, siguiendo a Gorz, entre a más ofrezca esa libertad de movimiento menos eficiente resulta para cumplirla.

A diferencia de Illich y Gorz, Doxiadis no ambiciona desaparecer al automóvil, al contrario, pensaba que se requerían más, pero controlados pues también piensa que hemos concentrado nuestra atención solamente en ese medio de transporte. Su argumento es que en el sistema ciudad-hombre-automóvil hay algo que no funciona y supone que es un problema de escala: el auto funciona bien a ciertas distancias y velocidades, no a las de la ciudad. Por eso propone remover al automóvil de la escala pequeña, en “barrios y comunidades que serían servidas por el automóvil pero no atravesadas por él”. También pensaba que el mismo automóvil debía tener distintas escalas y tipos: “del pequeño e individual, de baja velocidad, al grande y comunitario, de alta velocidad, con distintos sistemas viales”.


Estas ideas sobre los efectos del uso de automóviles en las ciudades, planteados al menos desde hace 50 años y que diversas personas y colectivos han buscado implementar cada vez con mayor éxito pero, también, enfrentándose al rechazo a veces total de quienes han construido no sólo su realidad cotidiana sino su imaginario de movilidad urbana sólo alrededor del automóvil, hoy, en tiempos de crisis climática y pandemia de covid-19, aún más pertinentes. En un artículo publicado en el New York Times el 20 de junio, “Take Back the Streets From the Automobile”, Justin Gillis y Heather Thompson escriben:

“Hoy, la pandemia de coronavirus, con todo su horror, abre la posibilidad de un cambio urbano radical. Las ciudades tienen la oportunidad de corregir su más grande error del siglo XX: haber entregado demasiado espacio público al automóvil. Las ciudades deben aprovechar el momento y moverse rápidamente. Necesitamos encontrar un mejor balance entre los autos en nuestras calles y los ciclistas y peatones quienes, por décadas, han sido descuidados y empujados al margen.”

En México, Carina Arvizu, subsecretaria de Desarrollo Urbano y Vivienda, y Martha Delgado, subsecretaria de Asuntos Multilaterales y Derechos Humanos, escribieron en el semanario Este País un texto titulado “Distancias en la ciudad”, en el que hablan del “nuevo reparto del espacio vial” que se ha dado, como en muchas otras ciudades del mundo, en la Ciudad de México y plantean que:

Las soluciones temporales descritas deben ir acompañadas de un replanteamiento sobre la distribución espacial de las funciones de las ciudades. Llegó el momento de hacer efectivo el derecho a la ciudad, que urbanistas como Lefebvre (1967) y Harvey (2008) han apuntado. No se trata únicamente de lograr que todas las personas tengan acceso a los beneficios que ofrece la ciudad, sino también de que ellas puedan incidir y transformar su entorno: darles poder. Estas soluciones van de la mano de una efectiva planeación del territorio, con reglas claras, justas y eficaces.”

La National Association of City Transportation Officials, presidida por Janette Sadik-Khan, antigua comisionada del Departamento de Transporte de la ciudad de Nueva York, publicó un documento titulado Streets for Pandemic. Response & Recovery —del que provienen las ilustraciones de esta nota. “Estamos en un momento en que requerimos mantener distancia física para proteger la salud pública y las calles necesitan hacer más que lo acostumbrado. Las calles deben configurarse de manera que la gente pueda moverse de manera segura por la ciudad. […] Las calles y ciudades que vemos al otro lado de la pandemia serán diferentes de las que conocimos tan sólo hace unos meses atrás.” El documento apunta que “comúnmente existe suficiente espacio en las calles para guardar distancia física, pero mucho de ese espacio en la actualidad se le asigna por defecto a los vehículos automotores.” ¿La solución? Eliminar espacios para estacionarse a lo largo de la banqueta; reducir el tamaño de los carriles para autos; designar calles como de acceso local únicamente; cerrar carriles o calles enteras a la circulación de vehículos automotores.

Lo que hay que hacer en las ciudades en relación a la movilidad o circulación es claro —lo es desde hace al menos 50 años, como ya vimos. El coche debe desaparecer o por lo pronto, en lo que desaparece, limitarse su uso, velocidad y circulación —además de asegurar que sus usuarios se hagan cargo de las externalidades negativas de sus vehículos: pagando tenencia y pagando por estacionarse en la vía pública, por ejemplo. Habrá oposición de muchos obsesivos defensores del automóvil —ya la hemos visito, de hecho— pero ahora la necesidad es evidente, que no nueva: los efectos negativos del automóvil para la salud pública ya eran demasiados, sólo ahora se suma la necesidad de guardar distancia al deseo de recuperar las calles.

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