Resultados de búsqueda para la etiqueta [Horizonte ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 15 Aug 2023 16:56:16 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Ver el horizonte como lo mira una vaca https://arquine.com/ver-el-horizonte-como-lo-mira-una-vaca/ Sun, 13 Aug 2023 23:52:25 +0000 https://arquine.com/?p=81747 ​​“Orisons” es una obra de 'land art' en un sitio de casi 65 hectáreas en el Valle de San Luis, Colorado, realizado por la artista francesa Marguerite Humeau. ​​“Orisons” —​​“oraciones”— es una obra que casi no se ve y casi no toca un territorio donde, desde la colonización occidental hasta las últimas dos décadas de sequía, la mano del hombre, de ciertos hombres, quizá ya ha tocado y alterado demasiado el sitio.

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Cuando nuestros ojos se detienen en una pintura de Rembrandt, nuestra mirada se vuelve pesada, bovina de algún modo.

Jean Genet

 

Esto es una escultura, por supuesto. Eso dijo Rosalind Krauss al final del párrafo que describe Perimeters/Pavilions/Decoys, obra de Mary Miss, hecha en 1978 —que es una excavación en la tierra, apuntalada con postes de madera, y con una escalera, también de madera, que permite descender al fondo— y con el que abre su hoy famoso ensayo ​​“La escultura en el campo expandido”, publicado en 1979. Para Krauss, desde los años 60, con el land art, la escultura había entrado en una condición en la que se definía por la combinación de exclusiones: pese a estar en el paisaje y tener las dimensiones de un paisaje, no es paisaje; o pese a tener el tamaño y la conformación de una obra de arquitectura, no es arquitectura. El trabajo de Robert Irwin, Walter de Maria, Robert Smithson, Christo y, claro, Mary Miss, entran o abren esta categoría de obras que no son paisaje ni arquitectura pero, por supuesto, son esculturas.

A finales de julio se abrió —si así se puede decir— la obra de Marguerite Humeau titulada Orisonsque en las categorías del arte contemporáneo se clasifica como landart earthwork, y cuenta con una extensión de 160 acres —casi 65 hectáreas—. Orisons se encuentra en el Valle de San Luis, en Colorado. El valle es parte de los territorios que México “cedió” a los Estados Unidos tras la invasión de 1848 y cubre una superficie de más de 21 mil kilómetros cuadrados a una altitud, similar a la del Valle de México, de 2,300 metros sobre el nivel del mar. Sus ocupantes originarios son los Kapote y los Ute, y actualmente la mitad del territorio es propiedad privada dedicada al cultivo. Durante las últimas sequías el valle ha padecido por la escasez de lluvias, lo que algunos expertos ya califican como algo más que una sequía: desertificación.

Marguerite Humeau nació en 1986 en Francia y vive en Londres, donde estudió en el Royal College of Art. Su trabajo, según puede leerse en el sitio de la galería White Cube, “recorre grandes distancias en el espacio y el tiempo, desde la prehistoria hasta mundos futuros imaginados, en su búsqueda de los misterios de la existencia humana. Ella da vida a las cosas perdidas, ya sean formas de vida que se han extinguido o ideas que han desaparecido de nuestros paisajes mentales. Llenando vacíos de conocimiento con especulaciones y escenarios imaginados, su objetivo es crear nuevas mitologías para nuestra era contemporánea.”

En una entrevista con Maura Thomas, Humeau cuenta que a principios de 2020, antes de que se decretara la pandemia, Cortney Stell, curadora en jefe de Black Cube Gallery, la invitó a proponer un proyecto en el lugar de su elección. Se atravesó la pandemia y la propuesta quedó en pausa. Mientras tanto, Humeau investigaba la relación entre las hierbas y el suelo en el que crecen, lo que la llevó, entre otras cosas, a las imágenes aéreas de los círculos de cultivo intensivo en el desierto, que también pueden verse en el Valle de San Luis. Humeau le escribió a Stell que quería encontrar un círculo de esos para transformarlo en landart, y la galería Black Cube hizo la investigación hasta encontrar la granja Jones Faras Organics, quienes lo cedieron.

A Humeau la presentan como una investigadora infatigable, y entre los temas que estuvieron al inicio de Orisons, estuvo la misma idea de lo que es eso llamado land art. En otra entrevista, Humeau explica que, tras reflexionar sobre la idea asumida de que el land art es una obra de dimensiones tales que puede ser vista desde el aire, pensó que quería que su “trabajo tratara sobre nuestra relación actual con el medio ambiente como humanos en la Tierra, es decir, tocar la tierra lo menos posible físicamente (casi hasta el punto de que la intervención artística o poética se vuelve invisible), pero creando una obra de arte impactante, lo que sería intensificar, apoyar y celebrar la presencia de todos los seres vivos, en descomposición, muertos o latentes en el sitio, seres físicos, históricos, espirituales y mitológicos.”

En un texto titulado ¿Cuál es el papel del land art en una era de devastación ambiental?, Megan O’Grady inicia su descripción de Orisons de este modo:

Los visitantes pasan junto a una puerta para ganado en desuso. Oxidada, torcida, es el tipo de reliquia fantasmal del pasado en el que uno vislumbra el futuro. Al reconocerla como un ready-made, Humeau la dejó ser, instalando una simple banca en su interior. Construida con ladrillos hechos a mano por el arquitecto Ronald Rael, la banca permite a los visitantes sentarse aproximadamente a la altura de una vaca, rindiendo homenaje a sus antiguos usuarios bovinos. Pero no es, por supuesto, la perspectiva de la vaca lo que hace que la cerca del ganado sea interesante; es la nuestra, el de un ser humano del siglo XXI, capaz de percibir en ella la poesía oscura y la dialéctica sensual entre la naturaleza y los vestigios inquietantes de un pasado humano ya superado.

 

Horizontes

En su Teoría de la religión, Georges Bataille escribió:

No hubo paisajes en un mundo en el que los ojos que se abrían no aprehendían lo que miraban, en la que, a nuestra medida, lo ojos no veían.

¿Cuál es esa medida del hombre que hace que los ojos vean y aprehendan lo que miran? En otro texto, publicado en el sexto número de la revista Documents, que el dirigía, y titulado “El dedo gordo”, el mismo Bataille decía:

El dedo gordo del pie es la parte más humana del cuerpo humano, en el sentido de que ningún otro elemento de este cuerpo se diferencia tanto del elemento correspondiente del simio antropoide (chimpancé, gorila, orangután o gibón). Esto se debe al hecho de que el mono es arbóreo, mientras que el hombre se mueve por el suelo sin agarrarse de las ramas, haciéndose él mismo un árbol, es decir, elevándose derecho en el aire como un árbol, y tanto más hermoso cuando su erección es correcta. La función del pie humano consiste, pues, en dar firmeza a esa erección de la que tanto se enorgullece el hombre (el dedo gordo, dejando de servir para el posible agarre de las ramas, se aplica al suelo en el mismo plano que los otros dedos).

No sin jugar con el doble sentido —y la reducción de la humanidad al género masculino—, Bataille explica que la orgullosa erección que hace posible el dedo gordo, no sólo libera la mano para dedicarla a la fabricación de herramientas, sino que, al levantar la cara en un plano distinto al de otros animales, nos coloca de frente a un mundo objetivo y nos abre, literalmente, el horizonte. De nuevo en Teoría de la religión, Bataille explica la animalidad —aclarando que desde un punto de vista estrecho y discutible— como inmediatez o inmanencia: el animal no se distingue a sí mismo del medio en el que vive:

La distinción pide una posición del objeto como tal. No existe diferencia aprehensible si el objeto no ha sido puesto. El animal que otro animal devora no está todavía dado como objeto. No hay, del animal comido al que come, una relación de subordinación como la que une un objeto, una cosa, al hombre, que rehusa, a su vez, a ser mirado como una cosa.

Y si bien el andar erguidos en dos patas, con la cara levantada y la vista fija en el horizonte, es una característica común a la mayoría de las personas humanas —a partir, claro, de cierta edad—, la separación del entorno, la constitución de una diferencia —de hecho ontológica—, el humano erecto y lo otro, el mundo, quizá no se piense y viva de la misma manera en todas las culturas. En su libro Sexual Personae. Art and Decadence from Nefertiti to Emily Dickinson, la polémica Camille Paglia, tras afirmar que “la sociedad es un sistema de formas heredadas que reducen nuestra humillante pasividad ante la naturaleza”, hace de la mirada, de cierto tipo de mirada —“la mirada contemplativa y conceptual, la mirada del arte”— a la vez invento y origen del pensamiento occidental, que, erguido, deja de ver a la tierra y adorar diosas femeninas, y vuelve su mirada a los cielos y sus astros. “El ojo occidental hace cosas, ídolos de objetivación apolínea”. También dice que “si la civilización hubiera sido dejada en manos femeninas, seguiríamos viviendo en chozas de paja.” Escrito en 1990, hoy, cuando el Antropoceno es ya un término común —que además de recalificarse como Capital0ceno, como proponen Jason Moore y Donna Haraway, hay que pensar como Androceno—, cabe preguntarse si la civilización femenina de chozas de paja hubiera estado tan mal. En todo caso, si el horizonte es un producto de la mirada del hombre —occidental—, ¿cómo mira el horizonte una vaca?

 

Rembrandt

 

En los años 50, durante su estancia en Londres, el escritor francés Jean Genet vio por primera vez un cuadro de Rembrandt y quedó fascinado por su obra. En 1958 publicó un texto sobre el pintor y siguió trabajando en otros para un posible libro. También en los años 50, Genet conoció al joven Abdallah Bentaga, quien sería su amante. Bentaga era malabarista y funambulista, y Genet lo animó a ejecutar acrobacias cada vez más arriesgadas. Un día Bentaga cayó de la cuerda floja y, a causa del accidente, jamás pudo volver a caminar sobre ella. Terminó suicidándose en 1964. Genet se sintió responsable de la muerte de Bentaga y quemó todos los manuscritos que guardaba en una maleta, incluyendo lo que había escrito sobre Rembrandt. Sólo quedan dos textos: “El secreto de Rembrandt”y “Lo que queda de un Rembrandt partido en cuatro pedazos iguales y tirado por el escusado”,que se publicó en 1967.

Genet comienza ese texto contando un encuentro, una revelación:

Un día, al viajar en el tren, experimente una revelación: mientras veía al pasajero en el asiento frente al mío, me di cuenta de que cada hombre tiene el mismo valor que cualquier otro.

El encuentro fue tan instantáneo como accidental: cuando Genet levanta la mirada y ve hacia el frente descubre la del otro pasajero, que ha hecho lo mismo. Los dos se ven viéndose.

¿Experimentó él, ahí y entonces, la misma emoción —y confusión— que yo? Su mirada no era la de otro: era mi propia mirada lo que encontré en un espejo, inadvertidamente y en un estado de olvido de sí. Sólo puedo expresar lo que sentí de esta manera: yo flotaba fuera de mi cuerpo, por sus ojos, hacia el suyo al mismo tiempo que el flotaba hacia el mío.

Genet explica que no encontró esa experiencia nada placentera. La revelación de que, bajo su apariencia, ese hombre era igual a él, que había una comunión profunda entre ambos, le disgustó. Sin embargo, cuenta que pasó de la idea de que todo hombre es como cualquier otro hombre, a la de que cada hombre es todos los hombres. Y que incluso llegó a sentir lo mismo en los ojos fijos, pero que aún miran, de las cabezas de ovejas apiladas en el mercado.

¿Y Rembrandt? En la edición de 1967 en la revista Tel Quel, el texto de “Lo que queda de un Rembrandt” se publicó junto con aquél publicado primero en 1958, “El secreto de Rembrandt”Junto, literalmente: Lo que queda en la columna izquierda, en redondas, y El secreto en la columna derecha, en itálicas. Así, a la revelación que Genet tiene en el vagón de tren al cruzarse su mirada con la del pasajero de enfrente y darse cuenta que cualquier hombre es igual otro, a todos, corresponde la afirmación de que “nuestra mirada puede ser veloz o lenta, lo que depende más de la cosa que vemos que de nosotros” y, casi inmediatamente, el que “cuando nuestros ojos se detienen en una pintura de Rembrandt, nuestra mirada se vuelve pesada, casi bovina.” Genet afirma que “algo la retiene, una fuerza pesada.” Para Genet, en la pintura de Rembrandt no hay “referencias a personas identificables”, no hay “detalles, características  que hagan referencia a trazos de carácter, a alguna sicología individual” —excepto quizá, aclara, en la larga serie de autorretratos—. Y, sin embargo, no es porque los personajes que pinta sean “esquemáticos y, por tanto, despersonalizados.” Al contrario. Una capa de pintura tras otra, Rembrandt pinta cuerpos de carne que, dice Genet, “digieren, son cálidos, pesados, huelen, cagan.” En la pintura de Rembrandt, “el ojo reconoce el objeto al mismo tiempo que reconoce la pintura como tal.” Rembrandt, dice Genet, nos presenta la pintura “como una materia distinta que no se avergüenza de ser lo que es”. Para eso, sigue Genet, “Rembrandt tuvo que reconocerse como hombre de carne, de sangre, de lágrimas, de sudor, de mierda, de inteligencia y de ternura, de otras cosas también, ad infinitum, pero ninguna de ellas negando a las otras, de hecho cada una acogiendo a las otras.” Así, Rembrandt alenta y hace pesada nuestra mirada, como la de una vaca, “no sólo deteniendo el tiempo que hacía a sus sujetos fluir hacia el futuro, sino haciéndolo fluir haca atrás hacia eras remotas. Mediante esta operación, Rembrandt consigue la solemnidad. Así descubre por qué, a cada momento, cada momento es solemne: lo sabe desde su propia soledad.”

 

Orisons

 

 

Dice Humeau que lo primero que se preguntó al empezar a trabajar en Orisons fue “cómo se entiende la escala, cómo se puede tener impacto” y revisó las grandes piezas de land art. Frente que se miden frente al paisaje con una escala monumental pera claramente visible, desde lejos, desde el aire, como una intervención hecha por el hombre —de Spiral Jetty de Robert Smithson a Cityde Michael Hazer, más allá de sus muy distintas materialidades y modos de construcción—, Humeau optó, en cierto sentido, por desaparecer y dejar que la tierra misma —land— fuera el arte:

Pensé, antes que nada, que la obra es la tierra. Lo que hago como artista es sólo celebrar o ayudar o apoyar o sólo cuidar lo que ya está ahí. No se trata de dejar mi marca o algo de ese tipo. Primero, tenemos que detenernos y mirar, y para eso debemos poder reposar, recostarnos. Pensé que tal vez sólo habría que poner algunas bancas. ¿Cómo ayudo a los humanos a detenerse y mirar y ser testigos?

Para Humeau, esa experiencia de detenerse, mirar y ser testigos, es una experiencia que busca ser colectiva. No sólo trascender la individualidad subjetiva sino incluso la comunidad humana:

Estoy interesada en vincular, cuando hablo de seres vivos, no sólo los seres vivos que viven ahí, sino también quizá seres mitológicos que viven en la imaginación de los pueblos, en nuestros imaginarios colectivos. […] Para mi se trata realmente de cómo fundirnos con una vida entera más grande. De cierto modo, podemos hablar de un mundo postclima. Tal vez no debiéramos estar tan obsesionados con nuestra propia extinción; tal vez nos debería preocupar la vida, porque la vida nos sobrevive.

Orisons, palabra casi homófona con horizontes, viene del inglés antiguo orisoun, que a su vez proviene del anglonormando oreison, y ésta del francés antiguo oraisun, que finalmente deriva del latín oratio, orationem, raíz también de nuestra palabra oración. Orisons es un rezo, una plegaria callada, casi invisible, que, casi sin tocarlo —ya la mano del hombre, de ciertos hombres, desde la colonización hasta la crisis climática, lo ha trastocado lo suficiente— busca propiciar una experiencia de re-ligarse con un entorno y una vida mayor, mucho mayor que cada una de nosotras, pero que quizá revela, como la experiencia acaso mística de Genet en el vagón de tren y su lectura de la obra de Rembrandt, una comunidad posible, una mismidad en la otredad.

 

Observar, cuidar

 

 

Los pueblos indígenas de todo el mundo están viendo y sintiendo los impactos del cambio climático y ya están preparándose para lo que vendrá a medida que el planeta sigue calentándose. Porque son cuidadores y observadores de la tierra a largo plazo, los pueblos están preocupados por la salud de sus comunidades y el mundo natural del que dependen y con el que tienen estrechos lazos materiales y espirituales. Acciones climáticas —también conocidas como “estrategias de adaptación”— se están planificando en todo el mundo para proteger y preservar la naturaleza, entornos para las generaciones actuales y futuras.

Núchíú. Ute Mountain Ute Tribe Climate Action Plan.

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Topografía y alteridad: las enseñanzas de David Leatherbarrow https://arquine.com/topografia-y-alteridad-las-ensenanzas-de-david-leatherbarrow/ Thu, 19 Dec 2019 14:20:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/topografia-y-alteridad-las-ensenanzas-de-david-leatherbarrow/ Exponer de forma sintética la contribución de David Leatherbarrow a la teoría de la arquitectura actual es algo difícil, más aún cuando se trata de un público de habla hispana. Quizá la contribución teórica mas importante de Leatherbarrow sea el desarrollo del concepto de topografía.

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Exponer de forma sintética la contribución de David Leatherbarrow a la teoría de la arquitectura actual es algo difícil, más aún cuando se trata de un público de habla hispana. Salvo Arquitectura de la Superficie (2008) escrito con Mohsen Mostafavi y publicado en Madrid por editorial Akal, ninguno de sus libros ha sido aún traducido al español. Pero incluso para los lectores de habla inglesa, la teoría de Leatherbarrow puede ser dura de roer, sino es que de plano inaccesible. Como Daniel Willis señaló en referencia a dos de sus obras, Uncommon Ground (2000) y Surface Architecture (2002): para leerlo se requiere de “gusto adquirido” (acquired taste). Robert Harbison fue aún más concreto en referencia a su segundo libro, The Roots of Architectural Invention (1993): “El libro no es fácil. Jamás pasa por la mente de Leatherbarrow que un libro cómo este debe ser entretenido. El lector está obligado a hacer un gran esfuerzo, pero una vez hecho, sale recompensado”. En resumen, sus escritos no son para cualquiera. La dificultad de sumergirse en ellos no se debe a malabarismos conceptuales sino quizás a su opuesto, y a lo inesperado de su lenguaje. Si algo distingue la obra de Leatherbarrow de la mayor parte de la producción teórica actual, siempre apresurada en adherirse o declarar filiaciones teórico-críticas o filosóficas, sean estas marxistas, post-estructuralistas, fenomenológicas, poscoloniales, “triple-o”, o lo que sea, Leatherbarrow parte de premisas por demás familiares para los arquitectos: los proyectos o edificios mismos o el pensamiento de sus artífices. Una vez iniciado esto, eleva gradualmente su discurso al ámbito filosófico. Es decir, Leatherbarrow no parte de la filosofía sino que arriba a ella y en este sentido su esfuerzo se asemeja al de Louis I. Kahn en su persistencia de atisbar -pero nunca presuponer- “horizontes filosóficos”. A fin de cuentas la verdadera filosofía no filosofa sobre ella misma sino sobre la vida y el mundo.

Foto: An Nguyen

 

Quizá la contribución teórica mas importante de Leatherbarrow sea el desarrollo del concepto de topografía. Término usado por igual por teóricos como Kenneth Frampton o Ignasi de Solà Morales, o por proponentes del diseño paramétrico (para quienes topografía y topología son casi lo mismo) o por teóricos del paisaje y la ciudad, el concepto de topografía de Leatherbarrow no se refiere únicamente a la dimensión física del terreno o las superficies sino, de forma más amplia, al lugar. Elaborado principalmente en Uncommon Ground y Topographical Stories (2004), y parcialmente derivado de su maestro Dalibor Vesely (para quien la topografía implica orientación, y esta a su vez fisonomía), el término adquiere en sus manos connotaciones antropológicas, ecológicas y disciplinares más concretas. Aunque raramente definida de manera directa, la topografía es para él el horizonte al cual la arquitectura se refiere en su forma y disposición, y ante la cual defiere en ultima instancia su identidad y autonomía. Es algo tanto visible y patente como invisible y latente que permea y circunscribe los edificios y nuestra experiencia de ellos; diversa y heterogénea, nuestro registro de ella es inagotable. Si existe un concepto filosófico equivalente este es el de “mundo”, especialmente aquel emanado de la tradición que corre de Husserl a Merleau-Ponty. Leatherbarrow, sin embargo, lo circunscribe al ámbito arquitectónico, primero, al señalar que la topografía considerada desde la arquitectura está “saturada de rastros de praxis humana”, y segundo, al insinuar, mediante el uso de la raíz graphos, que la labor de los arquitectos es la de registrar estos rastros, marcas o huellas -no sólo humanas sino también naturales- y de proveer de más huellas para que las experiencias recurran o en su caso se transformen.

Otra de las contribuciones de Leatherbarrow es la de pensar la arquitectura en su carácter accesorio; algo difícil de digerir para quienes la arquitectura es ante todo presencia ante los sentidos. Leatherbarrrow, al contrario, enfatiza lo que ya Walter Benjamin identificó (aunque quizás con propósitos distintos) al afirmar que la arquitectura es “el prototipo de la obra de arte cuya recepción se consuma en la colectividad en estado de distracción”. En efecto, en nuestra experiencia diaria, rara vez prestamos atención a los edificios, a su configuración, materiales o proporciones; y cuando lo hacemos es por intereses bastante específicos, como el estudio científico o la contemplación estética. Este carácter accesorio el lo llama la “lateralidad esencial de la arquitectura”, algo que muy a menudo contrapone a su “frontalidad,” la experiencia frontal de los edificios y al producto que deriva de ella: la fachada. Para Leatherbarrow, la arquitectura se percibe primordialmente en los márgenes de nuestra experiencia, precisamente como topografía, horizonte, o mundo. No quiere decir esto que, la apariencia visual sea secundaria, todo lo contrario, sino que los edificios tienen la capacidad de volverse “figura” pero sólo cuando emergen del “fondo” o sustrato que comparten con el mundo mismo. De ser recesiva, la arquitectura puede en cualquier momento tornarse prominente, volverse objeto de nuestra atención, o para parafrasear a Merleau Ponty, ser visible una vez e invisible otra. A pesar de que muchas de las categorías usadas en sus trabajos pueden parecer nebulosas, su método es el de acompañar sus teorizaciones con descripciones de obras o proyectos arquitectónicos de lo más rigurosas, atendiendo a expectativas disciplinares, pero también echando mano de analógias con el mundo del arte o la literatura.

Hay también en su obra una fuerte carga de alteridad, una noción de arquitectura como algo que se sacrifica ante lo otro (“The Sacrifice of Architecture” fue el titulo de su contribución a la Biennale de Venecia de 2012), y que le otorga a sus escritos una gran dimensión ética y ecológica. Este cúmulo de ideas está principalmente vertido en sus dos últimos libros, la serie de ensayos Architecture Oriented Otherwise (2009) y el más reciente Three Cultural Ecologies (2018) escrito con Richard Wesley (y en el que sin embargo extrañamos en su título —no así en su argumento— una referencia directa a la arquitectura). Estas ideas, sin embargo, ya estaban anunciadas en uno de sus primeras obras, y quizás la más famosa de ellas: On Weathering: the Life of Buildings in Time (1993). Escrito a la par con Mostafavi, este texto esta dedicado a la cuestión del desgaste de los edificios por el paso del tiempo, el uso y la erosión natural, y de forma significativa tiene como epígrafe un poema del mexicano Octavio Paz.

Hoy en día Leatherbarrow se encuentra finalizando su más ambicioso proyecto hasta la fecha: un libro sobre arquitectura y el sentido de temporalidad, tema que, como hemos sugerido, ha sido abordado de distintas maneras en todos sus escritos. Aparte de su producción teórica, sus participaciones en revisiones, jurados, presentaciones de tesis y debates públicos son ya legendarias. Su elocuencia verbal caracterizada por un hablar suave pero categórico es magnética y de una profundidad casi hipnótica. Con todo, fuera de aquellos profesionales y académicos que conocen su obra en nuestro idioma, sus escritos traducidos al español son aún pocos, y muchos tendrán que conformarse por el momento con ellos. No obstante esto, Leatherbarrow ha tenido otro tipo de influencia en América Latina y la península ibérica. Esta ha sido básicamente resultado de sus colaboraciones con colegas de esas regiones, así como a través de aquellos que han tenido la fortuna de estudiar bajo su tutela en cursos de pregrado, maestría o doctorado. Estos últimos, maestros muchos de ellos ahora, difunden su pensamiento en países como Colombia, Puerto Rico, Brasil y México. Más allá, su influencia se deja sentir en muchas otras latitudes. Como bien dijo Kenneth Frampton en ocasión de su nombramiento como ganador del medallón Topacio 2020 otorgado por el Instituto Americano de Arquitectos y la Asociación de Escuelas Colegiadas de Arquitectura en reconocimiento a la “excelencia en la educación en arquitectura”, Leatherbarrow es “un profesor extraordinario con una gran ambición y energía; ha sido profesor o investigador invitado en literalmente todas las escuelas de prestigio del mundo ¿que más se puede añadir? maestros de arquitectura de élite no se encuentran con más distinción que esto”. En efecto, desde su posición de profesor de arquitectura en la Universidad de Pensilvania, institución donde ha dictado cátedra durante los últimos treinta y cinco años, Leatherbarrow ha compartido sus conocimientos en una gran cantidad de países y a la vez aprendido de ellos para beneficio de su propia obra y enseñanza: desde Canadá, los países del norte y centro de Europa, pasando por Grecia y Turquía, Australia y Nueva Zelanda, hasta Tailandia, Corea del Sur, Japón y China, país este ultimo en donde reside parte del año, al repartir su tiempo entre la ciudades de Nanjing y Filadelfia.

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La ciudad es el movimiento https://arquine.com/la-ciudad-es-el-movimiento/ Tue, 11 Dec 2018 13:00:15 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-ciudad-es-el-movimiento/ En el Fondo de Cultura de la Condesa encontré la edición facsimilar de Horizonte (1926-27), la revista que el movimiento estridentista publicó durante su paso por Jalapa con el plan de construir ahí Estridentópolis, la ciudad de vanguardia que antes se habían imaginado en sus poemas, grabados y novelas.

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En el Fondo de Cultura de la Condesa encontré la edición facsimilar de Horizonte (1926-27), la revista que el movimiento estridentista publicó durante su paso por Jalapa con el plan de construir ahí Estridentópolis, la ciudad de vanguardia que antes se habían imaginado en sus poemas, grabados y novelas. El material de Horizonte es amplio. Hay poemas de Maples Arce y Kin Taniya, hay grabados de Alva de la Canal y Jean Charlot, hay textos propagandísticos a favor del general Heriberto Jara (su jefe en Veracruz), hay fotografías que hoy son muy conocidas como la de los postes de teléfono de Tina Modotti o la cisterna de Edward Weston, hay instructivos para instalar antenas o hacer tus propias películas, incluso hay anuncios publicitarios como el de una carnicería llamada “La moderna”. Las portadas son de Alva de la Canal y Leopoldo Méndez. En una de ellas, la de marzo de 1927, aparecen un campesino y un obrero, uno con la hoz, el otro con el martillo, ambos con una antorcha en la mano; tirado en el suelo está un capitalista con la cara cadavérica, rodeado de flamas. Si algo une a todo este material artístico, político, científico y técnico, lo une el propósito de incluir todo aquello que fuera moderno, todo lo que cumpliera con la máxima estridentista de “hacer actualismo”, de ser actuales con el mundo, todo lo que sirviera para hacer de la reconstrucción posrevolucionaria un proyecto de modernidad. Este era su horizonte utópico.

Hablar de estridentismo todavía se asocia con hacer arqueología. Durante buena parte del siglo XX fueron un movimiento olvidado, sepultado por la tradición que consolidaron sus rivales, los así llamados Contemporáneos, el “grupo sin grupo”. Hay algo de justicia poética en que un movimiento que apostó tanto por la construcción tenga que ser reconstruido. En Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, los infrarrealistas se la pasan deambulando por la ciudad en busca del rastro de una tal Cesárea Tinajero, una poeta más o menos relacionada con los estridentistas:
Yo les dije, ah, Cesárea Tinajero, ¿dónde oyeron hablar de ella, muchachos? Entonces uno de ellos me explicó que estaban haciendo un trabajo sobre los estridentistas y que habían entrevistado a Germán, Arqueles y Maples Arce, y que habían leído todas las revistas y libros de aquella época, y entre tantos nombres, nombres de hombres cabales y nombres huecos que ya no significan nada y que no son ni siquiera un mal recuerdo, encontraron el nombre de Cesárea. ¿Y?, les dije. (170).

Dicen que el estridentismo nació en 1921, cuando Maples Arce imprimió Actual No.1 y fue a pegarlo por las paredes de la ciudad de México, junto a los carteles de toro y teatro, como decía Luis Mario Schneider. Qué raro inaugurar un movimiento artístico así. Qué extraña debe haber sonado para quien la leyó esa oda desenfrenada a las calles, los automóviles, los letreros, los ruidos y los andamios en una ciudad que apenas empezaba a modernizarse, donde apenas y había edificios. Pero así es como nació el estridentismo, según esto, y eso es en gran medida lo que fue: un movimiento que, sobre todo lo demás, ansiaba estar en sincronía con el presente –con el arte, la política y los retos de la vida moderna–, aunque por momentos no supieran muy bien cómo hacerlo, como si estuvieran condenados a la periferia por más que quisieran justo lo contrario.

En sus primeros años, los años en la ciudad de México, los estridentistas se dedicaron a construir su movimiento, que uno podría pensar en términos de una serie de infraestructuras: un café, una o dos revistas, una exposición, una imprenta, unos cuantos manifiestos. Pero si es verdad, tal como sugiere Boris Groys en The Total Art of Stalinism, que las vanguardias siempre se trataron de romper las fronteras entre el arte y la vida, y en esta medida fueron proyectos de construcción estético-política, esto es todavía más cierto en el contexto posrevolucionario. Al igual que muchos otros artistas e intelectuales del periodo, los estridentistas sintieron el llamado a imaginar y construir un nuevo país, un país moderno. Por eso, para cuando llegaron a trabajar al gobierno de Heriberto Jara en Jalapa, los estridentistas ya lo que querían era construir una ciudad en sí, una ciudad que a la vez funcionara como una imagen para el país entero. A partir de este punto, la ciudad es el movimiento, la culminación de ese proyecto estético que había empezado en el Café de Nadie y en un puñado de textos y que ahora se escapaba hacia la realidad misma.

Así es que en Jalapa, rebautizada Estridentópolis, el movimiento publicó libros y organizó eventos, construyó el primer estadio de concreto (hoy llamado Heriberto Jara), planeó la inauguración de la Universidad Veracruzana, proyectó una torre de radio que Alva de la Canal anunció con un grabado, habló de construir una ciudad-jardín, resaltó la importancia de las obras de pavimentación y drenaje… Horizonte era el órgano encargado de reunir este proyecto de vanguardia, de reflexionarlo, de justificarlo, de plantearlo como la posibilidad para la nación posrevolucionaria. Estridentópolis puede entonces entenderse como una utopía urbana no sólo porque surgió de un proyecto estético o porque éste fue mucho más ambicioso de lo que al final lograron construir, sino sobre todo porque fue el modelo a partir del cual fue posible imaginar, discutir y pensar cómo debía ser el espacio de un México moderno.

Es por esto que uno podría decir que Estridentópolis se encuentra adentro de Horizonte, que Horizonte es nada menos que el modelo utópico en sí, el proyecto urbano como tal, el programa donde se configuró una idea de ciudad y de infraestructura. El procedimiento fundamental es el montaje, otro signo de la vanguardia. Es así como un contenido diverso –arte, política, ciencia, técnica, propaganda, fotografía– puede chocar y emplazarse uno al lado del otro. Todo lo que pueda ayudar a modelar Estridentópolis tiene derecho a entrar, la diversidad en realidad no existe cuando de lo que se trata es de construir una ciudad y luego un país entero. En el texto inaugural de la revista, probablemente escrito por Germán List Arzubide, dicen lo siguiente: “En México, más que en ninguna otra parte, es necesario guía, alguien que oriente esta crisis de un pueblo que sintiendo que era necesario destruir el pasado, fue a la batalla y lo deshizo, y ya triunfador se halla solo, dueño de todos los caminos sin saber cuál seguir” (3). Tal era la tarea tanto de la revista como de las obras urbanas en Jalapa: modelar un camino.

Esto explica la obsesión con la infraestructura urbana, que desde sus primeros textos les había fascinado y que ahora justifican de manera más programática. Construir infraestructura, urbanizar, esa es la forma como los estridentistas se imaginan la tarea posrevolucionaria de modernizar al país y a su población. En este sentido son muy interesantes los textos en Horizonte que se refieren a la construcción del estadio de Jalapa, por ejemplo. Maples Arce hace una defensa del “sidero-cemento” como el material prototípico de la modernidad. Casillas toma una foto legendaria de sus columnas y pone como pie lo siguiente: “arquitectura de la REVOLUCIÓN FUERTE en lo material y en el afán ESPIRITUAL que lo ERIGIÓ” (367). Celestino Herrera asegura que “levantado el Estadio Veracruzano, un verdadero monumento a la belleza, [el gobierno de Jara] pone la primera piedra de otro gran monumento: la reconstrucción moral y física de nuestra raza” (380).

De hecho, hay una serie de textos donde la infraestructura urbana –sobre todo la deportiva y de educación– se plantea como el paso necesario para alejar a la población del “vicio”, pero también para volverla más higiénica, eficiente y productiva a través de un proceso de disciplina: “agresividad, eficiencia, rapidez para resolver situaciones, diversidad de ataques y defensas, todo un complejo y rico conjunto educativo se halla en los juegos deportivos” (234). En la nota anterior sugerimos que las utopías urbanas del México moderno podían leerse como modelos gubernamentales en el sentido de Foucault y de Rama: propuestas de espacios a través de los cuales fuera posible gobernar y transformar a una población a partir de procesos de ordenamiento, de organización, de vigilancia y de normalización. En Horizonte, la proyección de un espacio urbano moderno y tecnologizado se convierte precisamente en la posibilidad de articular un discurso en torno al cuerpo de la población. La infraestructura es el camino para establecer un orden y fomentar una disciplina que ellos concebían como necesaria para un país al que le urgía reorganizarse tras la revolución, reconstruirse y modernizarse. Inicia en Horizonte un discurso urbano que encuentra en el deporte y la educación el camino para erradicar los “vicios” y las “deficiencias” físicas y morales de la población, discurso que tendrá otro de sus puntos álgidos durante el proyecto de Ciudad Universitaria y que de alguna u otra manera continua hasta el presente. También emergen aquí, en su celebración de la virilidad y la raza fuerte que Estridentópolis construiría, ecos de esa parte del estridentismo que pasó por el nacionalismo y la homofobia, dos de sus grandes disputas con los Contemporáneos pero a la vez de su vínculo con otros artistas como Diego Rivera y los muralistas.

De Estridentópolis quedan algunas ruinas. El estadio, primeras ediciones que todavía aparecen por ahí en las librerías de viejo, la universidad, grabados y pinturas. Y queda también Horizonte, que más que una ruina es como un documento antropológico donde una ciudad que hoy ya no existe –y que de hecho nunca llegó a existir del todo o sólo existió completa en un futuro posible– se pensó, se imaginó y se planeó antes de la caída del movimiento en algún punto de 1927.


Referencias:
Bolaño, Roberto. Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama, 1998.
VV.AA. Horizonte. México: FCE, 2011.

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Robert Morris: modo apaisado https://arquine.com/robert-morris-modo-apaisado/ Sat, 01 Dec 2018 00:43:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/robert-morris-modo-apaisado/ "La lógica no existe en el mundo físico, sino dentro de sistemas de notación. Lo plano es el dominio del orden. El espacio es incomprensible, una ausencia de cosas, una nada que oblitera el orden," Robert Morris (1931-2018).

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En 1997, Yve-Alain Bois y Rosalind E. Krauss editaron Formless: A user’s guide, la versión en inglés del libro que acompañó una exposición, curada también por ellos, en el Centro Pomidou un año antes. El libro exploraba a partir de algunas ideas de Georges Bataille lo que, según Bois, era más que una idea una fuerza, más una operación que un concepto: lo informe. Para investigar los efectos de esa fuerza y operación, seguían cuatro categorías: el materialismo bajo, la horizontalidad, el pulso y la entropía. Al hablar de la horizontalidad, Krauss inicia citando un ensayo de Walter Benjamin en el que éste distingue dos cortes en la materia del mundo: uno vertical, del que se sigue la lógica de la representación —como en un cuadro, pintado o actuado en un escenario— y otro, horizontal, que es el de las operaciones descritas en un mapa o en un diagrama. Entre los artistas que dejan operar la horizontalidad Krauss menciona a Pollock y a Warhol —con su Dance Diagram, de 1962, y su Oxidation Painting, del 78— y también a Robert Morris.

Robert Morris nació el 9 de febrero de 1931 en Kansas City, Missouri. En una entrevista que le hizo Paul Cummings en 1968, Morris cuenta que tuvo sólo una hermana, un año menor, y que creció en una casa “en un barrio que era como un suburbio en la ciudad, con mucho terreno alrededor.” Cuenta también que de niño le gustaba dibujar y al ir a la universidad, combinó cursos de historia, filosofía y biología, en las tardes, mientras en el día asistía al Art Institute de Kansas City, aunque lo que realmente quería era convertirse en jugador de baseball profesional. Después estuvo en el ejército, en el cuerpo de ingenieros, y fue enviado a Corea. Los paisajes de Corea y Japón lo impresionaron. A su regreso a los Estados Unidos estudió por un par de años filosofía y sicología en el Reed College, en Oregon, antes de volver a la pintura.

Morris cuenta que para 1953 o 54, pintaba lienzos de casi dos metros de alto y el doble de largo, con pintura pesada, gruesa, que aplicaba con cuchillos o espátulas. Fue entonces que empezó a trabajar con los lienzos en posición horizontal, tendidos sobre el piso, como antes lo había hecho Pollock. “Descubrí que, al colocar el lienzo en el suelo, podía regresar a la pintura si me quedaba atorado, si no sabía cómo seguir y pensaba que no estaba terminada aunque no supiera por dónde empezar de nuevo. Si la ponía en el suelo, al no verla de manera frontal, me permitía tener cierto enfoque crítico particular viendo todas las relaciones.” Pintar con el lienzo sobre el suelo, sigue Morris, “redujo el gesto, la cualidad gestual” de su pintura —contrario, quizá, a la action painting de Pollock. En esos mismos años Morris participó en uno de los talleres de la bailarina y coreógrafa Ann Halrpin. Su interés por el espacio en que se da la danza y la correspondencia que mantuvo con John Cage, fueron parte de las motivaciones para pasar de la pintura a la escultura. Sus primeras piezas escultóricas, como Two Columns, de 1961, ocupaban el espacio como “ejecutantes” en distintas posiciones, “acostadas” o “de pie”. A finales de los años 60, Morris empezó a trabajar sus primeras piezas de fieltro, ocupando a su aire el suelo o colgadas de muros.

Del trabajo de Morris en relación a la horizontalidad, Krauss escribe: “El carácter operativo del pensamiento de Morris giró en torno a la distinción que hizo entre lo bien-construido y lo no-construido, siendo lo primero todo lo que el hombre ha diseñado para resistir la dispersión de la gravedad, incluyendo, en el campo del arte, los bastidores que sostienen al lienzo, las estructuras que sostienen la arcilla y todos los demás materiales rígidos que se despliegan, desde el mármol hasta el bronce. Una función de la forma bien-construida, es la vertical, porque puede resistir la gravedad. Lo que cede a la gravedad, entonces, es anti-forma. Por tanto, para Morris no fueron las temáticas del desperdicio o el desastre o el enredo, todas las cuales son imágenes de algo a su propio modo, las que pertenecía a la anti-forma, sino las operaciones que harían que la fuerza de la gravedad se hiciera evidente a medida que se desgajaba como «apilamiento aleatorio, suelto, colgante».”

En el texto Aligned with Nazca, publicado en 1975 por la revista Artforum, Morris escribió sobre aquellas líneas en el desierto: “son tanto marcas como excavaciones construidas que nominalmente ocupan la horizontal pero dentro de una vertical perceptiva, al mismo tiempo.” Más adelante agrega que “las operaciones mentales más abstractas se representan mejor en superficies planas. La lógica no existe en el mundo físico, sino dentro de sistemas de notación. Lo plano es el dominio del orden. El espacio es incomprensible, una ausencia de cosas, una nada que oblitera el orden.” A partir de ese texto de Morris, Anaël Lejeune explica que se puede sugerir que “fue esa experiencia del sitio peruano, de la horizontalidad y de la profundidad, lo que llevó a Morris a pensar de nuevo el problema de la relación entre el sujeto que percibe y el objeto percibido. De esa experiencia aprendió que las líneas en el suelo, su forma, no pueden separarse de los movimientos del espectador. La razón es que esas cosas no se le aparecen al espectador separadas del mundo, sino que el espectador está implicado en el enredo del laberinto, percibiendo el mundo de acuerdo a un «modo apaisado» (landscape mode).”

Robert Morris murió el 28 de noviembre a los 87 años.

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El hombre que veía vastos horizontes: Le Corbusier, el paisaje y la Tierra https://arquine.com/el-hombre-que-veia-vastos-horizontes-le-corbusier-el-paisaje-y-la-tierra/ Mon, 21 Aug 2017 02:15:39 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-hombre-que-veia-vastos-horizontes-le-corbusier-el-paisaje-y-la-tierra/ Le Corbusier muestra a lo largo de su vida, a través de sus observaciones recogidas en textos, croquis y dibujos, un interés sostenido por el paisaje. Paisajes que recoge de forma precisa y que muchas veces completan –más que acompañan– sus proyectos de arquitectura. Para Le Corbusier, ese ‘fondo’ es la escena principal, tomada también con la misma precisión y que es la que permite reconocer el lugar.

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Este texto se publicó en el número 40 de la Revista Arquine, verano del 2007 | #Arquine20Años

 

Le Corbusier muestra a lo largo de su vida, a través de sus observaciones recogidas en textos, croquis y dibujos, un interés sostenido por el paisaje. Paisajes que recoge de forma precisa y que muchas veces completan –más que acompañan– sus proyectos de arquitectura. Pero más allá de la atención dispensada a este episodio, se pueden observar ciertas predilecciones en las vistas y en los “encuadres” escogidos, y si es cierta la afirmación que hay tantos paisajes como espectadores, entonces estamos, sin duda, ante ‘los paisajes de Le Corbusier’.

En ocasiones, su atención recae sobre aquellos episodios relacionados con los elementos sobresalientes del paisaje, representados por el monte o el promontorio que se alza solitario. Parecería que algunos de estos elementos, contrastados con el horizonte, tomaran vida propia y se constituyeran en pequeñas geografías sobre las que se puede intervenir, como atestiguan algunas de sus obras. Éste resulta el caso paradigmático de la capilla de Ronchamp, en la que se hace explícito desde los primeros croquis del lugar (fig. 1), y también de las ondulaciones de Fort l’Empereur en Argel o de Saint-Gaudens, en los Pirineos, en los que su arquitectura corona estos promontorios, abriéndose a los cuatro vientos y evocando lo que Le Corbusier denominaba “formas acústicas”. A propósito del inicio de la capilla de Ronchamp, escribe: “Une personnalité respectable était toutefois présente, c’était le paysage, les quatre horizons. Ce sont eux qui ont commandé.” (“Sin embargo, una personalidad importante estaba presente: el paisaje, los cuatro horizontes. Fueron ellos los que mandaron.”) Los dibujos que realiza del monasterio de Simonos Petra, del monte Athos, de la Acrópolis de Atenas, o el que dibuja en España en 1928 recogen a la perfección esta fascinación por los promontorios y su coronamiento.

En algunas ocasiones estas vistas se toman desde abajo, acrecentando el misterio de la construcción que corona el alto, mostrándonos tan sólo una parte de ella sin que sepamos qué esconde tras sus muros. Resultan así algunos dibujos de casas encerradas por muros en Estambul (publicados en L’art décoratif d’aujourd’hui), que bien podría ser la misma disposición de masas que vio en la Cartuja de Ema. Composiciones que parecen ser el origen de algunos esbozos de agrupaciones a partir del sistema Dom-ino, que se publican en Vers une architecture 2 o del conocido dibujo de la Villa Savoye que acompaña el proyecto en la Œuvre complète, en el que abulta el terreno que alberga la villa hasta forzar su visión desde abajo.

Otras veces parece acercarse a la misma escena. En esos casos la intención está concentrada en algo que se sale de la composición. Se podría decir que son un caso particular del anterior. Sus dibujos son una forma de plasmar la emoción que nos enfrenta a algo que nos empequeñece. El procedimiento consiste en que el objeto de nuestra atención casi no quepa en el encuadre, para que, al mismo tiempo, reflejemos su tamaño y nuestra proximidad. En estas ocasiones, el objeto deviene táctil, como muestran los dibujos de Pisa, con la mole del baptisterio a un lado, el Pan de Azúcar en Río de Janeiro, la efigie de Gizeh en Egipto y las columnas del Partenón.

En todos estos casos, Le Corbusier emplea un recurso similar, que podríamos definir en relación a la predominante composición horizontal de sus paisajes. En ellos, aunque sigue habiendo un horizonte, se siente la presencia de algo que parece que veamos por el rabillo del ojo. Esto trasmite una sensación muy precisa: la de encontrarnos, si no a cubierto, sí amparados por la presencia de una gran masa, como si estuviéramos junto a un gran animal.

Pero una de estas predilecciones −tal vez la que exhibe con mayor frecuencia−, es la reiterada devoción por el horizonte, un horizonte sobre el que dispone algunas figuras, ya sean montañas, caprichosas formaciones rocosas, barcos o edificios.

Sobre una escueta línea horizontal, Le Corbusier recoge monolitos de piedra que se yerguen majestuosos e inquietantes sobre la costa, y que escoge para ilustrar la predominancia del ángulo recto al que dedica un poema en 1955. Un tipo de composición, en definitiva, en la que el tema central es el contraste entre el horizonte y las masas dispuestas sobre él.

Sobre el horizonte, Le Corbusier retrata en sus croquis las más diversas escenas, pueden ser nubes o formaciones montañosas emergiendo de las nubes, como los Alpes, la silueta de Río de Janeiro sobre el mar, o Argel, o Barcelona. También Nueva York, en la que se recrea realizando una secuencia de bocetos desde el barco, destacando la silueta de Manhattan sobre el estuario del Hudson. La misma forma escogida para mostrar el proyecto de Buenos Aires, que se representa con cinco rectángulos blancos sobre el fondo negro partido por la horizontal que forman las luces de la ciudad y, por encima y debajo de ella, las estrellas en el firmamento y su reflejo sobre el Río de la Plata, tan parecida a las murallas de la fortaleza de Smederevo retratadas por el joven Jeanneret sobre el Danubio en 1911.

Toda una declaración de intenciones, en la que tan sólo falta precisar que acaso sea el gigantesco horizonte contra el que se recorta la llanura el que pone de manifiesto la construcción que atrae su mirada. Tal vez lo que más llama su atención es la desproporción entre el horizonte y los objetos a los que éste presta su apoyo, y parece lógico que no importe demasiado que se trate de pirámides de esquisto o de las colosales montañas de Egipto. Es el horizonte el que dramatiza la escena. Lo mismo podríamos decir de los dibujos de molinos en los polders de Holanda, o de las grúas en el puerto de Rótterdam. En ellos, estos artefactos están dispuestos como gigantes quijotescos sobre una inmensa llanura, convirtiéndolos en algo majestuoso. Esta majestuosidad parece acrecentarse en algunos dibujos, en los que el horizonte se curva queriendo mostrarse como un fragmento de la curvatura de la Tierra, como en el dibujo “fantástico” de la Plaza Roja de Moscú, en el escenario que arropa el proyecto de un edificio de viviendas de alquiler en Montmartre, de 1935, y en el apunte del canal de la Giudecca. Una curvatura que descubrirá desde el avión, cuando abandone el punto de vista a 1.60 metros del suelo y comience a entender que el horizonte no es más que la silueta de la Tierra misma.

En una carta dirigida a W. Ritter, durante la travesía por el Danubio, el joven Jeanneret le da cuenta de su descubrimiento: una composición que se le revela ante sus ojos; el paisaje queda resumido en una delgada franja horizontal de tierra entre el cielo y el agua: “Ci-joint mon premier croquis du Danube. Pensez-vous qu’il recèle toute la grandeur de mon âme d’artiste?” (“Adjunto mi primer croquis del Danubio. ¿Piensa usted que revela toda la grandeza de mi alma de artista?”). El comentario se acompaña con un croquis que puede considerarse la matriz de este tipo de composición paisajista. El dibujo contiene, en realidad, todos los dibujos, una estrecha franja, sobre la que se posa la atención, suspendida entre estos dos elementos.

No es pues tanto el horizonte como la escena que representan éste y el objeto destacado y, en cierto modo, agigantado por la gran extensión del horizonte. Durante el viaje a Oriente tendrá ocasión de recrear esta composición basada en el horizonte: la silueta de Estergom o, ya en el mar, Estambul, Patrás o Nápoles, se prestarán a ilustrar estas composiciones, recreando los perfiles recortados sobre el agua, como si fueran las rúbricas que identifican certeramente esos lugares. La silueta de Notre-Dame sobre el perfil quebrado del París medieval, las torres de las murallas de Smederevo sobre el Danubio o las imágenes de algunos de sus proyectos, desde la Ville Contemporaine, hasta más modestos, como Saint-Gaudens, representan otros tantos ejemplos de este proceder. Parece haber una voluntad explícita de despejar la vista de cualquier objeto que distraiga la atención: el horizonte hace las veces de bandeja sobre la que se colocan los objetos seleccionados, el cielo pone el fondo.

En todos ellos es determinante, además, la elección del formato panorámico para recoger el paisaje. Este hecho puede suponerse que forma parte de la aversión que sentía por la fotografía, en el sentido de que el formato que obtenemos con una máquina es muy distinto que el que acaba empleando la mayor parte de las veces Le Corbusier. Este hecho queda ilustrado a la perfección en el montaje que realiza para mostrar el emplazamiento del inmueble proyectado en 1932 en la rue Fabert, sobre la Esplanade des Invalides de París. En el fotomontaje, Le Corbusier emplea una postal de París, pero la amplía con tinta y acuarela hasta conseguir la vista con el formato deseado, mucho más apaisado.

Unos siglos atrás, la pintura paisajista parecía tomar el fondo como un complemento de la composición, una composición determinada por la anécdota principal, en torno a la cual se ordena el resto, y completada mediante el segundo plano que garantiza la profundidad de la escena. Esto podemos encontrarlo en numerosos ejemplos de Claude Lorrain a Turner, Corot, Hogarth o Constable, y aunque no es una forma de representación habitualmente empleada por Le Corbusier, podemos encontrarla algunas veces. En el dibujo de la péniche, habilitada para alojar un dormitorio del Ejército de Salvación en París, Le Corbusier recurre a esta forma de representación, a modo de escena, en la que la rama de un árbol y el banderín del Ejército de Salvación encuadran la escena como una orla. Una representación que suprime, por cierto, en la Œuvre complète.

Para él, el horizonte es la anécdota principal. El agua, ya sea del Sena, del Atlántico sur, del Mediterráneo, del lago Leman, o del canal de la Giudecca, brinda este plano horizontal en el que los cuerpos escogidos parecen flotar, partiendo la vista en dos y despejando radicalmente la parte inferior. Sólo algún barco parece corroborar, de vez en cuando, que se trata de agua. La atención se fija, sin embargo, no en el agua sino en la tierra, aunque ésta sea tan sólo una estrecha franja en la mitad del encuadre, sobre la que se componen las siluetas de cúpulas, torres, montañas, etc. La atención es atraída hacia lo que para otros es, sencillamente, el fondo de la composición, lo anecdótico.

Precisamente, la distancia entre el espectador y el perfil recortado sobre el horizonte hace que las montañas, los edificios, las pirámides o los barcos aparezcan como objetos abarcables y manejables, como los que años antes empleara en sus naturalezas muertas.

Objetos, ya sean construidos o encontrados, ya sean edificios o montañas. De ellos interesa sólo la forma, poco importa su tamaño. En la playa de Formentor, que visita en las vacaciones de Pascua de 1932, dibujará piedras como si fueran islas. Y, asomado en la cubierta del barco Vernon S. Hood (sobre el que ‘descubrió’ el Modulor) dibujará en sus Carnets el ancla sobre el casco del buque, recortada sobre la espuma del mar, que hace las veces de horizonte. No importa el tamaño; sabe de antemano que un objeto sacado de contexto puede conmover más allá de su utilidad o de su envergadura.

El paisaje en el siglo XVIII parecía obedecer al sentimiento de que “hay un dios en este lugar”, cosa que se desvaneció en el XIX, sobre todo a partir de Darwin, incitándose entonces a una mirada científica y objetiva. Uno de los pintores que comenzó a cambiar el criterio para la elección de los paisajes fue Corot, el cual basaba su sentido de la composición en un hecho simple: “escoger objetos bastante distantes como motivo principal.”

Esta predilección puede también interpretarse a través de la avidez que el joven Jeanneret parece demostrar por los paisajes que descubre en el viaje a Oriente. El mar, en Grecia o en Estambul, parece colmar todas sus expectativas de descubrir nuevos ‘horizontes’, serenos, brillantes e inmensos, tan distintos a los procurados por el cerrado valle de La Chaux-de-Fonds, que pintara cuando era un joven estudiante de artes aplicadas. Un paisaje que tan sólo podía intuir al compararlo con esos mares de nubes sobre los que se recortaban las crestas de su montañoso país. Mares de nubes como los que se recogían en las guías de viaje de La Chaux-de-Fonds.

El lago Leman procura un escenario similar a los que había conocido en su  viaje a Oriente. La casa que concibe para ellos encuentra su lugar encajando como un guante en la orilla del lago. La casa, su ventana apaisada y el paisaje se funden en una sola cosa, tal y como refleja el dibujo que abre la explicación de esta casa. Esta huída hacia el lago no lo es sólo de los paisajes de La Chaux-de-Fonds, sino también del amor por el detalle y de la profusión de éste aplicado a la arquitectura y en, cierto modo, de la primera casa que construye para sus padres, todos ellos abandonados en aras de una simplicidad volumétrica característica de su arquitectura madura y que tan bien ejemplifica esta pequeña casa.

La insistencia en la fenêtre en longueur, como una de las piezas esenciales  de los cinco puntos de la nueva arquitectura, encuentra aquí su mejor ejemplo, prestándose como ninguna otra a trasladar esa visión horizontal y panorámica del mundo al interior de la casa o a sus azoteas. En realidad, Le Corbusier atribuye el principio de dicha ventana a la vista desde la cubierta de un vapor: un panorama profusamente horizontal marcado fatalmente por el agua y encuadrado por la barandilla y la lona que protege la cubierta, tal y como recoge en un croquis realizado desde uno de los vapores que surcan el lago Leman, con la frase:

«Cette promenade sur l’un des vapeurs du lac Léman nous confirme, au point de vue du spectacle, le principe de la fenêtre en longueur» (“Este paseo en uno de los vapores del Lago de Lemán nos confirma, desde la perspectiva del espectáculo, el principio de la ventana apaisada”).

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El dibujo permite una observación más. Es evidente que la atención está fijada en el paisaje que se recorta entre la barandilla del vapor y la lona que cubre la cubierta. Pero Le Corbusier muestra algo más en este dibujo, declarando con ello el tipo de cosas que atrae simultáneamente su atención. A la izquierda de la composición aparece dibujado de forma muy precisa el sistema de sujeción de los cables y las cuerdas de la lona. Varillas, cables y cuerdas, que mide y describe con su grosor correspondiente: 8, 10, 20, 30 mm. Cerca y lejos, naturaleza y artificio, el “dios que está ahí” es ahora lo explicable, lo que construye el hombre.

Pero hay más. Hay una contraposición voluntaria de lo próximo y lo lejano, y del tamaño relativo de las cosas, de su grandiosidad o de su pequeñez. Una de sus pinturas de 1928, Le déjeuner au phare, plasma a la perfección este procedimiento. En el lienzo hay una mesa, de la que tan sólo se muestra un fragmento, y sobre ella un servicio compuesto por una escudilla, una copa, tenedor, cuchara y cuchillo, y un guante; al fondo aparece, bajo la mesa, el perfil de la costa y un faro liliputiense. Esto adquiere otra perspectiva al recordar que Le Corbusier padecía de un problema visual que se denomina “ojo vago”. Éste produce un efecto similar al que descubrimos cuando observamos algo con un ojo tapado. Después de un cierto tiempo así, el sentido de profundidad se altera y todo lo que ve el ojo parece disponerse en un solo plano. Sus paisajes son pues planos, como el fondo de una escenografía.

Observando ahora tanto las fotografías como los dibujos de sus ventanas apaisadas, descubrimos que la ventana separa siempre en términos de delante y detrás, en antes y después, dos tipos de elementos distintos. Tras la ventana está el paisaje, que entra en la escena a través de un encuadre tan peculiar como distinto del formato de un lienzo convencional (parecido a los ‘panoramas’ que proliferaron durante el siglo XIX, y sobre los que volveremos más adelante). Ante ella, algunas veces directamente apoyados en el alfeizar, hay unos objetos: pan y una cafetera, como en la Villa Savoye, maniquíes articulados usados por los pintores, como en la Casa Cook; una botella de cristal soplado, como en la casa del lago Leman; plantas, guantes y fruta, como en la Casa Meyer. Objetos que usamos, que tocamos con las manos, objetos de nuestro tamaño, objetos con utilidad. No son propiamente objets à réaction poétique, pero desencadenan una reacción poética con el paisaje, con lo que está más allá de la ventana.

Si alguien, con la vista de un águila, mirara ahora desde el otro lado y nos lo mostrara, ¿qué pensaríamos? Si alguien, tan extraño al mundo de los interiores domésticos, tan ajeno a lo nuestro, como para nosotros lo es la naturaleza; si ese alguien observara el mundo a través de lo que ofrecen esas ventanas, obtendría otra composición, otro paisaje. Este paisaje es recíproco del otro, un paisaje para el que la arquitectura es el fondo del escenario.

La ventana apaisada (la etimología de la palabra nos vuelve a llevar al paisaje) rasga las fachadas de algunas de sus más exitosas villas de los años 20: la Casa Cook, la Villa Stein, la Villa Savoye, el proyecto para la Casa Meyer… Todas aparecen como si el formato del paisaje se hubiese proyectado en la fachada. No basta pensar que, con estas ventanas, la luz entrará en las habitaciones sin dejar rincones oscuros, y no basta tampoco reconocer en este artificio constructivo la esencia de la construcción en hormigón armado a base de pilares y jácenas. Le Corbusier se empeña en razonar a la manera de la Sachlichkeit sobre las ventajas de la ventana corrida, enumerando las virtudes que ésta tiene hacia dentro. No, la ventana es un encuadre, es la manera de ver el mundo de su artífice. Una manera de ver que queda recogida en el dibujo de la bahía de Formentor. El dibujo hace suponer que primero dibuja el paisaje y luego lo encuadra mediante la arquitectura del hotel donde se hospeda, a la que despoja de sus ventanas, dejando que la pura construcción encuadre el paisaje.

Una manera de ver que se extiende también a sus primeros proyectos urbanísticos. En la presentación de la Ville Contemporaine y del Plan Voisin también usará este formato, debiendo para ello ajustar la forma del edificio a este propósito y dando lugar al tambor adherido a la vivienda construida a escala natural, formando ambos el conocido pabellón del Esprit Nouveau. En el interior de este tambor se disponen las dos perspectivas de ambos proyectos. El espectador tiene ante él una pared curva con una abertura horizontal cóncava, que le separa de la perspectiva al fondo. La luz entra por la parte superior de la perspectiva, mientras que el lugar que ocupa el espectador está oscuro. El mecanismo busca producir un efecto parecido al de un ‘panorama’, el manejo de la luz y la distancia entre el espectador y el dibujo hacen que la visión parezca real. Un mecanismo que parece querer inculcar una forma de mirar.

Esto tiene una gran similitud con un género especialmente cultivado durante el siglo XIX, como el de las escenas de batalla. Una forma de dar a conocer las gestas militares en las metrópolis europeas era la de encargar a algunos artistas lienzos sobre ciertas batallas. Algunas de estas gestas se presentaban en edificios especialmente construidos para su exhibición, dando lugar a los ‘panoramas’ que proliferaron en aquel siglo y que guardan un gran parecido con el ‘tambor’ del Pabellón. Este género nos permite insistir en aquello sobre lo que se centra la atención de la pintura.

Para Le Corbusier, ese ‘fondo’ es la escena principal, tomada también con la misma precisión y que es la que permite reconocer el lugar.

Desde el punto de vista (nunca mejor dicho) de estos vastos horizontes, las azoteas de sus grandes edificios públicos tratan de conformar una plataforma vasta y horizontal, idéntica a la cubierta de un barco, desde la que divisar el paisaje del fondo. Éste se recorta de forma precisa sobre el parapeto de la azotea, tal y como queda explicado en el comentario con el que Le Corbusier acompaña el dibujo de la azotea del Palacio de la Sociedad de Naciones de Ginebra:

«Nous avons conduit le développement de nos bâtiments vers un couronnement horizontal unique, lisse et pur; cette horizontale pure en haut, tantôt détachée sur le ciel, tantôt donnat leur mesure aux montagnes qui la dépassent, cette horizontale était une conclusion d’ordre lyrique.» (“Hemos llevado el desarrollo de nuestros edificios hacia la coronación horizontal y única, lisa y pura; este horizontal puro allá arriba, ora recortado contra el cielo, ora dando la medida a las montañas que lo rebasan, este horizontal era una conclusión de orden lírico.”)

Estos grandes edificios toman la horizontal de sus azoteas como un medio de resaltar el paisaje. Y, en cierto modo, ellos mismos reproducen, mediante la colocación de distintos elementos singulares sobre sus grandes cubiertas, unos paisajes análogos, vastos y horizontales; concibiendo sus azoteas como un paisaje realizado en hormigón armado, que moldea elementos útiles a priori («les points d’appui des rapports émouvants seront des objets, et seuls possibles, des objets qui fonctionnent» —“los puntos de apoyo de relaciones conmovedoras serán objetos, y necesariamente objetos útiles”), para convertirlos en caprichosas formas que asemejan a una topiaria en hormigón. Como ocurre en los terrados del Secretariado de Chandigarh, en las cubiertas de la Unité de Marsella  o de Firminy, reproduciendo en cierto modo la misma composición ‘vulgar’ que le había emocionado mientras atravesaba el Borinage, siempre contrastada con el omnipresente horizonte.

Los paisajes vastos y horizontales son también, en cierta medida, una especie de tabula rasa. Una puesta en limpio, una mirada que limpia lo que distrae (el caos) y deja sólo aquello que es motivo de atención. Desaparecen los objetos y los accidentes superfluos, y muestran sobre esta especie de amplia mesa, aquellas montañas, barcos o edificios que representan lo que tiene un sentido o un propósito. Se explican mejor sobre estas vastas llanuras inventadas, llanuras que sólo el ojo ve, porque ésa es su intención. La cámara fotográfica lo recoge todo, aburre y distrae nuestra mirada. Voltaire decía que para estar seguro de aburrir basta con contarlo todo. De hecho, el gran trabajo de un fotógrafo es lograr que la cámara se comporte como el ojo, seleccionando lo que ve. La selección –podríamos decir que la omisión deliberada– supone una explicación de las cosas y los fenómenos más diversos pero, aun así, siempre esconde algo inexplicable y cautivador. Inexplicable, como la piedra erguida sobre la playa en Bretaña, o cautivador como las pirámides de esquisto de la región de Borinage –explicables pero cautivadoras–, tal es su arquitectura:

«Dans la nature, dans l’enchaînement des événements, partout −je le sais bien− se dresse l’inexplicable:

«Tout sert »,

«Tout est émouvant»,

«Tout est inexplicable». Entendu!

(“En la naturaleza, en la cadena de acontecimientos, en todas partes –estoy seguro– surge lo inexplicable.

“Todo sirve,

“Todo es conmovedor,

“Todo es inexplicable.” ¡Entendido!)

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Dibujar el horizonte https://arquine.com/dibujar-el-horizonte/ Mon, 21 Sep 2015 17:05:17 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/dibujar-el-horizonte/ Hace poco más un mes finalizó en el Museo Tamayo la exposición ‘Relatos de una negociación’, centrada en torno a la obra pictórica del artista Francis Alÿs. Los paisajes, acciones y formatos elegidos por el artista belga-mexicano parecían hablar insistentemente en torno a un concepto procedente de la arquitectura y del paisajismo: el horizonte.

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Hace poco más un mes finalizó en el Museo Tamayo la exposición ‘Relato de una negociación’ centrada en torno a la obra pictórica del artista Francis Alÿs. A modo de reflexión, me interesa centrarme, más que en la exposición en sí, en ciertas ideas que surgían tras la visita. Mi interés es centrarme en la visión de un concepto que parecía asomarse de forma continua a lo largo de la muestra: el horizonte, su definición y posterior desolución.

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“los mapas demuestran el teatro de las operaciones para controlarlo”
––Alejandro Hernández Gálvez | Vertical y horizontal: el cuadro y el mapa

Mirar al otro (lado)

Al entrar en la sala que abre la exposición en el Museo Tamayo, lo primero que uno se encontraba era una mesa con un enorme mapa del Estrecho de Gibraltar –formado en realidad por cuatro planos pegados– realizado por un instituto cartográfico, es decir: un mapa de caracter oficial. En él, las líneas, bien demarcadas, ilustran con máxima precisión los límites entre tierra, mar, estados y continentes; y dibujan con claridad las fronteras y las áreas de influencia marítima. Un mapa como el que se presenta es un ejercicio clásico de claridad, de certidumbre y de precisión. Lo que se marca sobre él es una representación intencionadamente objetiva y científica en un ejercicio de abstracción que construye una visión –vertical y ortogonal– imposible de percibir en realidad por el ojo humano, pero que hemos aprendido a leer casi de forma natural.

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Si podemos pensar que naturaleza de este tipo de mapas no es sólo infomacional, sino también estratégica y militar, en la medida que nos permite reducir la compeljidad el mundo, establecer diferencias y lanzar formas de operación sobre el territorio, resulta entonces fácil imaginar a Alÿs marcando su estrategia de acción. Sobre el plano, el artista coloca, justo sobre el estrecho, dos tenedores que se entrecruzan y se mantienen elevados en un precario equilibrio, ilustrando la operación y creando un punto de contacto entre ambos territorios. O lo que es lo mismo, un puente entre ambos territorios.

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Junto al mapa aparecían dos pantallas. Cada una contiene un vídeo con estructuras narrativas similares: uno tomado desde Europa, mirando a África; otro tomado desde África, mirando a Europa. Formalmente parecidos, a muchos nos costaría saber desde dónde está tomado cada vídeo si no fuera por las personas que aparecen en él. Las vestimentas delatan diferencias y podemos entonces establecer cuál territorio está al norte y cuál al sur. A modo de espejo, los vídeos permiten dar cuenta de la escasa distancia física que separa ambos mundos.

El estrecho es uno de esos lugares donde las diferencias se extreman. Es justo allí donde uno puede trazar la línea en la que se separan dos contienentes, dos economías y dos cosmovisiones. Para Europa –por qué no decirlo– el que vive al otro lado es alguien extraño, que o quiere “invadir”y eliminar aquello que es. Desde África, algunos ven cierto final del viaje, cierta esperanza que les permita dejar de vagar. El estrecho es la última frontera, el lugar donde se unen y separan, el horizonte de la diferencia.

Lo que (no) se alcanza a ver

Antes de seguir, permitanme una anécdota. Un amigo artista lleva años trabajando sobre el concepto mismo de horizonte. Él, gallego, habla constantemente sobre cómo su territorio –principalmente montañoso– carece de horizonte salvo en el mar. El océano es el unico punto desde donde poder trazar con la mirada una línea recta y horizontal.

Galicia para los romanos era el fin del mundo conocido. Allí se localizaba Finisterrae, y quien llegaba hasta allá se enfrenta siempre a la incertidumbre sobre qué habría después del mar. La mitología, consciente de la inmensidad del océano, imaginó un territorio poblado de monstruosas criaturas marinas y gigantescas cascadas. Por contra, para los habitantes del Mediterráneo la relación con el mar es distinta. Es un mar aparentemente más tranquilo, donde se forjó un intercambio continuo entre África, Europa y el Medio Oriente. A diferencia del territorio gallego, en el Mediterráneo siempre hay un lugar detrás del horizonte al que llegar.

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Pero aquel territorio abierto y mezclado terminó por extremar sus diferencias: arriba-abajo, norte-sur, nosotros-ellos, colonizadores-colonozados, que llevó, ya en la contemporaneidad a crear vallas como las de Ceuta y Melilla o los distintos sistemas de seguridad, con cámaras infrarrojas y demás sistemas de monitoreo que los acompañan. Un sistema de vigilancia que quiere evitar el cruce de lo no deseado.

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El uso de la vista aérea (“no llegar nunca”)

Las imágenes de las dos pantallas y el mapa –vista frontal y vista ortogonal respectivamente– se acompañaban de un conjunto de pequeños cuadros que siguen la misma temática, pero el punto de vista elegido es diferente. Alÿs utliza en gran parte de ellos la vista aérea, donde el agua llena casi la totalidad del cuadro, relegando las figuras humanas a ocupar tan sólo una pequeña parte del espacio pictórico, reforzando la inmesidad del mar frente a la visión del otro lado, que pocas veces aparece en el cuadro.

Las imágenes recuerdan a las fotos aéreas que aparecen comunmente en la prensa –que aparecían también como parte de la exposicón. Con la ausencia del horizonte, el mar se hace inconmensurable y nos recuerda el peligro que supone cruzarlo y el esfuerzo que supone la distancia bañada de azul que separa. Junto a estos cuadros, Alÿs acompañaba pinturas y dibujos donde las pateras cargadas de personas son cargadas por enormes figuras en sus brazos o sobre sus cabezas, en una especie de descripción poética de la que cabe preguntarse si el artista belga-mexicano estaba imaginando una especie de protector del viaje.

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Perder el horizonte / Morir Ahogado

En el texto In Free Fall: A Thought Experiment on Vertical Perspective, Hito Steyerl hace un pequeño repaso de la historia del horizonte. Habla primero del desarrollo de la perspectiva lineal, una forma de mirar conformada por algo/alguien que mira y algo/alguien que es observado: un paisaje, una ciudad, una arquitectura, que puede ser reducida a condiciones geométricas. este tipo de mirada es ocularcentrista, y, si seguimos a gente como Foucault, supone una forma de dominio.

Pero hoy, nos advierte Steyerl, la perspectiva lineal ya no es nuestra forma de visión. En el mundo sobreinformado, dominado por Google y las pantallas de nuestros teléfonos, hemos perdido el horizonte, desaparecido tras la bruma de un exceso de información que cubre nuestros ojos. Perdido el horizonte, perdemos orientación y puntos de referencia y estamos obligados a vagar frente a la incertudumbre.

Las palabras de Steyerl parecían resonar en la exposición de Alÿs. En un vídeo a doble pantallas –de nuevo la condición del espejo– el artista nos muestra una fila de niños -de cada lado del Estrecho de Gibraltar- que portan en sus manos una sandalias convertidas en barcos de juguete. Entre risas y empujones, el grupo avanza hacia el mar en dirección al otro lado de tierra. La agitación del agua pasa de la tranquilidad de la orilla a mayor fuerza una vez avanzados unos metros. La cámara que mostraba una línea nítida entre cielo y mar, sigue al grupo y, como éste, es afectada por el oleaje, se “ahoga”, pierde contacto visual con la fila de los niños -ya disuelta- y queda supergida durante unos minutos. El horizonte desaparece y todo se torna brumoso.

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Diluir las figuras

Esta condición brumosa del paisaje es repetida por Alÿs en otro de los trabajos de la expoción. En Tornado –serie de vídeos realizados por Alÿs durante una década– esta idea se realiza a través de una serie de videos cargados de poesía. En distintas películas somos testigos -desde la propia mirada del artista- del nacimiento y formación de un tornado. Primero levantando algo de polvo y luego convertido en una mancha café que avanza y absorbe sin diligencia todo lo que se encuentra. Una nube de polvo engulle lo que se cruza en su camino y diluye las figuras de los objetos hasta convertirlos en una mancha sin forma. Al igual que antes, Alÿs expone a la mirada a un juego de disolución. Una vez son afectadas por el tornado, somos incapaces de determinar una línea que clarifique las figuras.

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Cuerpos inmolados

Alÿs realiza un gesto más allá, lanzándose e inmolándose contra el tornado. Una vez el artista llega a dentro, el ruido llena la sala, se oyen los golpes de la tierra contra la cámara-ojo y los quejidos del artista.

¿Cuál es la útilidad de lanzarse contra eso? ¿Por qué alguien se quisiera exponer a ello?

Alÿs ha hablado que su intención se acerca a la pintura. Sin embargo, me interesaría reivindicar aquí el gesto como algo poético. De alguna manera, y salvando las distancias, la acción se podría situar bajo una óptica similar de aquellos que se lanzan a cruzar el Estrecho para llegar al otro lado, exponiendose a un peligro enorme.

Salvando las distancias y las distintas complejidades de uno y otro caso -en especial el drama que acecha a los migrantes- y aunque la acción de Alÿs queda enmarcada en el contexto artístico del museo, al compartir el mismo espacio de exposición, generaban un diálogo que advierta la realidad de esta situación, en una especie de comparativa.

El gesto de Alÿs me hace pensar en Harun Farocki y su Fuego inextingible. En ese vídeo, el realizador aleman, se apagaba un cigarrillo sobre su brazo. La quemadura autoinflingida servía a Farocki para hablar del dolor de la Guerra de Vietnam: ¿Si una quemadura de cigarrillo nos causa dolor, qué nos causaría enfrentarnos a la imagen de los quemados por el napalm en Vietnam? Farocki advertía que una imagen tan violenta será demasiado para el espectador que abrumado terminaría por apartar la mirada ante los hechos. El gesto de Farocki, sin embargo, podía hacer consciente al espectador a través de una comparativa. Un gesto poético, si queremos llamarlo así, que nos saque de nuestro propio esimismamiento.

Me gustaría entonces pensar que la exposición de Alÿs no tiene en exclusiva fijaciones piectóricas -la disolución de la línea del horizonte- sino que, de alguna manera, ayude a advertir sobre la realidad que no queremos ver.

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