Resultados de búsqueda para la etiqueta [Cárcel ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 08 May 2025 17:05:45 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 De Pepe El Toro a El apando, la arquitectura penitenciaria en la pantalla https://arquine.com/de-pepe-el-toro-a-el-apando-la-arquitectura-penitenciaria-en-la-pantalla/ Thu, 08 May 2025 17:05:24 +0000 https://arquine.com/?p=98196 De forma general, y como lo demuestra el día a día, la impartición de justicia en México ya ni siquiera es escandalosa como para confiar en ella, sino una tomadura de pelo. De tan breves, los escándalos y la indignación ya no suscitan cambios. A nivel práctico, la ejecución de la justicia ha sido y […]

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De forma general, y como lo demuestra el día a día, la impartición de justicia en México ya ni siquiera es escandalosa como para confiar en ella, sino una tomadura de pelo. De tan breves, los escándalos y la indignación ya no suscitan cambios. A nivel práctico, la ejecución de la justicia ha sido y es pavorosa. La arquitectura penitenciaria, la cárcel, el lugar diseñado para la reclusión de los presos, es instrumento y cómplice del castigo que reciben los prisioneros. No en pocas ocasiones el cine mexicano de ficción ha representado el espacio carcelario a veces reconstruido en sets y otras ha registrado directamente su arquitectura. Como veremos, sus motivos son diversos.

En la década de los cuarenta, en el apogeo del cine de oro que reunió a la pléyade artística de escritores, cinefotógrafos y escenógrafos en un lote de películas magníficas, el melodrama carcelario es casi un subgénero. Se trata de películas en las que el crimen se frivoliza, acorde a los tiempos del sexenio alemanista, las luces disfrazan de glamour robos y asesinatos. También se mitifican estereotipos sociales. Los personajes femeninos pierden, pero con la derrota se vuelven mártires, ejemplos edificantes. No es una cárcel, sino la celda de un ministerio público en la que está encerrada Marga López en Salón México (1949). Emilio Fernández, director, y Gabriel Figueroa, cinefotógrafo, apenas muestran el lugar. En primer plano, imagen para la historia del cine en México, los barrotes de la celda; detrás, el rostro de la actriz, que interpreta a una prostituta arrastrada por los líos del padrote que la explota; sus ojos retienen las lágrimas, es el brillo cristalino que vibra sin desbordarse lo que conmueve; la escasa profundidad de campo permite apenas entrever otras figuras, muy difusas, detrás de ella; el lenguaje visual lo comunica bien, ella no es como las demás.

La segunda estampa definitoria de esta época es la de Dolores del Río en La otra (1946). En el desenlace del filme de Roberto Gavaldón, Dolores cruza varias rejas y entra a la penitenciaría. Finalmente ha sido sentenciada, aunque por un crimen diferente al que cometió. El verdadero delito es que mató a su hermana gemela y suplantó su lugar, secreto que se llevará a la celda. Las enormes rejas de la penitenciaría proyectan pesadas sombras en los muros y pisos de los pasillos, una abstracta telaraña en blanco y negro. La escena probablemente se filmó en la Cárcel Preventiva de la Ciudad de México, es decir, en Lecumberri, que fue la prisión metropolitana de 1900 a 1976; en el guion de la cinta, publicado por La Comisión Nacional de Cinematografía, José Revueltas anota en las acotaciones “Penitenciaría” con “pe” mayúscula, como también era conocida la prisión, quizá refiriéndose al legendario Palacio Negro. Ya a la entrada de la crujía y detrás de las rejas, Doloritas –permítanme llamarla así, con auténtica piedad– levanta las cejas, son las sombras que se proyectan sobre la consciencia horrorizada de su propio rostro.

Hay varias fotos que documentan que Pedro Infante filmó Nosotros los pobres (1948) en Lecumberri. Ahí va a dar Pepe El Toro, inculpado por el asesinato de una usurera. Si Gavaldón lleva el melodrama carcelario al abismo existencial, Ismael Rodríguez lo revitaliza con la fuerza de una verdad que saldrá a la luz y será gritada por la abertura de la celda: “¡Pepe El Toro es inocente!”. La cámara filma a Infante en los pasillos de la peni, como se conocía coloquialmente al Palacio Negro, con la torre de vigilancia al fondo, eje del panóptico de la penitenciaría. Pepe tiene el enfrentamiento final con el verdadero asesino en la bartolina, celda estrecha e incómoda, generalmente de castigo, de una prisión o dependencia policial en la arquitectura penitenciaria. Muchos años después, Jorge Martínez de Hoyos dirá en Las poquianchis (1976) una línea precautoria, dejo de la injusticia y la causa perdida que expresa la inutilidad de la insurrección: “¿Pa’ que nos enbartolinen a todos?”. La bartolina es el lugar de los incorregibles, como dicen los compañeros de Pepe, que aísla por completo a los presos incluso de estímulos básicos como la luz durante largos periodos; práctica de terror y esclavismo que daña severamente la salud mental de los internos. 

La bartolina suele estar en un lugar alejado de la prisión y también aparece en la mejor secuencia de Cárcel de mujeres (1951), de Miguel M. Delgado. En el melodrama, el personaje de Elda Peralta, reincidente en la cárcel, es atemorizado por la mayora, a la que interpreta María Douglas, gran figura del teatro en su día, en una de sus pocas apariciones en cine. En la bartolina no se puede comer ni beber agua, así que la Douglas se planta frente a la presa, ya severamente dañada psicológicamente, a comer con apetito y cinismo. La recreación del ambiente carcelario y escenografía, que muestra las rutinas de las presas en las regaderas y la lavandería, espacios que coincidentemente remiten a la higiene, es de Gunther Gerzso, que también colaboró en La otra. Lo interesante de Cárcel de mujeres es que apoya estereotipos femeninos ya conocidos –la inculpada, la arrepentida, la asesina, la loca– y también presenta otros que son novedosos para la época y que se ajustan a viejas ideas sobre el crimen. Los personajes de Katy Jurado, en un papel de soporte, y Douglas son marcadamente masculinos en sus gestos y actitudes. En su primera escena, Jurado aparece acariciando la oreja y el cabello de otra mujer que siempre está con ella. Son pequeños aportes de esta película que no logró convertirse en un clásico, a pesar del elenco multiestelar –Miroslava, Sara Montiel, Emma Roldán–, quizá por la gratuidad de la solución de los conflictos. 

Para mediados de la década de los setenta la narrativa cambió con el cierre de Lecumberri, que años después se convirtió en la sede del Archivo General de la Nación. La vieja bandada de cineastas tuvo que ceder el paso a una nueva generación, con intereses estéticos y preocupaciones sociales distintas. De estos creadores destacó uno por su visión sobrecogedora de la justicia en México. Las películas de Felipe Cazals de este periodo son filmes de terror social que se oponen a la frivolización del crimen. No hay nada edificante en ellas, a diferencia del cine previo. Como nadie, Cazals acertó en describir la relación tan intrincada de la justicia, la crueldad, el abuso, la manipulación, la desigualdad. El cine de Cazals acierta, hace pensar que la idea de la cárcel es más aterradora que la idea del crimen. Una dimensión humana muy compleja que socialmente se defiende con todas las artimañas y los vicios del poder de víctimas y victimarios. En 1976 realiza tres películas sin las que no se puede contar la historia del cine mexicano: Canoa, El apando y Las poquianchis

La que concierne cabalmente a la arquitectura penitenciaria es, por supuesto, El apando. Es la película que mejor recrea la leyenda de Lecumberri –el documental El Palacio Negro (1977) de Ripstein requiere un análisis aparte– con sus espacios constreñidos por rejas detrás de rejas y dinámicas brutales. El filme se basa en la novela de José Revueltas, colaborador habitual del primer Gavaldón, que también firma el script. La historia surge de la propia experiencia del escritor, que estuvo preso dos años en Lecumberri por participar en el movimiento de 1968 en México, que Cazals lleva al cine el mismo año del cierre del penal. Ver la película ahora es el recuerdo del papel que tuvo la cárcel en la vida penitenciaria de la metrópoli, del temor de caer en la grande, y también de la barbarie de la impartición de la justicia.  

En una prisión, el apando es una celda de castigo para los presos. La película muestra la obstrucción de la vista de los apandados por medio de la arquitectura. De ahí la imagen de Manuel Ojeda, Polonio en la película, que saca la cabeza a través de la pequeña ranura de la puerta del apando y la recarga en la placa que la sella; como si hubiese sido decapitado, separado de sí mismo, la cabeza de Polonio parece la de Juan Bautista en la bandeja. El hombre se asoma al exterior con mucha dificultad para ver a los “monos”, a los mayores y cabos, y comprobar la llegada de las visitas al penal; si voltea al otro lado, no puede ver mucho más que las líneas alargadas de los pasillos del edificio. El interior de la celda es oscuro, otra oclusión de la mirada que se extiende a todo el cuerpo, un calabozo de cuatro paredes, sin posibilidad de escape, que comparte con otros dos presos, Albino (Salvador Sánchez) y El Carajo (José Carlos Ruiz). Tres actores en la cumbre de su talento.    

Estos reos ya no esperan la libertad sino meter a la penitenciaría la droga que necesitan para sobrevivir. Por eso traman que la madre de El Carajo se introduzca en la vagina, con ayuda de las mujeres de Polonio y Albino, un tampón que esconda la droga y pase al penal sin mayor problema. Hay algo kafkiano en El apando que hace compleja la reflexión sobre el interior y el exterior, la arquitectura de Lecumberri, tal como la expone Cazals, es una cárcel dentro de otra cárcel, es decir que no hay exterior. El apando es un calabozo al interior de la misma prisión, las rejas de la penitenciaría también confinan dentro del encierro. Es lo que ocurre al final cuando los tres presos, ya fuera del apando, son encerrados entre una reja y otra del patio, prácticamente enjaulados, sitiados y paralizados con tubos de metal introducidos por los barrotes que, inevitablemente, terminan por acribillarlos.

La visión de Cazals es espeluznante, expone el problema material y arquitectónico de la cárcel como lugar de degradación, espacio deshumanizante, mímesis de la realidad, del exterior, que también tiene sus propios mecanismos de constreñimiento. El cine de Cazals es el de la serpiente y la justicia que se muerde la cola, que se engulle a sí misma y que habría que empezar a separar, de alguna forma, si es que algo de ella queda.   

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Preferiría no hacerlo https://arquine.com/no-hacerlo-2/ Fri, 26 Jul 2019 07:00:00 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/no-hacerlo-2/ Hace pocos días el American Institute of Architects denunció públicamente las condiciones en los “centros de detención” para migrantes indocumentados en los Estados Unidos. ¿Se trata de un problema de diseño?

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Hace pocos días el American Institute of Architects (AIA) denunció públicamente las condiciones en los “centros de detención” para migrantes indocumentados en los Estados Unidos. En la denuncia se puede leer que:

“Las condiciones descritas por numerosos informes de los medios de comunicación y las misiones de investigación del Congreso a los centros de detención dejan en claro que estos edificios no están diseñados para manejar la gran cantidad de personas que viven en ellos, ni sustentar la salud, la seguridad y el bienestar de sus ocupantes, muchos de los cuales son mujeres y niños. Por encima de todo, el mal uso de estos edificios y el impacto en sus ocupantes son contrarios a nuestros valores como arquitectos y estadounidenses.”

Llama la atención, sin embargo, que la institución que representa a los arquitectos y arquitectas de los Estados Unidos sugiera en su denuncia que estamos ante un problema de diseño. A renglón seguido del párrafo citado anteriormente se puede leer que los arquitectos y las arquitectas —de la AIA, se sobreentiende— “están liderando los esfuerzos para promover el diseño de viviendas o refugios seguros, confiables y saludables, incluidos los centros de detención,” rematando con la siguiente afirmación: “Un buen diseño puede garantizar la seguridad del personal y del público viajero, combinado con el respeto por la dignidad humana y los valores fundamentales de nuestra nación.”

Por supuesto una celda puede ser más confortable que otra, pero ahí está el dicho: aunque la jaula sea de oro… La cuestión en que parece centrarse el comunicado del AIA es el buen diseño y el buen uso de un edificio que para usarse como centro de detención debió haber sido concebido como tal cumpliendo ciertas normas, pero jamás se cuestiona la existencia de dichos espacios. De hecho, mantener el término centros de detención ante lo que otros —como Alexandria Ocasio Cortes— han llamado, evitando el eufemismo, campos de concentración, sería un primer signo de esta lectura problemática. ¿Podemos plantearnos que la existencia de centros de detención o, seamos claros, campos de concentración, es para la arquitectura y quienes la practican un mero problema de diseño? 

La filósofa Angela Davis escribe al inicio de su ensayo ¿Son obsoletas las prisiones?, que “en la mayoría de los círculos sociales, la abolición de las prisiones es algo simplemente impensable y no plausible” y que “a los abolicionistas se los descarta como utópicos e idealistas, y sus opiniones son consideradas, en el mejor de los casos, poco realistas e impracticables, y, en el peor, desconcertantes e imprudentes.” Para Davis “eso demuestra hasta qué punto es difícil imaginar un orden social que no descanse en la amenaza del aislamiento de personas en lugares atroces diseñados para separarles de sus comunidades y familias.” Al final del mismo texto, Davis se pregunta cómo se puede “imaginar una sociedad en la que el castigo en sí ya no sea la preocupación central en la realización de la justicia”, y explica que:

“Un enfoque abolicionista que busque responder a preguntas como esta nos obligaría a imaginar una constelación de estrategias e instituciones alternativas, con el objetivo final de eliminar la prisión de los paisajes sociales e ideológicos de nuestra sociedad. En otras palabras, no deberíamos buscar sustitutos a la cárcel similares a esta, como el arresto domiciliario garantizado por brazaletes de vigilancia electrónica. Más bien, al considerar la política de reducción del número de presos como nuestra estrategia primordial, deberíamos imaginar un continuo de alternativas al encarcelamiento: desmilitarización de las escuelas, la revitalización de la educación en todos los niveles, un sistema de salud que brinde atención física y mental gratuita a cualquier persona y un sistema de justicia basado en la reparación y la reconciliación en vez de en la retribución y la venganza.”

Si esto vale para las cárceles, donde estadísticamente, y no sólo en los Estados Unidos, los juicios penales están muchas veces sesgados por prejuicios de clase y raza, en el caso de los campos de concentración, mal llamados centros de detención, en cualquier país y para cualquier tipo de persona, o también, tratándose de muros e instalaciones que cierran fronteras y aíslan zonas geográficas o de estrategias de control y ocupación a escala urbana o territorial, la cuestión y la propuesta desde la arquitectura nunca debiera ser por mejoras en el diseño sino, simplemente, el rechazo, radical y absoluto, a colaborar en ese tipo de construcciones. Oponerse a su diseño, oponerse a su construcción y, por supuesto, oponerse absolutamente a su utilización.

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Lecumberri 2: el Movimiento https://arquine.com/lecumberri-2-el-movimiento/ Tue, 14 May 2019 13:00:04 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/lecumberri-2-el-movimiento/ Varias de las descripciones de la vida cotidiana en Lecumberri que aparecen en "Los días y los años", la novela testimonial del 68 de Luis González de Alba, revelan al panóptico convertido nada menos que en una vecindad, la gran pesadilla de los urbanistas modernos:

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There’s a battle outside and it’s ragin’

It’ll soon shake your windows and rattle your walls

For the times they are a-changin’

Bob Dylan

 

Varias de las descripciones de la vida cotidiana en Lecumberri que aparecen en Los días y los años (1971), la novela testimonial del 68 de Luis González de Alba, revelan al panóptico convertido nada menos que en una vecindad, la gran pesadilla de los urbanistas modernos: “Era como una vecindad: un cordel con ropa tendida que alguien olvidó recoger […]; el patio rectangular, las puertas que se abren a un solo cuarto mal iluminado. Todo es como una vecindad. Hasta la vida en común, los disgustos, los apodos, las pláticas” (50). Los días y los años dedica buena parte de sus páginas a describir esa “vida en común” adentro de la cárcel: las comidas que organizan y comparten entre sí los estudiantes presos, los chistes y las burlas que se hacen entre ellos, las discusiones sobre el 68, los conflictos, los planes a futuro, las “guerras de bolillos” con otros presos o las clases que cada uno le daba a los demás de acuerdo a su especialidad. En otras páginas, González de Alba se limita a describir el suceder diario de la cárcel: a los jugadores de básquetbol, por ejemplo, o a los vendedores y sus sonidos: “Claro, durante el día hay otros pequeños y típicos detalles: los graznidos del maletero, el de los tacos, el de las nieves y, recientemente, el de las fresas con crema en vasitos de papel. ¡Ah! y por supuesto el de las tortillas, quien además vende pastillas de ciclopal” (77).

Una forma posible de pensar este panóptico convertido en vecindad de estudiantes y, por extensión, los usos cotidianos dentro de los espacios disciplinares estudiados por Foucault es Michael de Certeau y su “práctica de lo cotidiano”. Quizá se trate de la ruta más evidente, ya que la propuesta de de Certeau tiene la intención abierta de encontrar, dentro del panóptico, puntos de fuga cotidianos e imperceptibles que escapen, burlen  o rebasen a esa forma moderna de producir subjetividades gobernables a través del ordenamiento, control y vigilancia del espacio. Pero otra forma de acceder a Lecumberri como vecindad —y una que resuena con esa “vida en común” de la que habla González de Alba— es justamente a partir de la noción de lo “común”, articulada por Antonio Negri y Michael Hardt en Commonwealth (2009). Para ellos, lo común tiene dos significados: por un lado, se refiere a recursos como el agua, la tierra o el aire que, estrictamente, le pertenecen a todos y a nadie; por otro lado, lo común es también el conjunto de lenguajes, conocimientos, afectos, prácticas e información que es producto necesario de la interacción social, y que por lo tanto también le pertenece (o debería pertenecerle) a todos y a nadie. Una sociedad, dicen Hardt y Negri, se define por la relación que establece con lo común en este doble sentido, pues es de esa relación de donde surgen las prácticas cotidianas y las formas de vida que, a la postre, dan cuerpo a una organización política, económica y social (algunas de las cuales son, de acuerdo con ellos, nocivas para lo común, pues lo limitan y lo merman).

 

¿A dónde conduce pensar desde este ángulo la vida cotidiana de los estudiantes presos descrita por González de Alba y otros estudiantes en sus libros testimoniales? Es decir, qué nos revela esa “vida en común” que González de Alba vincula con la vecindad, qué nos dicen ese conjunto de prácticas como compartir recursos –comida, agua, vendas, uno que otro lujo colado por una visita–, compartir conocimiento (las clases que se daban entre ellos), discutir (a veces en conflicto abierto) o cuidarse entre ellos de los ataques de otras crujías o de los guardias. Si una forma de vida social depende, de acuerdo con Hardt y Negri, de una manera de relacionarse con lo común –con recursos como agua y comida o con lenguajes, prácticas y afectos producidos en comunidad ¿hacia dónde apunta esa forma de vivir en la cárcel que los estudiantes presos establecieron durante su encierro en Lecumberri? De alguna manera, es como si la “vida en común” en Lecumberri –ese conjunto de prácticas cotidianas mencionado arriba– reflejara y, en el proceso, hiciera inteligible lo mucho que el movimiento del 68 pasó por encontrar, construir y ejercer una forma diferente de habitar la ciudad de los sesentas, eso que Poniatowska llamó “ganar la calle”. Los días y los años, por ejemplo, dedica muchas de sus páginas a describir la forma como los estudiantes se apropiaron de la infraestructura de Ciudad Universitaria –los salones, los pasillos, las cafeterías, las islas–, no sólo para vivir ahí, sino sobre todo para construir desde ahí adentro y en conjunto los órganos políticos que articularían el movimiento: las brigadas, el consejo, los comunicados, las asambleas y demás. Para Hardt y Negri ambas cosas van de la mano: de nuevas formas colectivas de habitar la ciudad, de relacionarse con lo común en el doble sentido que proponen, pueden emerger nuevas formas de organización política. Si acaso a nivel de deseo, y no sin varios tropiezos, para el movimiento del 68 esta forma quería ser más democrática, más libre y más abierta de la que el estado priista permitía. De González de Alba a Poniatowska, algunos de los grandes pasajes de la literatura del 68 pasan justamente por descripciones de estas nuevas maneras de vivir la ciudad panóptica en las vísperas de la XIX Olimpiada: las brigadas por los mercados y las plazas, la minifalda y el pelo largo, los happenings vanguardistas, el mural anónimo en CU, la sensación del cuerpo al entrar a un Zócalo lleno de estudiantes o la V de la Marcha del Silencio descrita por González de Alba: 

Entonces, ante la imposibilidad de hablar y gritar como en otras ocasiones […] surgió el símbolo que pronto cubrió la ciudad entera y aún se coló a los actos públicos, la televisión las ceremonias oficiales: la V de ¡Venceremos! Hecha con los dedos, formada con los contingentes en marcha; pintada después en casetas de teléfonos, autobuses, bardas. En los lugares más insólitos, pintada en cualquier momento. (119)

Irónicamente, fue gracias al encierro en Lecumberri de algunos miembros y a las conversaciones, discusiones, clases e intercambios que esto permitió que podemos contar con todo un archivo escrito del 68 que está en diálogo y a veces en disputa entre sí. Esto enriquece nuestra capacidad de entender lo que sucedió. Frazier y Cohen nos han recomendado verlo con cuidado, pues se trata de un archivo escrito sobre todo por líderes masculinos del Consejo que a menudo desacreditan u oscurecen la importancia de otros órganos del movimiento como las brigadas –donde participaban muchas más mujeres– o como la atención a comedores y limpieza, que para variar cayó en manos de ellas y no de ellos. Pero es justamente gracias a esta advertencia que este archivo –complementado por otros textos como el de Poniatowska– resulta un lugar sumamente interesante para pensar, por un lado, los altibajos del proceso de democratización mexicana y el rol del 68 en el mismo, y, por el otro, eso que Hardt y Negri llaman la multitud: una suerte de entramado de subjetividades y formas de vida que poco a poco van gestando, en su interacción heterogénea y conflictiva, una nueva organización política, económica y social, siempre en proceso y nunca definitiva. 

En 1976, Lecumberri dejaría de ser prisión y se convertiría, entrando los años 80, nada menos que en el Archivo General de la Nación. Pero a la ironía del panóptico vuelto archivo puede dedicársele una discusión a parte.


Referencias: 

González de Albar, Luis. Los días y los años. Séptima edición. México: Era, 1973. 

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