Resultados de búsqueda para la etiqueta [Arquitectura y enfermedad ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 26 May 2023 14:34:10 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Curaciones arquitectónicas https://arquine.com/curaciones-arquitectonicas/ Fri, 26 May 2023 14:34:10 +0000 https://arquine.com/?p=79056 ¿Realmente se puede plantear una relación simétrica entre la medicina y la arquitectura, además de pensar que la construcción de edificios sirva para regular tanto el cuerpo como los discursos médicos?

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Se anunció el fin: la Organización Mundial de la Salud declaró que el virus Covid-19 no es más una emergencia sanitaria. A la manera de la tuberculosis, esta enfermedad se volvió un pretexto para la reflexión disciplinar de la arquitectura. En parte por la manera en la que afectó los espacios en los que habitamos y trabajamos, y también porque quienes ejercen la disciplina consideran que son ellos los que deben discutir cómo es que un virus modifica los rumbos de sus labores proyectuales. Le Corbusier, por ejemplo, asumió que la misión de la arquitectura era funcionar como un dispositivo médico para combatir la tuberculosis. Las terrazas, los jardines y las ventanas formaban parte de una estrategia de diseño mayor, con la cual se pretendía facilitar que la luz y el aire alimentaran a un cuerpo cuya salud se robustecía gracias a la arquitectura. Boxeador y nadador, Le Corbusier implementó en sí mismo sus ideas sobre la salud, legando una imagen de un hombre que no permitió que las adversidades de la modernidad (como lo fue la tuberculosis) detuvieran sus bríos. A inicios de 2020, el discurso no fue tan optimista, aunque delató más ingenuidad que crítica. Se vio, con gran azoro, que la vivienda de la gran mayoría de los humanos del planeta no era suficiente para condensar las actividades laborales y escolares que debían seguir realizándose. “¿Qué estamos haciendo como arquitectos?”, era la pregunta. 

Probablemente, la distancia histórica entre la tuberculosis y el Covid-19 sea el punto de partida para establecer lecturas, interpretaciones e, incluso, poéticas tanto de la enfermedad como de la arquitectura. Plantear una relación simétrica entre la medicina y la arquitectura, además de pensar que la construcción de edificios podía regular tanto sobre el cuerpo como los discursos médicos, legó una serie de imágenes en sepia y en blanco y negro donde la arquitectura, el ejercicio y los rayos X funcionaban para demostrar una estética y hasta qué punto la labor de la disciplina buscó funcionar como una máquina bien aceitada que podía hacer surgir una mejor vida. Pero la enfermedad imprimió un dejo de melancolía sobre estas ideas. Pensemos, por ejemplo, en el Sanatorio Internacional Berghof, el recinto médico donde se desarrolla toda la trama de La montaña mágica, la célebre novela de Thomas Mann. 

Hans Castorp, un aspirante a ingeniero náutico, asciende a los Alpes Suizos para visitar a su primo, Joachim Ziemssen, un joven que está tratando su tuberculosis de manera semejante a como lo prescribió Le Corbusier: terapias al aire libre, baños de sol y caminatas. Castorp asume que la visita será corta: tiene planeado continuar con sus estudios, eventualmente contraer matrimonio y morir como cualquier otro burgués de su estirpe. Lo que sucede es que, por el sólo hecho de encontrarse en ese espacio, comienza a desarrollar síntomas que van desde el aumento de temperatura hasta una tos en la que arroja sangre. El sanatorio, provisto de amplios ventanales y de terrazas donde los enfermos pueden ayudar a su cura exponiéndose al aire montañés, también es el lugar donde el muchacho cada vez más vulnerado por la falta de respiración puede apreciar el funcionamiento de sus pulmones en una máquina de una tecnología novedosa que permite la verificación y el monitoreo de la tuberculosis. El sanatorio donde Castorp (quien, al igual que los demás pacientes, puede costear su estancia en mensualidades) desarrolla su enfermedad se encuentra completamente equipado, aspecto que, podría decirse, es consubstancial a la melancolía que embarga al personaje por esperar una resolución a una enfermedad todavía desconocida y cuya cura depende, en gran medida, de aquellos espacios iluminados y ventilados. “Es poco adecuado hablar de «repetición»; sería preciso hablar más bien de «monotonía»”, reflexiona el joven. “Te traen la sopa de la mañana del mismo modo que te la trajeron ayer y que te la traerán mañana”. Estas son algunas de las reflexiones domésticas que suceden en el sanatorio, un monólogo interior donde la delicadeza puede mezclarse con el aburrimiento. Sin embargo, lo que se avecina hacia el final de la novela es la Primera Guerra Mundial, y es donde Mann transforma un texto sentimental en un comentario social.

Podríamos aventurarnos en las reflexiones domésticas que nos legó la pandemia y apuntar algunas ideas sobre los estados anímicos de sus inicios. La tuberculosis fue conocida como un padecimiento de los melancólicos, propia de los artistas del romanticismo. Y algunas metáforas también podrían surgir después del Covid: el aislamiento, la monotonía, la sopa de todos los días. Sin embargo, en la novela de Thomas Mann, la gran historia de la enfermedad burguesa es interrumpida por un acontecimiento bélico que destruyó a toda Europa. Y, en nuestra circunstancia actual, la pregunta es: “¿qué estamos haciendo los arquitectos?” La vivienda que nos albergó en los días más cruentos de la crisis no sólo sigue siendo la misma, sino que sus lógicas se han reproducido a mayores escalas, con gobiernos que se alían con iniciativas de estancias temporales como Airbnb, o con desarrolladores que se asientan sobre ciudades cuyos habitantes, al contrario de Hans Castorp en su sanatorio, no lograron sostener sus rentas. La cura no estaba subordinada a la posibilidad de tener una casa que contara con grandes ventanales y jardines; incluso, fue el sitio donde incrementaron las labores reproductivas para las mujeres, o donde bastantes ciudadanos experimentaron estados extremos de ansiedad. Además, casi nadie contaba con un espacio para trabajar o para estudiar que estuviera separado de las zonas donde la vida doméstica pudiera seguir siendo la misma, y ese hacinamiento sucedió, en gran parte, por las casas que son la única alternativa para ser parte de los centros urbanos. La destrucción ocurrió aun cuando hayamos dejado de estar asediados por la emergencia sanitaria. La enfermedad del virus es un recuerdo traumático, pero productivo: ahora podemos denunciar, con mayores argumentos, el estado actual de nuestras ciudades.

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Titubeos https://arquine.com/titubeos/ Tue, 18 Apr 2023 14:51:24 +0000 https://arquine.com/?p=77824 La arquitectura moderna desde su origen y a lo largo de su desarrollo pasó por alto lo que permanece en la sombra. Sin saberlo, aquella nueva tradición siempre estuvo circunscrita por la dimensión inconsciente de la subjetividad moderna.

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Entre el pecho y el abdomen se encuentra el diafragma. Este músculo se contrae de manera rítmica y casi siempre involuntaria. Al hacerlo, allana el pecho y crea un vacío que succiona aire hacia los pulmones. A diferencia del resto de procesos fisiológicos que efectúan otros sistemas del cuerpo —el digestivo, el reproductivo, el circulatorio, etc.— la respiración surca el umbral entre aquello que el cuerpo lleva a cabo de manera consciente o inconsciente. La mayor parte del tiempo, el sistema realiza los ciclos de oxigenación de manera automática. Sin embargo, se pueden controlar la cadencia y profundidad de la respiración para aumentar la efectividad de la inhalación o exhalación y acelerar o relajar el ánimo. De esta forma, el objeto de la respiración no es solo la oxigenación, sino también los estados de excitación o relajamiento de todo el cuerpo. De tal forma, la respiración está implicada en una parte de la dimensión consciente así como la inconsciente y, sobre todo, en su interrelación. Frecuentemente el concepto de lo que llamamos humano sirve para limitar nuestro entendimiento de esta cosa que somos. Y esta cosa que somos la constituyen, por un lado, lo mediado: la mente y la conciencia; y por el otro lado, lo inmediato: el cuerpo y el inconsciente. La respiración es un puente que corre a lo largo de ambas dimensiones. 

¿Qué pasa cuando se deteriora la respiración? A finales del siglo XIX, tras avances en las ciencias y técnicas médicas, se descubrió qué era aquello que causa lo que hoy conocemos como la tuberculosis: una enfermedad fulminante cuyos síntomas pueden paulatinamente limitar la respiración hasta extinguirla. Iniciado el siglo XX, una epidemia de tuberculosis se cernía en todo el mundo y la salud pública en diferentes países atravesaba crisis en mayor o menor medida. No fue hasta mediados de siglo cuando se detuvo la propagación masiva de la patología respiratoria gracias a la invención de antibióticos así como la aparición del medio de detección de la tuberculosis, los rayos X. Hasta antes de tales descubrimientos, se tenía la idea de que los edificios viejos y desgastados eran focos de propagación de la tuberculosis; los espacios sin luz, sin ventilación, con humedad y polvo, eran considerados los anfitriones perfectos para la bacteria responsable de tal enfermedad. Por este motivo entre otros, tras la vuelta del siglo XIX, la disciplina del diseño arquitectónico comenzó a prescindir paulatinamente del abigarramiento característica de los estilos clasicistas o decorativos, y se comenzaron a diseñar fachadas e interiores según la conformidad de la función y la forma, siguiendo premisas de composición racional. Edificios de superficies lisas y blancas, depurados de ornamentación, con amplios cristales y vanos que procuraban en la medida de lo posible la ventilación e iluminación fueron de las primeras construcciones hechas con concreto armado y acero estructural, e hicieron alarde de una nueva tradición—como la llamó el historiador Siegfried Giedion—que, retrospectivamente, para la historiografía de la arquitectura del siglo XX, fue conocida como arquitectura moderna. Una de las primeras muestras de edificios cuyo diseño estuvo regido según la construcción con materiales industriales fue la tipología del hospital. Particularmente, el hospital sanatorio para pacientes de tuberculosis. Por lo tanto, la aparición de la arquitectura moderna puede ser considerada como un acontecimiento de motivaciones médicas, puesto en marcha mediante un entendimiento mecanicista del cuerpo, de la sociedad y de la urbanización. Bajo este régimen de conocimiento, se considera que la función de un cuerpo procede de manera binaria—o el paciente oxigena o no oxigena—según la correspondencia del funcionamiento de las partes en relación con la totalidad del sistema; cualquier sistema: el cuerpo humano, la organización social, la planificación urbana o un edificio particular. La máxima de la arquitectura moderna según la cual “la forma sigue a la función” (form follows function) refiere a aquella manera de entender un sistema a partir de sus partes que conforman un todo ordenado. Es decir, la forma en la que cada parte del todo está ordenada habría de ser derivada lógicamente a partir de su función dentro del conjunto. 

A sabiendas de que las patologías de un acontecimiento fundacional con respecto a aquello que funda es legado a las generaciones posteriores, podemos vislumbrar cuál fue una secuela de la tuberculosis: el hecho de restringir el entendimiento de la respiración exclusivamente a su aspecto médico, binario y mecanicista, enfatizando así su entendimiento lógico y ofuscado casi completamente la relación que ella guarda con la dimensión inconsciente del cuerpo. Al no considerar la respiración como el proceso fisiológico que integra la conciencia y lo inconsciente, se restringe también su función como puente que permite el paso hacia los estratos escondidos de la subjetividad. Por lo tanto, para la arquitectura y sus pretensiones médicas provenientes de un régimen de conocimiento que considera al habitante—y al paciente—y su entorno como partes de un sistema mecánico, el inconsciente está más allá del alcance de tales disciplinas modernas. El inconsciente queda relegado a la sombra. Hasta hoy, las disciplinas de la arquitectura y la medicina en su condición contemporánea ignoran en gran medida la dimensión inconsciente del sujeto. 

La arquitectura moderna desde su origen y a lo largo de su desarrollo pasó por alto lo que permanece en la sombra. Sin saberlo, aquella nueva tradición siempre estuvo circunscrita por la dimensión inconsciente de la subjetividad moderna. Por lo tanto, ésta siempre se inmiscuye cual sustancia gelatinosa dentro de la disciplina entendida como un relato historiográfico a sabiendas de que para constituir un discurso narrativo coherente es necesario excluir aquello que varía de la regla; en este caso, de las reglas de lo racional, de lo saludable, y de la forma que sigue a la función. La manera en la que esto se manifiesta no puede ser explicitada directamente con aseveraciones, sino que se trasluce mediante la imposibilidad de agotar ciertas preguntas. Preguntas suscitadas por aparentes incoherencias procedentes de tres anécdotas incompletas, acontecidas al principio, en el clímax, y en el desenlace de la arquitectura moderna así entendida por su propia historiografía a lo largo del siglo XX.   

La primera anécdota corresponde al entorno abigarrado de Viena en los últimos años de la Monarquía dual, a principios del siglo XX, donde emergió una clase burguesa confundida que buscaba hacer alarde de su nueva riqueza y ostentaba el ornamento por el ornamento. Aquella aristocracia decadente se ganó como enemigo al arquitecto austriaco Adolf Loos, cuyo esfuerzo creativo a lo largo del primer tercio de siglo estuvo motivado por purgar la arquitectura de decoración innecesaria, vulgar, despilfarradora y pasada de moda. Además de haber proyectado una serie de casas para familias pudientes, todas apegadas al entonces revolucionario arquetipo del cubo blanco, las fuertes afirmaciones de Loos fueron postuladas en su conferencia dictada en 1910, Ornamento y delito, posteriormente publicada. Con precisión aforística, el austriaco da cuenta de los motivos estéticos, éticos, históricos y materiales del por qué la arquitectura y demás disciplinas del diseño en su condición moderna no se pueden permitir la decoración. “[…] La epidemia ornamental está reconocida estatalmente y se subvenciona con dinero del Estado. Yo, sin embargo,” dice Loos, “veo en ello un retroceso”; “El ornamento es fuerza de trabajo desperdiciada y por ello salud desperdiciada. Así fue siempre. Hoy significa, además, material desperdiciado y ambas cosas significan capital desperdiciado”. Su conferencia termina de la siguiente manera: “La carencia de ornamento ha conducido a las demás artes a una altura imprevista. Las sinfonías de Beethoven no hubieran sido escritas nunca por un hombre que fuera vestido de seda, terciopelos y encajes. El que hoy en día lleva una americana de terciopelo no es un artista, sino un payaso o un pintor de brocha gorda.” Junto con el eco de esas ideas resuenan temas hoy problemáticos, pero no cabe duda que el austriaco en su respectivo entorno intelectual hizo uso sofisticado de sus capacidades racionales, argumentativas, en aras del desarrollo de la arquitectura moderna. Sin embargo, en lo que respecta su vida privada, la subjetividad de Loos parece haber sido más compleja, oscura, y susceptible de lo que él mismo habría descalificado como ornamental. 

Siete años antes de su conferencia, en 1903, el número inaugural de la revista Kunst publicó fotografías de uno de los primeros proyectos de Adolf Loos: el interior del cuarto que el arquitecto diseñó para su esposa, Lina Loos, dónde él mismo también pernoctó, supuestamente hasta su muerte. El cuarto está completamente forrado con textiles blancos. La cama cubierta con una colcha de seda blanca, parece que flota sobre una sábana que se extiende hasta ser alfombra de piel de angora, y cortinas de lino blanco cubren las paredes y ventanas. Las fotografías hablan por sí mismas y suscitan una serie de preguntas incómodas. ¿Cómo puede ser que la misma persona que arremetió tan vehementemente contra la seda, los terciopelos y los encajes, habite todas las noches entre un racimo de pelusa?, ¿cómo es que un arquitecto que habla tan favorablemente a propósito de la salud a su vez permanezca en un cuarto tan propenso a la acumulación de polvo, sobre todo, si tenemos en mente que en aquel entonces se pensaba que el polvo favorecía la tuberculosis?, ¿cómo se justifica el hecho de que el mismo hombre moderno que dicta una conferencia titulada Ornamento y delito cometa todas las noches el delito de pernoctar en un cuarto convertido en ornamento? 

El segundo ejemplo le corresponde al arquitecto suizo Le Corbusier. Consiste en una remodelación de un departamento ubicado en el centro de París diseñado para el excéntrico Charles de Beistegui. Charles era una figura particular. Originario de una familia pudiente cuya riqueza provenía de ser dueña de minas de plata en México en los años más despiadados del porfirismo, el espíritu de Charles era el de un europeo frustrado por no ostentar título nobiliario. Dentro de la alta bohemia de su época, Charles de Beistegui fue conocido como un multimillonario y mecenas excéntrico que aprovechaba las oportunidades adecuadas para organizar fiestas y banquetes en sus casas decoradas por él mismo. Lo que lo atrajo a París fue cierto ambiente cosmopolita, aristócrata, dónde se procuraba el voyeurismo y la expresión artística mediante festividades efímeras como ballets, proyecciones de cine y bailes enmascarados, todo esto bajo la influencia de las vanguardias artísticas y literarias de inicios del siglo XX. En un afán por suscribir a la ola de patronaje emergente de arquitectura moderna, Charles de Beistegui adquirió un departamento amplio en un último piso sobre la avenida Champs-Élysées, y buscó remodelarlo al estilo moderno. Organizó un pequeño concurso—sin que los concursantes supieran que estaban concursando—entre Le Corbusier junto con Pierre Jeanneret, y otros dos arquitectos, Gabriel Guevrekian y André Lurçat. En una carta de julio de 1929, luego de recibir el encargo, Le Corbusier le manifiesta a Charles su disposición para colaborar: 

“Su encargo nos interesa porque tiene un programa de escaparate, porque propone una solución para las azoteas de París sobre las cuales llevo años hablando… A propósito de mi, mi campaña lleva veinte años en desarrollo. He conseguido la victoria. Ahora soy conocido; se sabe lo que hago. Cada día intento alcanzar la perfección. Tengo solo una idea, la de hacer de cada uno de mis problemas una pura, insuperable, obra correcta.”

A lo que Le Corbusier se refiere con un “programa de escaparate” es al hecho de que Charles no quería una residencia permanente, una machine à habiter, como el arquitecto suizo conceptualizaba la unidad de vivienda; más bien, lo que el excéntrico cliente quería era una casa de noche, una penthouse de uso flexible en París para un soltero de clase alta, en la cual recibir amigos y celebrar recepciones y fiestas. La versión final fue una mezcla de las distintas propuestas que resultaron del pequeño concurso inicial, y Le Corbusier fue el arquitecto que posibilitó las inusuales peticiones del cliente, de las cuales una fue que no hubiera instalaciones de iluminación eléctrica pero sí una serie de dispositivos eléctricos, compuertas, candelabros, puertas deslizantes, un proyector, una cámara obscura, un periscopio, etc. Como es el caso en el cuarto de Adolf Loos, las fotografías del departamento de Charles de Beistegui hablan por sí solas y suscitan otra serie de preguntas incómodas: Le Corbusier conocía a su cliente, fácilmente pudo haber imaginado qué tipo de muebles habitarían su interior, sabía que Charles era un snob de sensibilidad estética conservadora, ¿cómo fue que no opuso resistencia y simplemente hizo la voluntad de su cliente?, ¿cómo fue que un arquitecto que—en sus propias palabras—buscaba la perfección, la idea de una obra correcta, insuperable y pura, tuvo tan buena disposición en facilitar un programa de escaparate?, ¿cómo se explica que un arquitecto con tan claras intenciones sobre el futuro de la arquitectura—“arquitectura o revolución, escribió Le Corbusier en Hacia una arquitectura—aceptara el encargo de un condominio que ni siquiera serviría como vivienda? Aproximadamente siete años antes, Le Corbusier había postulado un proyecto titulado La Ville Contemporaine, que consistía en demoler gran parte del centro de París para construir torres de vivienda que albergarán a tres millones de personas. ¿Cómo es que el mismo arquitecto que propone demoler el centro una ciudad posteriormente construye en él una penthouse para un multimillonario pretencioso?, ¿cómo puede ser que uno de los más arrojados proponentes de la arquitectura moderna proyectará un interior tan ecléctico y conservador? 

El tercer ejemplo le corresponde al arquitecto alemán Mies van der Rohe. En su etapa de madurez profesional, Mies tenía intenciones y pensamientos claros en torno a la arquitectura, o como él la llamaba, el arte de construir, que en sus mismas palabras quiere decir “crear formas que emergen de la naturaleza de la tarea con los medios de nuestro tiempo”. En 1923, Mies editó junto con Hans Richter el segundo número de la revista G y dentro de ella anotó un párrafo: 

“No conocemos formas, sólo problemas de construcción. La forma no es la meta sino el resultado de nuestro trabajo. No hay tal cosa como la forma en sí misma. Lo verdaderamente formal está condicionado, embebido en la tarea, desde luego, la más elemental expresión de su solución. La forma como meta es formalismo; eso lo rechazamos. Tampoco nos esforzamos por alcanzar un estilo. Inclusive la búsqueda de estilo es formalismo. Nosotros tenemos otras preocupaciones. Lo que nos concierne es liberar a la construcción de la actividad de los especuladores estéticos y hacer de ella, de nuevo, lo que debería ser, principalmente CONSTRUCCIÓN [BAUEN]”. 

Fue con tal actitud que el arquitecto alemán realizó a lo largo de sus años en Europa y luego en Estados Unidos una serie de obras que destacaron por estar a la vanguardia del desarrollo de la arquitectura moderna. A través de esta manera de aproximarse al arte de construir —despersonalizada, pragmática y comprometida— fue como Mies se convirtió en una figura canónica para la nueva tradición. 

En 1945, en una cena organizada por amigos en común, Mies conoce a la doctora Edith Farnsworth—una médica especialista en patologías de riñones. Alto, impecablemente vestido y afeitado, de mirada penetrante y una actitud seria que irradiaba elegancia, el arquitecto cautivo el interés de la doctora. Ella le compartió sus planes de construir una casa de fin de semana en el extrarradio de Chicago, en el estado de Illinois. Mies se ofreció diseñarla él personalmente. Así comienza una larga anécdota de una relación arquitecto-cliente por demás particular, que desde la admiración devino afinidad, pasando por un affaire, atravesada después por un desencanto seguido por riñas, discusiones, problemáticas relacionadas con presupuesto que culminaron en una demanda de ella a él y una contra demanda de él a ella. Una de las cuestiones que provocó más tensión fue el hecho de que dentro de la composición que había planteado el arquitecto no había espacio para colocar un closet. El núcleo de la cocina y el baño ya era demasiado grande y colocar un armario aislado hubiera vencido la lógica, la función de la casa, cuya transparencia era lo esencial pues la naturaleza que circunda las orillas del río Fox de alguna forma tenía que estar dentro de la casa. Con latente misoginia, Mies van der Rohe le dijo a su clienta, “es una casa de fin de semana. Solo necesitas un vestido. Cuelgalo con un gancho detrás de la puerta del baño”. Pero al final el arquitecto concedió. En la casa entregada hubo closet. Aquellas problemáticas que sucedieron con el closet ocurrieron de forma similar con las cortinas, los cristales, el aire acondicionado, las tuberías, la chimenea, etc. Otro motivo de conflictivo fue el hecho de que Mies se aferró a que los muebles del interior fueran unos que había diseñado él, no los que prefería ella. Seis años y ocho múltiplos de presupuesto original después, en 1951, fue entregada la Casa Farnsworth. Es uno de los especímenes de arquitectura moderna más bellos, un hermoso objeto arquitectónico y un interior que—además de guardar similitud con un cuarto de sanatorio de tuberculosis—para la doctora Farnsworth resultó inhabitable. La vendió en la década de los setentas y se fue a vivir a Italia. 

La caja de cristal postrada sobre 8 columnas de acero estructural blanco es asombrosamente fotogénica. Sin embargo, conocer las minucias anecdóticas de su desarrollo suscita una respectiva serie de preguntas incómodas. ¿Cómo puede ser que el mismo arquitecto que autoproclama rechazar el formalismo y la especulación estética persiga tan afanosamente la morfología del resultado final?, ¿por qué Mies no contempló de inicio un closet, y por qué se lo negó después a la doctora Farnsworth siendo él tan minucioso con su propia vestimenta? A sabiendas de que quien determina la habitabilidad de un proyecto es el cliente, ¿por qué Mies se permitió diseñar algo que parece apegado a la máxima según la cual la forma sigue a función pero que es a su vez inhabitable, es decir, que no funciona?, ¿Cómo se explica que alguien que tiene concepciones tan universales de la arquitectura — “La arquitectura es la voluntad de una época traducida al espacio” dijo en otro momento Mies — y tan altos estándares de su trabajo y del rol que él mismo desempeña en el arte de construir, actúe de manera tan altiva y mezquina? 

Inconsecuentes. Así se apetece adjetivar a aquellos tres arquitectos modernos. Tanto Adolf Loos como Le Corbusier y Mies van der Rohe aparentan en sus respectivos ejemplos postular o escribir una cosa y después hacer otra. Más allá de lo que cada uno de estos arquitectos dijo, escribió o construyó en su obra reunida, con el anecdotario mencionado basta para decretar que, por las formas en las que actuaron son merecedores de llamarles inconsecuentes y además: el austriaco, depravado; el suizo, lambiscón; el alemán, hipócrita. Así considerados, las series de preguntas incómodas suscitadas por sus deslices hacia lo caprichoso y lo inconsecuente, quedarían respondidas. La conclusión sería que los tres arquitectos actuaban según sus antojos, aprovechándose de sus clientes y sus circunstancias. De tal forma, emitiríamos un juicio satisfactorio sobre el actuar de nuestros tres maestros modernos. Sin embargo, tal juicio procedería de una lógica binaría, médica; la misma lógica que sirvió para curar la tuberculosis—terminando con sus síntomas pero inaugurando sus secuelas—cuya característica es que atiende lo que está a la luz mientras que ignora lo que permanece en la sombra. 

Las contracciones rítmicas del diafragma desencadenan el proceso que oxigena el cuerpo y simultáneamente contiene en un mismo ciclo las dimensiones consciente e inconsciente del sujeto; es decir, integra la luz y la sombra. Aquello que sucede con la respiración pasa de igual forma con uno de sus procesos paralelos: la inspiración. La inspiración entendida como la responsable del confuso origen heterogéneo, contingente, de ideas y obras súbitas no atribuibles a la lógica binaria, mecanicista, ni a la mera aplicación de reglas o la repetición de técnicas de búsqueda y hallazgo. Si la respiración es lo que sostiene el cuerpo del autor creador, o autora creadora, la inspiración es lo que sustenta su producción creativa. “Inspiración, inhalación, insinuación, incursión vertical de una idea, apertura o asomo de lo nuevo:”, escribe Peter Sloterdijk, “ese concepto designaba en otro tiempo, cuando aún se podía utilizar sin ironía, el hecho de qué una fuerza informadora de naturaleza superior convirtiera una conciencia humana en su tubo o caja de resonancia”. ¿Qué inspiró en sus momentos a Loos, a Le Corbusier o Mies?  En ciernes y a lo largo del siglo XX, aquella “fuerza informadora de naturaleza superior” fue el cuerpo, sin embargo — contrario a su entendimiento desde la medicina, como una suma de sus partes o sistemas — el cuerpo como resultado de un proceso de individuación que es atravesado por la experiencia, constituido por varias capas; entre ellas, sedimentos profundos de la subjetividad que, usualmente, los estratos superiores de la conciencia reprimen. Es decir, lo que inspiraba a nuestros tres maestros modernos era el revés de lo que ellos mismos reprimían. 

Mediante un análisis que no le rehuya a la sombra, al inconsciente, se vislumbra que cuando uno actúa de forma inconsecuente no es que esté siendo contradictorio. Más bien, está actuando de forma completamente consecuente con aquellos estratos de la subjetividad de los cuales uno mismo aún no es consciente. Tales estratos ocultos, que para el sujeto se mantienen latentes, reprimidos, se hacen explícitos mediante ciertos actos: en los deslices, en los caprichos y en los titubeos. El cuarto de Adolf Loos, el departamento de Charles de Beistegui y la casa de la doctora Farnsworth son eso: deslices, caprichos, titubeos. Juntas, las instancias de aquella tres anécdotas bajo el análisis aquí planteado a su vez suscitan su propia serie de preguntas incómodas: ¿cómo se explica que el haber curado la tuberculosis termine por ser su propia patología?, ¿por qué la historiografía de la arquitectura del siglo XX activamente ignora estas anécdotas?, ¿cómo se constituyó un discurso narrativo coherente en torno a la arquitectura moderna a partir de lo que de otra forma pareciera ser una serie de titubeos aislados?, ¿qué significa esto para la arquitectura contemporánea?, ¿por qué insistimos en seguir discurriendo sobre Loos, sobre Le Corbusier, sobre Mies?, ¿qué reprime la arquitectura moderna? Ante la imposibilidad de agotar estas preguntas, podemos al menos explicitar el hecho de que—antes de cualquier cuarto aterciopelado, antes de cualquier penthouse parisina y antes que cualquier caja de cristal—lo primero que habita esta cosa que somos es su propia piel.  

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La enfermedad y sus metáforas urbanas https://arquine.com/la-enfermedad-y-sus-metaforas-urbanas/ Mon, 30 Jan 2023 04:18:03 +0000 https://arquine.com/?p=74717 Hablar de "la ciudad enferma" es usar una metáfora parte de discurso avalado por "expertos" que se apropian de términos, que incluso en las ciencias médicas y biológicas pueden resultar problemáticos, para aparentar una racionalidad objetiva y científica y acaso encubrir así intereses de clase, de poder o económicos, incluso sin saberlo.

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No es nada más una cuestión de embellecimiento, sino de saneamiento de la vida urbana

Felipe Leal

¿Qué es un cuerpo sano? No es una pregunta simple. Si queremos responder desde la experiencia personal no basta sentirse bien para decirse sano: un análisis clínico puede revelar la peligrosa invasión de algún órgano vital por un agente patógeno que no genera aún síntoma alguno. Y al revés, podemos sentirnos mal y que ningún médico encuentre causa fisiológica que lo explique. Pero no se trata sólo de un asunto individual. Aunque la enfermedad la padezcan cuerpos físicos individuales, su definición, la manera de atenderla, atajarla, de contenerla y de tratar a los cuerpos que la padecen, todo eso depende de cuerpos colegiados, de cuerpos sociales, de cuerpos que se agregan o expulsan al cuerpo enfermo. No hay enfermedad sin metáforas, sin la clínica como un dispositivo que incluye desde al médico hasta su consultorio y también la fábrica donde se produce el medicamento recetado y la patente que la farmacéutica lucha por jamás liberar. Una enfermedad es también la historia de cómo se determina que se trata de una enfermedad, a quiénes afecta y cómo se trata; si se llama mal napolitano para lo franceses y mal francés para los italianos, mal polaco para los rusos y sífilis hoy para todos. Asociar la tuberculosis con la pobreza o haber calificado hace cuatro décadas al SIDA como cáncer gay tuvieron implicaciones en la manera de asignar los recursos destinados a investigar las causas y los posibles tratamientos hasta en el modo de atender —o rechazar— a las personas afectadas. Y, además, paradójicamente, un cuerpo sano no se define sólo en oposición a lo que sea un cuerpo enfermo, ni por los resultados normales de una biometría hemática.

¿Qué es un cuerpo? Aunque sea más general, no es una pregunta menos compleja que aquella por lo que sea un cuerpo sano —o uno enfermo. “Una masa de una sola pieza, que se mueve, se dobla, corre, salta, vuela o nada; que grita, habla canta y que multiplica sus actos y sus apariencias, sus estragos, sus trabajos y así mismo en un medio que le admite y del que no se puede separar”, escribió Paul Valery en 1943. Pero distinguir qué es parte de ese cuerpo, siempre variable, tampoco es simple. Millones de organismos cohabitan con células que tienen nuestro código genético haciendo cuerpo, pero algunas células en esencia nuestras pueden tornarse peligrosas y multiplicarse sin control, por lo que deben separarse del cuerpo al que ya no consideramos que pertenecen. Quienes no pueden leer sin lentes, terminan haciéndolos parte de sí mismos: incorporándolos. Si podemos pensar unos anteojos como parte de un cuerpo, ¿podemos pensar la ciudad como un cuerpo?

Para tratar de dirimir si podemos pensar a la ciudad como un cuerpo  habríamos de detenernos antes en  pensar qué es eso que llamamos una ciudad, lo que acaso resultaría igualmente complejo que definir lo que es un cuerpo. Pero al parecer el tipo de conformaciones sociales que llamamos ciudad tiene una capacidad mayor de asimilar componentes heterogéneos sin arriesgar su integridad o su consistencia, como pasaría con un organismo vivo o incluso con una máquina. En las cosas del tipo que llamamos ciudad, no sólo es más difícil determinar cuándo algo es extraño a lo que la ciudad es, sino además si eso representa un riesgo o causa un daño a la integridad de la ciudad en cuanto tal. ¿Cómo determinar si un hecho urbano —simplificando aquí, por espacio, las diferencias entre ciudad y urbe o entre las ideas de Rossi o Lefebvre, por sólo nombrarlos a ellos— es extraño, ajeno a la ciudad y pone su integridad en riesgo? ¿Podemos hablar entonces de que la ciudad está enferma? Se podría pensar que se trata de una simple metáfora, pero el problema es que casi nunca las metáforas son simples metáforas.

La relación de la ciudad y la urbe con la enfermedad física de cuerpos individuales ha tenido distintos matices y efectos en la propia estructura urbana. Foucault apuntó a la diferente manera de lidiar con la lepra —mediante la exclusión de los enfermos—, la peste —el confinamiento de una zona afectada— y la viruela —la prevención en la totalidad de la población. Se pueden estudiar las transformaciones que dichas formas de atender  la enfermedad generaron en la estructura urbana de muchas ciudades. Pero también se puede analizar cómo en muchas más la relación entre enfermedad y urbanismo fue más allá cuando, por ejemplo, la suposición de causalidad entre ciertas condiciones urbanas y algunas enfermedades llevó a la destrucción de zonas de la ciudad, generalmente marginadas y por tanto con malos servicios. Dicha destrucción no siempre implicaba la reconstrucción de la zona, con mejores servicios, para la misma población, sino que, continuando con lo que la metáfora de la ciudad enferma implicaba, se trataba a la zona a y sus habitantes como si hubiera que extirpar un agente maligno. De ese modo, acciones como la renovación de Times Square cual la narra el escritor Samuel R. Delany en su libro Times Square Red, Times Square Blue, se pueden leer como una operación de limpieza y curación al transformar o desaparecer viejos cines que eran el lugar de encuentros sexuales entre hombres homosexuales para, extirpado el mal y reparada la zona, devolverla a mejores usos, como el turismo y el desarrollo inmobiliario. Desde la segunda mitad del siglo XIX, aunque con antecedentes seculares, la metáfora de la ciudad enferma y de la necesidad de sanarla, curarla y limpiarla, ha servido realmente para imponer las formas de vida y de usar el espacio de los grupos o clases dominantes, y muchas veces como instrumento de control del Estado o del mercado.

Sin duda hoy, casi llegando al final del primer cuarto del siglo XXI y cuando desde muchos flancos se han estudiado críticamente temas como los mencionados con anterioridad —lo que implica la ideología del cuerpo sano, la de la ciudad como cuerpo, sobre todo enfermo, o la de proyectos y programas urbanos o arquitectónicos como curas, limpias, y formas de poner en orden— habría que esperar que la metáfora de la “ciudad enferma” ya se hubiera abandonado o que, de usarla, se hiciera conscientemente y aclarando todas sus implicaciones. Pero no. Ayer mismo el periódico Reforma publicó una entrevista con Felipe Leal —quien fuera Director de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México, director de la Autoridad del Espacio Público en la Ciudad de México y, actualmente, el único arquitecto en el Colegio Nacional— titulada Para una ciudad enferma: el “médico”. Se puede suponer que el título fue elegido con ligereza, por parecer llamativo —algo usual en la prensa— o que las comillas a la palabra médico indican cierta precaución o sospecha en su uso. Pero no. En la entrevista, Felipe Leal habla de una ciudad que “estaba tan grave porque estaba enferma” y que “así como el médico puede atender la enfermedad de una persona, los arquitectos o los especialistas pueden atender zonas ya casi necrosadas.” También afirmó que “no puedes dejar que la parte fundacional de una ciudad muera”, que se debe poner orden —la frase no está entrecomillada en la entrevista— y que, en el caso de La Alameda Central de la Ciudad de México —una de los proyectos realizados por la Autoridad del Espacio Público—, “era preciso el desalojo”, “liberarla”, para que fuera “intervenida”. Lo que dice de la intervención en Garibaldi resulta aún más revelador: “la plaza amanecía con personas alcoholizadas tendidas en el suelo”, por lo que “debía tener actividad diurna y cultura.” Sin entrar aquí en los debates sobre el hecho de tratar una adicción como una enfermedad, al trasladar la “enfermedad” de las personas a la ciudad, la “solución” implicó buscar la manera de desaparecer a las personas —no verlas tiradas en el suelo por las mañanas— y no de atender el caso individual de cada una de ellas: la enfermedad de la ciudad era la presencia de los alcohólicos tirados en el piso. Dejemos de lado la suposición de que construir un museo en esa plaza, equivale a dotar de “cultura” a una zona donde claramente ya había cultura.

Es justamente esa visión supuestamente clínica —que además carece de prácticamente todos los recursos científicos objetivos que el análisis de las condiciones físicas de un cuerpo humano le proporciona a la medicina— del entorno urbano y, sobre todo, de ciertas formas de vida y de ocupación de sus espacios, la que ofrece el “especialista” como “diagnóstico” y “sustento” para que las clases hegemónicas impongan sobre las clases subalternas sus propias formas de vida y sus maneras de usar y, sobre todo, negociar con el suelo urbano. La formas de exclusión, marginación, expulsión y despojo que padecen esos grupos se esconden muchas veces bajo el discurso higienista y “sanitario” que se sostiene —dudosamente— en metáforas como la ciudad enferma y la salud pública, las intervenciones que restauran o proponen un orden. Un discurso que es avalado por expertos que se apropian de términos que incluso en las ciencias médicas y de la biología —o, en otras— pueden resultar problemáticos para aparentar una racionalidad objetiva y científica que, a fin de cuentas, encubre intereses de clase, de poder y económicos. Por lo visto, ese discurso aún hoy encanta —como cuento de hadas a un niño— a algunos arquitectos y urbanistas ansiosos de darle un sentido social profundo a acciones que muchas veces responden a gustos de clase o derivan de esos otros intereses a los que los “expertos” sirven, en la mayoría de los casos con ingenua ignorancia y “buenas intenciones”, y las menos veces con descarado cinismo.

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Arquitectura enferma https://arquine.com/arquitectura-enferma/ Tue, 17 May 2022 17:03:04 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/arquitectura-enferma/ El discurso arquitectónico siempre se teje a través de teorías del cuerpo y del cerebro, construyendo al arquitecto como una especie de médico y al cliente como paciente.

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Algunas de las piezas exhibidas: Aino and Alvar Aalto, sanatorium of Paimio, Finland. Exterior view of the south façade, 1930’s. The Alvar Aalto Foundation. Fotografía: Gustaf Welin;  de vylder vinck taillieu, psychiatric institute Kanunnik Petrus Jozef Triestplein, Melle, 2016. Vlaams Architectuurinstituut. Fotografía: Filip Dujardin; CIAM Algiers team, presentation panel on tuberculosis in Bidonville Mahieddinne, for the 9th CIAM congress in Aix-en-Provence, 1953. Fondation Le Corbusier;  Vivian Caccuri, Mosquito Shrine II, 2020. Institute of Contemporary Art, Miami. Museum Purchase with funds provided by Clarice O. Tavares, and additional support from Graham Dalik. Fotografía: Zachary Balber;  DS+R, Exhaustion, 2017. Directed by Elizabeth Diller. Commissioned by Fondazione Prada;  French children during an indoor heliotherapy session, 1937. From: Le visage de l’enfance (Paris, 1937); Philippe Rahm, The End of the Anthropocene, 2020. Photographs with thermal camera. Courtesy of Studio Philippe Rahm.

Inaugurada este mayo, la muestra Sick Architecture, albergada en CIVA de la Universidad de Princeton establece vínculos entre la enfermedad y la arquitectura. El discurso arquitectónico siempre se teje a través de teorías del cuerpo y del cerebro, construyendo al arquitecto como una especie de médico y al cliente como paciente. La arquitectura ha sido retratada como una forma de prevención y cura durante miles de años. Se supone que la salud es el principal objetivo del arquitecto, como ya insistía Vitruvio en el siglo I a.C. Sin embargo, la arquitectura también suele ser la causa de enfermedades, desde materiales de construcción tóxicos hasta el síndrome del edificio enfermo. La arquitectura misma se ha enfermado.

Con Sick Architecture, la curadora invitada Beatriz Colomina, Silvia Franceschini (curadora de CIVA) y Nikolaus Hirsch (director artístico de CIVA), destacan un tema que ha dado forma a nuestras vidas desde el estallido de la pandemia de COVID-19. Cada época tiene sus propias aflicciones, y cada aflicción tiene su arquitectura. La era de las enfermedades bacterianas, particularmente la tuberculosis, dio origen a la arquitectura moderna en las primeras décadas del siglo XX, a edificios blancos desprendidos del “suelo húmedo donde se reproducen las enfermedades”, como dijo Le Corbusier. En los años de la posguerra, la atención se desplazó hacia los problemas psicológicos. A menudo se consideraba al arquitecto como una especie de psiquiatra; la casa no es sólo un dispositivo médico para la prevención de enfermedades, sino que brinda comodidad psicológica o, como dijo Richard Neutra, “salud nerviosa”. El siglo XXI es la era de los trastornos neurológicos, con depresión, TDAH, trastornos límite de la personalidad, síndrome de agotamiento, alergias e “hipersensibilidad ambiental” que definen la experiencia contemporánea de la arquitectura y el entorno construido.

Mientras tanto, las pandemias han regresado. COVID-19 está remodelando por completo la arquitectura y el urbanismo. El virus ha expuesto las desigualdades estructurales de raza, clase y género, provocando un llamado a la transformación social y quizás
una revolución arquitectónica. La exposición ofrece un marco histórico y conceptual más amplio para tales conversaciones,
con materiales que van desde la histórica arquitectura de cuarentena en Ellis Island y el antiguo lazzaretto en Venecia hasta
arquitectura moderna de Aino y Alvar Aalto y Henri Lacoste, experimentos de 1960 de Hans Hollein y Coop
Himmelb(l)au, así como obras contemporáneas de los arquitectos 51N4E, Elizabeth Diller, architecten jan de vylder inge vinck / Gideon Boie / Filip Dujardin, Andrés Jaque, los artistas Sammy Baloji, Mohammed Bourouissa, Vivian Caccuri,
Goldin+Senneby y Ahmet Öğüt.

La exposición va acompañada de una serie de publicaciones online en e-flux architecture cuya primera parte se publicó en 2020 y cuya segunda parte se publicará coincidiendo con la inauguración de la exposición en mayo de 2022. Los ensayos incluyen autores como Edna Bonhomme, David Gissen, Brooke Holmes, Fabiola Lopez-Duran, Elizabeth Povinelli, Meredith TenHoor y Mark Wigley, así como numerosos estudiantes de la Universidad de Princeton que han participado en los seminarios sobre arquitectura y enfermedad de Beatriz Colomina desde 2019.

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