Resultados de búsqueda para la etiqueta [Agustín Hernández ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 17 Sep 2024 22:24:44 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Exilio en casa: la Villa Olímpica en la memoria https://arquine.com/exilio-en-casa-la-villa-olimpica-en-la-memoria/ Mon, 11 Sep 2023 14:03:50 +0000 https://arquine.com/?p=82857 A medio siglo del golpe de estado contra el gobierno del presidente Salvador Allende en Chile, sus huellas en la memoria siguen presentes y algunas incluso habitadas. Tal es el caso de Villa Olímpica, uno de los epicentros del exilio latinoamericano en la Ciudad de México.

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Al hablar sobre fascismo (y sobre todo de cómo enfrentarlo), toda persona de América Latina debería pensar primero en Augusto Pinochet y menos en el monigote modélico hitleriano —por mucho que la nazifilia haya cundido con especial saña en Chile, región austral de nuestra América—. Algo similar podría decirse del 11 de septiembre que define el destino de este continente en el XXI: es el bombardeo y toma del Palacio de La Moneda en 1973 en Santiago, y no los atentados terroristas contra las Torres Gemelas en Nueva York en 2001, lo que debe ocupar ese sitial en la memoria política y cultural (incluso si muchos no estábamos vivos cuando ocurrió).

Ahora que se cumple medio siglo del golpe de estado perpetrado contra el gobierno del presidente Salvador Allende, quizá la mayor dificultad para entender lo que sucedió aquel martes en la capital chilena esté menos en los datos duros o el registro histórico que en lo básico: el presente, que en su momento fue el futuro. Y en este caso, para atestiguar la vitalidad del fascismo, y la resistencia contra él en nuestro continente, siguen por ahí muchas de sus huellas. Algunas no sólo son visibles sino que incluso están habitadas. Tal es el caso del conjunto habitacional Villa Olímpica, uno de los epicentros del exilio latinoamericano (y, no sobra decirlo, de las izquierdas) en la Ciudad de México.

A propósito, el director argenmex Sebastián Kohan Esquenazi (quien se define así, pues en México es argentino, y viceversa) estrenó hace unos meses un documental que analiza este conjunto habitacional que durante la década de los 70 recibió con casa a miles de refugiados de las dictaduras del Cono Sur. En Villa Olímpica. Recuerdos de un mundo fuera de lugar (Chile, 2022), Kohan recuerda su propia infancia junto a otros niños que recorrían y hacían travesuras por los pasillos, azoteas y ascensores de este espacio que llegó a tener —según cifras no oficiales, pero que el cineasta da por buenas— alrededor de 3 mil expatriados de Argentina, Chile, Uruguay y otros países; es decir, más de la mitad de la población de la Villa, que en sus 29 torres y 900 departamentos daba hogar a un total de 5 mil habitantes. 

Bajo la supervisión del comité organizador de los juegos, el presidente Gustavo Díaz Ordaz encargó a los arquitectos Manuel González Rul, Carlos Ortega Viramontes, Agustín Hernández Navarro y Ramón Torres Martínez la construcción del proyecto, que ganó gran fama por la rapidez con la que se logró (menos de 500 días entre el 2 de mayo de 1967, hasta la inauguración el 12 de septiembre de 1968), y por el hallazgo de una zona arqueológica en Cuicuilco —pirámides incluidas— sepultada por el magma del volcán Xitle. No fue el único conjunto que se hizo para cumplir el encargo olímpico, pues tuvo un mellizo también en Tlalpan: la Villa Narciso Mendoza, entre las avenidas Acoxpa y Miramontes, también compuesta por torres multifamiliares, pero caracterizada por supermanzanas con edificios de no más de dos pisos. Sin embargo, fue la unidad sita entre Insurgentes y Periférico la que se quedó el nombre de Villa Olímpica.

Diseñada para los atletas que competirían en la XIX edición de este certamen (incluso se llegó a dividir en dos conjuntos, uno femenino y otro masculino), y reacondicionada como vivienda colectiva después de 1968, la Villa Olímpica Libertador Miguel Hidalgo concentró en su microcosmos algunos de los conflictos decisivos de la historia latinoamericana. Deportistas, funcionarios, turistas y corresponsales de todo el mundo fueron recibidos en estas instalaciones tan sólo días después de la masacre del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Ese contraste entre la hospitalidad con los extranjeros y la persecución soterrada de sus paisanos disidentes siempre ha sido objeto de burla y escrutinio. Una obra de teatro muy posterior a los hechos, Olimpia 68 (2018), del dramaturgo Flavio González Mello, la usó como su motivo principal: con la Villa Olímpica como escenario principal, esta comedia política tenía como protagonista a un grupo de atletas que ayudan a un sobreviviente de la masacre de Tlatelolco a refugiarse en sus instalaciones. 

Lo que es más, uno de los principales responsables de esa injusticia, Luis Echeverría (en ese entonces secretario de gobernación y a la postre presidente de la república), se convertiría en uno de los valedores de los miles de refugiados latinoamericanos. En el contexto de la Guerra Fría, que en su teatro en este continente tuvo su mejor expresión en el Plan u Operación Cóndor, los presidentes priistas de México pudieron navegar con cierta estabilidad, diplomacia y no poca hipocresía entre las asonadas que colocaron a militares en el poder en Bolivia (1971), Chile (1973), Uruguay (1973), Argentina (1976) y Perú (1975), al tiempo que se mantenían las dictaduras ya instaladas en Paraguay, Brasil y otras en Centroamérica y el Caribe.

El documental de Kohan Esquenazi también retoma esa ambivalencia. Villa Olímpica muestra cómo los sueños y pesadillas de todo un continente confluyeron en un espacio incierto: por un lado, la desolación de los exiliados, condenados de manera indefinida a esperar una fecha de regreso o, de plano, sin ninguna esperanza de volver a ver a la familia que dejaron atrás, por no hablar de los muchos silencios en torno a su condición como perseguidos políticos. Por otro lado, la alegría de los niños, quienes (a decir de los propios entrevistados del documental) encontraron en la Villa un verdadero paraíso para corretear y sentirse más adultos entre sus bloques de ladrillo naranja; las icónicas entradas con toldo y un letrero esférico con el número de cada edificio; la explanada enorme; el teatro, la iglesia y el cine; los gimnasios y áreas verdes. Muchos de estos niños, hijos de intelectuales exiliados que se sumarían a las filas de profesionistas, académicos y artistas de la Ciudad de México, también se matricularon en escuelas activas y sin empacho en estudiar los fundamentos del marxismo.

En el territorio cerrado de la unidad habitacional era posible la movilidad, el sentido de la aventura y una agencia que incluso le estaba vedada a otras infancias de la metrópolis mexicana. Lo que es más, en cada departamento se podía encontrar, según el caso, un Chile o Argentina en miniatura: el documental, que también se ensambla con la recreación de escenografías, maquetas y vestuario de época, hace un gran trabajo de ambientación en esos hogares con su música de protesta, artesanías y pósters del Che Guevara o Salvador Allende.

Ese es el luminoso recuerdo colectivo que la Villa les dejó a mucho de esos niños, ahora adultos, quienes una vez levantado el telón de acero de las dictaduras tuvieron que enfrentarse a un exilio propio: el de acompañar a sus padres de vuelta a países que los recibían como bichos raros, en ciudades acostumbradas a los toques de queda y en el que incluso el español podía ser una barrera (una de las entrevistadas recuerda cómo los niños chilenos la incitaban a decir “elote”, versión mexa de “choclo”). Más que en el simple ejercicio de nostalgia, es en este doble desarraigo donde Kohan concentra su documental, y al hacerlo se ve con claridad cómo las grandes corrientes de la historia pesan sobre los individuos, sus decisiones e identidades. Dos fechas y dos contextos distintos, el 68 mexicano y el 11 de septiembre de 1973, se enlazan en un espacio que queda en el recuerdo, tanto jubiloso como lleno de dolor.

Medio siglo después de que la derecha y los militares chilenos (con bastante apoyo estadounidense) precipitaran a miles de sus compatriotas fuera de su país, el aura vampírica del pinochetismo sigue irradiando con fuerza; sólo por referirme a la reciente película de Pablo Larraín, El Conde (2023), comedia de horror que muestra al dictador como un nosferatu de 250 años que, después de saquear las arcas de su país, torturar comunistas y procrear a unos nepobabies convenencieros, busca morir por fin a lado de su amada Maria Antonieta (sí, la princesa francesa, también vampira). Sobre esta problemática relación con el pasado (que es el futuro), Manuel Antonio Garretón, uno de los sociólogos más importantes de su país, se pronunciaba con claridad en una entrevista acerca de la controvertida conmemoración de los 50 años del golpe: “hay un sector en Chile que nunca va a condenar el golpe porque define su ADN. Ellos o sus padres o abuelos hicieron el golpe, lo apoyaron, lo promovieron”. Por su lado, el actual presidente chileno, Gabriel Boric, lleva varios intentos fallidos para redactar una nueva constitución, que en los hechos sigue descansando sobre la base de la que promulgó Pinochet.

Esa memoria conflictiva, tanto a la derecha como a la izquierda, no sólo es chilena o argentina, sino latinoamericana, y como se puede atestiguar todavía, está impregnada en lugares como la Villa Olímpica. El exilio, tanto de los adultos que huyeron, como de los niños que se marcharon, es un recuerdo que debe seguir siendo presente pues el golpe de estado contra Allende (y contra tantos otros gobiernos legítimos después) fue un golpe contra el Tercer Mundo, hoy llamado —de manera política (o académicamente) correcta— Sur Global, y nunca está demasiado lejos de repetirse.

Hay una escena en particular, que no parece tan importante, pero podría servir también como final para el documental. Dos de los entrevistados por Sebastián Kohan, argentinos de vacaciones en México, recorren la Villa Olímpica después de muchos años. Señalan por acá un árbol legendario; allá la escultura Disco Solar, de Jacques Moeschal; se dan cuenta de que tal pasillo fue en donde dieron su primer beso; hablan de las películas que vieron en el cine local (Tiburón, Flashdance, E. T.); mencionan que no era nada infrecuente que, de temporada en temporada, las familias se mudaran a otros departamentos dentro de la propia villa. De pronto, uno de ellos reconoce la ventana de lo que alguna vez fue su cuarto. No se puede afirmar si sintió o no ese picor que da al ver lo que fue la casa propia ocupada y amueblada por extraños. Pero si fue así, experimentó, sin notarlo demasiado, lo más cercano que se puede estar a una reconciliación completa con el pasado: poder mirar al viejo hogar sin sentir más nostalgia que la necesaria.

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La Reja de Vacío | Parte 2 https://arquine.com/la-reja-de-vacio-parte-2/ Thu, 18 May 2023 22:15:56 +0000 https://arquine.com/?p=78728 Poco tiempo después de que llegué a vivir a la ciudad de México, tuve un afortunado encuentro en una librería de viejo en Miguel Ángel de Quevedo: un pequeño tomo con una portada no demasiado atractiva y notoriamente descolorida por los años, que sin embargo se convirtió pronto en un objeto personal entrañable y sobre […]

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Poco tiempo después de que llegué a vivir a la ciudad de México, tuve un afortunado encuentro en una librería de viejo en Miguel Ángel de Quevedo: un pequeño tomo con una portada no demasiado atractiva y notoriamente descolorida por los años, que sin embargo se convirtió pronto en un objeto personal entrañable y sobre todo, en una especie de portal del tiempo, a través del cual, los autores me transmitieron curiosidad y pasión.

Durante más de dos años me empeñe en dedicar, prácticamente todos mis tiempos libres a visitar las más posibles, de las obras que reúne el libro “Catálogo de Arquitectura Contemporánea de la Ciudad de México “de Louise Noelle y Carlos Tejeda, el cuál fue editado con el apoyo del fomento cultural Banamex, en el año 1993, el mismo año en que nací.

Ordené las obras por accesibilidad, comenzando la lista por aquellas que además de su cercanía, eran espacios públicos o cuyo acceso no tenía costo. La lista concluía con aquellas obras que han sido destruídas o fatalmente modificadas, hasta el punto de no poderlas reconocer.

Esta es la segunda parte de mi crónica en estos edificios:

4. Fuentes y bebedero de las arboledas 1958-1960
Luis Barragán

Llegar hasta esta zona fuera de los límites de la ciudad me supuso un recorrido largo por el periférico hasta arribar a la colonia las arboledas, una zona en donde las calles que antes eran abiertas, se han ido convirtiendo gradualmente en privadas. Milagrosamente, (aunque quién sabe si afortunadamente), dos obras de Luis Barragán, a quien conocemos por su elitista costumbre de esconder la belleza detrás de muros gigantes, se encuentran en plena calle, en pleno espacio público. Se trata de dos fuentes, proyectadas con las ecuestres finalidades de este fraccionamiento, en donde seguramente pensaron que la mancha urbana nunca llegaría a tocar, y con ella los problemas de inseguridad, contaminación, etc.

La primera fuente que encuentro en el polvoso camino, me provoca una suspicacia importante, no parece que la hubiera hecho Barragán, la sospecha aumenta después de haber visto desde la ventana del coche, un pastiche mal ejecutado y de una escala muy escueta en la entrada del fraccionamiento, de la fuente de los amantes, (cuyo original se encuentra en otra zona de la colonia, ¿adivinen que? privada también). Pues resulta que no, la fuente sí fue proyectada por Barragán, pero dista muchísimo en acabados y entorno de las fotografías espléndidas que existen en muchas publicaciones sobre la obra del arquitecto tapatío.

Caminando lo que sentí como más de un kilómetro sobre un parque lineal, algo seco, me encuentro finalmente con la imagen ruinosa aunque no por ello poco impactante, del bebedero con el gran muro blanco en el que se reflejan lentas las sombras de los eucaliptos; el bebedero está seco, me asomo a su interior y me encuentro con envolturas de plástico y otras basuras. Hace poco cierto conocedor y entusiasta de la obra de Barragán, me hizo saber que las fuentes se encuentran hoy cercadas, con la poco creíble excusa de que están en restauración; veremos con el tiempo cuál será su destino.

5. CAPFCE Fábrica de escuelas 1967
Francisco Artigas

No tenía este edificio en el radar, hasta que un día, visitando otros espacios en Coyoacán, me lo topé de frente; mi asombro fue grande al encontrar un edificio semejante en un entorno en el que todo son casas medio coloniales con bardas enormes; se trata de un solar de dimensiones importantes, tapizado con un pasto extremadamente cuidado y bien cortado, en el que pareciera haber aterrizado el edificio blanco y porticado de Artigas. Luego de tomar algunas fotos del edificio desde la calle, me abalancé a su escalinata, y ya dentro del pórtico pude notar la presencia de los espejos de agua, discretos y pequeños, perfectamente limpios.

No me atreví a cruzar el umbral de la puerta, pues los enormes vanos acristalados permiten vislumbrar el poco interés del contenido del edificio-vitrina, oficinas y oficinistas. Sin embargo, descubrí un sendero que parte el pasto perfecto en dos secciones y comencé a caminar por él, en eso estaba cuando a lo lejos empecé a escuchar gritos, nada menos que de un par de guardias que se acercaban todavía masticando la comida, a indicarme que estaba prohibido el paso, y también tomar fotografías de la zona de la acera hacia dentro de la propiedad, y que tenía que borrar las que había tomado; me aproveché de su inusitada amabilidad, para no hacer tal cosa, y explicarles que tomaría fotos solo desde la calle, con lo que parecieron estar de acuerdo.

Comencé entonces a imaginarme entrevistando a los arquitectos que idearon este tipo de edificio, ¿Sabían que estaban condenando a esa obra a una vigilancia perpetua, sin la cual, el edificio queda desprotegido? ¿Imaginaron acaso qué pasaría si cesaran las funciones del edificio algún día y tuviera que quedarse a su suerte? De ser afirmativo, seguro pensaban que para entonces ya no estarían en este plano, y no tendrían por qué afrontar semejante responsabilidad. Tendrían razón.

6. Hotel Camino Real Legorreta Arquitectos 1968

El hotel Camino Real de Polanco es uno de los edificios que más veces he visitado, y al que más visitantes he conducido; les muestro el hotel como si fuera mío. Nunca se me ha acercado el personal del hotel a preguntarme con las peores sospechas mi número de habitación, como sí me ha ocurrido en otros hoteles de postín, mucho menos interesantes, en los que he entrado a curiosear. El complejo me parece un milagro, que a pesar de las desafortunadas modificaciones que le hacen cada cierto tiempo, ha resistido con honor como la pieza emblemática que fue desde su inauguración; Un hotel que también es un museo, en cuya proyección metieron la cuchara los artistas y arquitectos más flamantes de la época.

A pesar de que por razones más o menos obvias, los jardines interiores y la zona de la alberca está reservada para los huéspedes, tiene muchos espacios que pueden ser visitados por cualquiera sin el menor cuestionamiento, y sin duda, la pieza clave en materia de espacio público es su acceso. Con una fuente de la que se ha especulado mucho y poco queda claro, este espacio puede ser transitado a pie, en coche e incluso hasta en bicicleta; pero fue durante la cuarentena ocurrida a inicios de la pandemia del COVID 19, cuando tuve un encuentro único con la arquitectura de este acceso; El hotel había interrumpido totalmente sus actividades y servicios por primera vez desde su apertura, el amplio acceso de bahía al lado de la fuente fue encofrado en una enorme caja de panel de yeso, los ventanales del lobby y la discreta entrada al estacionamiento, estaban tapiados; dejando así una especie de plaza cuyo único elemento era el enorme cráter perfectamente semiesférico de la fuente vacía, rodeada por el gran muro amarillo, la celosia rosada y el silencio inquietante que bajo el intenso sol de aquel día parecía el delirio llevado a la realidad de un cuadro de De Chirico. A pesar de lo mucho que he visitado el hotel después de esta experiencia, no he vuelto a ver la fuente vacía, y no se si la volveré a ver.

7. Taller de Arquitectura Agustín Hernandez Navarro 1974-1976

En febrero de 2022, cierta galería itinerante de arte contemporáneo, conocida por conseguir los espacios temporales más espléndidos, logró organizar una muestra dentro de lo que durante mucho tiempo fue el taller de Agustín Hernández, posiblemente su obra más difundida y en la que se consuman todas las preocupaciones que su trabajo buscaba solventar; Para entonces la oficina de arquitectura se encontraba ya vacía y el arquitecto retirado. El día de la inauguración, pudimos no solo acceder a la enigmática estructura, sino acercarnos a Agustín quién era posiblemente el último gran arquitecto vivo, de la generación que aparece en el libro editado por Banamex. Con sonrisa y un aire de personaje mitológico, soltó una que otra firma sobre los libros de unos pocos afortunados antes de salir a fumarse un cigarrillo y desaparecer.

Sobra decir que la experiencia de recorrer los espacios de la casa estudio sin limitaciones fue única. Pero al observar la parte trasera desde adentro, (que casi nunca se ve en las fotos y tampoco se puede apreciar desde el frente), fue cuando comencé a entender que la casa estudio se separaba gradualmente y por capas del espacio público, aún cuando parecía estar inmersa en él. La estructura, de cualidades escultóricas, tiene un frente monolítico, que se abre por detrás y los costados hacia el vacío implacable debido a las cualidades de su emplazamiento (un terreno de pendiente pronunciada). Esta particularidad me parece emocionante, pues logró concretar lo que muchos intentaron pero no lograron, o lograron parcialmente: hacer un edificio sin bardas y con una escala pública muy considerable, pero que al mismo tiempo es impenetrable, y por lo tanto, seguro. En la casa estudio de Agustin Hernandez, La reja es el vacío, Si hoy la casa se encontrara deshabitada y sin uso, no correría riesgo ni estaría condenada a la vigilancia permanente. Ojalá en algún momento se logren las intenciones que la galería propuso por ese entonces, de abrir la casa estudio al público, y podamos disfrutar y analizar con más facilidad, esta obra cumbre.

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Agustín Hernández (1924-2022) https://arquine.com/agustin-hernandez-1924-2022/ Thu, 10 Nov 2022 22:40:08 +0000 https://arquine.com/?p=71687 "Quiero que mi lenguaje arquitectónico no siga más oculto en el depósito del olvido. En cada anteproyecto está el recuerdo de aquellos arquitectos que fueron el apoyo, la entrega incondicional de su trabajo creativo"- Agustín Hernández.

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El periodista David Marcial relata para El País el momento en el que Agustín Hernández imaginó su estudio, una de sus obras más emblemáticas: “La idea le llegó mientras estaba tumbado en la playa”, cuenta. “Bocarriba en el Acapulco de los sesenta, se fijó en la parte interior de la palapa que le daba sombra. Aquel entramado de postes en lo alto de un único tronco, al modo de las copas de los árboles, le encendió la bombilla: su estudio de arquitectura sería como una palapa. Una sombrilla gigante pero, en vez de madera y hojas de palma, construida con acero, cristal y hormigón. Así nació una de las joyas de la arquitectura brutalista mexicana.” Egresado de la Escuela Nacional de Arquitectura, el arquitecto Hernández fue reconocido por privilegiar formas geométricas como los círculos,  los triángulos y los hexágonos en una serie de edificios contundentes, como la Escuela de Ballet Folclórico de México (1968); el corporativo Calakmul (1994) y el Heroico Colegio Militar (1976), diseñado junto a Manuel González Rul, con quien también cursó sus estudios en la Escuela Nacional de Arquitectura y que fueron parte de su generación de alumnos. A decir de Alejandro Hernández Gálvez, esta nómina de alumnos

es la de aquellos nacidos en los años 20 y 30. Les tocó ver, en 1952, la inauguración de la Ciudad Universitaria, que marcó un punto de inflexión en la arquitectura mexicana al conjugar una versión ya aceptada de la modernidad internacional con una visión de la tradición local que recibió el curioso nombre de integración plástica. Al igual que en otras latitudes, en México esa otra modernidad arquitectónica pretendía reconciliarse con su historia –en oposición a la abstracción de la primera etapa– y se permitía una expresividad formal que, años antes, había sido suprimida.

Así también lo apunta David Marcial al nombrarlo “el último exponente vivo de la generación mexicana de arquitectos afiliados al movimiento moderno” que citó en muchos de sus trabajos el pasado prehispánico de la arquitectura. “Ese equilibrio está en su taller y en toda la obra de Hernández. Aunque su aportación a la llamada arquitectura emocional, la evolución mexicana del racionalismo a través las tradiciones precolombinas, ha sido quizá la más radical. Como apunta la curadora Pérez-Jofre en un libro temático sobre el arquitecto, ‘mientras Barragán o Goeritz apostaban por la serenidad o lo sublime, Hernández exploraba las ruidosas emociones del Mictlán, el inframundo mexica'”. Por otro lado, Hernández Gálvez trae a colación una de sus etapas más productivas, ocurrida en 1968 para la Olimpiada Cultural, ejemplos claros de lo que se llamaría “nuevo brutalismo”. Todo su cuerpo de obra, como lo describe Juan José Kochen en “Arquitecturas de la mente”, “abreva del pasado y desafía el futuro”.

Kochen también añade que sus proyectos no construidos son dignos de estudiarse ya que “se aprecian rasgos incipientes que perfilaron un giro en la representación gráfica. Son bocetos y esquema con una marcada transición de los dibujos a mano alzada hacia un render-realismo que ahora define la legibilidad de los proyectos de arquitectura”. Estas obras fueron recopiladas en el libro Arquitectura imaginada publicado en 2013 por Arquine, el cual recoge más de cinco décadas de proyectos que no vieron la luz y que, en sí mismos, forman parte de la carrera de uno de los arquitectos más singulares de México. En aquel libro, donde se encuentra la proyección del Centro Cultural de Arte Moderno, la Terminal 1-B del Aeropuerto o dos propuestas para la Torre de Pemex, el propio Agustín Hernández declara:”Quiero que mi lenguaje arquitectónico no siga más oculto en el depósito del olvido. En cada anteproyecto está el recuerdo de aquellos arquitectos que fueron el apoyo, la entrega incondicional de su trabajo creativo”.

“A los 98 años sigo trabajando y fumando como chacuaco”, afirmó en una entrevista otorgada también a David Marcial. El arquitecto murió el día de hoy.

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Un edificio de Agustín Hernández https://arquine.com/un-edificio-de-agustin-hernandez/ Wed, 30 Mar 2022 16:09:01 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/un-edificio-de-agustin-hernandez/ En el número 16 de Calli, junto al Conjunto Manacar, de Enrique Carral, y un edificio de oficinas en la avenida de los Insurgentes, firmado por Autónoma de Arquitectos, y agrupados bajo el título Planta libre con y sin epidermis vítrea, se publicó el Edificio de departamentos en Pascal 402, obra de Agustín Hernández.

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En el estudio introductorio en la colección de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, Raíces Digital, Alejandro Gaytán Cervantes cuenta que Calli, revista analítica de arquitectura contemporánea, se empezó a publicar a inicios de 1960 como órgano oficial del Colegio de Arquitectos de México y la Sociedad de Arquitectos Mexicanos (CAM-SAM). También cuenta que dejó de serlo después del segundo número, en el que se publicó un análisis de la Unidad Independencia, en cuyo proyecto había participado un miembro directivo del CAM-SAM al que no agradó la nota. Calli publicó 68 números, entre 1960 y 1983.

En el número 16 de Calli, junto al Conjunto Manacar, de Enrique Carral, y un edificio de oficinas en la avenida de los Insurgentes, firmado por Autónoma de Arquitectos, y agrupados bajo el título Planta libre con y sin epidermis vítrea, se publicó el Edificio de departamentos en Pascal 402, obra de Agustín Hernández. La presentación del proyecto inicia con una consideración general sobre la relación entre fachada y volumen:

Cuando las estructuras económicas no varían, la evaluación del arte estará circunscrita a los aspectos meramente formales, como lo demostró con claridad el arquitecto Villagrán al analizar la estructura de la forma en la arquitectura. Es por tal razón que, aún permaneciendo vigentes las mismas estructuras sociales, observamos un intento cada día más acentuado por romper la fachada en que se mueve la arquitectura internacionalista, industrializada, para injertar en ella algo que en principio le es opuesto: el volumen.

 

En la memoria del proyecto, explica que se construyó en un terreno de 11 por 13 metros, en la esquina de Pascal y Lope de Vega, en la colonia Chapultepec Morales [actualmente la calle lleva el nombre Ibarbourou, y el edificio tiene el mismo número 402]. El edificio tiene 9 niveles: el de acceso con las cocheras, un primer nivel donde “están localizados todos los servicios de los departamentos, con lo cual se obtuvo además un desplante mayor para los departamentos, dándoles así mayor visibilidad”, cinco niveles con un departamento en cada piso, y un penthouse de dos niveles. “Todos los departamentos cuentan con calefacción chimenea”, cuyo ducto, “al ser un elemento vertical colocado en punta, contrasta con el sentido horizontal” de la fachada, compuesta por “volúmenes horizontales exteriores (jardineras) de concreto aparente con agregados de mármol”.

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La lección arquitectónica de Arnold Schwarzenegger https://arquine.com/la-leccion-arquitectonica-de-arnold-schwarzenegger/ Thu, 13 Jul 2017 00:08:17 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-leccion-arquitectonica-de-arnold-schwarzenegger/ Por motivos económicos, más que poéticos, la película Total Recall se expandió sobre una diversidad de escenarios reales en la ciudad de México que, más allá de las fantasías psico-técnicas o las escenas de acción, contienen también una extraordinaria visión de la arquitectura de México.

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Texto publicado en el número 23 de la Revista Arquine, primavera del 2003 | #Arquine20Años

 

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I
Geopolíticas de la desmemoria

 

I dreamed about Mars again… it was bizarre, yet it was so real…”
Ronald Shusett y Steven Presfield: Quinta versión del guión de Total Recall

Dough Quaid (Arnold Schwarzenegger) despierta agitado lado a lado de su mujer, la despampanante Lori (Sharon Stone). Mediocre y sudoroso, Quaid sufre por enésima vez el sueño de un mundo ajeno y un amor ajeno, una pesadilla social y el acoso de un deseo imposible. Nuevamente, Quaid se ha soñado en Marte. En otra circunstancia éste sería un síntoma desfigurado proveniente del inconsciente de Quaid. “Marte” aparecería como el significante sustitutivo, condensado y desplazado (para usar la conocida trilogía que Freud formuló en su Interpretación de los sueños) de un pensamiento borrado por la agencia represiva del yo. Pero, como saben todos los que han visto Total Recall (EUA, 1990), el aparato de represión está claramente objetivado. La tecnología es capaz de sembrar y suprimir recuerdos a voluntad en nuestra mente, “implantes extra-fácticos” (extra-factual implants) que vuelven maleable y programable nuestra identidad. Un dispositivo que, en resumidas cuentas, es capaz de verter ideología, nostalgia o culpa en nuestras cabezas con la misma facilidad con que se descarga un programa en una computadora. De ahí que la película se desarrolle como si abriéramos una serie de Matrushkas rusas, perforando las capas de la cebolla de una serie de personalidades montadas unas sobre otras. Douglas Quaid es y no es un obrero de la construcción. Antes de que su memoria fuera alterada, Quaid era nada menos que Charles Hauser, el estratega represivo de la corporación monolítica que oprime a Marte, el planeta-colonia, a fin de extraer de su subsuelo un energético, el turbinio. Ahora, sin embargo, antes de ser enviado a la tierra, Hauser había desertado (o fingió desertar) para pasarse al lado de la rebelión que pretende derrocar al régimen colonial marciano. Más tarde se nos revela que esa defección fue una pantomima: Charles Hauser era un topo que la administración de la colonia utilizó para penetrar las defensas del movimiento revolucionario, el “Frente de Liberación de Marte” (Martian Liberation Front). La memoria de Quaid es, pues, un verdadero palimpsesto que cruza no sólo campos gravitacionales sino clases sociales y afiliaciones políticas.

Como buena parte de la ciencia ficción, Total Recall es un drama habitado por el “demiurgo maligno” cartesiano: nos plantea la posibilidad de que vivamos una farsa histórica, epistemológica y metafísica, donde el yo carece de autoridad, víctima de la evaporación de toda evidencia. Paul Verhoeven, director tanto de Total Recall como de Robocop, la plantea incluso como una secuela de La metamorfosis: Total Recall “trata de la identidad —es una pesadilla kafkiana acerca del robo de la mente. En otras palabras, es una psicosis moderna.”  En efecto, el cuento de Philip K. Dick en que está basada la película, We Can Remember if You Wholsale (1966), es ante todo la exploración de un peculiar síndrome de memoria recuperada: “Douglas Quaid” (“un mísero asalariado,” a decir de Dick) acude a la agencia “Rekall Incorporated” a que le implanten una aventura interespacial. El lavado de cerebro sólo pone al descubierto que sus fantasías descabelladas son todas ciertas: no sólo que en el pasado fue un agente secreto de “Interplan,” sino que a los nueve años salvó a la tierra de una invasión de alienígenas.

En el film, la anécdota de ese “retorno de lo reprimido” queda subordinada a la gesta de una revolución interplanetaria. De hecho, Total Recall puede ser leída como una reflexión hollywoodense acerca de la historia reciente de las tensiones entre Estados Unidos y Latinoamérica: el “turbinium” que la tierra extrae de Marte no es otra cosa que el petróleo y por supuesto que la guerra sucia y la explotación en el planeta-colonia son una transcripción de la administración neocolonial que el capital americano lleva a cabo al sur del Río Bravo, enfrentado con las guerrillas marxistas latinoamericanas. Pero al presentar una fábula sobre las relaciones económicas y políticas norte/sur, Total Recall elabora una teorización implícita sobre sus propias condiciones de producción. Doblada al español como El vengador del futuro, Total Recall fue filmada casi por entero en los estudios Churubusco de la ciudad de México. Como Dunas, Titanic o La marca del Zorro, atestigua un proceso de reconversión económica por el que, desde mediados de los años 80, el aparato fílmico mexicano, que en su apogeo, la llamada “época dorada” de los años 40 y 50, fungió como la capital hispana del cine, fue prácticamente desmantelado para convertirse en un proveedor fílmico de mano de obra barata: la maquiladora de los sueños de Hollywood. Es así que motivos económicos, más que poéticos, hacen que la película se haya expandido sobre una diversidad de escenarios reales en la ciudad de México. Y de que, más allá de las fantasías psico-técnicas o las escenas de acción de Total Recall, la película donde Schwarzenegger quiso hacer su Blade Runner, contenga también una extraordinaria visión de la arquitectura de México.

 

totalrecall

 

II
“I saw Mexico City again… it was bizarre, yet it was so real…”

 

Todas las locaciones de la primera parte de Total Recall (esto es, la parte que supuestamente transcurre en la Tierra) son excursiones fantásticas entre edificios en la ciudad de México, ejemplos en gran medida de la arquitectura del priismo tardío, que abarcan desde fines de los años 60 hasta principios de los 90. Edificaciones todas que ejemplifican el proyecto fallido de encauzar al país a la modernidad (tercermundista o integrada, paternalista o neoliberal) conducida por el monopolio del poder presidencial. Verhoeven puso a Schwarzenegger a actuar en por lo menos cuatro edificios claramente reconocibles para los habitantes de la ciudad de México. Espacios que están apenas disimulados mediante la facultad de abstracción de la cámara y la sustitución cuidadosa de algunos letreros y signos en la calle. Punto por demás sintomático, se trata en todos los casos de edificaciones de carácter público, lo que supone que, por lo menos en términos de haber aceptado incluir esa ambientación en el film, la película de Schwareneger contiene una aparición de cameo por parte del gobierno mexicano o, más bien, de su arquitectura reciente.

Bien visto, el corte que Total Recall lleva a cabo sobre la arquitectura de la urbe es extraordinariamente canónico: enfoca el elemento de infraestructura urbana más prominente del México de fin del siglo XX, el sistema de transporte colectivo “Metro”, lado a lado con algunos ejemplos sustanciales del corpus central del llamado “movimiento contemporáneo mexicano” de arquitectura. Para empezar, las escenas del departamento y la plaza habitacional donde reside Quaid son en realidad tomas del “Heroico Colegio Militar” en la carretera de México a Cuernavaca, la obra más famosa de Agustín Hernández. Total Recall aprovecha el carácter monumental y estatista del complejo, a fin de sugerir la imagen de un futuro autoritario e hipertecnológico. Camino de vuelta de Rekall abordo de un “Taxi boby” robótico, Schwartzenegger transita por la carretera bordada de muros de contención que dan acceso al Colegio, para luego ofrecernos una larga perspectiva hacia los famosos edificios piramidales que constituyen el centro ceremonial del complejo. No es sino entonces que el film subvierte la continuidad de la realidad, para integrar imaginariamente a la urbe un edificio desgajado en un suburbio castrense: los vestíbulos del Colegio Militar conectan en la imaginación del film con los pasillos y túneles de la estación Chabacano del metro de la ciudad de México, adaptada a la estética futurista de la película con una intervención por demás simple: pintar de gris plateados los vagones naranjas y verdes del tren subterráneo.

El cambio cromático no sólo los proyecta al futuro sino que les atribuye un cierto aire militar. El resultado de este compuesto de arquitectura marcial/funcional es una representación de la civilización futura del “Bloque norte” como una urbe que ha sucumbido por completo a una exacerbación del espacio anodino de circulación: Quaid habita un minúsculo habitáculo privado rodeado de un tejido urbano que carece ya de calle, pues se ha convertido todo en desniveles, túneles, escaleras, barandales y pasillos. Ese paisaje civil no es más que la  hipertrofia del “no lugar”, espacio circulante que par Marc Augé define a la “supermodernidad:

(…) la totalidad de las rutas aéreas, ferroviarias y automotrices, las cabinas móviles desgranadas como “medios de transporte” (aeronaves, trenes y automotores), los aeropuertos y estaciones de tren, cadenas de hoteles, parques de diversión, enormes centros comerciales y, finalmente, la compleja red alámbrica e inalámbrica que movilizan el espacio extraterrestre con el fin de una comunicación tan peculiar que frecuentemente pone al individuo en contacto únicamente con otra imagen de sí mismo.

Quaid habita un mundo donde, como Augé sugiere, los “puntos de tránsito y las moradas temporales proliferan tanto bajo condiciones inhumanas como de lujo”, migrando perpetuamente entre hoteles, aduanas, plazas cerradas sobre sí mismas, oficinas, halls, viaductos, etc. Lugares dominados por una ilusión de transparencia, llevada a su extremo por la cabina de rayos X por donde todos los pasajeros del subterráneo deben pasar para verificar que no portan armas. Pero, además, todos esos son espacios despojados de connotaciones históricas y biográficas. Más que establecer una relación cultural y práctica con un sitio, los individuos transitan por esos no-lugares a través de un espacio semiótico, es decir, a partir de señales e instrucciones. El mero hecho de que baste sustituir un par de letreros para proyectar una estación del metro de la ciudad de México al futuro es indicativo de su no-localización histórica y cultural.

Esa geografía de flujos de la ciudad de Total Recall conduce a dos lugares que sin dejar de ser intercambiables funcionan como modos ceremoniales de la narración: la habitación y la oficina corporativa, las dos estaciones de paso de la cotidianidad capitalista. Es por demás irónico que la escenografía de ambos espacios la proporciones la sede de un instituto del gobierno mexicano hipotéticamente dedicado a la construcción de vivienda popular: el edificio de oficinas generales del Instituto Nacional para la Vivienda de los Trabajadores, INFONAVIT (1973-1975), construido por Abraham Zabludovsky y Teodoro González de León. La plaza, la fachada y el hall del INFONAVIT son la sede de la empresa de sueños implantados y autoengaño turístico a la que acude Quaid en búsqueda de la ilusión de haber ido a Marte: Rekall. Usar este edificio, que es el orgullo de la burocracia mexicana de los años setenta, como pórtico a un mundo de mercancías/sueños, ,produce toda una serie de extrañas colisiones visuales. Por un lado, la descontextualización, no del todo desafortunada, de un grupo de obras de arte. De los muros de la oficina de Rekall cuelgan unas serigrafías de paisajes de Jan Hendrix, un artista holandés que se avecindó en México desde mediados de los años 70. Pertenecen a la serie sobre volcanes producidos por Hendrix en los años 80, que proyectaban la fantasía de un nuevo naturalista. Más prominente es el hecho de que Rekall exhibe varios Magiscopios de Feliciano Bejar, unas esculturas hechas con varios cristales de ojo de pescado, semejantes a enormes lupas, que refractan el entorno como una serie de mundos paralelos. Ejemplos relativamente aislados del arte local, precisamente aquellos que dialogaron con la óptica de la ciencia natural.

 

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Finalmente, habrá que registrar un momento en que la película asimila, si bien fantasmalmente, texturas de la vida callejera tercermundista. Durante la secuencia de persecución que culmina la primera parte de la película, cuando Quaid descubre la falsedad de su identidad, éste se refugia en la plazoleta hundida del Metro Insurgentes: uno de los centros simbólicos de la ciudad. Si bien la penumbra de la noche mantiene oculta la decoración maya/novohispana de esta estación de metro, la película hace un uso muy explícito de su traza: “dos circulares superpuestas” al grado de hacerla aparecer dibujada en el rastreador electrónico que utilizan los agentes que persiguen a Quaid. Al estar hundida, la glorieta Insurgentes localiza a Schwarzenegger en “otro espacio”, denotado únicamente con los anuncios luminosos de diversas compañías trasnacionales: Coca-Cola, Montana, Sony, etc. Con la ventaja del exotismo, Verhoeven se permite dejar a cuadro un anuncio de Tacos Beatriz, que en otro contexto pudiera haber servido para recrear el territorio multicultural catastrófico de Blade Runner. Su rol en Total Recall es completamente marginal: es el índice inconsciente de un sitio que queda reducido a telón de fondo de una lucha de clases futurista. Por supuesto ese anuncio de Tacos Beatriz no legitima del todo el uso de Total Recall como una lectura de la condición posmoderna de la ciudad de México, tesis que en diversa medida avanzaron tanto el historiador Serge Gruzinsky como el escritor Juan Villoro. Gruzinsky vio en el deambular de Schwarzenegger por el metro Insurgentes una confirmación del carácter neobarroco de la sociedad y la cultura postcolonial mexicana, que confunde en tal medida el orden del tiempo y “las fronteras de lo imaginario y lo real.” Por su parte, Villoro le atribuye exhibir el carácter post-apocalíptico de la ciudad, un comentario que pudiera haber sido más apropiado si en lugar de Total Recall habláramos de Terminator o Mad Max. Esas lecturas generalizadas tienen el defecto de reinscribir el escenario del film en la mitología de “lo mexicano.” Bien vista, la excavación que Total Recall lleva a cabo implica un comentario mucho más restringido, una visión que no es tanto sobre la megalópolis, como sobre ciertos espacios arquitectónicos. Sólo es mediante la reflexión de esos espacios que el film quizá pudiera permitirnos comentar el imaginario (o cierto imaginario) de la sociedad que los produjo.

En la selección de espacios urbanos y arquitectónicos de Total Recall prevalece una imagen de orden tecnológico y administrativo por la que no se filtra la entropía o miseria que el espectador cinematográfico suele imaginar como usuales en el Tercer Mundo. El rol de la arquitectura que la película reutiliza es, por el contrario, describir un territorio regido por una obsesión autoritaria y geométrica, mezcla de la urbe postindustrial administrada y la ambición de los espacios carcelarios de Piranesi. Por lo demás, esos edificios tienen como característica eliminar toda noción de contexto. Por así decirlo, lo que los hace característicos en su sito de origen y los define arquitectónicamente, es estar diseñados para sobresalir, renegar y desgajarse de su entorno.

 

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III
Una escenografía de estado

 

Es en verdad sorprendente la facilidad con la que los edificios escogidos por Verhoeven se prestan a ser apropiados fílmicamente. Basta la remoción de unos cuantos letreros y la sustitución de los usuarios para que estos andenes, recibidores, pasillos y fachadas dejen de ocurrir a fines del siglo XX en una megalópolis tercermundista para recibir la capital terrícola de un imperio interplanetario del futuro. Esa disponibilidad está inscrita en la arquitectura misma, dadas una serie de condiciones que de modo muy esquemático procedo a bosquejar aquí:

  1. Espacios autoritarios: se trata de edificios de líneas monumentales, es decir, que tienen una estética no sólo de grandeza física sino de uniformidad de materiales, ausencia de dulzuras en el decorado y, en general, una extrema sobriedad. Abundan en ellos progresiones perspécticas que permiten representar una especie de maquinaria social de grandes planos y profundidades, lo mismo que un estilo de construcción de grandes masas, escasas ventanas, detalles ornamentales o elementos descriptores de función. Todo ese lenguaje confluye para contribuir a una retórica visual que podemos denominar, a falta de mejor palabra, como “autoritaria,” donde el individuo se ve constantemente confrontado no sólo con la magnitud de una edificación y la vastedad de su diseño sino con un espacio a ser recorrido por masas anónimas. Un espacio, en fin, que sugiere un autor invisible. Pues enfrenta, sin elementos mediadores, al usuario con una entidad autoral: el arquitecto y, a través de él, el Estado.
  2. Ficción de estado: si estos edificios se presentan tan bien a ser escenografía hollywoodesca es porque son ellos mismos de origen escenográfico, una categoría qeu ciertamente ha sido sometida a cierto abuso por la crítica modernista, pero que aquí puede referirse de modo más o menos literal. No sólo todos ellos pertenecen a una serie de corrientes (el llamado movimiento mexicano contemporáneo) que han afirmado la necesidad de una voluntad artística en el arquitecto (o “voluntad del creador” para usar el título de un libro sobre Teodoro González de León) en contraposición al supuesto dogmatismo anestésico del modernismo estricto. Un rasgo que los distingue es que en lugar de filtrar o negociar con el entorno de la ciudad que los rodea, buscan obsesivamente aislarse creando espacios (sobre todo plazas de recepción) para generar puntos de vista libres de “ruido” del entorno. Ese empeño de construir un edificio autónomo se expresa espléndidamente en la forma en que González de León y Zabludovsky formularon el edificio del INFONAVIT, dotándolo de una plazoleta que cubre el panorama entero de la visión, a fin de librarse de todo elemento urbano foráneo. Ese mismo aislamiento lo consigue la Glorieta de los Insurgentes al estar colocada bajo el nivel de la calle: al ingresar en ella uno queda literalmente transportado a un espacio completamente escindido de la ciudad, que corre vertiginosa y ruidosa a su alrededor. Ese paso a “otro lugar” puede llegar al extremo de derruir la escenografía previa de la calle, como muestran las fotografías del cruce de Insurgentes y Chapultepec anteriores a la construcción del Metro, al construir el subterráneo se eliminaron por completo los edificios que servían de remate al diseño original de la colonia Roma. Y en cuanto al uso escenográfico, basta con comprender los motivos del trabajo de Hernández para percibir que el Colegio Militar fue hecho para ser activado con un tipo muy específico de representaciones teatrales: los desfiles y honores militares. Esta consciencia ritual puede constatarse en las palabras de su arquitecto, Agustín Hernández: H.Colegio MIlitar/ Escala para marchas de ocho en fondo, no para el hombre que camina solo (…) reminiscencia de centros ceremoniales prehispánicos/ reflejo urbano y una cosmogonía geometrizada.
  3. El trabajo como decoración: como todos sabemos, el cine depende para sostener su ficción del continuista, de otro modo el montaje cinematográfico sería siempre un mêlange dada o cubista. Total Recall no podría saltar de un lado al otro de la ciudad de México sin que hubiera una mínima identidad de medios visuales entre edificios de autores tan diversos.  Tomemos en cuenta que la demanda que la película hace sobre su escenografía no es tan sólo guardar una cierta unidad de estilo: debe dar la sensación de que observamos las construcciones peculiares de una civilización. Ese estilo civilizatorio va más allá de la mera sugerencia de un gusto común: sólo se obtiene cuando edificios u obras de arte sugieren valores y condiciones de vida compartidas. Un elemento de similitud entre los edificios incluidos en Total Recall ya lo mencionamos: la arquitectura de grandes masas de orden geométrico. Un segundo elemento es cuestión de color y superficie que, en última instancia, contiene un significado económico.

Con el INFONAVIT la arquitectura mexicana inaugura un recurso decorativo que, por haber sido sometido a un abuso tan generalizado, nos parece casi natural a los mexicanos: el acabado de concreto mezclado con mármol y luego cincelado. Ciertamente, como han afirmado en repetidas ocasiones González de León y Zabludovsky, ese revestimiento fue una solución práctica a la falta de expresión de las superficies de concreto modernistas y una forma de disimular la baja calidad del acabado de la albañilería local. Pero el hecho de que esta clase de revestimiento prevalezca en gran parte de los edificios públicos y corporativos mexicanos del último cuarto de siglo, es también un índice de la explotación. Habla de la disponibilidad de mano de obra que caracteriza al subdesarrollo, pues se trata de un acabado que consume tal cantidad de trabajo manual que sólo es financieramente posible donde predominan los salarios de hambre.

En efecto, los materiales sugieren toda una retórica social. Si los acabados high tech especifican un nivel de desarrollo que no sólo ha industrializado la arquitectura, sino que le incorpora un alto grado de obsolescencia estética, el revestimiento de concreto cincelado dota a la arquitectura mexicana de un rasgo faraónico. Estos son edificios que transmiten, consciente o inconscientemente, una alta dilapidación de esfuerzo. Tienen, pues, la belleza de la igualdad de la desigualdad. No es del todo casual que en México bancos y organismos públicos hayan escogido significarse con esa estética del holocausto laboral. Más que el invento de dos arquitectos de los años 70, esta estética de trabajo intenso satisface un gusto prevaleciente en las esferas de poder político y económico. Dicho en términos muy simples, ese acabado ha permitido naturalizar el brutalismo del contexto social  en forma de arquitectura. Pues si el planteamiento de González de León y Zabludovsky era lograr con esa textura una especie de piel artificial, calificada y fácilmente reemplazable, también tuvo la consecuencia de brindar una sensación de mineral y artesanal a estructuras que, de otro modo, quizá denotarían su dureza geométrica y estructural.

 

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IV
La arqueo-arquitectura

 

Llamar “emblemáticos” a los edificios que aparecen en Total Recall resulta irónicamente apropiado. Aunque en el film esto sea un tanto invisible, la Glorieta de Insurgentes contiene todo un programa iconográfico, en gran medida porque fue la estación designada para las ceremonias de inauguración del tren metropolitano en 1969. En otras palabras, es un edificio que se pensó para servir de telón de fondo a una epifanía presidencial. Gustavo Díaz Ordaz, acompañado con los directores de la entonces todopoderosa ICA (Ingenieros Civiles Asociados), abordó un vagón que lo condujo entre reflectores de la televisión y flashes de la prensa desde el Metro Insurgentes hasta Zaragoza. Para ese ritual de inauguración y develamiento de placa donde se exhibe en México la relación del poder y la obra pública, el régimen escogió la estación que por su arquitectura reflejaba la obsesión de compendio histórico de la cultura oficial priísta. Pues esta estación es, también, a su modo, una “Plaza de las tres culturas”.

En efecto, la glorieta evoca en su decoración de tres etapas sobre las que se monta el discurso oficial de nacionalismo mexicano: “lo prehispánico, lo colonial y lo moderno”. El círculo mismo de la edificación alude a una utopía de modernidad que engloba las dos otras etapas históricas previas: el exterior del edificio está revestido de glifos mayas, mientras que el círculo interior está decorado con relieves que aluden a la conquista y la colonia. Esa función de resumen de la historia nacional es un rasgo generalizado de la arquitectura oficial mexicana. Opera en el centro mismo de la obra de González de León, Zabludovsky y Hernández. Ellos han entendido la arquitectura como un medio de conciliación retroactiva, donde la función del arquitecto es de servir de mediador en el proceso de eterna simbiosis de “lo mexicano”:

La arquitectura prehispánica tiene que entenderse y tenemos que rescatarla, así como a la arquitectura colonial, dos arquitecturas que fueron conflictivas. Una era de espacios abiertos, era arquitectura matemática (…) la cultura mediterránea, la cultura conquistadora [es una arquitectura] del espacio interior. (…) el mexicano, entonces, hereda dos espacios contradictorios. Conciliar estos dos espacios, conciliar estas dos culturas es lo que nos corresponde a través del análisis de lo que fue nuestra cultura. Esto es lo único en que podemos trazar nuestro futuro, es el recordar el ayer, manifestarlo en nuestro presente y proyectarlo a nuestro porvenir.

En efecto, “conciliar esas dos culturas conflictivas” (lo que es distinto de examinar el modo en que ocurren las tensiones poscoloniales de dos grupos y tradiciones culturales) aparece como un mandato cultural incuestionado: es la voz del estado definiendo no sólo la tarea arquitectónica, sino –me atrevo a decir- el rol de los productores culturales nacionales. Esa conciliación alegórica de dos pasados es, en palabras de Hernández, lo que constituye “la única” forma de participación del futuro, la única condición de aspiración a la modernidad. Por más rivalidades que haya entre él y sus contemporáneos, González de León coincide enteramente con Hernández, al responder a mediados de los años ochenta a una pregunta acerca de cuál es la naturaleza de la arquitectura moderna mexicana:

Hay un franco uso de la analogía (a través del análisis profundo) con las expresiones culturales prehispánicas así como con algunas expresiones espaciales de la Colonia y de la tradición arquitectónica mexicana. (…)

Por lo mismo, los arquitectos del Infonavit explican su preferencia por el patio como “la solución más natural para articular el espacio en edificios de programa complejo” a partir de su supuesta genealogía histórica:

(…) “lo heredamos de las dos culturas que convergieron para formar la nuestra: por un lado la prehispánica (por ejemplo, Uxmal), donde todo está organizado con patios. Y por otro lado la española, que nos aportó su propia versión de la arquitectura mediterránea.”

Organización de referencias en el espacio que, por supuesto, encuentra su lugar de expresión en los dos patios del Infonavit: la plaza exterior retomada de las ciudadelas mayas y teotihuacanas, y el espacio central que, claramente, refiere claustros conventuales.

 

V
Arquitectura y ficción

 

Toda crítica empieza cuando lo usual es sometido a un poder de extrañamiento. Tan habituados estamos a suponer que la tarea del intelectual y del artista en México consiste en operar como un mediador de la psicohistoria de la nación, que fácilmente damos por sentada la legitimidad de esta clase programas. Vemos como algo natural configurar “lo indígena” como tiempo mítico brotando fantasmalmente a cada paso, “lo español/católico” como pretérito siempre vivo en lo religioso y popular, y lo “moderno” como el espacio de habitación de la élite que compone, claro está, estos discursos. Esos tres elementos son, ante todo, proyecciones historizadas de fuerzas contemporáneas negociando y luchando por un sitio en el presente político y económico, y no capas de tiempo percibidas desde la perspectiva del intelectual que se concibe como el sueto moderno por antonomasia. Si algo caracteriza a esa ideología que conocemos como “pensamiento de lo mexicano” es subordinar el catálogo entero de “nuestra” cultura artística e intelectual a la tarea colectiva de ejercer, y renovar, la supuesta superposición del mestizaje.

No pretendo aquí hacer una crítica detallada de esa ideología, que ya en buena medida Roger Bartra desmanteló en La jaula de la melancolía (1987). Pero esa crítica no ha sido extendida al terreno arquitectónico. Tenemos, pues, que la selección de locaciones de Total Recall no es un muestreo aleatorio de espacios de la Ciudad de México, ni mucho menos un encuentro visual con el carácter posmoderno de esta metrópoli. Tratando de garantizar continuidad y un espacio de plena ficción a la película, su equipo de producción retomó ejemplos de arquitectura de una escuela de arquitectónica específica, que comparte bases estéticas y programáticas comunes. Dicho de otro modo, el diálogo de Total Recall no es con la Ciudad de México, sino con una arquitectura de época, y sus valores estético-políticos. En ese aspecto, la película constituye una especie de teoría, perfectamente consistente, sobre el carácter de esa arquitectura, en cuatro aspectos fundamentales.

  1. Ser la arquitectura de un discurso autoritario que somete al individuo a la contemplación de su grandeza monumental.
  2. Ser una arquitectura con una estética del lujo de una modernidad periférica sostenida por el trabajo barato.
  3. Ser una arquitectura escenográfica, no sólo por estar predeterminada a ser el espacio de una representación teatral del poder, sino por sobre todo al tener entre sus objetivos generar espacios ficción aislados de un entorno citadino caótico.
  4. Ser una arquitectura derivada del proyecto de síntesis nacionalista de una serie de arquetipos histórico/culturales. En otras palabras, ser la arquitectura de una modernidad planteada como la “conciliación” de fuerzas históricas contradictorias. De ahí su carácter aparentemente inclasificable en términos de tiempos históricos, lo que hace posible proyectarla como emblemática de una civilización localizada en un tiempo indefinible.

Por supuesto, que esta serie de ejemplares de arquitectura ficción se encuentren localizados a unos cuantos kilómetros de distancia en el caos pleno de nuestra megalópolis no es una casualidad. Pues esta arquitectura es ni más ni menos que una forma de arte oficial.  Entre los muchos mitos históricos que hemos consumido en este país de encuentra la idea de que el arte oficial es cosa del pasado. Por un lado, no está del todo claro que uno pueda dictaminar que el llamado “muralismo mexicano” fue un arte oficial a lo largo de toda su existencia: sus desarrollo en los años 20 y 30 se revela cada vez más complejo, y cada vez es más evidente que fue con la posguerra, es decir, bajo el régimen priísta, que los llamados “tres grandes” fueron canonizados retroactivamente como summum de la identidad nacional.

En cambio, suele fingirse ignorancia ante el hecho de que el canon de arquitectura contemporánea mexicana después de Luis Barragán y Mathias Goeritz consiste fundamentalmente en un corpus de obras encargadas a un puñado de individuos para transmitir en piedra y cemento la ideología del estado modernizador mexicano. Percibirlo supondría tomar en serio las pretensiones “artísticas” de esta escuela hegemónica.

Pues mientras la llamada “Ruptur” produjo una serie de tensiones entre producción artística autónoma y política cultural de Estado, desde mediados de los años sesenta un grupo muy específico de arquitectos creció como grupo hegemónico  al cobijo de las necesidades de monumentalización del estado priísta en sus diversas fases, creando un conjunto de soluciones estético-monumentales que, como demuestra el nuevo edificio del PAN, bien puede ser un patrimonio demasiado importante para que quede desechado con la supuesta transición que vivimos desde julio del año 2000. Mientras que a mediados de los años sesenta el Estado mexicano entró en confusión con respecto a su representación visual en artes plásticas, al punto de negarse a coleccionar el arte producido en México a partir de entonces, sus decisiones arquitectónicas han sido terriblemente precisas. Tras las polémicas entre neocolonialistas de los años 20, neo-indigenismos déco de los 30, funcionalistas supuestamente ortodoxos  en los 40 y arquitectos emocionales en los años 50, a partir de mediados de los años 60 surgió una escuela arquitectónica relativamente homogénea que ha ido formulando los edificios culturales, corporativos y públicos del país. Es esta práctica la que se ha construido en una suerte de estética oficial del estado mexicano.

Se trata de una arquitectura de elite y de representación de sus valores. En este país, todos lo sabemos, la arquitectura tiene una existencia sociológicamente marginal: la mayoría de los edificios y casas son obras de ingenieros de ese funcionalismo vernáculo de la autoconstrucción. Por consiguiente, la función autoral en arquitectura se ha adquirido esencialmente al recibir comisiones ya del gobierno, o de las entidades que, no obstante sean de carácter privado, funcionan en México como paraestatales: bancos, casas de seguros, corporativos. De Pedro Ramírez Vázquez a Legorreta, pasando por González de Leóm, Zabludovsky y Agustín Hernández, ha surgido un conjunto de estilos de diseño y edificación que, no obstantes sus peculiaridades y diferencias, convergen en el modelo de síntesis monumental del psicodrama cultural mexicano. Y si ese poder de invención visual resulta tan coherente y repetitivo es, en buena medida, porque vehicula un discurso también recurrente: la ficción de la conciliación entre mexicanismos y modernidad.

Aquí tenemos que valorar a Total Recall como una lectura precisa del carácter de esa arquitectura, en la medida que el México que proyecta es, en efecto, la fantasía futurista de un estado autoritario, que legitima su gestión del capitalismo periférico con la peculiaridad de concebirse como una síntesis de una agitada vida poscolonial. La épica de Schwarzenegger hace visible lo que constituye el rol de la elite modernizadora mexicana: ser los gestores del discurso de identidad de un régimen de máxima explotación natural y social. Para confirmarlo, nada mejor que las palabras de Roos Cohagen, el dictador de Marte, al describir su posición de gobernante:

“ Ritcher, ¿sabes por qué soy alguien tan feliz? (…) Porque tengo el mejor trabajo de todo el sistema solar. En tanto fluya el turbinio, puedo hacer lo que quiera. Cualquier cosa (…) De hecho, lo único que me preocupa es que un día, si los rebeldes llegaran a triunfar, todo esto pudiera acabar.”

Palabras que uno podría poner perfectamente en la boca de un presidente mexicano. A diferencia de los cargos que se le hacen al muralismo de representar la ficción de una gesta revolucionaria inexistente, la escuela oficial arquitectónica mexicana se ha dedicado a materializar la fantasía de una modernidad periférica en perfecto acuerdo con su pasado. Por eso el INFONAVIT es en la película la sede de Rekall: edificios como éste implantan en nuestra cabeza una memoria programada para hacernos experimentar la clase narrativa que construyeron por escrito gente como Octavio Paz y Carlos Fuentes. Con la ventaja de que, a diferencia de las letras, el concreto transmite la idea de la solidez de la evidencia material. Como le dice a Quaid el jefe de Rekall: “As real as any memory in your head.”

 

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Pompa y ceremonia https://arquine.com/pompa-y-ceremonia/ Sun, 13 Sep 2015 15:22:21 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/pompa-y-ceremonia/ ¿A qué época pertenece el Colegio Militar? Quizás lo revele su apariencia de set de película de ciencia ficción, apropiado para un film sobre una sociedad donde se ejerce un control absoluto, en la que mitos arcaicos conviven con tecnologías a la vez sutiles y de apariencia primitiva. Un centro ceremonial para el que la pompa militar es el rito adecuado.

El cargo Pompa y ceremonia apareció primero en Arquine.

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El Colegio Militar de México, fundado a principios del siglo XIX, tiene su sede actual en un edificio inaugurado el 13 de septiembre de 1976 y que fue diseñado por Manuel González Rul (1923-1985) y Agustín Hernández (1924).

Ambos estudiaron en la Escuela Nacional de Arquitectura y, esquemáticamente, son parte de la tercera generación de arquitectos modernos mexicanos. La primera, a la que pertenecen aquellos nacidos a finales del siglo XIX, como Carlos Obregón Santacilia, había sido formada en el neoclasicismo académico con el que rompe pero cuyos rastros pueden leerse en algunas de sus obras. La segunda, de quienes nacen en la primera década del XX, como O’Gorman, tuvo también una formación en parte académica pero contrapunteada con las ideas de algunos jóvenes maestros de aquella primera generación, apostando, al menos en su primera etapa, por una modernidad radical y sin concesiones. A la tercera generación, es la de aquellos nacidos en los años 20 y 30. Les tocó ver, en 1952, la inauguración de la Ciudad Universitaria, que marcó un punto de inflexión en la arquitectura mexicana al conjugar una versión ya aceptada de la modernidad internacional con una visión de la tradición local que recibió el curioso nombre de integración plástica. Al igual que en otras latitudes, en México esa otra modernidad arquitectónica pretendía reconciliarse con su historia –en oposición a la abstracción de la primera etapa– y se permitía una expresividad formal que, años antes, había sido suprimida. Si la arquitectura de Ciudad Universitaria puede caracterizarse por la utilización de murales –grandes planos polícromos, comúnmente figurativos, que son a la vez fachada propagandística y revestimiento simbólico–, algunos arquitectos de la tercera generación preferirá en general –y en consonancia con el Nuevo Brutalismo que en la misma época, entre los años 50 y 70, florece en Europa y Estados Unidos– una arquitectura monocromática, donde la textura misma del material constituye la única decoración. Dicho de otro modo, la decoración, primero rechazada, es luego readmitida como superficie añadida para, finalmente, ser integrada y aceptada únicamente como efecto de la propia lógica constructiva de cada obra.

Sin embargo, aun cuando compartan algunas características del Nuevo Brutalismo –que según Reyner Banham, su crítico de cabecera, eran, primero, una legibilidad formal del plano, segundo, una exhibición clara de la estructura y, tercero, la valoración de los materiales por sus cualidades inherentes ‘en bruto’–, la obra de la mayor parte de la tercera generación de arquitectos modernos mexicanos se distingue de aquél Nuevo Brutalismo —usando de nuevo palabras de Banham— por un exceso de suaviter in modo aun cuando haya suficiente fortiter in re: modos suaves con materiales duros.

Manuel González Rul y Agustín Hernández habían producido ya algunos ejemplos de esta arquitectura antes de asociarse para ese concurso. González Rul, por ejemplo, el Gimnasio Díaz Ordaz, para los Juegos Olímpicos del 68: un par de masivas placas inclinadas techan al espacio interior con la intención confesa de simbolizar por un lado la M de México y por otro la geografía montañosa del valle. Por su parte, Agustín Hernández había construido, entre otros edificios, la Escuela del Ballet Folklórico de México, para la que “el movimiento de inspiración prehispánica fue la condicionante del diseño,” y se buscó “una concepción volumétrica que nos recuerda la de una escultura habitable.” He ahí un marcado contraste con el Brutalismo que buscaba “objetividad acerca de la ‘realidad’ —los objetivos culturales de la sociedad, sus necesidades, su técnica, etc.” Nada más alejado del simbolismo nacionalista de la arquitectura mexicana de esa época.

Agustín Hernández nunca ocultó las intenciones esculturales de su obra: “si no es escultórica la arquitectura para mi es una construcción más,” dijo. La diferencia que tradicionalmente ha articulado la condición de la arquitectura como tal, es decir, la distinción entre mera construcción y arquitectura, implicaba para Hernández diluir aquella otra que separa a la escultura de la arquitectura: “si hay alguna escultura que pueda ser socialmente habitada, entonces esa es escultura arquitectónica.” Sin embargo, al menos en su discurso, esa identificación de arquitectura y escultura no implicaba, curiosamente, el privilegio de la expresión personal: “el diseño arquitectónico no está determinado por las exigencias del arquitecto ni por las imposiciones de una clase social, sino que es el proceso dialéctico que se elige entre ilimitadas soluciones y las condiciones que dan las necesidades económicas, sociales y tecnológicas.”

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En el Colegio Militar las referencias a la arquitectura prehispánica y a geometrías simbólicas se multiplican. En un esquema con el que Hernández explica el proyecto, se le compara con centros ceremoniales como Chichen Itzá, Monte Albán o Teotihuacán. No sólo por su tamaño sino, principalmente, por su escala monumental y sobrehumana y por la relación de los espacios abiertos con la masa construida y de ésta con el paisaje. “La traza del complejo urbano se apoya en el cerro del Telpochcalli —Casa de los guerreros jóvenes del pueblo—, que presta su fuerza al edificio de gobierno.” El discurso, en fin, pareciera el de la arquitectura parlante de Ledoux a finales del siglo XVIII más que el de un arquitecto de los años 70 del siglo XX.

Pero ¿pueden los cuarteles y las marchas militares ser expresiones de un periodo histórico particular? Con una pregunta análoga –¿pueden los jardines y los ballets ser expresiones de un periodo histórico?– inicia Arie Graafland un libro Versalles y la mecánica del poder. A partir de las ideas de Michel Foucault, Graafland muestra que el jardín y el ballet forman un dispositivo para disciplinar al cuerpo. Es más fácil, pues Foucault los menciona explícitamente, hacer lo mismo con los cuarteles y las marchas militares y entenderlas entonces como expresiones de un periodo histórico. ¿A qué periodo responde el Colegio Militar de México?

En el Colegio Militar el cuerpo esta tramado con el espacio a una escala monumental. Agustín Hernández dice que ahí no cuenta la escala del hombre que camina sino la de la marcha, la del cuerpo entendido, en una de sus acepciones, como el conjunto de soldados y sus respectivos oficiales. En el mismo esquema en que explica la relación del Colegio con centros ceremoniales prehispánicos, Hernandez dibuja una silueta humana, semejante en algo a la silueta del modulor corbusiano, pero también a una de esas figuras del desierto de Nazca o al gigante de Cerne Abbas en Gran Bretaña. También podría sugerir, más allá del esquematismo de la figura, al hombre vitruviano de Leonardo, inscrito en un círculo y en un cuadrado al mismo tiempo —“el círculo y el cuadrado es un símbolo que ha sido manifestado por todas las culturas,” dice Hernández— o al cuerpo místico de Cristo inscrito en la planta de una iglesia por Francesco di Giorgio. Si, como explicó Juan Antonio Ramírez, en ese caso “la arquitectura era como un cuerpo, y bastaba con que esta asociación se estableciera a algún nivel, más o menos verificable, para que funcionaran con eficacia los distintos parámetros ideológicos involucrados en la operación,” en el del Colegio Militar el simbolismo opera a un nivel de casi pura analogía: las piernas son el “apoyo deportivo”, un brazo el ala de dormitorios y otro la zona educativa, en el estómago están las cocinas y comedores y en la cabeza –que no sólo organiza la planta sino se yergue con la gigantesca máscara del dios Chac– se encuentra, evidentemente, el centro de mando.

De nuevo, ¿a qué época pertenece el Colegio Militar? Quizás lo revele su apariencia de set de película de ciencia ficción, apropiado para un film sobre una sociedad donde se ejerce un control absoluto, en la que mitos arcaicos conviven con tecnologías a la vez sutiles y con apariencia primitiva. Un centro ceremonial para el que la pompa militar es el rito adecuado.

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Coches, jirafas y bicicletas https://arquine.com/coches-jirafas-y-bicicletas/ Sun, 08 Sep 2013 07:28:55 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/coches-jirafas-y-bicicletas/ Muchos arquitectos del pasado siglo se fascinaron con los coches, con la velocidad, con la precisión de la producción en serie y con el virtuosismo del diseño. Sobran ejemplos. Le Corbusier diseñó el coche Voisin y fue el primero que entendió el poder mediático de las imágenes y la asociación entre la arquitectura y los automóviles.

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Muchos arquitectos del pasado siglo se fascinaron con los coches, con la velocidad, con la precisión de la producción en serie y con el virtuosismo del diseño. Sobran ejemplos. Le Corbusier ponía un coche Voisin –diseñado por él, claro- delante de sus famosas casas de los años veinte, antes de fotografiarlas. Beatriz Colomina afirmaba que “asociar el lujo de un coche deportivo con sus casas fue un gran golpe”. Fue el primero que entendió el poder mediático de las imágenes y la asociación entre la arquitectura y los automóviles. De hecho, la curva de la planta baja de villa Savoye, está diseñada en función del radio de giro de un Voisin. También Mies fotografió su primer edificio moderno en la Weissenhof de Stuttgart con un vehículo de la época, con modelo incluida. El coche como símbolo de modernidad y progreso siempre aparece en las metrópolis futuristas del pasado siglo. Wright y Agustín Hernández fueron más allá y recurrieron a los ovnis de los supersónicos. Le Corbusier pregonaba que “una ciudad construida para la velocidad es una ciudad construida para el éxito”. No llegó a imaginar las patologías viarias de un siglo más tarde, los atascos, los segundos pisos, ni el lado corriente de lo que imaginó como un lujo. Hábil publicista de sus proyectos trató de convencer a Citroën, Peugeot y Michelin para que construyeran un prototipo que finalmente realizó el industrial Voisin. Cuenta el arquitecto Antonio Amado Lorenzo que si bien Le Corbusier proyectaba desde la planta, la sección definió el punto de partida de la voiture maximum que diseñó a partir de la proporción √2, donde la cabeza del conductor se situa en el centro de la composición cuadrada. De ese prototipo salió el 2CV de Citroën y probablemente inspiró a Ferdinand Porche cuando dió forma al Volkswagen que le encomendó Adolf Hitler. Poco antes Walter Gropius en 1930 diseñó el Adler Cabriolet aportando elegancia a un coupé de gran lujo bauhasiano, pero mucho más conservador que el utilitario para el pueblo alemán. Y casi al mismo tiempo, en 1933, el estadounidense Buckminster Fuller llevó a cabo su Dymaxion, una eficaz camioneta de tres ruedas que Norman Foster ha rescatado recientemente. Aunque quizá fueron Joseph Maria Olbrich y Otto Wagner los primeros arquitectos en añadir diseño al carruaje motorizado, con su Opel de 1906, pero sin lugar a dudas, la fascinación por la velocidad y la aerodinámica hay que buscarla en Italia. Uno de los que más arriesgaron incorporando formas alabeadas fue Carlo Mollino con su Bisoluro monoplaza. Como en sus muebles y sus casas, el movimiento del usuario contorneó al objeto hasta convertirlo, en este caso, en un bólido.

Pero más allá de los arquitectos diseñadores, están los arquitectos usuarios. Esos personajes libres y glamourosos, que entre semana se escapaban en veloces convertibles a ver sus obras y en las noches eran invitados imprescindibles en todos los locales de moda y estrellas del papel couché. Ferraris, Porches y Alfa Romeos eran parte del mobiliario de cualquier despacho de arquitectura que se preciara en el mundo. Sin ir más lejos, en México, el Buick de Juan Sordo Madaleno era la envidia de sus colegas y los Alfa-Romeo-Giulietta-Spider-convertibles fueron la extensión de la corbata de Augusto H. Álvarez, de Jorge Campuzano y de Rafael Mijares, mientras construían el edificio Jaysour o los museos de Arte Moderno y de Antropología, respectivamente. Por entonces cerraban el periférico y corrian junto a los presidentes Díaz Ordaz o López Mateos, que probaban los regalos de Alfredo del Mazo y jugaban a perder sus respectivas escoltas. También Francisco Artigas decoraba las fotos de todas sus casas funcionalistas de El Pedregal con su colección de deportivos y Luís Barragán presumía de tener el mismo Cadillac en sus casas de la ciudad de México y de Guadalajara.

Pero con el fin de siglo XX y Rem Koolhaas -quien por fin enterró a Le Corbusier- se acabaron los coches. Y las fotografías de arquitectura incoporaron todo tipo de fauna. En su Villa Dall´Ava, en París, fueron unas desconcertadas jirafas y en pocos años los arquitectos de todo el mundo alquilaron elefantes y cebras de circos a la deriva, para estar con los nuevos tiempos y dar escala a sus obras. Y de ahí que las bicicletas de los arquitectos holandeses se expandieran globalmente homenajeando quizá a Josep Puig i Cadafalch, que ya a fines del siglo XIX visitaba sus obras del palau Macaya y de la casa Amatller en bicicleta.

 LC

Voiture Maximum de Le Corbusier

bici

 

Josep Puig i Cadafalch en bicicleta, en el arco de entrada del palau Macaya, Barcelona

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