Resultados de búsqueda para la etiqueta [11 de septiembre ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 17 Sep 2024 22:24:44 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Réquiem por las torres https://arquine.com/requiem-por-las-torres/ Mon, 11 Sep 2023 21:26:46 +0000 https://arquine.com/?p=82902 En otro aniversario del 11 de septiembre de 2001, es relevante reparar en lo que las Torres Gemelas representaban para la arquitectura –o como Mies van der Rohe le llamaba, el 'arte de construir'–, a sabiendas de que para escribir un réquiem es necesaria la muerte de su objeto.

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“These incredible giants just stand there, artless and dumb, without any relationship to anything, not even to each other”. “Arrogant twins.”

—Wolf Von Eckardt

Un martes por la mañana yo desayunaba en el comedor. Recuerdo estar viendo las noticias que transmitían con la estridencia del tiempo real un acontecimiento estremecedor: un avión comercial se estrelló contra una torre en Nueva York. Mis padres estaban consternados sin poder dejar de ver. A mis siete años, la única forma en la cual yo me entendía la tragedia fue como un accidente. Los aviones atraviesan las alturas y, aquel edificio también era altísimo. Le llamaban rascacielos. De alguna forma supuse
–aunque no por ello era menos desafortunado– que eventualmente ocurriría una colisión en las alturas. Dieciséis minutos después volvió a acontecer justo lo mismo con la torre de al lado porque eran dos. Ahora lo tengo ante mí con la claridad proveniente de la distancia temporal, pero en ese momento, después del segundo impacto, fue que comprendí la gravedad del asunto: dos aviones chocando por accidente contra dos torres hubiera sido demasiada coincidencia y, por lo tanto, tras las bambalinas de la realidad de lo que se transmitía en las noticias había una compleja red de relaciones causales. En el transcurso de los siguientes meses, aquella confusión se desenredó de manera gradual; quienes escribieron la historia circunscribieron la narrativa de los hechos dentro de una iteración del discurso oficial del mismo país: el de los buenos contra los malos, terroristas contra civiles, democracia contra regímenes de autoridad. Tal narrativa parecía explicarlo todo. Al menos sació mi intriga y yo percibía –o proyectaba– que era un explicación suficiente del acontecimiento para todas las demás personas, incluidos mis papás.

“[…] they often appeared to New Yorkers like a pair of middle fingers —to good development, to good economics, to good taste.”

—Henry Stewart

Entonces era niño, ahora soy adulto. Es decir, ya he adolecido. En gran parte le atribuyo ese adolecer al hecho de que ahora lo que le exijo a mi realidad rebasa toda narrativa fundamentada en un ellos contra nosotros. No es que tal postura ante la historia me parezca reduccionista, sólo insuficiente. Tal vez nunca conozcamos del todo la compleja articulación de voluntades, agentes y fuerzas de causa mayor que estuvieron en juego en los choques de aquellos aviones. Los responsables de los ataques entendían que para direccionar la historia a tal o cual lugar el precio era alto y se tenía que saldar con vidas. La función del memorial del 11 de septiembre es guardarle remembranza de quienes asumieron el costo aquel día y que, sin su consentimiento, han sido convertidos en mártires. Sin embargo, no tengo en mente fragmento alguno que le conceda memoria a los objetos arquitectónicos que acaecieron ese mismo día. Ante el imaginario colectivo estadounidense, el 11 de septiembre convirtió a las torres gemelas en un símbolo indisociable de su derrumbamiento. Sin embargo, estos párrafos tienen como objeto su altura y no su caída. Aquí es relevante reparar en lo que las torres representaban para la arquitectura –o como Mies van der Rohe le llamaba, el arte de construir–, a sabiendas de que para escribir un réquiem es necesaria la muerte de su objeto.

“Mr. Suchanek seems to regard the World Trade Center as little better than the box the Empire State Building came in.”

Si empiezo por el principio pienso en la torre que comenzó a ser construida primero y que también fue la primera en ser coaccionada hacia su propio cataclismo. La Torre 1 (WTC1, the North Tower). Si la juzgamos por lo que costó y su relación con la ciudad donde está emplazada, o por sus contrastes ante los otros bellos edificios art déco de Nueva York, habría cuestionamientos pertinentes. Sin embargo, estos juicios así como los que hicieron en su momento varios críticos, citados en los epígrafes que inauguran este réquiem, son juicios de adulto; de un adolecido, de alguien que adolece de poder sentir asombro frente una estela de aluminio de 415 metros de altura cuyas estrías se reflejan sobre el cauce de un río. Además, efectivamente es como una caja, como un prisma proyectado sobre la tierra desde el mundo de las formas; no en un sentido ideal sino material: para ser visto en su totalidad, cualquier objeto de ese tamaño tendrá a bien en apreciarse desde una lejanía suficiente, y a tal distancia las irregularidades y accidentes de sus vértices se desvanecen. Aquel prisma posiblemente era lo que en este plano se acercaría más a la imposible pureza de la forma abstracta. Pero además, lo que se ve es una superficie uniforme que está compuesta por columnas estructurales de acero que en su base se entrelazan de tres en tres; la fachada soporta la mitad de la carga del interior cuyo núcleo a su vez asume la mitad de la carga de la fachada: lo que ves es una estructura y su estructura es lo que ves. Pero además, son dos.

Ambas torres personifican el culmen del concepto de rascacielos. Sin embargo, la palabra rascacielos es un anglicismo a medias porque su traducción no es exacta. En inglés sky-scraper, incluye el verbo to scrape que al español se traduce mejor como rasgar, no rascar: se rasca una inquietud, o una comezón. En cambio, el cielo se rasga, como una lona, con un objeto punzocortante. La manta, que es el firmamento, sus nubes y sus estrellas se rasgan con la aguja que son los pararrayos y las antenas. A este respecto, la antena de más de 100 metros de altura de la primera torre es, en términos técnicos, una minucia; mientras que en términos simbólicos es lo que constata la pertenencia de los 110 pisos al estatuto de rasgacielos: skyscraper. El rascacielos –considerada aquí la insuficiencia de su traducción convencional– ocupa una posición importante para la disciplina de la arquitectura; ese lugar consiste en el contenido de una casilla que le antecede: el arquetipo de la torre. Es decir, el skyscraper es la forma en la cual se manifiesta ante nosotros hoy, en concreto y acero de alta resistencia, el arquetipo torre en su alta expresión.

La torre es ejemplo de un arquetipo, no de una en particular sino de su concepto, a sabiendas de que el arquetipo torre se manifiesta en mayor o menor medida mediante la particularidad de cada torre. Más allá de todo ocultismo, un arquetipo entendido como una estructura de sentido es un significante cuyo origen se remonta continuamente al pasado. Por ejemplo, la narrativa oficial de ellos contra nosotros, que se develó en torno a la imposible resolución tras los ataques del 11 de septiembre, es una historia arquetípica: las categorías del bien y el héroe, del mal y el villano, son cada una arquetipos en el sentido de que su origen es difuso a lo largo de la historia. ¿Cuál fue el primer héroe?, ¿quién fue el primer villano? Quienes hayan sido, son por necesidad figuras que nos anteceden, tanto ahora como si esta pregunta se nos hubiera suscitado hace miles de años. Donde sea que uno quiera situar el origen de un arquetipo está inclusive más atrás, sus márgenes apenas visibles tras las penumbras de la antigüedad –o la eternidad–. Otra característica del arquetipo es ser una inagotable fuente simbólica, su significado no disminuye con su réplica o multiplicidad. Puede haber muchos especímenes de un mismo arquetipo sin que estos demeriten su significado entre sí. Es decir, el hecho de que hubiera estructuras más altas u otros edificios pertenecientes al arquetipo torre, no hace que las torres gemelas hayan sido menos torres y viceversa. De la misma forma, el hecho de que la Torre 1 tuviera antena no la hace más torre que la Torre 2 (WTC2, the South Tower). Hay arquetipos en los cimientos de toda tradición. ¿Qué son las tradiciones judeocristianas sino amplias y fecundas constelaciones arquetípicas, que postulan sus arquetipos como los primeros? El mito de la creación, el pecado original, el mesías o profeta, la trinidad (y cada uno de sus componentes), la tierra prometida, el libro, el pontífice, etc., cada uno de estos tropos es de naturaleza arquetípica y posiblemente antecedan a la aparición de las religiones monoteístas. A su vez, ¿qué es una ciudad sino un conjunto de arquetipos? El mercado, el templo, el palacio, la plaza, el parque, la avenida, el puente y desde luego, la torre.

Nuestra era moderna, de pretensiones seculares, se caracteriza en gran medida por la paradoja de ser la época que se deshizo del arquetipo, al mismo tiempo que sigue siendo una época altamente arquetípica. Hay figuras hoy de cierta proximidad al arquetipo del rey (¿quién fue el primer rey?), políticos, presidentes, empresarios, que en términos absolutos disponen de más poder del que pudieron haber ostentado muchos monarcas de épocas pasadas. Los avances científicos contemporáneos nos suscitan el asombro que alguna vez provocaron ciertas técnicas con afinidad al arquetipo de la magia. Procedente de esta era, la arquitectura moderna reprime sus arquetipos; se concibe como una disciplina que los trasciende. El desarrollo de la arquitectura moderna –o, como la llamó el historiador Siegfried Gideon, la nueva tradición– fue, a lo largo de los siglos XIX y XX, un proceso constituido por formas de construir cada vez más depuradas, optimizadas, finas, con nuevos materiales industriales como el acero y el concreto, que a su vez comprendían novedosas manifestaciones de composición arquitectónica que le otorgaron a la disciplina una supuesta autonomía. Gracias a su autonomía, la arquitectura entendida como una disciplina moderna podría suponerse libre de la densa carga simbólica que representa ser un arquetipo. Sin embargo, la condición arquetípica es inevitable. Así se explica el hecho de que algunas de las primeras y más representativas construcciones pertenecientes a la nueva tradición de la arquitectura moderna estén rodeadas de un aura onírica como es el caso de los Palacios de Cristal. Inclusive los edificios más depurados y con pretensiones de pureza mantienen latente una tensión con sus arquetipos. Por ejemplo, ¿cuál sería el arquetipo de la Ville Savoye? El de la villa, entendida como una residencia grandilocuente, aristocrática, que guarda vigilia sobre un amplia extensión de territorio y que custodia una demarcación de tierra que está alejada de la urbe.

“The buildings only succeeded as abstract objects. But it is not out of abstract geometric forms that you make a city.”

—Paul Goldberger

Construidas con dinero proveniente de capital bursatilizado, diseñadas para Nueva York por un arquitecto japonés –en medio de tensas relaciones entre ambas naciones arquetípicas: the land of the free y el país del sol naciente– y concebidas como símbolo de promesa y progreso del libre intercambio comercial internacional, el World Trade Center tuvo su sede en las que fueron al momento de su inauguración las estructuras más altas del mundo. Sin embargo, la altura no es la característica sustancial de la torre. Para la torre entendida como arquetipo, la altura en sí misma no es un fin sino un medio, ya que no sólo es literal sino figurativa: el tamaño de una torre es directamente proporcional a su fuerza simbólica. La altura es como un puente entre el plano terrenal y el cielo de proximidad divina. Antes de las torres seculares como la torre Eiffel o la torre a la tercera internacional de Tatlin, fueron las cúpulas de los templos y demás construcciones religiosas las que ostentaban una mayor grandeza vertical. El primer arquetipo torre que se nos ha relegado es la Torre de Babel, sin embargo, antes de la torre estaba el obelisco, cuyas aspiraciones también son de naturaleza divina y diáfana. Por lo tanto, lo que hace que una construcción vertical se eleve al estatuto de torre no sólo es su altura entendida en términos burdos o cuantitativos, sino demás características simbólicas y relacionales. Las torres suelen estar en los centros, o más bien, las torres hacen de sus emplazamientos lugares concéntricos. Además del sentido figurado de su proximidad a la divinidad celeste, la altura sirve para distender la distancia del horizonte: para ver y ser vistas a la lejanía: por lo tanto, la torre también tiene cierta connotación militar. Junto con la reina, en el ajedrez son las piezas de las torres las que cuentan con mayor rango móvil. Ver una torre de lejos es saberse observado y, en caso de conflicto, vale más estar del lado que tiene mayor isóptica. De esta forma, las torres representan epicentros de poder –es dentro de la torre donde se toman las decisiones–. El poder habita la torre. Esto lo ejemplifican bien los especímenes del arquetipo que están descritos en obras literarias como las de J. R. R. Tolkien. También la torre concede valor al custodiar lo que resguarda en su interior, en los relatos fantásticos la princesa permanece encerrada en la torre. Por un lado, la torre puede ser un faro que proyecte una luz bienaventurada y le anuncie una próxima llegada a un extranjero, pero por el otro lado, no es de sorprender que quienes ostentan la torre más alta abusen de su poder. Ante la imposibilidad de ser iluminada desde todos los ángulos, la torre tiene un lado oscuro y proyecta una larga sombra. Por tal motivo, en la ciudad de Nueva York los reglamentos de construcción y desarrollo obligan a los arquitectos a diseñar torres cuyas fachadas se escalonen de manera progresiva hacia atrás conforme a la altura, con tal de no hacer de las calles a nivel banqueta zonas sin luz solar. No obstante, por alguna razón las torres gemelas –faros de enorme poder– no obedecieron tal normal y su forma es monolítica. ¿Qué poder habitó esas torres? El poder financiero del alto capitalismo neoliberal, postrado imperialmente a lo largo de extensas zonas geopolíticas en todo el mundo cuyo centro estuvo en Nueva York. Los nombres arquetípicos delatan demasiado: las Twin Towers auspiciaron al World Trade Center situado en el Empire State.

Cuando Mies van der Rohe escribió que la arquitectura es la voluntad de una época traducida al espacio, no lo hizo en clave normativa sino descriptiva. Es decir, no es que la arquitectura busque traducir de forma espacial la voluntad de la época de la que emerge, sino que no lo puede evitar. En este sentido, aquellas dos barreras de viento de semblante ortogonal, con enormes vestíbulos de cuádruple altura, lujosos interiores y 99 elevadores cada una, traducen al espacio y al pie de la letra la voluntad de su época, sus respectivas condiciones materiales, y sus pretensiones de expansión y exceso. Si bien hay estructuras más altas hoy, sus dimensiones no se justifican de la misma manera. Por lo tanto, sigue sin haber construcción alguna en términos figurados este a la altura de quienes hace 22 años llenaron la casilla del arquetipo torre. La compleja articulación de voluntades, agentes y fuerzas de causa mayor que construyeron y después habitaron esas torres sabían que la expansión no solo se libra en términos económicos, sino simbólicos. En realidad, las torres gemelas hasta el día de su caída nunca rindieron las ganancias esperadas en las corridas financieras de su gestión, pero no por ello fueron menos altilocuentes, gemelas arrogantes, porque lo que el poder que las encargó sabía –y que supo mejor aún cómo disimular– es que no todo se trata de dinero. Sin embargo, lo que quizá esa misma instancia de poder no haya alcanzado a vislumbrar es el hecho de que, como bien lo demuestra la historia de las tradiciones monoteístas, el declive de un imperio se anuncia con la caída de un arquetipo, manifestado como ataque o como accidente.

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Exilio en casa: la Villa Olímpica en la memoria https://arquine.com/exilio-en-casa-la-villa-olimpica-en-la-memoria/ Mon, 11 Sep 2023 14:03:50 +0000 https://arquine.com/?p=82857 A medio siglo del golpe de estado contra el gobierno del presidente Salvador Allende en Chile, sus huellas en la memoria siguen presentes y algunas incluso habitadas. Tal es el caso de Villa Olímpica, uno de los epicentros del exilio latinoamericano en la Ciudad de México.

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Al hablar sobre fascismo (y sobre todo de cómo enfrentarlo), toda persona de América Latina debería pensar primero en Augusto Pinochet y menos en el monigote modélico hitleriano —por mucho que la nazifilia haya cundido con especial saña en Chile, región austral de nuestra América—. Algo similar podría decirse del 11 de septiembre que define el destino de este continente en el XXI: es el bombardeo y toma del Palacio de La Moneda en 1973 en Santiago, y no los atentados terroristas contra las Torres Gemelas en Nueva York en 2001, lo que debe ocupar ese sitial en la memoria política y cultural (incluso si muchos no estábamos vivos cuando ocurrió).

Ahora que se cumple medio siglo del golpe de estado perpetrado contra el gobierno del presidente Salvador Allende, quizá la mayor dificultad para entender lo que sucedió aquel martes en la capital chilena esté menos en los datos duros o el registro histórico que en lo básico: el presente, que en su momento fue el futuro. Y en este caso, para atestiguar la vitalidad del fascismo, y la resistencia contra él en nuestro continente, siguen por ahí muchas de sus huellas. Algunas no sólo son visibles sino que incluso están habitadas. Tal es el caso del conjunto habitacional Villa Olímpica, uno de los epicentros del exilio latinoamericano (y, no sobra decirlo, de las izquierdas) en la Ciudad de México.

A propósito, el director argenmex Sebastián Kohan Esquenazi (quien se define así, pues en México es argentino, y viceversa) estrenó hace unos meses un documental que analiza este conjunto habitacional que durante la década de los 70 recibió con casa a miles de refugiados de las dictaduras del Cono Sur. En Villa Olímpica. Recuerdos de un mundo fuera de lugar (Chile, 2022), Kohan recuerda su propia infancia junto a otros niños que recorrían y hacían travesuras por los pasillos, azoteas y ascensores de este espacio que llegó a tener —según cifras no oficiales, pero que el cineasta da por buenas— alrededor de 3 mil expatriados de Argentina, Chile, Uruguay y otros países; es decir, más de la mitad de la población de la Villa, que en sus 29 torres y 900 departamentos daba hogar a un total de 5 mil habitantes. 

Bajo la supervisión del comité organizador de los juegos, el presidente Gustavo Díaz Ordaz encargó a los arquitectos Manuel González Rul, Carlos Ortega Viramontes, Agustín Hernández Navarro y Ramón Torres Martínez la construcción del proyecto, que ganó gran fama por la rapidez con la que se logró (menos de 500 días entre el 2 de mayo de 1967, hasta la inauguración el 12 de septiembre de 1968), y por el hallazgo de una zona arqueológica en Cuicuilco —pirámides incluidas— sepultada por el magma del volcán Xitle. No fue el único conjunto que se hizo para cumplir el encargo olímpico, pues tuvo un mellizo también en Tlalpan: la Villa Narciso Mendoza, entre las avenidas Acoxpa y Miramontes, también compuesta por torres multifamiliares, pero caracterizada por supermanzanas con edificios de no más de dos pisos. Sin embargo, fue la unidad sita entre Insurgentes y Periférico la que se quedó el nombre de Villa Olímpica.

Diseñada para los atletas que competirían en la XIX edición de este certamen (incluso se llegó a dividir en dos conjuntos, uno femenino y otro masculino), y reacondicionada como vivienda colectiva después de 1968, la Villa Olímpica Libertador Miguel Hidalgo concentró en su microcosmos algunos de los conflictos decisivos de la historia latinoamericana. Deportistas, funcionarios, turistas y corresponsales de todo el mundo fueron recibidos en estas instalaciones tan sólo días después de la masacre del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Ese contraste entre la hospitalidad con los extranjeros y la persecución soterrada de sus paisanos disidentes siempre ha sido objeto de burla y escrutinio. Una obra de teatro muy posterior a los hechos, Olimpia 68 (2018), del dramaturgo Flavio González Mello, la usó como su motivo principal: con la Villa Olímpica como escenario principal, esta comedia política tenía como protagonista a un grupo de atletas que ayudan a un sobreviviente de la masacre de Tlatelolco a refugiarse en sus instalaciones. 

Lo que es más, uno de los principales responsables de esa injusticia, Luis Echeverría (en ese entonces secretario de gobernación y a la postre presidente de la república), se convertiría en uno de los valedores de los miles de refugiados latinoamericanos. En el contexto de la Guerra Fría, que en su teatro en este continente tuvo su mejor expresión en el Plan u Operación Cóndor, los presidentes priistas de México pudieron navegar con cierta estabilidad, diplomacia y no poca hipocresía entre las asonadas que colocaron a militares en el poder en Bolivia (1971), Chile (1973), Uruguay (1973), Argentina (1976) y Perú (1975), al tiempo que se mantenían las dictaduras ya instaladas en Paraguay, Brasil y otras en Centroamérica y el Caribe.

El documental de Kohan Esquenazi también retoma esa ambivalencia. Villa Olímpica muestra cómo los sueños y pesadillas de todo un continente confluyeron en un espacio incierto: por un lado, la desolación de los exiliados, condenados de manera indefinida a esperar una fecha de regreso o, de plano, sin ninguna esperanza de volver a ver a la familia que dejaron atrás, por no hablar de los muchos silencios en torno a su condición como perseguidos políticos. Por otro lado, la alegría de los niños, quienes (a decir de los propios entrevistados del documental) encontraron en la Villa un verdadero paraíso para corretear y sentirse más adultos entre sus bloques de ladrillo naranja; las icónicas entradas con toldo y un letrero esférico con el número de cada edificio; la explanada enorme; el teatro, la iglesia y el cine; los gimnasios y áreas verdes. Muchos de estos niños, hijos de intelectuales exiliados que se sumarían a las filas de profesionistas, académicos y artistas de la Ciudad de México, también se matricularon en escuelas activas y sin empacho en estudiar los fundamentos del marxismo.

En el territorio cerrado de la unidad habitacional era posible la movilidad, el sentido de la aventura y una agencia que incluso le estaba vedada a otras infancias de la metrópolis mexicana. Lo que es más, en cada departamento se podía encontrar, según el caso, un Chile o Argentina en miniatura: el documental, que también se ensambla con la recreación de escenografías, maquetas y vestuario de época, hace un gran trabajo de ambientación en esos hogares con su música de protesta, artesanías y pósters del Che Guevara o Salvador Allende.

Ese es el luminoso recuerdo colectivo que la Villa les dejó a mucho de esos niños, ahora adultos, quienes una vez levantado el telón de acero de las dictaduras tuvieron que enfrentarse a un exilio propio: el de acompañar a sus padres de vuelta a países que los recibían como bichos raros, en ciudades acostumbradas a los toques de queda y en el que incluso el español podía ser una barrera (una de las entrevistadas recuerda cómo los niños chilenos la incitaban a decir “elote”, versión mexa de “choclo”). Más que en el simple ejercicio de nostalgia, es en este doble desarraigo donde Kohan concentra su documental, y al hacerlo se ve con claridad cómo las grandes corrientes de la historia pesan sobre los individuos, sus decisiones e identidades. Dos fechas y dos contextos distintos, el 68 mexicano y el 11 de septiembre de 1973, se enlazan en un espacio que queda en el recuerdo, tanto jubiloso como lleno de dolor.

Medio siglo después de que la derecha y los militares chilenos (con bastante apoyo estadounidense) precipitaran a miles de sus compatriotas fuera de su país, el aura vampírica del pinochetismo sigue irradiando con fuerza; sólo por referirme a la reciente película de Pablo Larraín, El Conde (2023), comedia de horror que muestra al dictador como un nosferatu de 250 años que, después de saquear las arcas de su país, torturar comunistas y procrear a unos nepobabies convenencieros, busca morir por fin a lado de su amada Maria Antonieta (sí, la princesa francesa, también vampira). Sobre esta problemática relación con el pasado (que es el futuro), Manuel Antonio Garretón, uno de los sociólogos más importantes de su país, se pronunciaba con claridad en una entrevista acerca de la controvertida conmemoración de los 50 años del golpe: “hay un sector en Chile que nunca va a condenar el golpe porque define su ADN. Ellos o sus padres o abuelos hicieron el golpe, lo apoyaron, lo promovieron”. Por su lado, el actual presidente chileno, Gabriel Boric, lleva varios intentos fallidos para redactar una nueva constitución, que en los hechos sigue descansando sobre la base de la que promulgó Pinochet.

Esa memoria conflictiva, tanto a la derecha como a la izquierda, no sólo es chilena o argentina, sino latinoamericana, y como se puede atestiguar todavía, está impregnada en lugares como la Villa Olímpica. El exilio, tanto de los adultos que huyeron, como de los niños que se marcharon, es un recuerdo que debe seguir siendo presente pues el golpe de estado contra Allende (y contra tantos otros gobiernos legítimos después) fue un golpe contra el Tercer Mundo, hoy llamado —de manera política (o académicamente) correcta— Sur Global, y nunca está demasiado lejos de repetirse.

Hay una escena en particular, que no parece tan importante, pero podría servir también como final para el documental. Dos de los entrevistados por Sebastián Kohan, argentinos de vacaciones en México, recorren la Villa Olímpica después de muchos años. Señalan por acá un árbol legendario; allá la escultura Disco Solar, de Jacques Moeschal; se dan cuenta de que tal pasillo fue en donde dieron su primer beso; hablan de las películas que vieron en el cine local (Tiburón, Flashdance, E. T.); mencionan que no era nada infrecuente que, de temporada en temporada, las familias se mudaran a otros departamentos dentro de la propia villa. De pronto, uno de ellos reconoce la ventana de lo que alguna vez fue su cuarto. No se puede afirmar si sintió o no ese picor que da al ver lo que fue la casa propia ocupada y amueblada por extraños. Pero si fue así, experimentó, sin notarlo demasiado, lo más cercano que se puede estar a una reconciliación completa con el pasado: poder mirar al viejo hogar sin sentir más nostalgia que la necesaria.

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