Resultados de búsqueda para la etiqueta [William Morris ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 08 Jul 2022 07:35:04 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Slowbuilding https://arquine.com/slowbuilding/ Wed, 14 Jul 2021 01:59:01 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/slowbuilding/ Recientemente se está incorporando el termino slowbuilding —construcción o arquitectura lenta en su traducción más directa al castellano— dentro de la discusión disciplinar en arquitectura. No es un misterio que este término ha sido una apropiación léxica de slowfood, instancia que busca prevenir la desaparición de culturas y tradiciones alimentarias locales que supone el auge de la industrialización de dichos procesos bajo la modalidad fastfood.

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En el año 1900 se completó la Aleksander Nevski katedraal, una iglesia ortodoxa el centro histórico de Tallin; sólo sesenta años después se inauguró Brasilia, una ciudad entera en medio de la selva amazónica brasileña. A pesar de la evidente diferencia de escala, ambas obras se construyeron en un periodo de seis años. En 2020, el hospital de campaña Wuhan Huoshenshan con capacidad para 1.000 camas se construyó en China en menos de diez días, mientras que en Paraguay el Edificio de Aulas de la Universidad Nacional de Asunción aún no se ha completado después de cinco años de construcción. ¿Han pasado más rápido o más lento los seis años en la construcción de Brasilia que en la construcción de la iglesia en Tallin? ¿Se está construyendo el edificio de las aulas en Asunción más lento que la iglesia? ¿Se construyó el hospital en Wuhan más rápido que Brasilia? Como sugirió Albert Einstein en los albores del siglo xx, el tiempo es relativo y, en consecuencia, la condición de rapidez o lentitud también lo es.

 

Aleksander Nevski katedraal. Mikhail Preobrazhensky. Tallin, Estonia.

Brasilia. Lucio Costa, Oscar Niemeyer, Roberto Burle Marx. Brasil.

Por lo tanto, Brasilia, la Aleksander Nevski katedraal, el hospital Wuhan Huoshenshan y el Edificio de Aulas se han construido a velocidad “regular” dentro de sus propios contextos —sociales, tecnológicos, políticos, sanitarios—, y sólo es posible referirnos a la rapidez o lentitud si los comparamos entre sí, lo cual, valga la aclaración, podría llevarnos a interpretaciones erróneas. Si miramos más allá del velo obvio de la diferencia en el presupuesto de cada caso, reconoceremos que la tecnología, los materiales y los constructores son las variables involucradas en la relatividad de la velocidad en cada uno de los ejemplos. ¿Cómo reconocer entonces el estado de rapidez o lentitud de un edificio, sin tener que compararlo con otro?

Wuhan Huoshenshan. Wuhan, China.

Edificio de Aulas, Universidad Nacional de Asunción. Gabinete de Arquitectura. Asunción, Paraguay.

Esta sucinta reflexión viene a colación ya que recientemente se está incorporando el termino slowbuilding —construcción o arquitectura lenta en su traducción más directa al castellano— dentro de la discusión disciplinar en arquitectura. Por ejemplo, la Tallinn Architecture Biennale 2020 ha lanzado una convocatoria para abordar el slowbuilding como contrapunto a las tendencias imperantes hacia la construcción industrializada de alta velocidad a través del diseño de una intervención en el espacio urbano que durante un año estará abierto al público. No es un misterio que, en el caso de la arquitectura, este término ha sido una apropiación léxica de slowfood, instancia que busca prevenir la desaparición de culturas y tradiciones alimentarias locales que supone el auge de la industrialización de dichos procesos bajo la modalidad fastfood. Queda explícitamente claro que, en ambos casos, se catalogan negativamente a priori los procesos asociados a la rapidez en favor de lentitud como valor per se.

En cualquiera de los casos, para reflexionar sobre estos valores es necesario identificar el punto de inflexión entre calificar cómo rápida o lenta la producción de alimentos o de arquitectura. Podríamos clasificar como acelerados aquellos casos en los que la velocidad a la que se realizan determinados actos hace que quienes los ejecutan pierdan la consciencia de su ejecución. Claro ejemplo de esto es el ensamblaje en serie popularizado por Henry Ford a principios del siglo xx para la fabricación del famoso modelo de automóvil Ford T. Gracias a que cada obrero participaba únicamente en una tarea dentro del proceso total de la fabricación de cada coche, no solo se aumentó de velocidad de ensamblaje sino la eficiencia de cada obrero en su tarea específica. A pesar de esto, si algún obrero quisiera ensamblar por completo un coche no podría hacerlo ya que desconocería la ejecución de todas las tareas ajenas a la suya, es decir, no contaría con la consciencia total para la ejecución de un coche. No hace falta describir el proceso de preparación de alimentos de la mayoría de las cadenas de comida rápida o de la construcción del Wuhan Huoshenshan para reconocer la misma inconsciencia en el cocinero y el obrero sobre el proceso total del cual forma parte.

 

Línea de montaje Ford.

Ciertamente esta discusión en arquitectura no es nueva, aunque abordarla desde el slowbuilding sea más reciente. John Ruskin y William Morris plantaron postura frente al desarrollo de la revolución industrial en la Inglaterra del siglo xix, destacando la labor del artesano en la fabricación de mobiliario, textiles, calzado, vestimenta e incluso edificios. Para ese momento, ya se había empezado a industrialización y producción en serie de utensilios de uso diario, fabricados principalmente a través de máquinas manejadas por pocos operarios. Cómo respuesta, el movimiento arts & crafts destacaba no solo la belleza de diseños realizados por artesanos, sino además valoraba la propia labor del artesano al poner en práctica las competencias que tenía. Es decir, en este caso cada artesano definía a partir de su propia labor cuando un objeto estaba listo o no, pues tenía clara conciencia del proceso de ejecución. Podríamos catalogar este como un ejemplo de lentitud asociado al diseño y la arquitectura.

Eso sí, no cualquier inglés del siglo XIX podía costearse el diseño y construcción de una casa como la Red House —obra representativa del arts & crafst—, incorporando a un gran grupo de artesanos expertos en sus respectivos oficios. Esta es una de las varias razones del porque el movimiento arts & crafts o el estilo art noveau no cuenta con tantos referentes o de la envergadura de edificios neoclásicos o eclécticos de principios del siglo xx. Aquí no encontramos en las antípodas del punto anterior, pues pareciera que el caso en que el arquitecto tiene total consciencia del hecho arquitectónico no puede ser asumido por cualquier persona o institución que encarga un proyecto. Lo que en la antigüedad podría ser distinguido como un valor intrínseco del diseño, en el contexto contemporáneo se ha vuelto una condición de lujo.

Red House. William Morris, Philip Webb. Bexleyheath, Inglaterra.

Dicho esto, queda claro que la condición de rapidez o lentitud en arquitectura no es mala o buena per se, y por consecuencia lo relevante que el slowbuilding pueda aportar a debate arquitectónico contemporáneo dependerá del contexto en el cual se ponga a prueba. La enorme inercia que posee la arquitectura requiere un tiempo de asentamiento para la aceptación de nuevas ideas y enfoques, pero no siempre la sociedad puede darse el lujo de esperar. Mientras el frenesí de la mecanización empuja gran parte de la producción arquitectónica contemporánea al campo de la técnica y la distracción constante, se crea un ataque a la experiencia de una obra: pensar en ella, ejecutarla y, en ocasiones, observar su transformación con dignidad. 

Como en el caso de las obras arts & crafts o art noveau, los ejemplos recientes de slowbuilding no son muchos, pero si muy relevantes cuando dicha consciencia del hecho arquitectónico aparece de manera no premeditada. Un ejemplo sería el Museo del Clima, obra del arquitecto Toni Gironès Saderra en la localidad de Lleida, España. Lo que en 2008 fue diseñado como un edificio cerrado de 3000 m2 en cuyo interior se debía conseguir una temperatura estable todo el año entre 18 – 25 grados C°, diez años después ofrece un escenario muy diferente a quienes visitan Lleida. La crisis económica española afectó el desarrollo de la construcción del museo según el diseño original del proyecto, pero, a diferencia de lo que sucedió con otras obras de envergaduras similares que empezaron construcción entre 2008 y 2014, la obra no fue cancelada, o no al menos en su totalidad. En este caso, el arquitecto afrontó dicha coyuntura y adaptó el diseño para conformar espacios habitables a partir de la infraestructura de hormigón armado de los primeros niveles que llegaron a construirse; lo que inicialmente consistió en un ambiente interior con temperatura regularizada finalmente quedó construido como una serie de espacios abiertos definidos a partir de estructuras livianas y materiales de bajo costo. Los pavimentos originales de materiales sofisticados terminaron siendo superficies rústicas de tierra y rocas, mientras que las cubiertas fueron finalmente resueltas con telas y mallas que propiciaron que la propia vegetación del lugar invadiera -o recuperara- el área del museo. Sin haberlo planeado de antemano, el arquitecto desarrolló a lo largo de diez años un proyecto que se iba construyendo a partir de la contingencia, del ensayo y error, y de los recursos que tuviera a disposición. Pero, además, el arquitecto no ha sido el único en participar en la experiencia de slowbuilding: a lo largo de los diez años los propios ciudadanos de Lleida no solo fueron testigos de la construcción del museo, sino partícipes de la apropiación y reconocimiento del hecho arquitectónico al asistir a las actividades culturales realizadas en el museo a lo largo del proceso de construcción.

Museo del Clima. Toni Gironès Saderra. Lleida, España. Fotografías: Fernando Alda y Estudi d’Arquitectura Toni Gironès.

En casos como el Museo del Clima, a través del slowbuilding es posible enfatizar la experiencia en arquitectura, valorando la aparente “decadencia” de la silueta de un edificio. Para que suceda esto, el arquitecto debe reconoce el abandono de la autoría de una obra -ya que ésta puede trascender incluso la vida del autor-, para propiciar las condiciones que permitan a un edificio abarcar eventos aleatorios, espontáneos, simultáneos y con distintos patrones de uso durante el paso del tiempo. En definitiva, una instalación que renuncia al autoritarismo de la rapidez y encuentra su validación solo a través de la incertidumbre de la lentitud.

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Arquitectura y pobreza https://arquine.com/arquitectura-y-pobreza/ Mon, 30 Nov 2015 07:10:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/arquitectura-y-pobreza/ ¿Qué harías si te dieran un millón de libras? Yo tenía dos respuestas posibles: una, comprar un yate, contratar una orquesta y navegar alrededor del mundo con mis amigos escuchando a Bach, Schumann y Brahms; la otra, construir una aldea donde los campesinos pudieran seguir el modo de vida que me gustaría que tuvieran —Hassan Fathy

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Si te dan un millón de libras, ¿qué harías con eso? La pregunta puede ser la de un programa de concursos o la que acompaña a aquella de cuáles serían los cinco libros o discos a llevarse a una isla desierta. Pero se trata de la primera línea del libro de Hassan Fathy Arquitectura para los pobres, un experimento en el Egipto rural. Fathy nació en Alejandría, Egipto, el 23 de marzo de 1900. Su familia era de terratenientes acomodados de origen nubio. Se recibió como ingeniero y arquitecto en la Escuela Politécnica de la Universidad del Cairo en 1926 y su primer proyecto, una escuela primaria en Talkha, lo terminó en 1928. Desde los años treinta empieza a interesarse en las formas y los métodos de la arquitectura tradicional de tierra. Entre 1946 y 1952, Fathy trabajó en el diseño y la construcción de Nueva Qurna, en Luxor, en la rivera oeste del Nilo. En el sitio que la UNESCO dedica a la documentación del proyecto de Fathy se lee que “la principal característica de Nueva Qurna consiste en la reinterpretación de las maneras tradicionales de realizar la arquitectura y el urbanismo, el uso apropiado de los materiales y las técnicas locales y la extraordinaria sensibilidad a los problemas climáticos.” Aunque en los años 40 ya empezaban a darse algunas propuestas que se distanciaban del modernismo canónico en arquitectura, la mirada a la tradición de Hassan Fathy estuvo desprovista del romanticismo nostálgico que la transformaba simplemente en un estilo más y, por tanto, se le considera como uno de los primeros arquitectos que reflexionó en lo que después se etiquetaría como regionalismo crítico —y que, en muchos casos, terminó también convirtiéndose en una forma más dentro de un catálogo de estilos posibles.

En el prólogo al libro Arquitectura para los pobres, William Polk escribe que “por lo menos mil millones de personas morirán a corta edad y sus vidas quedarán atrofiadas por las viviendas insalubres, poco económicas y feas en que habitan.” El problema de la vivienda fue central para la arquitectura en el siglo XX. No hace falta citar extensamente el famoso Arquitectura o revolución de Le Corbusier, donde plantea que el papel de aquella era evitar la segunda resolviendo, precisamente, el problema de la vivienda. En México, en un texto publicado el 23 de noviembre de 1924 en el periódico Excelsior, Alfonso Pallares escribió: “es sabido que el ochenta por ciento de la población de la República es analfabeta; ¿qué proporción de habitantes de la misma habita en moradas dignas de hombres civilizados?”

El texto de Pallares llevó por título ¿Cómo habita el pueblo mexicano y cómo debía habitar?, título muy cercano al de la conferencia de William Morris de 1884 —publicada en 1887—: ¿Cómo vivimos y cómo podríamos vivir?, en la que, contrario a Le Corbusier, insistió en la necesidad de una revolución de la que la arquitectura y el diseño serían parte, no remedio ni prevención —para Morris la desigualdad resultaba mucho más ofensiva que cualquier tipo de pobreza. También en 1887, Frederick Engels, en The Housing Question, había citado, para criticarlo, al economista austriaco Emil Sax, quien en 1969 había escrito que “mejorando la vivienda de las clases trabajadoras sería posible remediar exitosamente la miseria material y espiritual” en que vivían y, “por tanto, mediante una mejora radical tan sólo de las condiciones de vida, sacar a gran parte de estas clases de la ciénaga en que sobrellevan su existencia en condiciones apenas humanas.” Para Engels, el problema en la ideología de Sax era que buscaba resolver el problema de la vivienda cambiando condiciones particulares pero no las relaciones de producción que las generaban, una manera de actuar derivada, obviamente, de la ideología burguesa.

A diferencia de Pallares, que apostaba por cambiar los jacales y las chozas en viviendas —obreras o campesinas, pero viviendas— o de Le Corbusier, que apostaba por una estrategia absolutamente moderna —la máquina de habitar estandarizada—, en los años 40 Hassan Fathy volvió la mirada a la arquitectura y los modos de producción tradicionales, ¿pero qué decir de los modos y las relaciones de producción que, según Engels y su asociado Marx, por supuesto, así como su amigo Morris, era lo esencial por cambiar? En el prefacio de su libro dice que “la media para la vivienda y la cultura entre los campesinos del mundo, desesperadamente pobres, puede elevarse mediante la construcción cooperativa, que involucra una nueva manera de entender la vivienda rural masiva.”

¿Qué harías si te dieran un millón de libras? “Yo tenía dos respuestas posibles: una, comprar un yate, contratar una orquesta y navegar alrededor del mundo con mis amigos escuchando a Bach, Schumann y Brahms; la otra, construir una aldea donde los campesinos pudieran seguir el modo de vida que me gustaría que tuvieran.”

Fathy no repara en el tono paternalista de esa última afirmación: como me gustaría que vivieran. Habla su amor y el de su madre por el campo —a su padre no le gustaba: “para él era un lugar lleno de moscas, mosquitos, agua contaminada y le prohibía a sus hijos cualquier cosa que tuviera que ver con eso.” Él, en cambio, pensaba que la vida en el campo era mejor que en la ciudad, incluyendo los modos de construir y disponer las casas y las calles. Por supuesto Fathy no era ingenuo. Habla de la imposibilidad de “curar la crisis general de la arquitectura egipcia construyendo una o dos casas modelo como ejemplo, ni siquiera toda una aldea.” Había más bien que entender, dice, que “la decadencia cultural empieza con el individuo mismo, confrontado con decisiones que no está preparado a tomar.” Pero pese a todo su esfuerzo y dedicación, Nueva Qurna fracasó —de eso trata en parte el libro.

Hassan Fathy murió el 30 de noviembre de 1989. Nueva Qurna es otro caso, uno más, en el que la arquitectura sola —sin importar si es moderna y tecnológica o vernácula y tradicional, o una mezcla de ambas— parece no bastar para cambiar el estado de las cosas. Quizá otro caso que confirma, contra lo que pensó Fathy en algún momento, que la decadencia cultural y, sobre todo, la pobreza y la desigualdad, no son problemas que tengan su raíz en el individuo sino al contrario: en la sociedad entera y la manera como se organiza. Algo que una casa o una ciudad, por sí solas, no bastan para cambiar.

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Dijo que quería una revolución. https://arquine.com/dijo-que-queria-una-revolucion/ Sat, 03 Oct 2015 13:40:15 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/dijo-que-queria-una-revolucion/ William Morris sabía que la palabra revolución asusta: suena terrible a oídos de la mayoría de la gente, aun tras haberles explicado que no significa un cambio acompañado por toda clase de tumultos y violencias. Pero también pensaba que el trabajo de un auténtico revolucionario era infundir esperanza en las mayorías y temor en las minorías.

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¿Dijeron que querían una revolución? De acuerdo: todos queremos cambiar al mundo. Aunque no todos de igual manera. El 30 de noviembre de 1884, William Morris dictó una conferencia ante la Asociación de la Federación Democrática de Hammersmith titulada Cómo vivimos y cómo podríamos vivir. La palabra revolución, dijo, asusta: “suena terrible a oídos de la mayoría de la gente, aun tras haberles explicado que no significa un cambio acompañado por toda clase de tumultos y violencias.” Pero aun así, la revolución, para serlo, debe ser radical. No hablen de reforma, dice Morris, como si sólo hubiera que cambiar una cosa aquí y otra allá, ajustar pequeños detalles en el mecanismo social. Hay que cambiar mucho: poner todo al revés para enderezarlo. Si eso asusta a unos cuántos, está bien: ése es el trabajo del revolucionario, según Morris: infundir esperanza a la mayoría y temor a la minoría opresora, que muchas veces, agrega, ni siquiera es plenamente consciente del la opresión que ejerce sobre las mayorías.

Willam Morris nació el 24 de marzo de 1834 en Londres y murió en esa misma ciudad el 3 de octubre de 1896. Durante su vida fue testigo de los cambios sociales y económicos que acarreó la Revolución Industrial —una revolución, esa sí, con la que no estaba tan de acuerdo. La Revolución Industrial había generado, entre otros efectos —todos conectados para Morris— grandes masas de trabajadores que dejaron el campo y las pequeñas ciudades para asentarse en las florecientes ciudades industriales y que no sólo habían terminado empobrecidos económicamente sino, peor, habían perdido el control sobre lo que hacían: ya no eran dueños ni de su trabajo ni del producto del mismo que, además y por la misma razón, carecía de la calidad propia de los objetos artesanales —que Morris no diferenciaba finalmente de los artísticos. Estela Schindel explica que para Morris “la fealdad del mundo que el capitalismo estaba erigiendo a su alrededor” resultaba una insoportable demostración de la perversidad de ese sistema. Morris, como muchos otros a mediados del siglo XIX, cual Pugin o Ruskin, tenía una visión romántica del medievo como una comunidad de artesanos que producían cosas bellas pero también funcionales —o, más bien: bellas precisamente por ser funcionales— en un entorno común. Esa comunidad implicaba la necesaria continuidad entre quien piensa, quien fabrica y quien utiliza un objeto. Una continuidad que había sido rota por la Revolución Industrial, consolidando la separación entre quienes conciben pero no producen: los artistas, quienes producen sin concebir: los trabajadores manuales, y quienes acumulan el beneficio de dicha producción: los capitalistas y transformando a la mayoría en una masa amorfa de consumidores. Pero según Schindel, “la crítica de Morris a la disposición maquínica del mundo va más allá de la cuestión instrumental: «no es de esta o aquella máquina concreta de acero y latón de lo que queremos librarnos —escribió— sino de la gran maquinaria intangible de la tiranía mercantil que oprime las vidas de todos nosotros.”

Para Morris el sistema capitalista es uno que vive en estado de guerra perpetuo, donde cada batalla se califica con el mismo eufemismo: competencia: compiten los países y los mercados, los productores y al final hasta los trabajadores. Todo esto genera un sistema donde desaparece el valor más profundo que busca un auténtico comunista —como se asumía Morris—: la comunidad. Así vivimos y para vivir de mejor manera Morris planteaba algunas exigencias: buena salud para todos, no con la idea de salud pública que parece interesarse sólo en el cuerpo como fuerza productiva, sino de salud individual y común, por compartida, que no sólo incluye sino busca el goce e incluso la belleza física como objetivos. También exige educación: no como entrenamiento para hacer una cosa sino como oportunidad para hacer muchas: “la exigencia de una educación también presupone la exigencia de ocio abundante,” agrega. Y otra exigencia más de Morris era “que el ambiente material que nos rodee sea agradable, generoso y bello.”

Hace más de 130 años William Morris veía cómo la Revolución Industrial y sobre todo el Capitalismo, generaban un sistema en el que la pobreza era menos ofensiva que la desigualdad y, además, a su juicio, construyendo un mundo de objetos —de cosas y de casas— contrarios a cualquier idea de belleza o funcionalidad. Pensaba que llegaría el día en que la gente encontraría “difícil de creer que una comodidad rica y con tal dominio sobre la naturaleza exterior hubiera podido someterse a una vida tan mezquina, andrajosa y sucia.” No pensaba, como cuarenta años después lo haría Le Corbusier, que la arquitectura evitaría la revolución. Al contrario: la arquitectura y el diseño serían parte activa de esa revolución. Y por supuesto no deseaba que muchos intentos de reformular o, más bien, revolucionar la relación entre los objetos y quienes los hacen y los usan —como el movimiento Arts and Crafts, del que era muy cercano, pero también la Bauhaus y muchas otras vanguardias posteriores— terminaran o bien produciendo objetos de lujo a exponerse en museos o venderse en galerías a precios inaccesibles para la mayoría o estrategias de diseño como el marketing, el branding o el styling, que sirven para producir objetos “bellos” cuya finalidad es aceitar los engranes del mecanismo de consumo. Si Morris no hubiera muerto, tal vez pensaría que los objetos bellos que hemos logrado producir no bastan y esperaría, aun, la revolución posible.

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