Resultados de búsqueda para la etiqueta [Viajeros ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Sat, 26 Nov 2022 01:56:06 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.3 Un afuera inagotable https://arquine.com/un-afuera-inagotable/ Thu, 03 Jun 2021 13:00:48 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/un-afuera-inagotable/ Sólo afuera es inagotable porque solo ahí soy más que yo mismo, porque afuera está el otro; quitando limites, borrando fronteras. Viajar es precisamente ir al otro, intentando comprenderlo. Sólo ahí, en la comunicación real, habrá una comunidad “más universal que las que trazan fronteras contra otro.”

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A Marcela García

 

No hay centros, solo afueras.

Las afueras son el territorio de lo humano.

Josep María Esquirol 1

 

Sobre el margen del lago más profundo de Centroamérica, compuesto por 3 volcanes, incontables cerros y once pueblos nombrados como santos, comencé estas líneas. El lago lleva por nombre Atitlán, que proviene del náhuatl y significa: entre las aguas. Al transitar entre sus pueblos, hurgué también entre mi geografía mental y el centro que alberga mis pensamientos para preguntarme:

¿Por qué la necesidad de viajar aún en medio de una pandemia? Aunque adquirí el virus hace más de 6 meses, todos conocemos cuales siguen siendo los riesgos. Sea por necesidad de justificar o por encontrar la cualidad ética de mi desplazamiento, encontré en mis aguas los siguientes pensamientos:

Entre algunas de las diferencias de ser turista y viajero —dice Byung-Chul Han—, es que el turista no está estrictamente “en camino”, porque el camino para el turista es meramente un trámite que no requiere atención ni narración: el turista “despoja a los espacios intermedios de cualquier semántica” 2. Además, su llegada es un falso encuentro hacia lo otro, puesto que viajan con todo lo que son para reproducirlo a donde vayan, mientras que el viajero salta de su cerco para ser más que el mismo.

Comencé justificando mi viaje desde ese otro espacio: el camino que es también un lugar posibilitado de nuevos sentidos; un espacio no sólo físico, sino inteligible. Ir en camino a otro lugar, es también saber trasladarse a un nuevo pensamiento, habitar su recorrido y unir lo separado. 

A medida que las redes y la virtualidad absorben el mundo construido, este parece perder su cualidad hasta agotarse. Quienes viajamos y hacemos partícipes a la atención, es innegable la continua y creciente similitud de los lugares: a mayor “desarrollo”, mayor estandarización del espacio: mismas políticas, palabras, estrategias urbanas. Mismas arquitecturas. A mayor tecnología, mayor relatividad de las distancias y por ende, la disolución de la aventura y la diferencia. Todo es posible en un clic, todo se reduce, todo cabe en algoritmos.

Ya a escala inmediata, la pandemia ha transformado también nuestro amor hacia el afuera. Ya no se considera ni se piensa igual la inmediatez de exponernos más allá de “nuestras” casas. Sustituida nuestra posición, se habla incansablemente de un reinventar y coexistir en el adentro, pero ¿dentro de qué? puesto que no está volcada la atención y la consideración propiamente a un espacio y su re-significación existencial, sino a la extensión de la virtualidad que se hace en él.  Estamos de pronto en un mundo en que la espera y a la distancia se anulan, acaso existen en la lentitud de la infraestructura y en la espera que pone todo en blanco tras la caída de una señal. Cuando la señal vuelve; traga la sala, la recamara o la barra de la cocina, se hace presente en aparatos que yacen en el muro, en el escritorio, en el cajón o sobre la cama, vuelve todo tiempo productivo y a todo lo expone a un mundo sin interior.

La mediación tecnológica hoy penetra y organiza también a eso que llamamos bienes esenciales, y que habitan en otros interiores: organiza la salud, la educación, la distribución de los vienen y alimentos; de pronto nada parece estar fuera del margen digital. 

Aunado a ello, nuestros territorios se quedan sin agua y se incendian sus bosques sin control, mueren los animales y se secan los cultivos; menos los que pertenecen a empresas extranjeras como la producción de berries y aguacates, que tienen un verdor inigualable en medio de un desierto por sequías. Pueblos sin agua para que empresas extranjeras puedan producir agroindustria que se exporta a otros lugares, refresqueras y embotelladoras que deciden donde se distribuye la vida, extractivismo y neo-colonialismo creciente, sin límites ni fronteras. 

Como en la Matrix de las hermanas Wachowski: el afuera se vuelve de a poco tuberías y electricidad, mugre y aceite, amenaza y oscuridad. A donde vayas, el mismo peligro. El afuera se vuelve el patio necesario para las piezas de otro mundo que se está construyendo sobre el nuestro. Estamos frente a un régimen de la indeterminación virtual. 

Al tiempo le hace falta de pronto su asidero donde transformarse, un espacio donde se demore, donde mutar, el tiempo se ve obligado a ser de pronto un flujo interminable. Comenzamos a habitar como turistas la propia vida: sin atención ni narración que nos salve. 

Este pequeño texto, tiene por intención hacer ver el afuera que existe más allá de las narrativas dominantes apocalípticas. Se trata, no solo de com-probar que ese afuera aún existe, sino también, cuáles son sus valores y fundamentos para asegurarnos que tengan cabida en nuestras vidas.

 

 

El desierto que ampara

En un desierto contigo,

mis días fluirían apacibles;

yo dormiría sin temores

sobre las rocas escarpadas

Antoine de Bertín 3

 

En su libro La resistencia Intima, Josep María Esquirol dedica un breve capítulo a hablar del desierto como lugar de sentido, pero ¿por qué hablar de fecundidad en un lugar que parece vacío?

Nos dice: “El amparo, solo tiene sentido en el desierto. (…) es precisamente en medio de la planicie desértica donde el rostro del otro aparece como tal pidiendo acogida. (…) Sobre una planicie, imploran cobijo y suplican palabra. En el desierto la palabra es una tienda.” 4

El desierto de Josep, es la posibilidad de sentirnos entre nosotros sin límites, sin propiedad, sin pertenencia, desnudos de posesiones, precarios. Humanos. Sin cercos, sin interrupciones, queda el otro como tienda y su tienda no tiene puertas.

Un viaje, una huida, un trasladarse a lo que no soy, ni tengo —a lo que no poseo—, me descubre en el otro, frágil y necesitado, real. 

En la película Nomadland, Fern, una mujer que vive en una furgoneta, visita una comunidad en el desierto para aprender su forma de vivir; sin trabajos fijos ni lugar establecido, un lugar sin cercos donde todos son bienvenidos a formar parte de una comunidad que no se establece, que se reúne solo temporalmente. Los gestos de Fern son evidentes: reparte su poca comida y regala sus pertenencias a los desconocidos, y en su diminuta entrega, se abre en palabra y gesto a esos otros que se convertirán de a poco en relaciones afectivas.

Como escribió Edmond Jabès en, El libro de la hospitalidad: “Aquel que carece de lugar —decía un sabio— hace, de su deseo de tener uno, su verdadero lugar”

Es el deseo de pertenecer y no la pertenecía, el que hace sentirnos acompañados. Vivir el desierto, el desamparo, es necesario para entendernos necesitados de los otros, y poder, también, aprender a entregar todo lo que tenemos más allá de nuestra propia precariedad.

En mi viaje a Guatelama, conocí a Rudy Bamaca, un joven mexicano de Chiapas cuyas dificultades y desigualdades en nuestro país le orillaron a emigrar al país vecino en busca de trabajo. Desamparado de su tierra, de su hogar y de parte de su familia, Rody me abrió su vida por el simple gesto de ser un ser descolado; me ofreció su morada para no gastar en hospedaje y me invitó a mostrarme la capital con sus ojos y experiencia. Al caminar por sus calles, me señaló su lugar favorito de comida al que va cuando le alcanza el dinero. Antes de despedirme, le dejé lo suficiente para que pudiera comer en el lugar. Hoy, estoy a la espera de un pequeño paquete que, con mucha dificultad y orgullo, me ha enviado como sorpresa. El desierto y el desamparo son lugares donde engendrar otra familia, allí donde vamos desnudos o a desnudarnos de lo que creemos que es nuestro. 

Rudy sabe que nuestras palabras compartidas fueron tiendas que nos salvan en lugares desconocidos, allí donde no podemos dominar y conquistar, sino apenas extendernos brevemente.

“En el desierto uno se vuelve otro: aquel que conoce el peso del cielo y la sed de la tierra; aquel que ha aprendido a cantar con su propia soledad (y con la de los otros)” —Edmond Jabès 5

 

 

La palabra que (me) salva

 

El turista consume su vida, el viajero la escribe. Todo viaje es relato.

Marc Augé 6

 

Al principio de este texto, mencioné que para Han la diferencia de un viajero y un turista es su capacidad narrativa y semántica. El Poeta colombiano Santiago Gamboa, es un eco a este pensamiento: “En el fondo todo es escritura. La diferencia entre un viajero y un turista es sólo lo que escribe.”

Pero además de aquello que se escribe, es lo que se dice, es lo que el teórico Michel Onfray, nombra como verbo: cristalizar una versión. En su libro: Teoría del viaje, nos dice:

“Para que cobre sentido, el viaje gana con su paso por un trabajo de fijación, de comprensión. Lo que no entra dentro de una forma nítida y precisa se diluye, se va, se esparce. (Como la memoria) se ejerce, se solicita, ella procura ser, si no, perece, muere, se seca.” 7

Aunque fijar significa también dejar afuera lo que no cabe en un sentido, aceptarnos como humanos es también ser conscientes de lo poco que podemos abarcar, y que sin un hilo conductor, la vida se escapa sin cauce y sentido.

Sin la narración, todo quedaría en la indefinición y en el ruido de la vida. Puede que en cambio, lo que quede fuera, algún día se hable en otro lugar, enlace otro tema, brote en otro texto. Viaje la palabra y la vivencia como el cuerpo en un autobús. 

Decir es importante porque el decir es ya un camino del viaje. Y el regreso, también nos lleva a nuevos lugares, brotan ríos y se escurren entre nuestra geografía mental, llenan el lago y reverdece sus límites.

Sólo afuera es inagotable porque solo ahí soy más que yo mismo, porque afuera está el otro; quitando limites, borrando fronteras. Viajar es precisamente ir al otro, intentando comprenderlo. Sólo ahí, en la comunicación real, habrá una comunidad “más universal que las que trazan fronteras contra otro.”

Cada frontera, nos dice Chantal Maillard, es un combate, es violencia, “y sin embargo, las dos partes del muro son el mismo muro”. Si miráramos el muro más que los lados que genera, quizás entenderíamos que sin añadiduras, sin cercos, somos lo mismo. 

Tal vez narrar se tenga que hacer mirando cada muro del mundo, y como decía Derridá: descubrir que solo tengo una lengua, (y) no es la mía. 

 

 

Más allá de la hospitalidad, la muerte que viene:

A vivir hay que aprender toda la vida y, cosa que quizá te extrañará más, toda la vida hay que aprender a morir.

Anneo Séneca 8

 

A través de un habitar el desierto común, del salir afuera, brota el amparo y la resistencia, que lucha contra lo más radical y verdaderamente inevitable de nuestras vidas: la muerte.

Salir afuera definitivamente es perder la diferencia y reconocernos en lo único que compartimos sin escapatoria.

El viaje nos acerca a la muerte, no como resignación, sino como sentido, ¿para qué he de imponerme en un lugar donde yo he de perecer?, y más aún ¿Por qué querría ser yo  un mundo vacio, donde me puedo llenar de otros, ser otros, pensarme otros, amar otros?, el viaje enseña a morir de a poco y a transformarnos en lo que realmente somos: parte de la vida que se vive en nosotros.

Terminando mi viaje por Guatemala, escribí buscando dar sentido a lo que no ha de volver, las palabras fueron tienda ante la desnudes de mi sentido:

Mirando hacia atrás,

la niebla desciende desde los volcanes

hasta borrar la carretera. 

Des-aparecido el camino recorrido,

me despido.

Adiós vida. 

Sé, que sobre tus más bellos caminos

—como el de hoy—

también irá cayendo,

ligero,

el blanco que todo lo anuda.

Sólo irán quedando los espasmos

de haber recorrido lo impensable;

y estas palabras,

que confirman que algo se ha ido ya.

Viajo,

porque asido a la ventana,

—donde todo se mueve—

entiendo que la vida debe ser tomada como un paisaje:

Nada nos ata,

todo es infinitamente nuevo,

todo está llegando, 

todo yéndose,

todo respira;

hasta llegar la niebla,

hasta borrar los límites.

 

Siempre afuera:

Si todo lo reconociéramos como afuera y nada como centro, podríamos tejer una red de afueras, de tiendas, de refugios, que serían amplios espacios de convivencia. Puede que la anarquía no coincida con el caos, sino más bien con el ayuntamiento.

Josep María Esquirol

 

Si como, dice Josep, la anarquía coincide con el ayuntamiento, con la unión, es necesario juntar, juntarlo todo, no en datos ni en estadísticas, no en transporte ni en control, no en economías ni en productividad, sino en cuerpo, mundo y palabra, en gesto y sentimiento de vulnerabilidad compartida. No vivir en la acumulación, derogar los partidos que nos parten en cada elección, dejar de elegir, unirnos en bondad y generosidad, dar todo lo que creemos nuestro, para que nada quede en cercos, para que todo sea un afuera inagotable.

 


  1. Esquirol, Josep María (2018). La penúltima bondad. Acantilado
  2. Han, Byung-Chul (2017). El aroma del tiempo. Herder.
  3. Pau, Antonio (2019). Manuel de Escatología. Trotta.
  4. Esquirol, Josep María (2015). La resistencia intima. Acantilado.
  5. Jabès, Edmond (2014), El libro de la hospitalidad. Trotta.
  6. Augé, Marc (2003), El tiempo en ruinas, Gedisa.
  7. Onfray, Michel (2016). La teoría del viaje. Poética de la geografía. Taurus.
  8. Séneca, Anneo (1986). Cartas a Lucilio. Gredos.

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El viaje de Eisenman y Colin Rowe https://arquine.com/el-viaje-de-eisenman-y-colin-rowe/ Tue, 05 Nov 2019 07:16:56 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-viaje-de-eisenman-y-colin-rowe/ Para Peter Eisenman, los dos viajes que hizo acompañando a Colin Rowe fueron su verdadera educación de arquitecto. Una educación que luego debió profundizar al tiempo que se rebeló contra ella.

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“Si no hubiera sido por Colin Rowe, no sería lo que soy hoy en día.”

Peter Eisenman

Eisenman escribió eso casi al final de un texto que se publicó en la revista Perspecta en el 2008. Rowe, que había nacido en Rotherham, Inglaterra, en 1920, murió el 5 de noviembre de 1999. El texto de Eisenman se titula The Last Grand Tourist: Travels with Colin Rowe jugando con la idea del Grand Tour, el largo viaje que en el siglo XVII y hasta finales del XIX emprendían los jóvenes aristócratas del norte de Europa para completar su educación. “La idea del grand tour en arquitectura es una tradición inglesa, si no europea”, escribe Eisenman, “en él un viajero con mayor edad y experiencia inicia a un joven en los esplendores del sur de Europa.” El viaje a la cuna de la arquitectura clásica se volvió parte fundamental de la educación de un arquitecto, agrega Eisenman, aclarando que sus viajes con Colin Rowe fueron parte, más bien, de una “educación accidental.” Rowe era doce años mayor que Eisenman y enseñaba en Cambridge cuando éste llegó ahí con una beca tras un viaje frustrado que empezó y terminó en París casi el mismo día. Rowe había estudiado con el historiador Rudolf Wittkower y tras sus pasos había escrito y publicado en 1947 —a los 27 años, la misma edad que tenía Eisenman cuando conoce a Rowe— “Las matemáticas de la villa ideal”, un ensayo en el que relacionaba la lógica compositiva de las villas palladianas con las de Le Corbusier. Eisenman escribe que en sus primeros encuentros, cuando visitaba a Rowe en su apartamento, éste sacaba de su librero tratados en los que le mostraba planos de edificios del Renacimiento.

“Aprendí a entender las sutilezas de estos planos, cómo constituyen la esencia de lo que es arquitectónico, de lo que se ha vuelto persistente en la arquitectura. No analizábamos su función sino más bien las relaciones arquitectónicas en esos planos. Eso construyó la base de nuestro viaje.”

El viaje lo empezaron en Holanda, porque Eisenman tenía interés por las obras de De Stijl. Siguieron por Alemania y Mies, luego Suiza y lo que ahí había construido Le Corbusier y llegaron a Italia. En Como, frente a la Casa del Fascio de Terragni, Eisenman tuvo lo que Rowe calificó como una revelación. Siguieron a Milán y entonces Rowe se hizo cargo del viaje y de sus enseñanzas. Arquitectura renacentista y manierista. Prohibido el barroco. Eisenman escribe que sacaba transparencias pero no dibujaba.

“Aprender a ver requiere algo más que tomar transparencias o hacer dibujos. Mi lección más importante de arquitectura fue la primera vez que vi una villa palladiana. No recuerdo cuál era, en algún lugar del Veneto. Hacía calor. Más de 35 grados y muy húmedo. Colin dijo, «siéntate frente a esa fachada hasta que puedas decirme algo que no puedas ver. No quiero que me hables del rusticado, ni de la proporción de las ventanas. No quiero que me hables de la simetría ni de esas cosas de las que habla Wittkower. Quiero que me digas algo que esté implícito en la fachada.» Recuerdo ese momento como si fuera ayer. Así fue como Colin empezó a enseñarme a ver como arquitecto. Cualquiera puede ver las relaciones de una ventana con un muro, ¿pero puede cualquiera ver la tensión en su borde, el hecho de que las ventanas venecianas se empujan fuera del centro para crear un espacio en blanco, un vacío entre las ventanas que actúa como energía negativa? Esas ideas no se encuentran en los libros. Se encuentran al ver arquitectura.”

Eisenman describe cómo siguieron el viaje a Venecia, luego a Verona y Padua; no a Florencia porque primero había que ver Roma, pero sí hasta Nápoles. Rowe era implacable en su itinerario. Doce horas diarias de lecciones, dice Eisenman. De Italia siguió Francia. En París estuvieron frente al número 35 de la rue de Sevres, el estudio de Le Corbusier. Toca, dijo Rowe. ¿Qué le voy a decir?, preguntó Eisenman. Anda, toca, repitió Rowe. Eisenman se quedó viendo la puerta. No, le dijo a Rowe, no sabría qué hacer. Y dieron media vuelta sin haber tocado la puerta. Después de ese primer viaje, Rowe y Eisenman harían otro más en 1962.

“Haber tenido como mentor a uno de los tres grandes historiadores y críticos de la segunda mitad del siglo XX —los otros dos eran Banham y Tafuri— fue la experiencia más intensa que he tenido. El tiempo que pasé con Rowe fue mi educación como arquitecto. En esos dos años y dos viajes, recibí una educación que sería imposible obtener de otra manera. Continué profundizando esa educación al mismo tiempo que me rebelaba contra ella.”

Eisenman cuenta que al siguiente verano de su segundo viaje con Rowe se casó. El viaje de bodas fue en coche, por Italia, repitiendo parte del itinerario que había hecho con Rowe. En un camino cerca de Cortona, un pequeño MG verde se paró detrás del auto en el que viajaban Eisenman y su esposa. “Liz, no lo vas a creer, Colin Rowe acaba de estacionarse detrás de nosotros.” Y sí, dice Eisenman, era Rowe con su nuevo acompañante y aprendiz: Alvin Boyarsky, quien luego sería director de la Architectural Association en uno de los mejores momentos de esa escuela.

“Si no hubiera sido por Colin Rowe, no sería lo que soy hoy en día. Pero también, si no hubiera escapado de Rowe, no sería lo que soy hoy en día.”

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Viajeros y turistas https://arquine.com/viajeros-y-turistas/ Wed, 30 Dec 2015 19:41:35 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/viajeros-y-turistas/ Tal vez, en el fondo, la arquitectura tenga algo que agradecerle al turismo, más que el turismo a la arquitectura. El mismo Benjamin dice que la forma habitual de percibir la arquitectura es de manera distraída, por el uso y no por la contemplación atenta. La arquitectura que nos rodea, la que habitamos y a la que estamos acostumbrados, no la vemos. Observarla con atención “es una actitud corriente en los turistas ante los edificios famosos.” Arquitectos del mundo, demos gracias a Wagons-Lits

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Mi abuelo solía decir: la vida es increíblemente breve. Ahora, al recordarla, me aparece tan condensada que, por ejemplo, casi no comprendo cómo un joven puede tomar la decisión de ir cabalgando hasta el pueblo más cercano, sin temer —y descontando por supuesto la mala suerte— que aun el lapso de una vida normal y feliz no alcance ni para comenzar semejante viaje.

Franz Kafka, La aldea más cercana, 1917

Viajar no es hacer turismo; un turista no es un viajero. Es una diferencia que planteó Paul Bowles, que algo habrá sabido de viajes. Nació el 30 de diciembre de 1910, en Queens, estudió música en Virginia y Nueva York y a los 20 años vivía en París. Viajó a Túnez, a Marruecos y a Argelia antes de regresar a Nueva York. En 1947 se fue a vivir a Tánger, donde escribió su novela El cielo protector. Port, el protagonista —interpretado por John Malkovich en la versión fílmica de Bertolucci—, no se consideraba turista, sino un viajero. La diferencia residía en el tiempo: “mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”. Si la diferencia está en el tiempo y el tiempo, lo sabemos, es dinero, la diferencia entre el viajero y el turista es, pues, económica. Hay en esta distinción una mezcla de romanticismo y de autosuficiencia aristocrática muy cercana a la ética –y la estética– del esfuerzo, la profundidad, el interior y la autenticidad –opuestos a la facilidad, la superficialidad, la exterioridad y la falsedad– que caracterizan la retórica de la individualidad en el pensamiento moderno, de Descartes a Heidegger. El viajero tiene la posibilidad —léase los medios— para detenerse, explorar a fondo y conseguir una experiencia auténtica de los otros y de sí mismo. El turista, en cambio, sólo va de paso, el corto tiempo que sus vacaciones pagadas le permiten, confirmando con prisa que lo visto en el folleto de la agencia de viajes está realmente ahí, afuera. En consecuencia la diferencia real entre uno y otro no sólo es crono-económica sino, aún más, epistemológica: el viajero conoce, el turista reconoce.

Dentro de esa visión la experiencia del turista es una que casi no alcanza a serlo. En su ensayo de 1933 Experiencia y pobreza, Walter Benjamin dice que, antes, “sabíamos muy bien lo que era experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes”. El abuelo del breve texto de Kafka que no entendía cómo un joven podía atreverse a intentar ir a la aldea más cercana pensaba seguramente así. Preferible escuchar de los viejos las experiencias que sus propios abuelos les habían contado que arriesgarse a lo desconocido. Pero, decía Benjamin, las cosas han cambiado: “la cotización de la experiencia está a la baja.” Decaída, o quizá mutada, hoy la idea de la experiencia es la opuesta: no es algo que pueda transmitirse de una persona a otra, de una generación a la siguiente, sino que, como los documentos de identidad, es personal e intransferible. Se trata de otra herencia cartesiana: la duda metódica de cualquier conocimiento que no haya sido validado por cada quien tiene como consecuencia que la experiencia de pensar garantice nuestro existir, donde experiencia no debe leerse como saber acumulado —eso es precisamente lo que se ataca—, sino puesto a prueba. La experiencia, en tanto conocimiento, se convierte en un viaje: al interior de las cosas y al interior de uno mismo. Por eso el turista, que se desplaza superficialmente y es incapaz de profundizar, no tiene acceso real a la experiencia.

Muchas veces me he preguntado lo que la gente quiere decir cuando habla de una experiencia. Soy técnico y estoy acostumbrado a ver las cosas como son. Veo con claridad todo aquello de lo que hablan: a fin de cuentas no soy ciego. Veo la luna sobre el desierto de Tamaulipas; tal vez sea distinta a otras ocasiones, pero sigue siendo una masa calculable girando alrededor de nuestro planeta, un ejemplo de la gravedad, interesante, ¿pero en qué sentido se trataría de una experiencia?

Eso lo dice Walter Faber, ingeniero, protagonista de la novela de Max Frisch Homo Faber, y lo cita Hans Magnus Enzensberger en su Teoría del turismo, publicada en 1958. ¿Qué es una experiencia auténtica, ésa a la que el viajero tiene acceso y que le está negada al turista? Enzensberger también cita a Gerhard Nebel, para quien el turismo era “uno de los grandes movimientos nihilistas, una de las grandes epidemias de occidente.” Para Enzensberger la crítica de Nebel al turismo, “intelectualmente está basada en una falta de autoconciencia que bordea la idiotez; moralmente está basada en la arrogancia”. Enzensberger apunta que constituye, junto con los argumentos que articulan la diferencia entre el viajero y el turista “una reacción a la amenaza contra las posiciones privilegiadas”. El viajero odia ver su exclusivo coto invadido por las masas. Por eso devalúa y niega la experiencia del otro: podrán estar aquí, pero realmente no ven nada, no saben nada, no conocen nada. Pero, ¿y si en el fondo todos somos turistas?

El turismo es algo de lo que es difícil decir –afirma Enzensberger– si lo hemos creado o nos ha creado a nosotros. Turista es quizá otro nombre de eso en que poco a poco nos hemos convertido: paseantes, flâneurs, hombres de la multitud. El turismo tal vez sea sinónimo de la nueva barbarie que Benjamin definía, positivamente, como la necesidad de comenzar siempre de nuevo, pasándola con poco, construyendo desde poquísimo. El turista no va a Venecia con Goethe, Ruskin o Mann en la cabeza, ni siquiera con la guía Baedeker en la maleta. Con suerte recuerda alguna escena de la última película de 007. Debe moverse rápido y por tanto viaja ligero. En su libro Los Bárbaros, ensayo sobre la mutación, Alessandro Baricco da como características de éstos la simplificación, la superficialidad y la velocidad, y “la sorprendente idea de que algo, cualquier cosa, tiene sentido e importancia únicamente si consigue enmarcarse en una secuencia más amplia de experiencias”. Los bárbaros ahora llegan —de todas partes, dice Baricco— armados con cámaras digitales y su guía del viajero se construye post factum en sus cuentas de FaceBook o Instagram. El turista combina una situación paradójica: comparte la característica de la condición contemporánea de no sentirse en casa en ninguna parte, pero a diferencia de lo que decía Bowles del viajero —que no pertenece más a un lugar que al siguiente y por tanto se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra—, dicho desarraigo lo empuja a volver a toda prisa a su no-casa. ¿Para qué quedarse en un sitio por más tiempo si todos son iguales?

Tal vez, en el fondo, la arquitectura tenga algo que agradecerle al turismo, más que el turismo a la arquitectura. El mismo Benjamin dice que la forma habitual de percibir la arquitectura es de manera distraída, por el uso y no por la contemplación atenta. La arquitectura que nos rodea, la que habitamos y a la que estamos acostumbrados, no la vemos. Observarla con atención “es una actitud corriente en los turistas ante los edificios famosos.” Arquitectos del mundo, demos gracias a Wagons-Lits

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