Resultados de búsqueda para la etiqueta [vecindades ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 08 Jul 2022 07:36:23 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.2 Especulaciones y especuladores: Revueltas en la vecindad https://arquine.com/especulaciones-y-especuladores-revueltas-en-la-vecindad/ Tue, 18 Jan 2022 15:07:55 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/especulaciones-y-especuladores-revueltas-en-la-vecindad/ El proceso de especulación urbana o inmobiliaria que concibe a la ciudad como un mercado en el cual invertir con el objetivo de extraer rentas. Pero a especulación puede también concebirse, en oposición, como un acto de rebeldía creativa que combate la desesperanza política y, a la larga, transforma nuestras maneras de habitar el espacio. 

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De entre los temas que circulan en los debates urbanos contemporáneos, el de la especulación es uno particularmente interesante ya que existen dos nociones distintas —podríamos decir, opuestas— de especulación. Por un lado, para pensadoras como Donna Haraway, la noción de especulación se entiende como el acto político de imaginar otras formas de habitación posibles. Haraway usa la noción de “fabulación especulativa” para hablar de todos aquellos actos —sin importar la disciplina— que ejercitan la construcción de mundos, el world-building, la imaginación de mundos posibles que siempre ha caracterizado a géneros literarios como la ciencia ficción y a la fantasía. La especulación es aquí concebida como un acto de rebeldía creativa que combate la desesperanza política y, a la larga, transforma nuestras maneras de habitar el espacio. 

Pero existe por otro lado una línea de pensamiento que entiende la especulación como un proceso económico y financiero. De David Harvey al reciente trabajo de Verónica Gago y Luci Cavallero, hay todo un cuerpo de trabajo que se ha encargado de desmenuzar el proceso de especulación urbana o inmobiliaria que concibe a la ciudad como un mercado en el cual invertir con el objetivo de extraer rentas. Para desarrolladoras, fondos de inversión, bancos y algunas firmas arquitectónicas, la construcción de la ciudad (incluyendo sectores enteros como la vivienda) se entiende como un mercado de donde extraer el mayor margen de ganancia posible, mercado que por lo tanto debe regulare a sí mismo. La especulación, el uso del tablero del futuro y lo posible, es tan crucial en este proceso como en la ciencia ficción. En este caso gana quien ejecute una buena apuesta, ese que le entra temprano a la renovación de un barrio bien localizado, por ejemplo, o que se adelanta a la noticia de una conveniente obra de infraestructura pública comprando unos terrenos que antes no valían nada. 

Los choques entre estas dos nociones de especulación no son precisamente nuevos. En México se trata de un debate que alcanzó mucha relevancia durante el Milagro Mexicano de los cuarenta y cincuenta. Una revista como Arquitectura México, por ejemplo, ponía en juego ambas nociones de especulación al mismo tiempo. Sus páginas están plagadas de críticas a “los especuladores,” mientras que Mario Pani —director de la revista— defendía el multifamiliar como una especulación de otro tipo, capaz de redistribuir la riqueza democráticamente: “No queremos que nuestra obra tenga nada que ver con la infección fraccionadora del urbanismo lucrativo”. Pero uno de los documentos más interesantes al respecto proviene no del campo de la arquitectura sino de la literatura —y, más específicamente, de la literatura de izquierda—, que también quería participar en debates como este en el que la especulación inmobiliaria se enfrentaba contra la fabulación especulativa de otros futuros urbanos posibles. 

En 1956, José Revueltas publica una novelita titulada En algún valle de lágrimas en la que conduce un ejercicio literario que pone en jaque ambas nociones de especulación. Se trata de un periodo en el que Revueltas se torna crítico de la utopía acartonada del Partido Comunista, escribe un libro donde critica al partido por estar desconectado de la gente (se le expulsa por esto) y se distancia de las prescripciones de la novela del realismo socialista. Frente al uso repetitivo de la narrativa oficial socialista —la eterna construcción del mismo mundo posible— Revueltas pone a prueba las capacidades especulativas de la novela al voltear al otro lado para tratar de habitar un día en la vida de uno de esos “especuladores” de los que Arquitectura México hablaba en abstracto. De esto se trata En algún valle: vemos a un viejo despertarse, ir al baño, vestirse lentamente, ponerse la dentadura y salir a la calle en dirección a las vecindades donde debe cobrar la renta una vez al mes. En este proceso, la narración penetra en el pensamiento del personaje y nos transmite un monólogo desde adentro. 

Nos encontramos con un viejo decrépito, obsesionado con reiterarse una y otra vez su bondad: insiste que cobra las rentas dos semanas tarde para aliviar a sus inquilinos, se repite a sí mismo que todos los meses da limosna, recuerda el premio a la veracidad que ganó en la primaria. El casero reafirma su buena moral con tanta insistencia que el lector intuye la fragilidad de sus andamios. Y, en efecto, el viejo tropieza a cada momento, revelando el odio que siente por sí mismo (hay un momento en que voltea a verse en el espejo sin la dentadura y se horroriza), así como el profundo miedo a perder su lugar en el mundo: “No ser ya un propietario, esto, esto debía constituir la idea de la muerte, no tener propiedad […]. La muerte quizá fuera […] sentir, cuando menos todas las mañanas, esta leve inquietud, no por imaginaria menos cruel, de que aquellas casas de vecindad y aquellos inquilinos no le pertenecían” (17). El casero colecciona las cosas de conocidos caídos en ruinas —la tina en donde se suicidó un amigo comerciante al caer en bancarrota o los muebles que le embargó a un abogado que cometió un fraude—, como premios de su supervivencia en el juego especulativo, pero también como oráculos de su destino. Cuando llega a la vecindad y ve a un obrero matar a un gato rabioso, el pánico derrumba los frágiles andamios del viejo, quizá porque la escena da vida a su verdadero miedo: “Había experimentado un miedo vago, instintivo, […] miedo a algo que sería tal vez un motín silencioso de sombras calladas y elásticas, que lentamente degollarían a todos los hombres de bien de la ciudad, sin una voz, sin un grito, igual que una pesadilla” (79-80). 

El retrato crítico del especulador ejecutado por Revueltas va de la mano con su rechazo a salir de la mente de este casero putrefacto. La novela rehúye de la posibilidad de proponer cualquier alternativa al control de los especuladores sobre el proceso urbano. Cualquier posibilidad futura es para En algún valle tan solo una paranoia, un ataque de pánico. ¿Equivale esto a esa falta de esperanza política por la que Haraway insiste que la fabulación especulativa es hoy tan necesaria? Más bien parece que Revueltas quiere demostrar que la verdadera potencia de la ficción es su capacidad de habitar una pluralidad de mundos, incluyendo aquellos que nos horrorizan. En su contexto, esto constituye una reivindicación de la “fabulación especulativa,” quitándosela de las manos a esa literatura socialista que no por imaginarse una alternativa era menos reiterativa que la vida del casero. En algún valle de lágrimas da un cuerpo y una voz a esos abstractos especuladores para criticarlos desde ahí adentro, al mismo tiempo que reafirma la libertad especulativa de la ficción como herramienta de crítica e imaginación política.  


Referencias

Silvia Federici, Verónica Gago y Luci Cavallero (editoras), ¿Quién le debe a quién? Ensayos transnacionales de desobediencia financiera (Buenos Aires: Tinta Limón/Fundación Rosa Luxemburgo, 2021). 

Mauricio Gómez Mayorga, “El problema de la habitación en México: realidad de su solución. Una conversación con el arquitecto Mario Pani,” Arquitectura México 27 (1949): 71.

Donna Haraway, Seguir con el problema: Generar parentesco en el Chthuluceno (Barcelona: Consonni, 2019). 

David Harvey, Rebel Cities (London and New York: Verso, 2012). 

José Revueltas, En algún valle de lágrimas. En Obra Reunida 2 (México: Ediciones Era/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2014). 

  

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El fantasma de la vecindad https://arquine.com/fantasma-de-la-vecindad/ Wed, 10 Mar 2021 07:00:31 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/fantasma-de-la-vecindad/ La ciudad en el cine mexicano de los 90 y principios de los 2000 sería un escenario tanto estético como ideológico completamente distinto al que se filmó en los años de la llamada "Era de oro" y en las décadas más experimentales de los años 60 y 70.

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La ciudad en El año de la peste (1978), cinta de Felipe Cazals, carece de ciertos referentes que puedan sumar esta entrega del director a un discurso crítico sobre la arquitectura moderna o sobre la modernidad mexicana. El cine que narra la ciudad es robusto en puntos geográficos que la sitúan en momentos históricos. En cintas como Maldita ciudad (1954) de Ismael Rodríguez, los multifamiliares funcionaron como un escenario donde, paradójicamente, los valores de las familias peligraban, mientras que en Museo (2018), de Alonso Ruizpalacios, se reflexiona sobre  cuándo el Estado condena el robo y cuándo el robo mismo espolea el camino del país hacia el progreso. Para darle una fachada al Museo Nacional de Antropología fue imperativo extraer el  monolito de Tláloc de Texcoco para llevarlo a la capital, pero robar piezas arqueológicas para intentar comercializarlas es un delito condenable. Pero el lenguaje visual de la película de Cazals, de alguna manera, deconstruye a la ciudad y la reduce a vestíbulos de hospitales, departamentos  y fosas comunes donde la ciudadanía muere anónimamente por una epidemia.

Que la Ciudad de México no pueda reconocerse con relativa facilidad en El año de la peste responde a una estética concebida en la época de Cazals. Entre las décadas de los 60 y los 70, el cine mexicano activamente se aleja del llamado Cine de Oro y de sus ejes, como el nacionalismo y el melodrama. Los concursos de cine experimental de principios de los 60 son uno de los eslabones que permitieron modificar las temáticas del cine nacional, llevando las historias y las formas de resolverlas a otras afectividades y a otros paisajes. El rancho grande y las madres abnegadas mutaron en mujeres con mayor actividad sexual y en la ciudad del automóvil y los estudios de artistas. Las historias fueron contadas de manera no lineal y se exploraron géneros como el terror. También, los apoyos gubernamentales jugaron un papel importante para que algunas cintas pudieran terminarse con éxito. Pero hacia los 80 y 90, el Estado retira algunos financiamientos y se clausuran algunas vías de distribución cinematográfica. Tomás Pérez Turrent, citado por Ignacio Sánchez Prado en Screening Neoliberalism: Tranforming Mexican Cinema, 1988-2012 (2014), reporta que entre 1989 y 1991, 992 salas de cine fueron cerradas. Hacia los inicios del 2000, cadenas privadas como Cinemex empezaron a abrir sucursales en la ciudad, lo que encareció el costo de los boletos y causó que sólo cierto sector de la clase media pudiera acudir a las salas de cine y que, de alguna manera, se modificara el paisaje de la ciudad. Cines como el Palacio Chino, el Latino o el Real Cinema mantenían precios más  asequibles y, por ende, fueron sitios de reunión mucho más comunes para los habitantes de la capital. A decir de Rafael Aviña, ambos espacios fueron sustituidos por “un nuevo concepto de salas computarizadas, funcionales y con mayor equipamiento técnico, pero, finalmente, mucho más impersonales”. Estos complejos privados que, podría decirse, también privatizaron la experiencia de los espectadores, dejaron de exhibir cintas del cine nacional por privilegiar producciones internacionales, aunque también porque la producción mexicana disminuyó ante la falta de estímulos estatales.

Estos factores activaron nuevas formas de financiamiento, así como otras temáticas. Si el cine independiente de los 60 y 70 criticó al lenguaje de la Época de Oro, el cine de la década de los 90, como cuenta Sánchez Prado, no enfrentó “meramente un problema ante una infraestructura que se desmoronaba. También involucró al declive de los códigos hegemónicos de la cultura que le daban forma tanto estética como ideológicamente, y que fueron desvaneciéndose dada la fatiga económica e intelectual padecida en general por el cine mexicano.” El cine fue uno de los soportes artísticos que cimentaron el nacionalismo. Los 90 fueron una puesta en crisis de aquellas imágenes. El país ingresó a una serie de políticas que privilegiaron lo global sobre lo local y que trajeron consigo no sólo crisis económicas sino también estéticas. ¿Cómo era posible seguir hablando de México cuando el progreso del país demandaba dejar atrás “lo mexicano”? ¿Fueron necesarios otros lenguajes, o el cine nacional revitalizaría sus tradiciones visuales y narrativas? Sánchez Prado propone que ambos aspectos fueron simultáneos. Varias producciones del cine mexicano pudieron sumarse a mercados internacionales y favorecerse de la inversión privada, al tiempo que entendieron la coyuntura política y respondieron críticamente a las circunstancias por las que atravesaba el país retomando géneros narrativos, así como paisajes y tipologías comunes al llamado Cine de Oro.

Episodios históricos como la Revolución e historias de padres preocupados por hacer de sus hijos ciudadanos decentes fueron algunas de las formas que persistieron y que fueron desmontadas en los 90. Sánchez Prado identifica este estilo como neomexicanista. En palabras del autor, “el rol de la nostalgia en la reformulación del cine mexicano […] no necesariamente fue el de abogar por la identificación pedagógica de la ciudadanía que con una idea estable de nación que fue propuesta por el cine de la Época de Oro. Los filmes neomexicanistas son, antes que nada, textos culturales comprometidos con una crisis de la relación entre el cine y la política, y que buscan nuevas conexiones que resulten significativas.”

Por ejemplo, en 1995 se volvió a filmar una historia de vecindades: El callejón de los milagros. Dirigida por Jorge Fons y con guión del novelista Vicente Leñero, esta cinta revisa un tipo de vivienda que, en el cine de México, fue cifrada como un espacio que producía ciertos códigos sentimentales y éticos. La clásica Nosotros los pobres (1948) de Ismael Rodríguez, La casa del ogro (1939) de Fernando Fuentes o la tardía Quinto patio (1970) de Fernando Curiel son historias que mantienen rasgos en común, como la familia que se enfrenta a las adversidades de la pobreza, la relación siempre jerárquica entre hombres y mujeres, y las infancias que practican la nobleza a pesar de sus carencias, elementos que se cuentan en aquellos edificios donde “prevalece la moralidad y la tranquilidad”, como puede leerse a la entrada de la vecindad en La casa del ogro. La obra de Jorge Fons mantiene una afinidad con el registro melodramático de las películas sobre vecindad, pero introduce algunos comentarios con los que plantea una crítica a la fórmula del melodrama y a la vecindad como ese espacio al margen de una ciudad que experimentaba diversas revoluciones, como la sexual.

El callejón de los milagros enlaza tres historias de los habitantes de una sola vecindad del Centro Histórico de la Ciudad de México. Don Rutilio, encarnado por Ernesto Gómez Cruz, es el dueño de un bar, sitio en el que, si ingresa una mujer, es blanco de acosos o habladurías. El señor es representante de un comercio que mantiene ciertas diferencias entre los hombres y las mujeres y, paradójicamente, corteja a hombres más jóvenes que él. Rutilio decide hacer público su idilio con un muchacho, lo que provoca un escarnio dicho a medias: su esposa se entera de lo que ocurre por los chismes. Cuando ella lo confronta, el hombre reacciona golpeándola: la homosexualidad no lo exime de su papel de hombre de familia. El segundo momento cuenta la historia de Susana, la casera de la vecindad y quien se enamora de un hombre más joven, Güicho, quien acepta casarse con ella sólo para robarla. La violencia económica que se ejerce en esta narración adquiere matices extremos con Alma, personaje desarrollado de manera inverosímil por Salma Hayek. Su novio Abel migra a Estados Unidos y le promete que a su regreso se casará con ella. La demora del retorno provoca que su madre acepte el matrimonio de Alma con un hombre mayor. José Luis, un hombre claramente de una clase mayor a los habitantes de la vecindad, ronda las calles cercanas para cortejar a Alma. Cuando muere el marido de ella, José Luis le ofrece riquezas, un coqueteo que acepta y que, sin saberlo, la vuelve en una prostituta. La apariencia del burdel en el que Alma es secuestrada es más bien decimonónica: suena música de pianola y las cortinas son de terciopelo rojo. Pero este sitio, así como la vecindad, se encuentran en tensión con una capital donde los avatares de la identidad nacional pierden su vitalidad. Los jóvenes ya no se suman a las filas de la industrialización moderna, sino que deben migrar. El machismo, tan apologizado en el cine sobre vecindades, en realidad es el producto de la homosexualidad reprimida. Y el matrimonio es una herramienta para ejercer violencia económica.

El callejón de los milagros también puede leerse, como sugiere Sánchez Prado, en un contexto donde el cine estaba narrando una ciudad habitada por las clases altas, como la cinta Sexo, pudor y lágrimas (1999) de Antonio Serrano Argüelles, donde aparecen balcones de departamentos en Polanco. Por un lado, la ciudad de las clases altas se filma de tal manera que pueda ser una ciudad global que pueda ser entendida y apreciada por audiencias internacionales. Por otro, la vecindad, tipología plenamente situada en el imaginario mexicano, se vuelve una caja de resonancia de las diversas crisis que trajo consigo la década de los 90. Más que pronunciar una nostalgia por las coreografías musicales de Nosotros los pobres, la cinta de Jorge Fons pareciera señalar quiénes fueron los principales afectados por la serie de políticas que comenzaron a implementarse en el país. También, la ciudad en el cine mexicano de los 90 y principios de los 2000 sería un escenario tanto estético como ideológico completamente distinto al que se filmó en Ciudad Satélite, Ciudad Universitaria, la colonia Jardines del Pedregal o los multifamiliares de Mario Pani.

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La vecindad: un afuera comunal https://arquine.com/la-vecindad-un-afuera-comunal/ Mon, 05 Oct 2020 13:00:46 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-vecindad-un-afuera-comunal/ Las vecindades son un afuera comunal en el que una buena cantidad de familias ocupan un solo patio para lavar la ropa, para platicar y hasta para menesteres que requerirían de mayor privacidad, como la ducha.

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En los días en los que Porfirio Díaz filmaba sus paseos por el Bosque de Chapultepec, en el centro de la Ciudad de México una forma de habitar provocaba debates de índole político y hasta moral: las vecindades. En Hablo de la ciudad, cuenta Mauricio Tenorio Trillo que, como toda ciudad moderna, la nuestra se preocupó por los ambientes insalubres y los espacios peligrosos. A finales del siglo XIX, la higiene se volvió un tema público para el que se inventaron diversas instancias de ingeniería social que pudieran controlarla y mejorarla. Pero durante el régimen de Díaz, las manías y prejuicios se confundieron con la supuesta objetividad política, y esa ansiedad que provocaba lo peligroso y lo sucio terminó siendo identificada en aquellos lugares habitados por la clase baja. Tenorio Trillo, de hecho, fija que entre 1880 y 1950 las vecindades fueron el objeto de estudio de diversas investigaciones científicas que pretendieron describir cómo es que cierta gente ocupaba esos espacios en específico; cómo los espacios moldeaban las costumbres de aquella ciudadanía que, a decir de José Tomás de Cuéllar, un cronista de la época, no conocía “los placeres de lo doméstico”. 

La gente rica vivía en el adentro: en la privacidad de casas que tuvieran un salón para recibir a las visitas, bibliotecas, sillones y las cortinas, objeto que no sólo impedía la entrada del sol, sino que cubría de los ojos ajenos la vida cotidiana de las señoritas y señoritos. Es un signo de decencia no exponerse a las miradas ajenas. Las vecindades son lo contrario: un afuera comunal en el que una buena cantidad de familias ocupan un solo patio para lavar la ropa, para platicar y hasta para menesteres que requerirían de mayor privacidad, como la ducha. El periódico La Guacamaya publicó, en 1906, un grabado sugestivo acompañado por la siguiente estrofa: “Estas cuatro muchachonas de belleza escultural, han decidido bañarse en la misma vecindad.” A finales del XIX y principios del XX, las clases altas comenzaron a alejarse de las zonas centrales de la ciudad para comenzar a vivir, digámoslo así, de manera más suburbana. Los viejos edificios coloniales de lo que ahora conocemos como el Centro Histórico se acondicionaron como vivienda dirigida a una población con un poder adquisitivo mucho menor. La demanda por estos espacios aumentó, factor que permitió que se desarrollaran vecindades nuevas. 

En realidad, las vecindades planteaban otra forma de organización impensable para la ciudadanía que confiaba en que la fuerza pública era el único instrumento de control. “En la cotidianidad de los barrios populares, el patio de vecindad ha sido un espacio de convivencia para sus habitantes”, dice Héctor Quiroz en su ensayo “Del patio de vecindad a la urbe inabarcable. La Ciudad de México en películas de formato coral”. “Además de cumplir con funciones utilitarias como lavar y tender la ropa, es el terreno de juegos infantiles, extensión improvisada de espacios productivos (talleres, bodegas), pista de baile y salón de fiestas. Los patios han tenido impacto social al facilitar la integración de comunidades vecinales que en su momento dieron origen a la organización de intereses colectivos.” Más adelante, puntualiza: “Esta situación fue utilizada por la literatura y el cine para elaborar retratos de una urbe en plena mutación. De esta manera, el patio de vecindad se convirtió en un espacio dramático ideal para los encuentros y  desencuentros de los personajes que pueblan estas ficciones.” 

“Qué bonito es el querer, qué bonito es el vivir” son algunos de los versos de la escena musical con la que empieza Nosotros los pobres (1948), de Ismael Rodríguez. Una cinta que empieza con toques de Broadway inventó también una imagen de la pobreza y de la vecindad. Rodríguez, incluso, antes de mostrar una coreografía suntuosa y compleja, declara que sus intención era hablar sobre la dignidad del arrabal, sobre personas que cumplían “el más grande de los heroísmos: ¡el de la pobreza!” Nos queda clarísimo: algo cambió entre el Porfiriato y el México posrevolucionario, momento en el que fue posible contar historias sobre vecindades un tanto más complejas. En Nosotros los pobres no vemos un hervidero de gérmenes, un hacinamiento antihigiénico, sino un patio de vecindad vibrante que se confunde con la calle, un espacio público muy cercano a los planteamientos que Jane Jacobs hizo veinte años más tarde sobre los barrios neoyorkinos: los vecinos se cuidan entre ellos. Incluso, se espían. No sólo los cuartos de vecindad difuminan los límites entre el adentro y el afuera, el teléfono también es comunal, y si alguien contesta todos “paran oreja” para enterarse de los pasos en que anda el otro. Pedro Infante, el protagonista, en lugar de representar a un mujeriego, tramposo y alcohólico —algunos de sus papeles de charro fueron así— encarnó a un hombre derecho y trabajador.  Pero la sensación de que estamos ante un progreso social en lo que respecta a las representaciones sobre la pobreza, se termina cuando vemos que a los habitantes de la vecindad donde vive Pepe El Toro no les queda de otra más que vivir un culebrón y sufrir durante las insufribles dos horas que dura el metraje. 

 Sin embargo, hay que volver a insistir en la transición entre representaciones. En el XIX, era imposible un musical optimista en el patio de una vecindad. Nosotros los pobres se filmó en blanco y negro, y sus efectos dramáticos ya nos saben anticuados. Pero, ya bien entrado el XX, la vecindad continúa siendo un signo social e imaginario como puede verse en El castillo de la pureza (1972). Dirigida a color por Arturo Ripstein y con guión de José Emilio Pacheco, El castillo de la pureza cuenta la historia de una familia que vive encerrada en una ruina: una casa colonial con un patio abierto. Ahí ya nadie lava, ya nadie canta, ya nadie se mira. Todo lo contrario: se pasan los días bajo el asedio de un padre doblemoralino y violento que no permite que su familia salga a un Centro Histórico mucho más modernizado. Los realizadores de la cinta declaran que la historia está basada en hechos reales, pero su año de estreno podría indicarnos una velada alegoría política sobre un Estado que, cuatro años antes, replegó las manifestaciones públicas y obligó a su ciudadanía a permanecer en el encierro y a creer únicamente en las noticias oficiales, como sucede con el padre histérico de la película, actuado por Claudio Brook, quien lava los cerebros de sus hijos y de su esposa a su conveniencia. 

Pero que esta familia reprimida habite en una vecindad podría tener otra lectura. El padre defiende valores que ya no corresponden con la ciudad que se vive allá afuera. En la década de en la que se filma la película, las vecindades ya no son una alternativa muy presente en la vivienda urbana y ya se había abierto el paso a la horizontalidad, a las estructuras reticuladas y al concreto: al multifamiliar, una tipología que también fue un espacio ficcional para el cine. 

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