Resultados de búsqueda para la etiqueta [urbe ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 24 Feb 2023 03:19:05 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 ¿Hablan las ciudades? https://arquine.com/hablan-las-ciudades/ Wed, 30 Jan 2019 16:36:05 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/hablan-las-ciudades/ Si la ciudad tiene un discurso, ¿cómo puede verse o sonar? ¿Qué lenguaje habla? ¿Cómo se nos vuelve legible a quienes hablamos otro lenguaje y cuya voz es una cacofonía?

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El discurso es un elemento fundacional en las teorías sobre la democracia y lo político. Como concepto ha expandido y contraído, al mismo tiempo, su significado. Pero, hasta donde puedo decir, y hasta donde otros me han dicho, aún no se ha expandido suficiente para incluir el concepto de que la ciudad podría tener un discurso. Argumentar, como lo hago en este ensayo, que las ciudades tienen un discurso, sin importar que sea distinto al de los ciudadanos y de las corporaciones, es de muchas maneras una cuestión transversal tanto para la ley como para el urbanismo. No está presente en ninguno de esos cuerpos de estudio, y eso especialmente en tanto no confino la noción de discurso a la de gobierno urbano, ni construyo el contenido del discurso de la ciudad en los términos que nos indica la ley. Por lo tanto, esta investigación requiere expandir el terreno analítico para examinar el concepto de cada uno: el discurso y la ciudad.

Las ciudades son sistemas complejos, pero siempre son sistemas incompletos. En esa condición reposa la posibilidad de hacer —hacer lo urbano, lo político, lo cívico. La ciudad no es la única con esas características, pero son una parte necesaria del ADN de lo urbano —lo que corresponde a las ciudades. Cada ciudad es distinta y también lo es cada disciplina que la estudia. Sin embargo, si se trata de un estudio de lo urbano, deber. lidiar con esos rasgos distintivos: lo incompleto, la complejidad y la posibilidad de hacer. Esos rasgos toman formatos urbanos que pueden variar enormemente a lo largo del tiempo y el espacio.

Dada tal diversidad, la investigación urbana no necesita reconocer las versiones destiladas, abstractas, de estos tres conceptos centrales —complejidad, lo incompleto y el hacer. Más bien, los investigadores e intérpretes de lo urbano usan o invocan los conceptos de sus disciplinas o de su imaginación y los rasgos concretos de las ciudades que observan. Pero esos tres rasgos abstractos están presentes si se trata realmente de lo urbano y no simplemente de un terreno densamente construido de un tipo específico —interminables hileras de casas, de oficinas o de fábricas. Por tanto, una vasta franja de casas suburbanas no son una ciudad, sino terreno construido, del mismo modo que lo son los lotes de oficinas. Si queremos que el concepto de ciudad funcione analíticamente, debemos discriminar conceptualmente. Aquí uso estos rasgos de las ciudades para involucrarme en una investigación experimental. Argumentaré que hay acontecimientos y condiciones que nos dicen algo sobre la capacidad de las ciudades para responder sistámicamente —para respondernos.

Permítanme ofrecer un esbozo inicial de lo que quiero decir con un ejemplo simple: un auto, construido para correr a altas velocidades, deja la carretera y entra a la ciudad. Llega a una zona con tráfico, compuesta no sólo de autos sino de gente que desborda por todas partes. De pronto, el auto está paralizado. Construido para la velocidad, su movilidad se ha detenido. La ciudad habló. La primera aproximación es pensar tal discurso como una capacidad urbana. El término capacidad ya está bien establecido. Pero calificarlo como capacidad urbana es poco usual. Lo introduzco para atrapar la mezcla elusiva de espacio, gente y actividades particulares, en especial el comercio y lo cívico. Este término captura los aspectos sociales y físicos de la ciudad. Entendida así, la noción de capacidad urbana funciona como una frontera analítica —ni simplemente espacio urbano ni simplemente gente. Es su combinación bajo condiciones específicas, en escenarios consistentes, confrontando potenciales y asaltos particulares que pueden generar discursos.

Esas capacidades urbanas se hacen visibles en una variedad de situaciones y formas. En ese hacerse visibles se convierten en una forma de discurso. Es imposible hacerle justicia a todos los aspectos de ese proceso en un ensayo tan corto, así que me limitaré a los bloques básicos de la construcción del argumento. Primero, la ciudad como un sistema complejo e incompleto que permite actuar y que le ha dado a las urbes su larga vida; la combinación de esos dos aspectos ha permitido que éstas sobrevivan a sistemas que son más poderosos, pero también más formales y cerrados —Estados nacionales, reinos, firmas financieras. El otro es la mezcla de diversas capacidades urbanas que pueden concebirse como actos del discurso y que señalan a su vez la noción más amplia de que las ciudades tienen un discurso, aunque sea informal y no suela reconocérsele como tal.

La racionalidad sustancial que subyace a esta investigación sobre la ciudad y el discurso reposa en dos cuestiones. Primero el hecho de que la ciudad es aún un espacio clave para las prácticas materiales de la libertad, incluyendo las anárquicas y contradictorias, y un espacio donde quienes no tienen poder pueden crear discurso, presencia, una política. El otro es que estos aspectos de la ciudad están amenazados por una variedad de procesos agudos que desorganizan a las ciudades, sin importar lo densas y urbanas que parezcan; estas amenazas incluyen extremas formas de desigualdad y privatización, nuevos tipos de violencia urbana, guerra asimétrica y sistemas masivos de vigilancia. Pero para ver esto tambén hay que tomarse tiempo para escuchar y, tal vez, entender el discurso de la ciudad, y quizá hayamos olvidado cómo escuchar, por no decir cómo entender. A continuación exploro algunos actos que reflejan el habla de la ciudad.

 

Tácticas analáticas

Al hacer este tipo de meditación experimental, me veo a mí misma con la necesidad de involucrarme en lo que me parece que son tácticas analíticas. El método limita demasiado. Una de esas tácticas es operar a la sombra de explicaciones poderosas. Éstas deben tomarse con seriedad, pero son peligrosas. Mi primer paso es preguntar qué oscurece con precisión ese tipo de explicación, a causa de la poderosa luz que arroja sobre algunos aspectos del tema. Al explorar la noción de que las ciudades hablan, no puedo quedarme en las poderosas explicaciones que nos dicen qué es la ciudad. El discurso de la ciudad ocurre en una zona medianera: no es la ciudad simplemente como orden social o material. Es una capacidad urbana elusiva, que no es por completo material ni totalmente visible. Una segunda táctica analítica, que en parte deriva de la primera, es la necesidad de desestabilizar de manera activa los significados establecidos. Al hacer eso nos permitimos ver o entender lo que no está contenido en las narrativas centrales que explican una época o que organizan un campo académico, y necesitamos hacerlo especialmente en una época de rápidas transformaciones. Por tanto, la noción misma de que la ciudad habla implica desestabilizar la noción de que la ciudad es una condición evidente marcada por la densidad, la materialidad, las multitudes y sus múltiples interacciones. La facticidad abrumadora de la ciudad necesita desestabilizarse. Me interesa recuperar la posibilidad de que un despliegue interactivo de gente, empresas, infraestructuras, edificios, proyectos, imaginarios y más, sobre un terreno confinado, produzca algo parecido al discurso: resistencia, potenciales mejorados, en resumen, que la ciudad nos responde.

 

Complejidad y lo incompleto: la posibilidad de actuar

Las ciudades son uno de los sitios claves donde las normas y las identidades se construyen. Han sido ese tipo de sitios en varias épocas y en varios lugares, bajo muy diversas condiciones. Así, incluso si las ciudades han sido desde siempre hogar para el racismo, para odio religioso o expulsión de pobres, han demostrado a lo largo de la historia una capacidad para clasificar los conflictos mediante el comercio y la actividad cívica. Esto contrasta con la historia del Estado nacional moderno, que ha tendido a militarizar los conflictos. Las condiciones que permiten a las ciudades construir normas e identidades, y transformar conflictos en una civilidad fortalecida varían a lo largo del tiempo y el espacio. El cambio de época, en nuestro deslizamiento a lo global, suele ser fuente de nuevos tipos de capacidades urbanas. Hoy, dada la globalización y la digitalización —y todos los elementos específicos que la permiten— muchas de estas condiciones han vuelto a cambiar. La globalización y la digitalización producen dislocaciones y desestabilizan los órdenes institucionales existentes, que van más allá de las ciudades. Pero la desproporcionada concertación y agudeza de estas nuevas dinámicas en las ciudades, en especial en las globales, fuerza la necesidad de confeccionar nuevos tipos de respuestas y de innovar, especialmente de parte tanto de los más poderosos como de los menos aventajados, aunque sea por razones muy diferentes. Algunas de esas normas e identidades justifican el poder extremo y la desigualdad. Algunas reflejan innovación bajo presión: como lo muestra mucho de lo que pasa en los barrios de inmi‑ grantes o en las barriadas de las megaciudades. Mientras las transformaciones estratégicas tienen formas bien perfiladas y se concentran en las ciudades globales, algunas también se llevan a cabo —además de difundirse— en ciudades que no son centros de poder ni desigualdad extremas.

Las ciudades no son siempre los sitios clave para la construcción de nuevas normas y de identidades o de innovaciones institucionales. Por ejemplo, en Europa y en buena parte del hemisferio occidental, desde 1930 y hasta los años setenta, la fábrica y el gobierno fueron sitios estratégicos para la innovación mediante el contrato social y con la creación de una clase trabajadora y media fuertes, basadas en la producción y el consumo en masa. Mi propia lectura de la ciudad fordista corresponde de muchas maneras a la noción de Max Weber de que la ciudad moderna no es un espacio de innovación, a diferencia de las ciudades medievales  en Europa. La escala estratégica bajo el fordismo es nacional; en ella, las ciudades pierden su significado. Pero me separo de Weber en que, históricamente, la gran fábrica fordista y las minas fueron sitios de innovación: la construcción de una clase trabajadora moderna y del proyecto sindicalista. En resumen, no es siempre la ciudad el sitio para construir normas e identidades.

En nuestra era global, las ciudades resurgen como sitios estratégicos para el intercambio cultural e institucional. Las condiciones que hoy hacen de algunas ciudades sitios estratégicos son básicamente dos, y ambas atrapan transformaciones mayores que desestabilizan sistemas más viejos para organizar el territorio y la política. Una de ellas es el cambio de escala de los territorios estratégicos que articulan al nuevo sistema político‑económico y, por tanto, al menos algunos aspectos del poder. La otra es el debilitamiento de lo nacional como contenedor de procesos sociales debido a la variedad de dinámicas que abarcan la globalización y la digitalización. Las consecuencias para las ciudades de estas dos condiciones son muchas; lo que importa aquí es que éstas emergen como sitios estratégicos para grandes procesos económicos y para nuevos tipos de actores políticos, incluyendo procesos y actores no urbanos. Una distinción importante para mi examen se presenta entre espacios ritualizados que reconocemos como tales y espacios que, o bien no se han ritualizado o no podemos reconocer como tales. Mucho de lo que experimentamos como urbanidad en las tradiciones occidentales europeas es un conjunto de prácticas y condiciones que se han refinado y ritualizado a lo largo del tiempo y a través del espacio. Por tanto, en nuestra tradición europea, en parte imaginada, el paseo no es cualquier caminata y la piazza no es cualquier plaza. Ambos tienen genealogías de significado y rituales, ambos contribuyen a construir un dominio público mediante la ritualización. A través del tiempo, y también del espacio, la historia nos ofrece vistazos de muy distintos tipos de espacio, uno menos ritualizado y con menos códigos inscritos —si es que alguno los tiene. Es un espacio para hacer, a cargo de quienes no tienen acceso a los instrumentos establecidos.

He trabajado en la recuperación conceptual de ese tipo de espacio y lo he llamado la «calle global». Es un espacio con menos o ninguna práctica ritualizada o códigos que la sociedad más amplia pueda reconocer. Es rudo, y con facilidad se le considera «incivilizado». La ciudad, y en especial la calle, es un espacio donde quienes no tienen poder pueden hacer la historia, de maneras imposibles en áreas rurales. Eso no significa que es el único espacio, y ciertamente crítico. Al hacerse visibles, presentes unos ante otros, pueden alterar su característica falta de poder. Esto permite distinguir entre distintos tipos de carencia de poder. Ésta no es simplemente un estado absoluto que puede aplanarse con el término de ausencia de poder. En ciertas condiciones, la falta de poder puede resultar compleja, y lo que quiero decir con esto es que contiene la posibilidad de construir lo político, lo cívico y la historia. Esto nos enfrenta al hecho de que hay una diferencia entre la falta de poder y la invisibilidad/impotencia.

Muchos movimientos de protesta que hemos visto en el Medio Oriente y en el norte de África, en Europa, en los Estados Unidos y en otros lugares son de ese tipo: quienes protestan puede que no hayan ganado poder, aún carecen de poder, pero están haciendo historia y política. Esto me lleva a una segunda distinción, que contiene una crítica de la noción común de que si algo bueno les sucede a quienes les falta poder, ello marca su empoderamiento. Reconocer que la falta de poder puede convertirse en algo complejo abre un espacio conceptual para la propuesta de que quienes carecen de poder pueden hacer historia, incluso si no se empoderan y, por tanto, su trabajo tiene consecuencias incluso si no se hace visible con rapidez, y pueda tardar, de hecho, generaciones en hacerlo. En otro lugar he interpretado varias historiografías como indicadores de que el marco temporal de las historias construidas por quienes carecen de poder tiende a ser mucho más largo que el de las historias construidas por aquellos que lo detentan.

 

Capacidades urbanas: preceden al discurso y lo hacen legible

Si la ciudad tiene un discurso, ¿cómo puede verse o sonar? ¿Qué lenguaje habla? ¿Cómo se nos vuelve legible a quienes hablamos otro lenguaje y cuya voz es una cacofonía?

Un primer, pequeño paso, es plantear que el discurso de la ciudad es su capacidad de alterar, de dar forma, de provocar, de invitar, todos en pos de la lógica que busca mejorar o proteger la complejidad y lo incompleto de la ciudad. Permítanme elaborar sobre esto de un modo un tanto exagerado, por el bien de la claridad, y argumentar que enfocarnos sólo en la facticidad de la ciudad no es suficiente para entender la cuestión de si ésta tiene un habla.

La cuestión del habla de la ciudad no puede reducirse a la facticidad incluso si requiere que se la reconozca y que se abran los ojos con una mirada. Es decir, hemos aplanado la facticidad de la ciudad, cuando debiéramos haber hecho visibles sus diferenciaciones para poder trabajar de manera analítica. Esa manera de aplanar no nos ayuda a ver cómo la facticidad interactúa con las acciones de la gente o que hay una construcción ahí, una construcción colectiva entre el espacio urbano y la gente. Por ejemplo, la hora pico en la ciudad es un proceso en el que chocamos unos con otros, se arranca un botón aquí y allá, nos paramos en el pie de otro. Pero sabemos que ninguna de esas acciones es personal en el centro de la ciudad a hora pico, a diferencia de un barrio donde esto se consideraría como provocaciones.

Lo que hace que eso sea posible es el código tácito inscrito en ese tipo de espacio/tiempo —no un lugar per se, sino el espacio que se constituye por la gente en el centro de la ciudad a hora pico. Necesitamos nombrar esa capacidad que resulta un producto colectivo que emerge de la intersección de tiempo/espacio/gente/prácticas rutinarias. Pienso en eso como una capacidad urbana —el carácter central de la urbe se produce mediante ambientes construidos, las prácticas rutinarias de la gente y un código inscrito y compartido. Permite una serie de interacciones complejas y de secuencias y, al hacerlo, moviliza un significado específico.

No sólo el resultado del trabajo mismo de hacer lo público y hacer lo político en un espacio urbano es lo que constituye lo característico de la ciudad. En las ciudades podemos ver la producción de nuevos sujetos e identidades que no serían posibles, por ejemplo, en zonas rurales o en un país entero. Hay cierto tipo de hechura‑pública en obra que puede perturbar las narrativas establecidas y, por tanto, hacer legible lo local y lo silenciado incluso en órdenes visuales que buscan purificar el espacio urbano. Un ejemplo es la temprana gentrificación sofisticada en Manhattan —un orden visual completamente nuevo que no podría, por un momento, hacer invisibles a los desamparados que produjo. Un segundo ejemplo es el vendedor callejero inmigrante en Wall Street que alimenta al ejecutivo financiero de alto nivel que va de prisa, alterando el paisaje visual corporativo con el fuerte olor de las salchichas fritas. Veo estos ejemplos en una ciudad que nos responde, alterando el resultado buscado con órdenes visuales elegantes.

En el otro extremo, la sociabilidad de una ciudad puede hacer salir y subrayar la urbanidad de un sujeto, y situar y diluir significantes más locales o más esenciales; la necesidad de nuevas solidaridades cuando las ciudades se confrontan con grandes riesgos hacen que esto salga a flote. En mi investigación, encuentro que los componentes clave de lo que caracteriza a la ciudades han sido confeccionados por el difícil trabajo de ir más allá de los conflictos y del racismo que pueden marcar una época. De este tipo de dialéctica surge la urbanidad abierta que históricamente hizo de las ciudades europeas espacios para una ciudadanía expandida. De manera más general, los movimientos que comprometen a grupos dispares con una variedad de reclamos pueden unirse sin importar cuán diversas sean sus políticas. La interdependencia real vivida a diario en la ciudad hace posible tal unión —si el agua, la electricidad o el transporte falla en una ciudad, afecta a todos independientemente de sus diferencias sociales o políticas. Tal unión sería poco probable e innecesaria en el espacio político nacional dada la menor interdependencia mutua y, en general, en un espacio más abstracto. Esos ordenamientos parciales que vemos en las ciudades pueden agregarse al ADN del civismo en la ciudad: alimentan la construcción del sujeto urbano, más que la de un sujeto basado en lo religioso, lo étnico o la clase. Ésos son algunos de los factores que hacen de las ciudades un espacio de gran complejidad y diversidad.

Las grandes ciudades en la intersección de vastas migraciones y expulsiones fueron y son espacios con la capacidad de acomodar enorme diversidad de grupos. Ese acomodo suele ser el resultado de desarrollar más profundamente la ciudadía —sea eso o segregaciones espaciales que desurbanizan una ciudad. Hay que notar que, cuando tienen éxito, tales ciudades permiten un tipo de coexistencia pacífica por largos periodos. La coexistencia no significa respeto mutuo y equidad: mi preocupación es con aspectos construidos y las restricciones de las ciudades que producen esa capacidad para la interdependencia, incluso si hay diferencias mayores en religión, política, clase o más. Pienso en las capacidades urbanas más relacionadas con las capacidades infraestructurales o subterráneas, cuyos resultados se conforman en parte por la necesidad de mantener un sistema complejo marcado por enormes diversidades y lo incompleto. Eso le da su habla a las ciudades. Tal vez los casos más familiares y claros son periodos de coexistencia pacífica en ciudades con definidas diferencias religiosas; eso hace visible que el conflicto no es necesariamente inherente a tales diferencias.

No son sólo los casos famosos de Augsburgo o la España morisca, con su muy admirada coexistencia de muy diversas religiones, prosperidad colectiva y liderazgos ilustrados. También es el caso del viejo bazar de Jerusalén como espacio de coexistencia comercial y religiosa a lo largo de los siglos. Baghdad prosperó como ciudad poli‑rreligiosa bajo el califato abasí, alrededor del año 800, e incluso bajo el extremadamente brutal liderazgo de Saddam Hussein era una ciudad donde las minorías religiosas, como las comunidades cris‑ tianas y judías, generalmente antiguas de varios siglos, vivían en relativa paz. Pero la historia nos enseña que esa capacidad puede destruirse y se ha destruido comúnmente. La destrucción ha inevitablemente conllevado una desurbanización y la formación de guetos en el espacio urbano. Por tanto, en marcado contraste con periodos anteriores, Baghdad es hoy una ciudad donde la purificación étnica y la intolerancia son el «régimen» de facto, catapultado por la desastrosa e injustificada invasión de los Estados Unidos. Éstos y otros muchos casos históricos muestran que un evento particularmente exógeno, de hecho desurbanizador, puede repentinamente posicionar de nuevo diferencias religiosas o étnicas como agentes de conflicto. Los mismos individuos pueden experimentar y representar ese cambio. La lógica sistémica del Bagdad de Hussein era la indiferencia hacia minorías como los cristianos los judíos, no una cuestión de tolerancia por parte de los residentes o de un liderazgo ilustrado.

Mi argumento es que la indiferencia sistémica puede en muchos casos funcionar como un tipo de capacidad urbana subterránea en obra: una civilidad que no depende de la tolerancia de los ciudadanos o de líderes ilustrados, sino que es resultado de interdependencias e interacciones en la vida física y económica de la ciudad. Al contrario, su quiebra se hace visible como un colapso, en conflictos letales y limpiezas étnicas que desorganizan la ciu‑ dad y violentan la capacidad urbana.

Versiones de capacidades urbanas se pueden encontrar en una serie de casos, algunos más elusivos que otros. Uno de estos concierne a la cuestión de la repetición, una característica básica del entorno construido en las ciudades y, en general, de nuestros mundos económico y técnico. Con todo, en la ciudad la repetición se convierte en la construcción activa de la multiplicación y la iteración. Más aún, los escenarios urbanos de hecho perturban el significado de la repetición. Hay mucha repetición en cualquier ciudad, pero siempre se le toma por lo específico, las condiciones a lo largo de diferentes espacios urbanos. Un autobús, una cabina telefónica, un edificio de apartamentos o de oficinas, incluso si se repiten estandarizados a lo largo de la ciudad, tendrán distintos significados y utilidades a lo largo de los diversos tipos de espacios de la urbe. Ello hace visible cómo la diversidad de los ambientes urbanos remarca incluso los objetos más estandarizados y los hace parte de ese barrio, ese espacio público, ese centro de la ciudad.

En un nivel más complejo, los barrios de la misma ciudad pueden tener distintas auras, sonidos, olores, coreografías del modo en cómo la gente se mueve en ellos, así como quién es bienvenido y quién no. En breve, la repetición en la ciudad puede ser muy distinta de la repetición mecánica en una línea de montaje o de la reproducción de un gráfico. Quiero ir un paso más allá y plantear que en cada instancia vemos una capacidad que me gustaría entender como discurso. Una forma del discurso más confusa es la construcción de la presencia. En mi propia obra he desarrollado las nociones de «hacerse presente» para rescatar un actor, un evento del silencio de la ausencia, de la invisibilidad, el desalojo virtual/representativo de la pertenencia a la ciudad.

Me interesa en especial entender cómo se hacen presentes tanto a sí mismos, como a otros similares a ellos y a quienes son diferentes, los grupos y los «proyectos» en riesgo de invisibilidad debido a los prejuicios sociales y a los miedos. Lo que quiero entender es una característica muy especial. Es la posibilidad de construir una presencia donde hay silencio y ausencia. Una variante de ese hacerse presente es el terrain vague, un espacio subutilizado o abandonado que yace olvidado entre estructuras masivas y proyectos en construcción. No es único a nuestra época —bajo otros arreglos, y con particularidades distintas, también existió en el pasado. Pienso que ese espacio intermedio y elusivo es esencial para la experiencia de la vida urbana, y que le proporciona legibilidad a las transiciones, así como la incomodidad de configuraciones espaciales específicas. Podemos encontrar el terrain vague aun en la más densa de las ciudades. Con su marca visual como espacio subutilizado, normalmente está cargado con memorias de otros órdenes visuales, con presencias del pasado, perturbando su significado actual como espacio sin uso. Está cargado precisamente porque no se utiliza. En tanto memorias, esos espacios se vuelven parte de la «interioridad» de la ciudad, de su presente, pero es la hechura de una interioridad lo que está fuera de la lógica dominante y de sus demarcaciones espaciales guiadas por el beneficio económico. Son los suelos vacíos los que permiten a los residentes que se sientan rebasados por su ciudad, conectarse con ella mediante la memoria en una época de cambios rápidos, un espacio vacío pue‑ de llenarse de recuerdos. Y es ahí donde los activistas y los artistas encuentran el espacio para sus proyectos. Eso es una construcción de la presencia que es un acto del discurso.

 

Fuerzas desurbanizadoras

Dada su complejidad e incompletud, históricamente las ciudades han demostrado tener una capacidad para sobrevivir los levantamientos, en parte mediante la respuesta que da y en parte limitando las tendencias desurbanizadoras. Pero nunca triunfan por completo. El poder, sea en forma de las élites, las políticas gubernamentales o la innovación en el entorno construido, puede borrar el habla de la ciudad. Lo vemos en el desarrollo de mega‑construcciones, autopistas que atraviesan la ciudad, la extrema gentrificación, para gente de altos ingresos, que privatiza el espacio urbano, la proliferación de vastas concentraciones de edificios residenciales en altura de baja calidad y sin centros comerciales o lugares de trabajo, entre otros. Todas esas son parte de las corrien‑ tes desurbanizadoras actuales.

En nuestro tiempo los significados estables se vuelven inestables. La ciudad grande y compleja, con su diversidad, es una nueva zona fronteriza. Ello es especialmente cierto en la ciudad global, definida por su formación parcial dentro de una red de otras ciudades, más allá de sus límites. Los actores de diferentes mundos se encuentran ahí, pero sin reglas claras de compromiso. Donde estaba la frontera histórica en los extremos de los imperios coloniales, hoy se encuentran grandes complejos de ciudades. Por ejemplo, mucho del trabajo de las firmas locales para impulsar la desregulación, privatización y nuevas políticas fiscales y monetarias, toma forma y se concreta en ciudades globales. Es el modo en que las firmas globales construyen el equivalente al viejo fuerte militar de la frontera histórica: su red de fuertes es el entorno regulador que necesitan una ciudad tras otra, a lo largo y ancho del mundo, para asegurar el espacio global de sus operaciones. Es una arremetida formidable contra la ciudad y sus capacidades para asegurar la ciudadía.

En mi investigación sobre la época actual, he examinado especialmente tres tipos de desarrollos que pueden desorganizar la ciudad. Uno es el crecimiento intenso de desigualdades de distinto tipo que puede generar expulsiones radicales —de hogares y barrios o de estilos de vida de las clases medias—. Estas tendencias tienen forma particularmente aguda y visible en las ciudades, con sus espacios de lujo y de pobreza expandidos. El segundo es la construcción de nuevas ciudades enteras, incluyendo ciudades inteligentes que suelen construirse como negocio para obtener ganancias; hay más de seiscientas nuevas ciudades en construcción o en planeación. Una preocupación particular es el uso extremo de sistemas inteligentes cerrados para controlar edificios enteros. Dada la acelerada obsolescencia de la tecnología, ello podría acortar la vida de una amplia zona de esas nuevas ciudades. Un reto, a mi parecer, es la necesidad de urbanizar esas tecno‑ logías para que puedan contribuir a la urbanidad de esas áreas. El tercer proyecto concierne a los sistemas de vigilancia a gran escala que en la actualidad están en desarrollo en países como los Estados Unidos, Alemania o el Reino Unido. Más adelante atiendo este aspecto con más detalle.

En julio de 2010 el Washington Post publicó los hallazgos de una investigación de dos años, «Top Secret America», en tres partes. En la configuración de esa «América ultrasecreta» participan 1,271 organizaciones gubernamentales y 1,931 compañías privadas, que en conjunto emplean un estimado de 854 mil personas con autorización de alta seguridad —casi 150% la cantidad de gente que vive en Washington D.C.— incluyendo 265 mil contratistas privados. Ellos trabajan en programas relacionados con el contra‑terrorismo, la seguridad interna y la inteligencia. Hay cerca de diez mil sitios en los que se lleva a cabo ese trabajo a lo largo de los Estados Unidos. De esos edificios, cuatro mil están en la zona de Washington D.C., y ocupan más de un millón y medio de metros cuadrados —el equivalente a casi tres veces el Pentágono o veinte veces el edificio del Capitolio. En esos edificios se alojan poderosas computadoras que recolectan gran cantidad de información mediante la intervención de teléfonos, satélites y otros equipos de vigilancia que monitorean personas y lugares tanto dentro como fuera del territorio de los Estados Unidos. Cada día, la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) por sí sola intercepta y almacena 1,700 millones de correos electrónicos, mensajes instantáneos, direcciones IP, llamadas telefónicas y otros bits de comunicación; una pequeña proporción de todo eso se clasifica y resguarda en setenta bases de datos diferentes. Mucha de esa información llegará a las decenas de miles de reportes ultrasecretos producidos por analistas cada año; pero sólo un puñado de individuos tienen acceso a ellos y el volumen es tan grande que muchos jamás serán leídos. Ese aparato de vigilancia está ahí para nuestra «seguridad».

Para nuestra seguridad somos vigilados; es decir, todos hemos sido constituidos como sospechosos, para nuestra propia seguridad. Eso me lleva a preguntarme si bajo esas condiciones nosotros, los ciudadanos, no somos sino nuevos colonizados. Las ciudades, con su diversidad y su anarquía, con sus capacidades incluidas para responder a las tendencias desurbanizadoras, se convierten en espacio estratégico para combatir el hecho de que todos seamos reducidos al carácter de sospechosos. La acuidad es el único espacio en el que cierto tipo de convergencia estructural puede desarrollarse, bajo la separación y el racismo visible y familiar, y trabajar en un nivel social para unir a gente de muy diversas comunidades con el propósito de combatir la vigilancia apabullante. Ese potencial no cae ya hecho del cielo, necesita construirse con trabajo duro. Pero las ciudades diversas y complejas son un sitio clave para tal construcción.

 

Conclusión

¿Por qué importa el hecho de que reconozcamos las capacidades urbanas y la posibilidad de que eso sea un modo de hablar, con todo el peso que evoca ese concepto? Importa porque esas capacidades son propiedades sistémicas dirigidas a asegurar la ciudadía, es decir, un espacio complejo que prospera con la diversidad y tiende a clasificar el conflicto en un civismo fortalecido.

Más aún, esas capacidades se constituyen como híbridos —mezclas de la física material y social de la ciudad. Esa interdependencia implica una transformación continua tanto de lo material como de lo social, con periodos de estabilidad y continuidad y otros de levantamiento, como el actual que se inició en los años ochenta. El proyecto no trata de antropomorfizar la ciudad. Se trata de entender una dinámica sistémica que tiene la capacidad de combatir lo que destruye su ADN, para repetirlo: un ADN que es propicio para la ciudadía y su diversidad. En el extremo, la ciudad permite a los que carecen de poder hacer historia y así producir una diferencia crítica, entre la simple carencia de poder y una forma compleja en la que entran en juego el hecho de hacerse presente así como la historia.

Pero hay límites a las capacidades de la ciudad, e históricamente vemos tanto la capacidad de las ciudades para sobrevivir sistemas formalmente más cerrados y rígidos como fuerzas poderosas que desorganizan las ciudades. Entre estas fuerzas desurbanizadoras en la época actual están las formas extremas de desigualdad, la privatización del espacio urbano con diversas formas de expulsión y la rápida expansión de la vigilancia masiva de los ciudadanos en las democracias más «avanzadas» del mundo. Esas fuerzas callan el habla de la ciudad y destruyen sus capacidades urbanas.


Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 09 al 12 de marzo de 2019. 

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La ciudad en murmullo https://arquine.com/la-ciudad-en-murmullo/ Sat, 14 Jul 2018 00:01:37 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-ciudad-en-murmullo/ La sociedad suena, las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz de un ser querido u odiado, pero también la voz, como si fueran la de esos seres vivientes que en realidad son, del mercado, del puerto, de la catedral o del prostíbulo.

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(Publicado originalmente en el número 70 de la Revista Arquine)

Es interesante ver cómo han proliferado en los últimos tiempos todo tipo de ramas del saber y de la producción que se han presentado como audiovisuales, pero que han atendido siempre en exclusiva el campo de la imagen, mucho más que del sonido. Así, por ejemplo, existen todo tipo de ofertas académicas y de tendencias que, dejando atrás lo que fue el viejo cine etnográfico, fundamentan toda una subdisciplina llamada antropología visual. En cambio, no existe una antropología audial, de igual modo que —experimentos aislados aparte— no se puede decir que exista una ciencia social sónica, que realizase en el campo de la audición aquel apremio a una etnografía de las cualidades sensibles que apuntaba Lévi-Strauss en sus Mitológicas. Pero ello no implica que no se sea consciente del papel central que juega nuestro poner oído a lo que sucede de significativo a nuestro alrededor y que no se expresa sino mediante sonoridades, la cultura sonora ordinaria. Los ejemplos podrían tomarse de aquí y de allá, del arte y de la literatura, y también de la misma antropología, mucho más pensando en la fundamental dimensión sonora de la actividad urbana. Piénsese en la manera como Lluís Mallart, en la introducción de su libro sobre los evuzok de Camerún, menciona el ruido de las motocicletas de los adolescentes de su barrio, Sarrià, en Barcelona, como una suerte de venganza que se toman contra aquellos que les privaron del derecho a la calle cuando eran niños (Soy hijo de los evuzok. Ariel). Pero antes de tal constatación ya las fuentes estéticas eran numerosas. Recuérdese la secuencia de The Clock, una de las primeras películas de Vincente Minnelli (1945), en la que Judy Garland y Robert Walker pasean de noche por Central Park, en Nueva York, luego de haberse conocido casualmente en la Gran Central Station. El muchacho llama la atención sobre el silencio que parece reinar en el lugar. La protagonista le desmiente y le invita a prestar aten-ción a los sonidos urbanos que llegan desde lejos —los cláxones de los coches, las sirenas de los barcos, voces de gente distante—, que se van configurando entre sí hasta transformase en una melodía y en la señal que indica el momento de un primer beso. Al poco de arrancar el cine sonoro, en 1932, Rouben Mamoulian dedicaba los primeros minutos de su Love Me Tonight a registrar el amanecer de una ciudad a través de los sonidos elementales que indicaban su despertar. Son los “murmullos en la ciudad” con que se presentó en español People Will Talk, una de las películas más desconocidas e interesantes de Joseph L. Mankiewicz (1951). Recuérdese Brief Encounter, esa joya precoz de David Lean (1945), en esa escena en que Cecile Johnson, que ha visto partir a su amado y se ha quedado a solas con una impertinente amiga que ha aparecido en escena inoportunamente, parece escuchar la anodina perorata de ésta, cuando sólo tiene oídos para el silbido del tren en que Trevor Howard, él, se aleja. En un sentido parecido escribiría Walter Benjamin a partir de su experiencia marsellesa:

Arriba en las calles desiertas del barrio portuario están tan juntos y tan sueltos como las mariposas en canteros cálidos. Cada paso ahuyenta una canción, una pelea, el chasquido de ropa secándose, el golpeteo de tablas, el lloriqueo de un bebé, el tintineo de baldes. Pero es necesario estar solo y errante en este lugar para poder perseguir estos sonidos con las redes de cazar mariposas cuando, tambaleantes, se disuelven revoloteando en el silencio. Porque en estos rincones abandonados todos los sonidos y las cosas tienen su silencio propio, así como la tarde en las alturas existe el silencio de los fallos, el silencio del hacha, el silencio de los grillos. Pero la caza es peligrosa y finalmen-te el perseguidor se desploma, cuando una piedra de afilar, como un enorme avispón, lo atraviesa con su aguijón sil-bante desde atrás.*

En efecto —y Wim Wenders demostró que lo entendía muy bien, a través de ese sonidista que pasa su tiempo grabando ecos por las calles de Lisboa en Lisbon Story (1985)— si es pertinente en cualquier contexto, el énfasis en la dimensión acústica del estar juntos humano, resulta todavía más cuando nos referimos a ambientes urbanos, en los que la exuberancia y la intensidad de los materiales sonoros nos podrían dar la impresión de que se ha producido un nivel ya ininteligible de saturación. Bien, al contrario, es en las ciudades y en especial en sus calles donde más adecuadas se antojan las analogías sónicas, puesto que en verdad la ciudad constituye —como reconocía el título de una célebre película de Walter Ruttmann, Die Sinfonie der Großstadt (1927)— una sinfonía, dando pie a todo un género cinematográfico asociado a las primeras vanguardias que no en vano ha sido denominado sinfonías urbanas.

Es ahí, en el trajín de la vida pública urbana, donde parecería más importante asegurar las sintonías en la comunicación persona-persona y donde el concierto entre los seres humanos resulta al tiempo más costoso y más creativo. Lewis Mumford llegaba a esa misma conclusión en La cultura de las ciudades: “Mediante una orquestación compleja del tiempo y del espacio, y, asimismo, mediante la división social del trabajo, la vida en la ciudad adquiere el carácter de una sinfonía. Las aptitudes humanas especializadas y los instrumentos especializados producen resultados sonoros que ni en volumen ni en calidad podrían obtenerse empleando uno sólo de ellos”. La sociedad es acuerdo; también acuerdo entre sonidos. Virginia Woolf hace que Clarissa, la protagonista de La señora Dalloway, lo explicite, cruzando Victoria Street, al principio de la novela: “En los ojos de la gente, en el ir y venir y el ajetreo; en el griterío y el zumbido; los carruajes, los automóviles, los autobuses, los camiones, los hombres anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas de viento; los órganos; en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida, Londres, este instante de junio”. Aunque no son sólo las calles quienes generan sonoridades. Los mismos edi-ficios lo hacen: murmuran, gimen, debaten… Así lo notaba Paul Valéry cuando, en Eupalinos o el arquitecto, Fedro le dice a Sócrates, hablando de arquitectura a orillas del Ilysus: “¿No has observado, al pasearte por esta ciudad, que entre los edificios que la componen, algunos son mudos, los otros hablan y otros en fin, los más raros, cantan? No es su destino, ni siquiera su forma general lo que los anima o lo que los reduce al silencio. Eso depende del talento de su constructor, o bien del favor de las Musas.” No hay que olvidar que, en sus primeros pasos, la etnografía de la calle, cuando sólo existía bajo la forma de intuiciones poéticas, entendió enseguida que ese tipo de escritura que estaba por hacer y que asumiría el objetivo de captar una vida social marcada por la inestabilidad y el movimiento, tendría que ser en buena medida una musicología, puesto que era en las ondulaciones sonoras irregulares de la vida en la calle y en sus accidentes donde se encontraba el núcleo más sorprendente e inasible de la experiencia urbana. Así, Charles Baudelaire podía escribir a Arsene Houssaye, en una carta que recoge en Mi corazón al desnudo:

¿Quién de vosotros no ha soñado, en sus días de ambición, el milagro de una prosa poética musical, sin ritmo, sin rima, tan flexible y dura a la vez como para poder adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? Es especialmente el contacto de las grandes ciudades y del crecimiento de sus innumerables relaciones que nace este obsesionante ideal. Usted mismo, mi querido amigo, ¿no ha intentado acaso traducir en una canción el estridente grito del vidriero y de expresar en una prosa lírica todas las desoladoras sugestiones que envía este grito a través de las más altas incertidumbres de la calle hasta las más re-cónditas buhardillas?

En efecto, una ciudad podría ser pensada en términos de una armonización sonora escondida, algo parecido a una melodía oculta o un bajo continuo en el substrato de las motricidades cotidianas. Ello justificaría la viabilidad de una sonografía de los usos del espacio urbano, que consistiría en tratar de distinguir, entre la actividad de hormiguero de las calles y de las plazas, la escritura a mano microscópica, desarrollo discursivo no menos secreto, en murmullo, que enuncian caminando los transeúntes, cuyas actividades motrices son variaciones sobre una misma pulsión rítmica de base. De ahí la importancia de la labor del Centre de recherche sur l’espace sonore et l’environnement urbain (CRESSON) dependiente de la Ecole Nationale Supérieure d’Architecture de Grenoble, que ha ensayado una lectura cifrada de las secuencias funcionales y poéticas que protagonizan los simples paseantes, un trabajo que lleva a una suerte de pentagrama las calidades práctico-sensibles de los escenarios de la vida cotidiana. Un trabajo metódico e interdisciplinar, este que compromete a ingenieros de sonido, arquitectos, urbanistas, musicólogos, sociólogos, antropólogos…, centrados en el estudio de las marcas acústicas que definen espacios frecuentados o habitados, la codificación sonora de las interacciones humanas, el valor simbólico de los sonidos tanto emitidos como escuchados. Todo ello para generar una clasificación tipológica de los efectos sonoros que conoce un determinado entorno urbano: reverberaciones, máscaras, distorsión, emergencia, paréntesis, crepitación, muro, inmersión… Otro asunto al que el CRESSON ha prestado atención es el de cómo el con-trol sobre el espacio urbano no es tanto panóptico como pan-sónico, es decir, que se ejerce mediante sonidos que advierten de una desviación o una excepcionalidad: las sirenas, las alar-mas, las barreras sonoras de seguridad. No se olvide que los cuerpos transeúntes que se apropian de los espacios por los que circulan y que, al hacerlo, generan, son ante todo cuerpos rítmicos, en el sen-tido de que obedecen a un compás secreto y en cierta manera inaudible, parecido seguramente a ese tipo de intuición que permite bailar a los sordos y que, como los teóricos de la comunicación han puesto de manifiesto, está siempre presente en la interacción humana en forma de unos determinados “sonidos del silencio.

Para E. T. Hall, por ejemplo, las personas que interaccionan y que intentan ser mutuamente previsibles, “se mueven conjuntamente en una especie de danza, pero no son conscientes de sus movimientos sincrónicos y lo hacen sin música ni orquestación consciente” (Más allá de la cultura). No es tanto que el sonido pueda verse, sino que la visión puede recibir una pauta sutil de organización por la vía de lo auditivo. Ha sido una de las más destacadas formalizadoras
teóricas de la etnografía urbana, Colette Pétonnet, quien, al titular un texto suyo, se refería también a lo urbano como “el ruido sordo de un movimiento continuo” (en Chemins de la ville). Y es que se ha repetido que la sociedad es comuni-cación, un colosal e inagotable sistema de signos que, puesto que son signos, sólo pueden ser concebidos en y para el inter-cambio. Una parte inmensa y fundamental de eso que no hace sino circular y que nos liga unos a otros y con el universo en que vivimos es sonido. Existe una materia sonora que no hace sino metabolizarse en vida social humana, puesto que sea cual sea su fuente de emisión, son los humanos quienes la convier-ten en sentido y estímulo para la acción.

La sociedad suena, las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz de un ser querido u odiado, pero también la voz, como si fueran la de esos seres vivientes que en realidad son, del mercado, del puerto, de la catedral o del prostíbulo. Podemos incluso oír las voces de lo que no está o de quien se ha ido, puesto que eso que llamamos memoria no es otra cosa que mera psicofonía y lo que se presenta como la Historia su institucionalización. Todo ese telón sonoro hecho de susurros, ecos, aulllidos, bramidos, chirridos y chillidos no es un ambiente, un paisaje o un contexto sensible que nos rodean pasivos a la manera de un envoltorio; procedan de otros seres humanos o de las cosas con las que estos dialogan, esa masa de sonoridades testimonia nuestra existencia como seres que escuchan y son escuchados.

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Ciudad o urbe https://arquine.com/ciudad-o-urbe/ Thu, 24 Dec 2015 02:39:26 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ciudad-o-urbe/ Lo primero que se me ocurrió fue la necesidad de dar un nombre a ese mare magnum de personas, de cosas, de intereses de todo género, de mil elementos diversos, que sin embargo al funcionar, al parecer, cada cual a su manera de un modo independiente, al observarlos detenida y filosóficamente, se nota que están en relaciones constantes unos con otros, ejerciendo unos sobre otros una acción a veces muy directa y que, por consiguiente, vienen a formar una unidad —Ildefonso Cerdá

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Historiador y sociólogo, Numa Denys Fustel de Coulanges publicó en 1864 su libro La ciudad antigua, en la que buscaba estudiar los orígenes de las instituciones sociales griegas y romanas. Ahí escribió:

Ciudad y urbe (cité y ville) no eran palabras sinónimas entre los antiguos. La ciudad era la asociación religiosa y política de las familias y de las tribus; la urbe era el lugar de reunión, el domicilio y, sobre todo, el santuario de esta asociación.

Fustel de Coulanges también agrega que no debemos hacernos de las urbes antiguas “la idea que nos sugieren las que vemos erigirse en nuestros días.” Éstas crecen poco a poco, mientras que aquellas “no se formaban por el lento crecimiento de hombres y de construcciones: fundábase la urbe de un solo golpe, totalmente terminada en un día.”

Tres años después de que Foustel de Coulanges publicara La ciudad antigua, Ildefonso Cerdá publicó su Teoría general de la urbanización y aplicación de sus principios y doctrinas a la Reforma y Ensanche de Barcelona. Ildefonso Cerdà i Sunyer nació el 23 de diciembre de 1815. En 1832 empezó a estudiar en Barcelona matemáticas y arquitectura, sin titularse como arquitecto. En 1835 se mudó a Madrid donde estudió en la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, recibiéndose como ingeniero en 1841. Fue además político y se interesó por las ideas de los socialistas utópicos de la primera mitad del siglo XIX. En 1840 se toma la decisión de derribar las murallas que cercaban a la vieja ciudad de Barcelona, cosa que no sucedió sino hasta 1854. Eduardo Aibar y Wiebe E. Bijker escriben que “tan pronto com olas noticias del largamente deseado permiso del gobierno para demoler la muralla se conoció, hubo un regocijo general en la ciudad y las tiendas se vaciaron de palas y picos en una noche. Casi cada ciudadano se apresuró a participar en la demolición, fuera usando herramientas apropiadas o vitoreando a los que de hecho realizaban el trabajo. La muralla era, probablemente, la construcción más odiada de ese tiempo en una ciudad europea.” Cerdá tenía listo un primer plan para el crecimiento de la ciudad desde 1855, pero disputas políticas hicieron que su plan se pospusiera, luego que se pensara en otro alternativo presentado por Antoni Rovira en un concurso, y finalmente, por decreto Real, el plan de Cerdá fue aprobado —impuesto, para algunos— parcialmente: “todas las nuevas construcciones, dicen Aibar y Bijker, deberían obedecer el Plan Cerdá en términos de alineamiento, mientras que en otros asuntos las leyes municipales anteriores seguirían en vigor.”

Ramón Grau dice que “debería ser fácil comprender a Ildefonso Cerdá. Sus acciones públicas concuerdan bastante bien con sus ideas y su pensamiento es de un racionalismo arquetípico.” Lo cita diciendo que “la vida urbana se compone de dos principalísimos elementos que abarcan todas las funciones y todos los actos de esa vida. El hombre está y el hombre se mueve: he ahí todo. No hay, pues, más que estancia y movimiento. Y esos dos elementos tienen en la urbe, como no podían menos de tener, sus dos correspondientes medios o instrumentos para ejercitarse. Todos los actos de verdadera estancia se verifican en las capacidades finitas material o virtualmente ocupadas por la edificación; todos los actos concernientes a la locomoción se realizan en los espacios indefinidos que se llaman vías.” Racionalismo cartesiano de un ingeniero ilustrado del siglo XIX que prefigura las ideas urbanas de Hilberseimer o Le Corbusier. Pero también había en su proceder una reflexión que parte incluso de las palabras y que lo acerca a lo que había escrito Fustel de Coulanges. En la introducción a su Teoría general de la urbanización, Cerdá escribió:

Lo primero que se me ocurrió fue la necesidad de dar un nombre a ese mare magnum de personas, de cosas, de intereses de todo género, de mil elementos diversos, que sin embargo al funcionar, al parecer, cada cual a su manera de un modo independiente, al observarlos detenida y filosóficamente, se nota que están en relaciones constantes unos con otros, ejerciendo unos sobre otros una acción a veces muy directa y que, por consiguiente, vienen a formar una unidad.

¿Cómo llamar a esa unidad? Cerdá sabe que “se le llama ciudad” pero su objetivo “no era expresar esa materialidad” sino “la manera y sistema que siguen esos grupos al formarse y cómo están organizados y funcionan después todos los elementos que los constituyen.” Ciudad y sus derivados: civil o ciudadano, no le servían. Apunta entonces Cerdá que a eso que le interesa los “los latinos designaron más propiamente con el nombre urbs” y que civitas, “palabra que derivada visiblemente de civis, es decir, ciudadano, hubo de tener una significación análoga a la de la palabra población, que es la que nos sirve también para expresar un grupo de edificaciones, aunque más propiamente con relación al vecindario, que a la parte material de las construcciones.” Explica entonces aquello que también menciona Fustel de Coulanges: que la urbe antigua se hacía de golpe. La palabra urbs, dice, “síncope de urbum o arado, designa el instrumento con que marcaban los romanos el recinto que había de ocupar una población, cuando iban a fundarla, lo cual prueba que urbs denota y expresa todo cuanto pudiera comprenderse dentro del espacio circunscrito por el surco perimetral que abrían con el auxilio de los bueyes sagrados. De suerte que cabe decir, sin violencia alguna, que con la abertura del surco urbanizaban el recinto y todo cuanto en él se contuviese; es decir, que la abertura de este surco era una verdadera urbanización, esto es, el acto de convertir en urbs un campo abierto o libre.” Por esas razones filológicas y folosóficas, afirma, adoptó las palabras urbe, urbanizar y urbanización, que le sirve:

no sólo para indicar cualquier acto que tienda a agrupar la edificación y a regularizar su funcionamiento con el grupo ya formado, sino también el conjunto de principios, doctrinas y reglas que deben aplicarse para que la edificación y su agrupamiento, lejos de comprimir, desvirtuar y corromper las facultades físicas, morales e intelectuales del hombre social, sirvan para fomentar su desarrollo y vigor y para acrecentar el bienestar individual cuya suma forma la felicidad pública.

Desde mediados del siglo XIX, si bien basándose en las palabras y las costumbres de los antiguos romanos, así se articula la diferencia entre ciudad y urbe, aunque a veces olvidando la primacía de aquélla sobre ésta.

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