Resultados de búsqueda para la etiqueta [Uber ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 29 Jun 2023 17:17:34 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 La uberización de lo público https://arquine.com/la-uberizacion-de-lo-publico/ Mon, 26 Jun 2023 03:38:30 +0000 https://arquine.com/?p=79996 En su libro "Cappitalismo. La uberización del trabajo", Natalia Radetich explica que el trabajo de plataformas no sólo desdibuja el tiempo de la jornada laboral, sino también el espacio físico en donde se ejerce la explotación y, de ese modo, redefine el el espacio mismo de la ciudad.

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Introducción: tan cerca de Uber y tan lejos de lo convivencial

Por: Aura Cruz

 

Voy al parque mejor diseñado de la ciudad, en una zona sumamente exclusiva de la misma y puedo entrar sin tener que traspasar reja alguna. Correteo por ahí con mi querido amigo canino… ¿Eso es todo lo que define al espacio público? En ese mismo tenor, ¿es acaso el transporte público tan sólo un tema de acceso al transporte colectivo? ¿O qué es lo que se supone público en ello? ¿De qué manera esta concepción de lo público puede ser transferido a la manera en que entendemos el tan manoseado término de espacio público?

La introducción de diversas aplicaciones que ofrecen servicios de transporte privado abre una discusión relacionada con la mercantilización de la ciudad donde parece no dejar ni un mínimo fragmento que escape a la explotación capitalista. La ciudad, en tanto espacio que se vive en el tiempo, queda capturado por diversos dispositivos que hacen incluso del ocio un espacio de extracción de riqueza que se aliena a lxs mismxs ciudadanxs. Al cabo del tiempo, estas fuerzas extractivas acaban modelando no sólo la ciudad en tanto entidad física, sino la manera en que la habitamos, la interpretamos y la reproducimos. En esa dirección, si tomamos conciencia de que la ciudad no es un mero receptáculo material sino también un espacio de relaciones: ¿qué clase de relaciones produce este fenómeno? ¿Dónde queda la dimensión convivencial del espacio público que proponía Iván Ilich como aquella le haría una herramienta social a ser moldeada comunitariamente en torno a un proyecto autónomo y común? 

En torno a esta temática, el filósofo Gustavo Camacho, nos presenta a continuación el trabajo de Natalia Radetich que expone la manera en que el esquema de una famosa aplicación de servicio de transporte individual se convierte en la manera en que se gestiona y precariza el trabajo de manera más generalizada de tal suerte que la ciudad parece subsumirse cada vez de manera más extensiva a las lógicas de la explotación mercantil. Esta lógica mercantil, a su vez, se infiltra al tipo de encuentros e intercambios ciudadanos que se comienzan a reducir a transacciones de conductor y cliente. Lo mismo pasa cuando se mira a un espacio público meramente como de paseo y consumo ¿Qué nos queda entonces de lo público de la ciudad?

 

Sobre “Cappitalismo. La uberización del trabajo” de Natalia Radetich

Por: Gustavo García Camacho

Natalia Radetich, antropóloga y filósofa —actualmente profesora en el departamento de antropología de la UAM Iztapalapa— es una investigadora que ya tiene una larga trayectoria en el estudio de las formas de trabajo contemporáneas y, más precisamente, en la descripción sobre los nuevos procesos de subsunción de la fuerza de trabajo de cara a la reconfiguración (más que crisis) del fordismo, así como la expansión y el impacto de las nuevas tecnologías en el mundo del trabajo. 

En su tesis doctoral Trabajo y sujeción: el dispositivo de poder en las fábricas del lenguaje (premiada por la Academia Mexicana de Ciencias como la mejor tesis doctoral en Ciencias Sociales y Humanidades de 2016), Radetich examina minuciosamente los dispositivos de control y sujeción que subyacen a un call center de la Ciudad de México y, a partir de un sólido trabajo etnográfico, la autora desmenuza prolijamente la manera en la cual las facultades expresivas y comunicativas de los trabajadores se convierten en el elemento propulsor de los nuevos procesos de valorización, así como la forma en que estos nuevos dispositivos de dominación, lejos de sustituir drásticamente la disciplina fordista, reactualizan los viejos esquemas panópticos y disciplinarios al interior de un nuevo modo de acumulación que la autora denomina “taylofordismo flexibilizado”. En ese sentido (y a diferencia de ciertas lecturas lineales, evolutivas y unidireccionales), la doctora en antropología ha enfatizado en su trabajo que la etapa actual del capitalismo posfordista, más que indicar una secuencia lineal de sustitución de paradigmas, adopta la forma de un modelo híbrido que incorpora elementos de las nuevas formas toyotistas y de “acumulación flexible” y, a su vez, reactualiza el lado más oscuro, disciplinario y autoritario del fordismo tradicional. 

El trabajo de Natalia Radetich posee al menos tres virtudes que, a mi juicio, merecen ser destacadas puesto que no son fáciles de encontrar. En primer lugar, la doctora Natalia logra eludir la tentación tanto del teoricismo como del positivismo al momento de articular el quehacer filosófico con una práctica etnográfica situada y fechada, alcanzando, de ese modo, tanto profundidad teórica y filosófica como rigor empírico. En segundo lugar, la autora privilegia una forma de hacer ciencia social particularmente sensible a la singularidad de la experiencia subjetiva y formula sus hipótesis principales a partir de las intuiciones de los trabajadores con los que interactúa; la doctora Radetich, en ese sentido, dista mucho de asumir esa posición del “sociólogo cura” que devela el funcionamiento de las relaciones de poder frente la confusión, ingenuidad y ceguera de los sujetos empíricos. En tercer lugar, el trabajo de Radetich se revindica claramente como parte de la tradición marxista y comunista, pero a su vez muestra que esta tradición crítica inaugurada por Marx es perfectamente actualizable con los principales hallazgos de la filosofía francesa contemporánea (Foucault y Deleuze) y de ningún modo asume ese gesto reaccionario, tan típico de cierto marxismo antiposmoderno, de negar toda forma de cambio histórico y considerar la “posmodernidad” como la causa de todas las traiciones políticas y la fuente de todos los irracionalismos. En definitiva, Radetich muestra –con un sólido conocimiento de la filosofía de Marx, la filosofía de la Escuela de Frankfurt y la analítica del poder de inspiración foucaultiana– que proseguir los análisis acerca de los procesos de subsunción del trabajo y describir las técnicas de managment bajo las nuevas formas de explotación digital no es un gesto ni antimarxista ni posmarxista ni “posmoderno”, sino un movimiento plenamente marxista en la medida que se asume la radical historicidad del capitalismo, así como su capacidad de renovación y reconfiguración.

En ese sentido, en Cappitalismo. La uberización del trabajo, la doctora Radetich procede a desmontar varios de los lugares comunes que suelen girar en torno al tema de capitalismo de plataformas. Desde el discurso de las ciencias sociales y la filosofía política, cuando se habla del capitalismo digital, suelen imperar dos perspectivas, aparentemente opuestas, pero ambas, a mi juicio, equivocadas: por un lado, aquellas lecturas progresistas que ven en el impacto tecnológico la superación definitiva del régimen de la fábrica, el fin del trabajo manufacturero y el fin de la disciplina fordista; por otro, aquellas perspectivas que, desde una lógica dualista y fragmentada, sostienen que las nuevas formas de explotación digital sólo conciernen a una pequeña élite de trabajadores con un altísimo capital cultural y localizada en unas cuantas partes del mundo, pero no tiene relación alguna con la realidad latinoamericana. El libro de Radetich, por el contrario, sostiene que la fase actual del capitalismo digital adopta más bien la forma de un híbrido en donde la tecnología introduce nuevos elementos y, a su vez, logra reeditar los impulsos estructurales propios del capitalismo, así como diseminar la disciplina taylofordista. De ese modo, la autora nos muestra que las formas de trabajo basadas en las plataformas digitales no son de ningún modo una realidad social completamente ajena a nuestro contexto ni algo que sea exclusivo de las clases medias universitarias. Por el contrario, la plataforma Uber es ya una de las compañías con más trabajadores en el mundo (concentra 4 millones de trabajadores a nivel global) y este tipo de empresas encuentran un suelo particularmente fértil en regiones como México y el Sur global: Uber se inserta estratégicamente en aquellas zonas devastadas por el brutal desempleo, el deterioro de los servicios de transporte, la precarización generalizada de la población y una violencia machista a la orden del día. Uber capitaliza la precariedad, la desesperanza y el medio generalizado al presentarse como una opción “segura” de transporte y una forma relativamente fácil y poco burocrática de conseguir empleo. Los hallazgos de la doctora Radetich sobre el funcionamiento de esta empresa en particular y las mutaciones que experimenta el trabajo a través de la mediación digital son notables. A continuación, me gustaría enfatizar al menos seis elementos que de ningún modo agotan el contenido del libro, pero quizá fueron los que más llamaron mi atención:

 

  1. Frente a la imagen apologética del capitalismo de plataformas que suele presentarlo como la punta de lanza del progreso capitalista, la doctora Radetich nos muestra que estas formas de trabajo en realidad nos retrotraen a las condiciones prejurídicas del capitalismo del siglo XIX. Plataformas como Uber operan sin ningún límite jurídico y estatal: no contribuyen fiscalmente en las zonas en donde operan y no conceden ningún derecho laboral ni seguridad social a sus trabajadores. Es más: ni siquiera reconoce la relación laboral, puesto que el conductor es simplemente presentado como un “socio” o un “microemprendedor”. De igual forma, Uber no tiene ninguna responsabilidad jurídica en caso de accidentes, ni con los clientes ni con los trabajadores. 
  2. La explotación del trabajo bajo esta nueva figura histórica del capitalismo adquiere una dimensión total y el capital no se limita a explotar las fuerzas físicas de los trabajadores, sino que expropia las capacidades comunicativas, afectivas, relacionales y expresivas de los trabajadores. Es decir, el trabajo en Uber requiere, por parte de los conductores, un control emocional sumamente complejo que debe mantener una actitud amable frente al cliente todo el tiempo, reprimiendo y denegando el malestar producido por las larguísimas jornadas laborales y las altas comisiones de la empresa. 
  3. Empresas como Uber instauran formas de trabajo flexible que se apropian y neutralizan, en buena medida, las conquistas de los movimientos sociales de la década del sesenta y del setenta. La pulsión antidisciplinaria, antiautoritaria, las demandas de expresividad e inclusión que exigían una vida más allá de la esclavitud impuesta por la cadena de montaje, son apropiadas por estas empresas que se presentan como flexibles, democráticas, horizontales, incluyentes, rizomáticas y sin mando. No obstante, este discurso empresarial sirve más para negar la relación laboral, prescindir de los derechos laborales, explotar el entusiasmo y externalizar las funciones de vigilancia hacia los clientes que para otorgar una genuina libertad a los trabajadores. 
  4. El trabajo precarizado en Uber desdibuja por completo los límites de la jornada laboral. Si bien el capitalismo siempre ha tendido a erosionar progresivamente los tiempos muertos y siempre ha mantenido el anhelo de hacer coincidir el tiempo de trabajo con la vida misma (por ejemplo, a través del trabajo nocturno en las fábricas), esta tendencia adquiere una dimensión total en el capitalismo de plataformas. Como señala elocuentemente la autora, las apps hacen emerger una suerte de tiempo de trabajo total puesto que “[…] para Uber, por ejemplo, se puede decir que el sol nunca se pone, pues mientras en la mitad de las ciudades en la que opera es de noche, en la otra mitad es de día”. 
  5. El trabajo de plataformas no sólo desdibuja el tiempo de la jornada laboral, sino también el espacio físico en donde se ejerce la explotación al momento de trascender por completo la fábrica como lugar hegemónico de extracción de plusvalía (aunque eso, no deja de enfatizarlo la autora, no implica la desaparición de la fábrica ni la disciplina fordista). En el capitalismo de plataformas cualquier tramo de la vida social puede devenir fábrica: con la mediación de un código informático, un coche, una bicicleta, un celular o una casa pueden convertirse en una empresa y ser el punto a partir del cual se extrae la plusvalía. 6) El trabajo en Uber no sólo logra instaurar formas de explotación total, sino también una disciplina y una vigilancia omniabarcante que, incorporada a la propia tecnología, reafirma una suerte de “totalitarismo empresarial”. Como ya decíamos, la empresa traslada las funciones de vigilancia los clientes y la evaluación de éstos es inapelable. Ante calificaciones desfavorables o indisciplinas menores, la plataforma procede simplemente a “desconectar” a los trabajadores. De ese modo, la app ejecuta un despido automático, cancelando el derecho de réplica. 

En suma, el libro y el trabajo de la doctora Natalia Radetich resultan imprescindibles para todos aquellos interesados en comprender las mutaciones actuales del capitalismo, las tendencias generales en el mundo del trabajo y la manera en que el capitalismo de plataformas ya comienza a redefinir el espacio y la ciudad

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Lo tuyo es mío https://arquine.com/lo-tuyo-es-mio/ Tue, 14 Jul 2020 06:11:53 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/lo-tuyo-es-mio/ Necesitas un taladro pero no tienes uno. ¿Lo compras, lo pides prestado, lo rentas por tiempo? ¿Cuáles son los beneficios y cuáles los efectos negativos de la llamada "economía compartida"?

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Imagina que necesitas, no sé, colgar un hermoso cuadro de un dibujo que te regaló un amigo. El cuadro es algo pesado y colocar un simple clavo no servirá de mucho, especialmente en una ciudad donde comúnmente se mueve el piso. Entonces te das cuenta que necesitas un taladro, pero claro, no tienes porque no lo habías necesitado hasta ese día y, con mucha seguridad, no volverás a necesitarlo en unos años más, llamas a algunos de tus vecinos para pedir, acomedidamente, que te presten un taladro, pero, ¡sorpresa!, no tienen. ¿Comprarías uno?

La respuesta a la anterior pregunta claro que es diversa, pero muchos estarán de acuerdo en que la propuesta a acceder a un producto por determinado tiempo por un pequeño costo solucionaría muchas cosas en la vida, incluso, pensándolo mejor, usted podría rentar algo también y acceder a pequeños ingresos por cosas subtutilizadas en su hogar. ¿Su impresora lleva arrumbada algunos meses? Réntela. ¿Usa su coche solo los fines de semana? Póngalo en Uber. ¿Tiene una habitación para visitas que solo usa un par de veces al año? Súbalo a Airbnb.

Seamos sinceros, lo anterior no suena nada mal y si agregamos a la mezcla una crisis medioambiental por generación de basura vinculada con el consumo, una pérdida de legitimidad de las grandes empresas que sobre explotan recursos naturales y capital humano, y una necesidad de volver a los vínculos locales como mecanismo de resiliencia urbana, pareciera que estamos frente a una solución perfecta a los problemas de las últimas décadas: la economía colaborativa. 

El término sharing economy (economía colaborativa) se utilizó por primera vez en 2007 en el libro Colaborative consumption de Ray Algar, pero se popularizó tres años más tarde con las publicaciones de Gansky (Why the future of bussines is sharing) y Botsman & Rogers (What’s Mine is Yours: The Rise of Collaborartive Consumption), textos que detallan las bondades de la economía basada en el aprovechamiento de recursos infrautilizados y el uso de medios digitales para potenciar y facilitar la comunicación entre ofertantes y consumidores. Así lo describía el propio Botsman en una, hoy famosa, charla de TED sobre economía colaborativa:

“En esencia, se trata de empoderar. Se trata de empoderar a la gente para establecer vínculos valiosos, vínculos que nos están permitiendo redescubrir una humanidad que hemos perdido por el camino, interactuando en mercados como Airbnb, como Kickstarter, como Etsy, que se basan en relaciones personales y no en la transancción vacía” [1]

El discurso de la economía colaborativa ha sido muy bien recibido y, en un primer vistazo, pareciera no tener aspectos negativos. Ha sido tan aceptado que incluso organismos internacionales y gobiernos de varios países se han mostrado interesados en incorporarlo a su agenda pública. En América Latina, por ejemplo, el Banco Interamericano de Desarrollo[2,3] ha sido un excelente difusor y promotor del sharing economy y ha logrado posicionarlo en la agenda de algunos países de la región.

 

¿Y entonces qué está mal? 

Pues básicamente todo está mal menos, claro está, el discurso. Tomemos, por ejemplo, el argumento medioambiental de la economía colaborativa que explica que, al compartir reducimos nuestro consumo de productos y servicios, y con ello disminuye la producción de basura, ergo, la contaminación. Esto tendría sentido en un escenario donde las personas actuaran de forma lineal, pero somos un poco más complejas que eso. De acuerdo con Gordo, De Rivera y Cassidy[4] el abaratamiento de costos suele provocar un aumento de consumo, es decir, consumimos más cuando los servicios y productos se hacen más asequibles a nuestro bolsillo (¡vaya, quién pudo haberlo imaginado!). De esa manera gente comenzó a viajar más, porque los servicios de hospedaje se abarataron y otros tanto aumentaron su movilidad en automóvil porque apareció un servicio más barato, más seguro y más eficiente que el servicio tradicional.

¿Y qué hay del vínculo local? En la historia del taladro tú enciendes tu celular, buscas a alguien que oferte un taladro en arriendo cerca de tu ubicación y la app hace su magia. En breve encontrarás a un vecino que se convierta en tu salvador, te entregará el producto y habrás ganado un amigo. No sé si afectivamente ha pasado esto, con seguridad que sí, pero no es el escenario común cuando nos referimos a los esquemas de economía colaborativa. Airbnb, por ejemplo, oferta su plataforma como un servicio para compartir experiencias y en donde puedes habitar con un local y aprender de éste de manera auténtica a diferencia de los servicios de hospedaje tradicionales. Lo contradictorio es que, en la actualidad, buena parte de la oferta de este servicio de hospedaje se trata de departamentos o casas completas,[5]  lo que quiere decir que no vas a habitar/compartir con el ofertante del espacio, además de que en muchas ocasiones el servicio es tan automatizado, que es probable que nunca llegues a conocer a los famosos anfitriones que, en teoría, te mostrarían las bellezas del lugar que has decidido visitar.

En el contexto laboral y quizá el más crítico de todo el sistema se encuentran los efectos negativos en el mercado de trabajo, pues buena parte del éxito del modelo de economía colaborativa se sustenta en el abaratamiento de costes operativos y la precarización laboral de los oferentes de productos o servicios.[6]  Si descompones el taladro de tu vecino —ahora amigo—, quien pagará la reparación será él, quien además ya cubrió el costo de mantenimiento del taladro y de la movilización hacia tu casa para entregarlo, además de pagarle un porcentaje a la aplicación por subir su anuncio en formato premium a la plataforma.

A lo anterior además se suman los claroscuros normativos. Al tratarse de un “nuevo” mecanismo económico los gobiernos no han podido responder con suficiente velocidad para regularlos, esto ha abierto huecos legales para continuar operando en los mercados donde se insertan sin ser sujetos de las mismas regulaciones que el mercado tradicional. 

En el contexto pandemia y postpandemia la pregunta no es si algunas de estas empresas desaparecerán, sino cómo se reinsertarán en la “nueva normalidad” y, dada la relevancia que hemos visto para la vivienda, para el mercado de trabajo y, en general, para la vida en las ciudades, cómo podemos participar como ciudadanos frente a este fenómeno.

Luego, regular, controlar y fiscalizar, pues se trata de empresas que se benefician de la infraestructura pública como calles, equipamientos, transporte público y del capital humano de las ciudades donde se insertan. Con suerte, su amigo del taladro pueda crear una microempresa que genere trabajo con seguridad social para otros y contribuya fiscalmente para mejorar la ciudad.


 

1. Botsman, R. (mayo de 2010). En defensa del consumo colaborativo. Sydney, https://bit.ly/365lAe9: TED Ideas worth spreading.

2. BID. (2016). Economía Colaborativa en América Latina. Madrid: BID.

3. Buenadicha, C., Cañigueral, A., & De León, I. (2017). Retos y posibilidades de la economía colaborativa en América Latina y el Caribe. Banco Interamericano de Desarrollo.

4. Gordo, Á., De Rivera, J., & Cassidy, P. (2017). La economía colaborativa y sus impactos sociales en la era del capitalismo digital. En R. Cotarelo, & J. Gil, Ciberpolítica: gobierno abierto, redes, deliberación, democracia (págs. 189-208). Madrid: Instituto Nacional de Administración Pública (España).

5. En el caso de Ciudad de México este dato supera el 50% de la oferta existente. 

6. Murillo, D. (19 de junio de 2018). El lado oscuro de la economía colaborativa. Obtenido de Instituto de Innovación Social: https://bit.ly/2LyZGX9. 

 

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¿Quién necesitaba jugar al tenis de mesa en la oficina? https://arquine.com/quien-necesitaba-jugar-al-tenis-de-mesa-en-la-oficina/ Fri, 25 Jan 2019 14:55:21 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/quien-necesitaba-jugar-al-tenis-de-mesa-en-la-oficina/ Antes de lanzar cualquier hipótesis sobre cuál es el futuro inmediato de los espacios de trabajo, cabe preguntarse: ¿son las nuevas formas de organización espacial construida por la arquitectura las que propician nuevas formas, usos y funciones en un espacio?, ¿o son más bien las nuevas demandas de las empresas y negocios las que posibilitan llevar las soluciones arquitectónicas más allá de lo conocido?

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Antes de lanzar cualquier hipótesis sobre cuál es el futuro inmediato de los espacios de trabajo, cabe preguntarse: ¿son las nuevas formas de organización espacial construidas por la arquitectura las que propician nuevas formas, usos y funciones en un espacio?, ¿o son más bien las nuevas demandas de las empresas y negocios las que posibilitan llevar las soluciones arquitectónicas más allá de lo conocido?

Tomemos por ejemplo la evolución y los múltiples cambios que ha traído consigo el desarrollo de internet, no sólo en la manera de ocupar un espacio sino también en cómo gestionamos el tiempo de trabajo o las relaciones afectivas con otras personas. La red permite distribuir la información a través de cientos de dispositivos y la vuelve accesible desde cualquier lugar que disponga de una buena conexión. De la misma manera, internet ha establecido nuevos patrones de lectura —desde la pantalla del teléfono hasta el reloj de pulsera— desconocidos todavía hace pocos años. A su vez, ha atomizado los espacios desde donde se trabaja, destruyendo la clásica noción que rígidamente dividía un día en tres periodos de ocho horas: trabajo, descanso y ocio, que ahora se entremezclan e intercalan de forma constante. Mientras trabajamos respondiendo un email, actualizamos nuestro estado en las redes sociales, enviamos un mensaje a un familiar o compartimos el último “meme” de moda.

Si Le Corbusier veía en aquella férrea triada la necesidad de crear una ciudad zonificada, ¿cuál es hoy el esquema espacial que necesita este nuevo entendimiento del tiempo? La superposición a la que hoy nos somete la red hace inevitable re-imaginar y repensar el entorno cotidiano en el que nos movemos. Internet reformuló nuestros hábitos al mismo tiempo que nos obligó a darnos cuenta de un necesario cambio en la arquitectura capaz de replantear los ya arcaicos espacios en los que trabajamos. Hoy, cualquier computadora conectada a la Word Wide Web es suficiente para crear un entorno laboral. Esta posibilidad de conexión no elimina, sin embargo, la idea de la oficina. Más bien la reformula. Conscientes de qué es en un entorno de trabajo compartido, donde las ideas se comparten y estimulan, las empresas surgidas a raíz de las nuevas tecnologías de comunicación, como Apple, Google o Facebook, demandan otros lugares que cuestionen y enuncien los ya conocidos, repitiendo así el paradigma que Robert Propst planteaba a mediados de los sesenta del siglo pasado: “Today’s office is a wasteland. It saps vitality, blocks talent, frustrates accomplishment. It is the daily scene of unfulfilled intentions and failed effort” (La oficina de hoy es un páramo. Agota la vitalidad, bloquea el talento, frustra el logro. Es la escena cotidiana de intenciones no cumplidas y del esfuerzo fracasado).

En 1964, Robert Propst anunció el concepto del Action Office. Desarrollado para la empresa de muebles de oficina Herman Miller y rápidamente copiado por el resto de la industria, se basaba en la fabricación de un sistema material flexible e industrializado, que ordenaba el espacio de trabajo en pequeños cubículos individuales en una planta abierta. De una parte, la lógica de Propst posibilitó el desarrollo de una arquitectura más eficiente, pura estructura que podía completarse en su interior con sólo unas pocas paredes desmontables, algunos muebles y varios enchufes; por otra, dio lugar a un entorno donde los trabajadores podían volcarse sobre sí mismos y trabajar aislados de cualquier distracción que fuera en contra del rendimiento laboral, transformando a un empleado en una pieza que podía sustituirse sin problema en cualquier momento, dentro de un complejo engranaje empresarial. Una forma de pensamiento propia de la lógica posfordista que configuraba un entorno laboral homogéneo, caracterizado por el extremo anonimato de sus espacios y las personas que los ocupaban. Los espacios diseñados por Propst crearon una condición de inquietante igualdad democrática entre todos los trabajadores, tanto en su espacio, como en su vestimenta y formas de comportamiento donde nadie debía, ni podía, sobresalir.

Éste es un aspecto que hoy, sin embargo, se evita a toda costa. La necesidad de constante renovación de productos y servicios que necesitan estas empresas —visible en cómo cada pocos meses podemos disfrutar un nuevo teléfono o una aplicación digital para un usuario deseoso de consumir— ha de venir necesariamente acompañada de un entorno laboral cargado de estímulos que posibilite el desarrollo creativo de sus empleados, donde puedan socializar, divertirse, descansar e, incluso, perder el tiempo. Y es que, en realidad, en estos trabajos el tiempo nunca se pierde, sino que se invierte y recupera después en el trabajo creativo que desarrolla un empleado. En un entorno propicio, la creatividad puede venir de cualquiera en cualquier momento. Por eso se ha de construir una arquitectura que dé lugar a formas de trabajo que diluyan las viejas jerarquías de la empresa creativa, lo que en esencia necesita nuevas necesidades espaciales, muchas veces, más allá de las a priori conocidas.

Sin un referente claro de lo que necesitaban, y sólo sabiendo que debían romper con los viejos esquemas organizativos de antaño, las nuevas propuestas arquitectónicas comenzaron a ocupar los espacios con programas novedosos, materiales y diseños que permitieran construir ese escenario, a medio camino entre la calle y el interior, entre lo laboral y lo doméstico, entre el trabajo más duro y el ocio más relajado. Ahora las oficinas no sólo disponen de cocina o áreas de descanso, sino que éstas son zonas fundamentales y desde ellas que se articulan las propuestas arquitectónicas. La mesa de escritorio individual dio paso a la de tenis de mesa; las zonas de descanso se llenaron con cómodos sofás, lugares donde dormir, escuchar música, ver televisión o, incluso, columpiarse. Tomarse un café dejó ser una actividad fugaz frente a una pequeña máquina y las oficinas se equiparon con cocinas donde los empleados encontrarían una gran variedad de productos —ya fueran sanos o altos en azúcares— todo complementado con espacios renovados y programas que ayuden a las personas que allí trabajan, como son gimnasios o guarderías. Lo que antes era un entorno de uniformidad, con materiales reiterativos, fabricados en serie y de aspecto frío —hechos para durar— dejó paso a ambientes cálidos, con muebles de diseño e iluminación variable a fin de construir distintos entornos. Se trata de crear una serie de espacios más cercanos a un entorno exterior, como un pequeño parque o una cafetería, que prioricen la participación colaborativa de sus usuarios. Este tipo de oficinas consideran no sólo la filosofía de la empresa, sino también la identidad de cada usuario. Sirva de ejemplo el trabajo de despachos como Studio O+A o Clive Wilkinson Architects, punteros en el diseño de nuevas oficinas y que han desarrollado casos prácticos para compañías como Google, UBER, Facebook, AOL, Evernote, Cisco o Yelp, todas ubicadas en California y enfocadas en las nuevas posibilidades que ofrecen nuestros dispositivos móviles. Sus propuestas incluyen una diversidad de lugares adaptados a diferentes momentos, desde los de encuentro hasta los espacios a donde retirarse y aislarse por un rato del intenso ruido laboral.

Estos proyectos eluden formas demasiado reconocibles y reivindican sitios, muebles y elementos que los empleados pueden intervenir y apropiárselos, a fin de inventar nuevas maneras de hacerlos evolucionar según surjan nuevos descubrimientos, necesidades o formas de relación. Estas nuevas fábricas creativas son en realidad laboratorios en los que se propicia el talento y la diversidad, donde cada día puedan surgir innovaciones de un producto o de la manera en la que se ocupa el área.

Desde estas primeras oficinas, las empresas, convertidas ya en gigantes corporativos, comienzan a dar paso a los edificios centrales, donde se concentre casi toda la actividad de la compañía. Por su tamaño, estos edificios, firmados en muchos casos por destacados arquitectos del universo mediático, comienzan a parecerse menos a un edificio clásico y exploran su gran escala, definiendo espacios y paisajes tal y como haría una ciudad, sin perder, claro está, que desaparezcan las formas, lenguajes y posturas ideológicas asociadas al nombre de la marca. Se trata no sólo de crear un entorno laboral, sino de encontrar su lugar respecto de las políticas urbanas. Así, Apple confía la sobriedad de su diseño a Foster + Partners, que ejecuta un edificio 100% sostenible, de forma circular, que parece aterrizar en el terreno como un objeto salido de la misma fábrica fundada por Steve Jobs; Google busca a BIG y Thomas Heatherwick para construir un liviano megacomplejo con unas estructuras arquitectónicas que quieren borrar cualquier límite entre edificios y naturaleza, con tiendas, restaurantes y zonas de protección animal; Facebook recupera al mejor Frank Gehry, aquel de sus diseños californianos más sencillos pero ricos en detalles, con un edificio de planta abierta bajo una cubierta verde que hace las veces de parque; y UBER plantea una fábrica transparente, diseñada por SHoP y el ya mencionado Studio O+A, que expone por completo su interior y a sus empleados, con el argumento que no tiene nada que ocultar.

Pero, si intentamos ver alguna contraparte a todos los magníficos diseños mencionados, ¿por qué estos proyectos parecen ofrecer una visión de la oficina que funciona como una ciudad, con programas y espacios diversos, que parecen proponer disfrutar un día completo sin necesidad alguna de salir?

Más allá de su tamaño, el último de los casos —el de la fábrica que se diluye casi en el aire— es el que puede resumir por completo la nueva idea de la oficina en el mundo contemporáneo. Aquella que destruye sus límites. Tanto los físicos, haciendo desaparecer no sólo los exteriores, sino también los límites interiores del cubículo en beneficio de la zona común, así como los temporales. Hoy el trabajo puede sorprendernos en cualquier momento y en cualquier lugar. Nos encontremos dentro o fuera del espacio de la oficina, en la mesa de trabajo o jugando una partida de tenis de mesa, paseando por la ciudad o recién levantados, siempre tenemos algo que hacer gracias a nuestros dispositivos. El nuevo uso del tiempo ha alterado cualquier noción ya conocida de la arquitectura.

Como se apuntaba al inicio de este texto, hoy el trabajo llega y abarca cualquier sitio, lo ocupa todo y “la ocupación implica el borrado de las divisiones espaciales”. Por eso, quizá, la oficina se despliega en una ciudad, en un parque o se vuelve invisible, expande sus límites, los disuelve de modo que “las fronteras que diferenciaban lo público de lo privado, el tiempo productivo del tiempo de la subjetividad, que definían el espacio social del otium y lo distinguían del espacio laboral del trabajo, están siendo profundamente alteradas […] la subjetividad y el inconsciente han sido puestos a trabajar en todas partes y a todas horas”. Quizá, sólo quizá. Por eso la oficina de hoy se parece a muchos otros lugares que ya conocemos. A muchos, salvo a la oficina tradicional.

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El ruletero https://arquine.com/el-ruletero/ Fri, 19 Jun 2015 18:20:52 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-ruletero/ Lo que Uber atiende realmente es un problema de abasto —relacionar un producto con quien lo necesita—, y no de transporte, ni de políticas públicas o de urbanismo. Lo que le hace falta es sumar a la conveniencia personal cierta idea del beneficio compartido más allá del pasajero y el conductor —para no contaminar la discusión con referencias al bien común.

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Artículo publicado originalmente en Horizontal.mx

¡Taxi! ¿Libre? Tal vez sólo en el mambo. En la realidad, tanto el taxi como su taxista son parte de una serie de sistemas más o menos conectados entre sí. El taxi debe acatar varias reglas: tener una placa y un seguro especiales, aprobar revisiones con cierta frecuencia, lo pintan de colores según la gama del arcoiris favorita del funcionario en turno. Es de sitio o circula por las calles esperando que alguien lo llame levantando el brazo y apuntando el índice al frente, silbando o gritando: ¡taxi! El taxista muy probablemente trabaja para alguien más y, por obligación o voluntad o una mezcla de ambas en porcentajes difíciles de determinar, es miembro de alguna asociación o grupo.

A los médicos les pasa igual. Trabajan en su propio consultorio o en un hospital o clínica, o todas las anteriores; están obligados a contar con una cédula profesional y les conviene demostrar que se han especializado en alguna zona o sistema en particular del cuerpo; se agrupan en asociaciones de pares para compartir conocimiento pero también para proteger ese mismo conocimiento de quienes son extraños a su gremio. Cuando, por fuera de los círculos reconocidos y convencionales por los que circula el conocimiento médico, se anuncia alguna cura o tratamiento novedoso, la primera reacción es de escepticismo. La comunidad médica exigirá a todo tratamiento que ofrezca curar una enfermedad hasta entonces incurable que sea probado mediante protocolos establecidos: no importa si el enfermo debe esperar un tiempo que ya no le queda para verificar las bondades de la cura. Se entiende que hay mucho en riesgo ahí. Y también se entiende la impaciencia del desahuciado y que acuse, probablemente con algo de razón, a mafias profesionales o de farmacéuticas y se arriesgue a probar tratamientos que, según parece, la mayor parte de las veces no pueden cumplir todo lo que ofrecen o lo hacen pero sumándole riesgos y peligros que no estaban contemplados.

¿Y los taxistas? ¿Qué tienen que ver las precauciones de los médicos, las farmacéuticas y el Estado, ante un remedio propuesto por quien pudiera ser un charlatán con los taxistas y su rechazo a sistemas como Uber? Algo, tal vez. Por supuesto, el tema de la salud es complejo. Es un asunto personal —cada quien hace con su cuerpo, hasta cierto punto, lo que quiere—, particular —cada caso es distinto— y privado, aunque también es un asunto de interés público. Claro que no es lo mismo poner un bisturí en manos de un inexperto que pedirle a alguien que nos lleve al aeropuerto: el taxista novato puede ser guiado por un sistema GPS de manera mucho más confiable que la mano del cirujano. Pero suponer que sólo los médicos —o los abogados, los ingenieros y los arquitectos, da igual— tienen el derecho y casi la obligación de defender los secretos de su oficio y el Estado la de regularlos, mientras que el taxista no, asumir que los primeros actúan sólo guiados por el bien común mientras los segundos lo hacen impulsados por mezquinos intereses privados, implica, además de menosprecio a ciertas profesiones, la confianza en que esos distintos ámbitos, el personal, el particular, el privado y el público, pueden separarse con absoluta precisión —como con bisturí. Por supuesto el estado se mete con nuestra salud: para bien, con la seguridad social, y para no tanto, con restricciones y prohibiciones que los teóricos de la biopolítica desmenuzan atentamente. Más allá del funcionamiento de los distintos tipos de taxis en la ciudad de México —o en cualquier otra— no parece extraño que el grupo afectado por ciertas decisiones busque protegerse y acuda al Estado para que ejerza una de sus atribuciones innegables: regular las interacciones entre los ciudadanos, incluso si caen en el ámbito de lo privado, como la compra de una casa, por ejemplo. Quienes argumentan que el estado no debiera tener injerencia en un asunto personal, que resulta de acuerdos entre particulares y se da en el ámbito privado, tal vez no hayan reparado en otros casos tan extraños como el matrimonio o el registro del nombre propio que recibimos al nacer: asuntos personales, particulares y privados que, sin embargo, son regulados por el Estado —y quieren confundir, además, regular con prohibir.

En extremos que se tocan, los anarquistas y los libertarios postulan que las atribuciones del Estado para regular cualquier acción entre los individuos debieran reducirse al mínimo o incluso desaparecer. Pero los defensores de Uber y similares no llegan a tales posiciones ideológicas. Hay una ideología, sin duda, pero discrecional y que se niega a hacerse explícita con todas sus implicaciones. Que el Estado —en este caso el Gobierno de la ciudad de México— regule quién puede prestar los servicios de taxista es un exceso; que regule quién puede operarme, no. Para evitar la acusación de llevar la comparación al absurdo: que regule quién y dónde puede vender garnachas, está bien, que regule quién y cómo puede prestar el servicio de taxista, no tanto o sólo está bien si se regula a cierto tipo de taxis piratas. Que los taxistas se asocien parece ser muestra suficiente de que son una mafia; que los médicos se asocien es signo de que cuidan sus intereses profesionales además de nuestra salud.

Hay dos excusas, más que argumentos, que se han vuelto usuales en la discusión. Primero, la semántica: que no se trata de un servicio de taxis sino de un acuerdo personal entre particulares para satisfacer intereses privados. Sin duda se ignora al decir lo anterior que lo mismo hacen los taxis, sólo que para evitar conflictos entre usuarios y prestadores del servicio y para que la ciudad funcione según cierta lógica y ciertos requerimientos, el Estado regula las tarifas que cobran y la cantidad de autos que pueden prestar dicho servicio y dónde. No hay diferencia real, pues, entre taxis y los autos de Uber, ni siquiera que los últimos no tomen pasajeros libremente en la ciudad: hay taxis que tampoco lo hacen, como los del aeropuerto.

La segunda excusa es operativa: como la regulación no se ha respetado —hay taxistas que cobran lo que se les da la gana y cualquiera puede disfrazar su auto de taxi y trabajar en la informalidad— la solución al problema que presenta Uber es, digamos, homeopática: una dosis calibrada del mismo mal —taxis piratas— aderezada con la ilusión de que se trata de una empresa colectiva que funciona con absoluta eficiencia gracias a la tecnología: ¡Uber somos todos y por eso se queda!, anuncian sus defensores. El problema es quién calibra la dosis del remedio. Además, parece que poco importa si los dueños de Uber, que los tiene, amasan fortunas cotizando en la bolsa: su empresa oportunamente se ha bañado con un redentor perfume colectivo y comunitario aderezado por el encanto de la innovación tecnológica. Ya varios analistas y no sólo en la ciudad de México, han puesto en duda esa pretensión colectiva y comunitaria. Ahí hay una doble escala para medir que resulta evidente: muchos que defienden a Uber como gran invento de la sociedad postindustrial emancipada, son los mismos que critican acciones semejantes en otros campos. Si Uber baja los precios para reventar a la competencia, aunque sean grupos pequeños o incluso individuos —es lo que hace—, está bien; cuando lo hace Walmart, está mal. Si Walmart sube los precios al aumentar la demanda —de pescado en cuaresma, digamos— está mal; si Uber aumenta los precios para “inducir” que más conductores salgan a la calle en momentos de alta demanda —la salida de un evento masivo, por ejemplo— está bien e incluso si eso mismo lo hacen los taxistas autorizados está, en su caso, mal. La confianza en la transparente y lógica operación del algoritmo de la oferta y la demanda resulta excesiva pues, según parece, los mecanismos mediante los cuales Uber controla esos aumentos y descensos de los precios no tienen siempre los efectos prometidos.

Por supuesto la comparación es desigual, igual que en el caso de los médicos. Habría que esperar a que Walmart desarrolle y ponga en operación una app para poner en relación directa a productores y consumidores y el precio de las cebollas que cultiva mi vecino en su azotea se regule al instante según las leyes de la oferta y la demanda. Los defensores de Uber y similares, imaginan que se trata de sistemas más parecidos al mercado local de productos orgánicos, que nos libera de todos los males: desde los supermercados transnacionales hasta los productos transgénicos —e incluso en esos casos hay regulaciones que cumplir. En el fondo, probablemente Uber esté a medias entre ambos modelos, pero su tendencia es más la de acabar con el mercado local —los taxistas como los conocemos— para generar uno global y supuestamente autoregulado. Además, parece evidente que Uber y similares pertenece a esa familia de productos que surgen como una escapatoria a lo público: si la policía es incompetente aparecen los guardias privados, si las calles son inseguras se cierran los fraccionamientos, si los servicios de salud pública son deficientes se dejan para el uso exclusivo de quienes no puedan escapar al costoso mundo de los hospitales privados. Ninguna de las “causas” que se aducen como justificaciones para la aparición y el uso de Uber y similares —“mal servicio”, inseguridad, tarifas arbitrarias, mala calidad del transporte, etc.— pueden ser resueltas por el servicio que ofrecen: se trata, insisto, de escapatorias para quienes pueden tener acceso a ellas.

En el fondo lo que le faltaría a Uber es sumar a la conveniencia personal cierta idea del beneficio compartido más allá del pasajero y el conductor —para no contaminar la discusión con referencias al bien común. Ya se ha mostrado con mapas: en el blog de Rodrigo Díaz, Ciudad Pedestre, Bernardo Farill explicó como las rutas seguidas por los no-taxis de Uber en la ciudad de México describen una herradura de privilegi[ad]os —llamémosle así en recuerdo de la herradura de tugurios que los planes urbanos de Mario Pani a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta pretendían eliminar. Hay una ciudad por la que Uber no pasa y no parece ser un sistema capaz de procesar ese tipo de diferencias y probablemente no tiene por qué hacerlo. Finalmente, para eso está el Estado. Hay quienes piensan, con razón, que el problema que Uber pretende resolver es simplemente uno entre consumidores y productores, pero deja de lado otros entre ciudadanos. Lo que Uber atiende realmente es un problema de abasto —relacionar un producto con quien lo necesita—, y no de transporte, ni de políticas públicas o de urbanismo. Uber ofrece un servicio de calidad para quien tiene los medios, tecnológicos o económicos suficientes para pagarlo. Por el mercado que atiende y por la manera como lo hace, Uber no puede ayudar a que las condiciones generales del transporte en la ciudad o más específicas: de los taxis, mejoren por mera competencia inducida. Y de nuevo, Uber no tendría por qué resolver todo eso: Uber es una compañía trasnacional (dicho sin ninguna intención negativa) que busca monopolizar el mercado mundial de los taxis pirata. Para generar beneficios comunes mayores de lo que hace Uber está el Estado y la regulación es la única manera en que esas otras facetas del problema pueden entrar en juego. Una regulación estudiada, discutida, sometida a pesos y contrapesos más que a consensos y negociaciones, transparente y eficaz, cosa que ahora, es cierto, no parece ser el caso para los taxis regulados y los que compiten por el mismo merado al margen de las leyes existentes, sean carcachas destartaladas o elegantes camionetas.

El cargo El ruletero apareció primero en Arquine.

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