Resultados de búsqueda para la etiqueta [Tulum ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 31 Oct 2024 20:19:34 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.3 La selva domesticada  https://arquine.com/la-selva-domesticada/ Wed, 30 Oct 2024 15:07:13 +0000 https://arquine.com/?p=93892 La casa que Ludwig Wittgenstein proyectó para su hermana era un manifesto, una propuesta, una reinterpretación desnuda y protomoderna de la casa burguesa decimonónica en clave del siglo XX, donde el orden de los espacios domésticos se manifestaba en sus alzados. Las puertas, a toda altura, ritmaban los alzados, componían —si cabe el término beauxartino— […]

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La casa que Ludwig Wittgenstein proyectó para su hermana era un manifesto, una propuesta, una reinterpretación desnuda y protomoderna de la casa burguesa decimonónica en clave del siglo XX, donde el orden de los espacios domésticos se manifestaba en sus alzados. Las puertas, a toda altura, ritmaban los alzados, componían —si cabe el término beauxartino— y proporcionaban sus salones. Como Loos en la casa Müller, las secuencias de espacios domésticos definirían la forma resultante del contenedor. Pero lejos de certificar la indiferencia por la forma final (tantas veces argumentada en aras de exaltar las virtudes del Raumplan) ambos componían prototipos arquitectónicos, remitiéndose a las pirámides escalonadas mesopotámicas, al templo egipcio de Hatshepsut o al Walhalla de Leo von Klenze.

En el contexto todavía selvático de la periferia de Tulum, el equipo de Macías Peredo proyectó doce villas en un predio de una hectárea delimitada por un virtual entramado urbano. Las villas se construyen en el perímetro salvaguardando intacto el centro, como una muestra de la selva que está desapareciendo rápidamente tanto por el excesivo desarrollo turístico de Tulum como por las recientes infraestructuras (aeropuerto y Tren Maya), despiadadas e indiferentes con el escositema de la selva baja yucateca. Una organización panóptica que, como las doce horas de un reloj, organiza la posición exacta de cada villa.

Cada villa una emerge como un zigurat atemporal, arcaico y moderno, que remite tanto a las pirámides mayas de Cobá, como a aquellas casas radicalmente protomodernas —y a su vez tan burguesas— de Wittgenstein y Loos. Sobre un basamento de piedra, la docena de unidades se desplanta al mismo nivel, mientras la topografía irregular de rocas se eleva y desliza entre las nuevas construcciones, conservando los árboles preexistentes. El volumen, escalonado por dos de los cuatro lados de cada villa, libera terrazas indiferentes a la orientación, siempre uniformadas hacia la colindancia casi ciega de enfrente, tamizada por la densa arboleda selvática de chukum, chaká, chechén, palma chit y palma nakás.

En la planta baja de cada villa se localizan las áreas sociales consecutivas: cocina abierta, comedor, sala interior y sala exterior, rematada por una alberca y la selva inmediata. Las recámaras se ubican en los dos niveles superiores, comprimiendo sus dimensiones de acuerdo a la volumetría predefinida. Una terraza con jacuzzi en la azotea, en la línea de horizonte de las copas de los árboles, remata cada una de la docena de construcciones radiales. Y la escalera, los clósets y los baños conforman un bloque alineado sobre el largo muro trasero.

La exquisitez austera de los interiores hace eco al lema de los autores: “calmar el ruido”, ese texto extraordinario de Bilie Tsien que contextualizaba la obra de esos arquitectos en su primera monografía (Arquine, 2013). La mínima paleta de materiales, con chukum en exteriores e interiores, travertino veracruzano y maderas; junto a la suave iluminación natural desde las puertas y ventanas verticales, y la tenue iluminación artificial desde cajillos triangulares en la mejor tradición tapatía, conforma los espacios platónicos, altos y estáticos de cada villa. Si los interiores (decorados por Habitación 116) son secuencias de espacios que, literalmente, responden a las necesidades del programa, sin las compresiones y expansiones barraganianas, no podía faltar un guiño al maestro supremo en las terrazas escalonadas que, con la precisión de las agujas de un reloj, siguen los trazos radiales de la composición del conjunto.

Algunas obsesiones de los autores —como el énfasis en lo íntimo y lo común que aparecía en el hotel Punta Caliza de Holbox, o los marcos de las puertas y ventanas como pautas para establecer el orden de las fachadas del edifico Turín de Guadalajara o la casa Guzmán Jiménez en El Salto— estarían implícitas en este conjunto, aunadas a la complicidad de un cliente dispuesto a cumplir y exacerbar los propósitos del proyecto arquitectónico, para proponer (quizá hasta imponer) una manera de vivir.

Loos dibujó un gran hotel para el Zócalo de la Ciudad de México en forma piramidal, asumiendo las virtudes de las terrazas escalonadas. En Tulum, Salvador Macías, Magui Peredo y Diego Quirarte fragmentan la pirámide en doce piezas erectas entre la densa flora para convertirse en vestigios de una civilización perdida o por venir, para desaparecer en una jungla en vías de extinción, en un acto de resistencia y empatía por domesticar la selva.

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Escenas Indigenistas: Regreso al ombligo de la luna https://arquine.com/escenas-indigenistas-regreso-al-ombligo-de-la-luna/ Tue, 09 Nov 2021 15:10:42 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/escenas-indigenistas-regreso-al-ombligo-de-la-luna/ Un discurso indigenista, rancio como libro de texto deslavado, delata lo poco diferente que suena la tirada Tren Maya como para venir de un gobierno que se considera un nuevo episodio de la nación. Desarrollista, innegociable, medio militarizado, consultado de forma bastante opaca con las comunidades de la zona y, sobre todo, planeado desde los diagnósticos, los supuestos y las recetas cocinadas, a la vieja usanza, en el ombligo del país. 

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Para Concepción Obregón

 

Lo primero que uno ve al llegar al sitio arqueológico de Tulum es un enorme estacionamiento lleno de autobuses de pasajeros, taxis, coches rentados en el aeropuerto y camionetas con el logo de alguna agencia de turismo pintado al costado. Pasando el asfalto, entre el estacionamiento y la entrada a las ruinas propiamente, uno tiene que atravesar por un laberinto de comercios y entretenimientos de distintos tipos, de puestos de gomichelas a la Tulum Tower —para ver la vista—, de artesanías de alta manufactura a souvenirs tipo Mi abuela fue a Tulum y solo me trajo esta camiseta. Llegando al lugar o comiendo mariscos o poniéndose tatuajes de henna se puede observar a los chavorucos europeos y gringos que, una vez instalados en alguno de los hoteles supuestamente sustentables y budistas de Tulum, sacan del armario los atuendos hippies, pasan tardes espirituales en el cenote y noches locas con MDMA, nadan en playas invadidas por el sargazo —una molestia más del cambio climático— y se dejan atender por los habitantes del “pueblo” de Tulum que está allá por la carretera, aislado de la zona hotelera por una selva. Pero además de ellos están también turistas de Cancún, de Playa del Carmen y de toda la zona brandeada desde los noventas como la Riviera Maya, en cada caso con su propio perfil. A diferencia de los hoteles en Tulum, el mercado del sitio es inclusivo, para cada tipo de turista hay algo disponible.

Finalmente uno llega a la entrada de las ruinas, el verdadero parque de diversiones, el centro de gravedad que alimenta toda la economía de alrededor. Después de pasar la taquilla, pero antes de ver ni un edificio, el recorrido te interna por unos senderos entre la selva que desembocan, tras cruzar un arco de piedra, en el impresionante sitio arqueológico con vista al mar Caribe. El pretexto museográfico de este recorrido previo entre la vegetación es entender el ecosistema, pero el efecto buscado es que sientas como si te estuvieras adentrando en el mundo salvaje y selvático de los mayas del pasado, mundo de grandes astrónomos y grandes guerreros, de dioses serpiente y calendarios exactos, de un arte sofisticado y salvaje a la vez. Un mundo domesticado por el hombre moderno, por cierto, con un pasto bien podado que no se puede pisar y unos caminitos bien trazados que te van llevando de templo en templo, que te avisan qué zonas son ideales para una buena foto y que van escupiendo a las multitudes hacia afuera como una gelatina de bolsa. La conservación del sitio se trata de controlar tanto al pasado que se empeña en deteriorar como a las multitudes que aceleran este proceso todos los días. Y es que esta es la contradicción con la que coquetea el INAH: Tulum hay que conservarlo (a eso se dedican, en teoría), pero es capital invertido en la Riviera Maya, una de sus grandes atracciones, así que también hay que utilizarlo para el turismo de masas, y manejar la situación como mejor se pueda. Cada cierto tiempo sale un anuncio en internet diciendo que Tulum podría dejar de recibir visitantes en unos años, pero ya no se sabe si el clickbait es motivado por algo diferente a una estrategia de marketing. 

La verdad es que, sin las ruinas mayas y los cenotes, la Riviera no habría tenido ese extra que le permitió competir en el Caribe desde los años 90. Porque playas y selva hay de sobra por ahí, incluso en mejores condiciones. Pero si Cartagena podía presumir una bonita ciudad amurallada y Puerto Rico el estar a tiro de piedra de Estados Unidos, la Riviera, en cambio, contaba con los mayas (del pasado) a su favor. La justificación, por su parte, estaba ya lista, porque todo gobierno en México siempre ha podido echar mano de nuestro bien formado indigenismo para justificar un desarrollo como éste: ese indigenismo que vimos en el Gamio que llamaba a la incorporación de las poblaciones indígenas a la economía nacional, en el Amábilis obsesionado por presentar a los mayas como una cultura clásica (y muerta), en el Vasconcelos que aseguraba que éramos una síntesis armónica de civilizaciones contrarias o en el gran templo estatal que es el Museo Nacional de Antropología. Con este nuevo proyecto ahora sí se resolverá el “problema indígena” en el sureste —se anunciaba—, se generarán empleos, se traerá un Elektra. Y de las ruinas se encargará el equipo de arqueólogos y restauradores del INAH, y así de paso le damos de comer a ese sector. 

Como dispositivo turístico, el Tren Maya se está montando sobre este aparato, aprovechando su funcionalidad. De hecho, busca entramarlo y extenderlo, vinculando la Riviera con los desarrollos turísticos que se han dado por su parte en Yucatán (para los fifís, según la terminología en uso) y en Chiapas (para los chairos). Y para justificarlo, como cualquier otro gobierno en México desde la Revolución, vuelve a echar mano del indigenismo clásico, a pesar de que desde el 94 el zapatismo y otros movimientos indígenas no han dejado de denunciar esta operación. Pero este gobierno lo quiere de regreso, y promete a cambio girarlo como popular, verlo desde “la visión de los vencidos.” De ahí lo del espectáculo de la pirámide en el zócalo de la capital o lo del “árbol de la noche victoriosa.” Pero, si somos honestos, en la iconografía nacionalista la conquista siempre se ha narrado como una tragedia fundadora, así que el gesto resulta más bien reiterativo. Lo mismo podría decirse de los planes para el Parque Aztlán que reemplazará a la Feria de Chapultepec, que pintan para un auténtico revival del nacionalismo posrevolucionario en su máximo esplendor (muralismo, prehispanismo, volcanes, cine de oro y lucha libre todo incluido). Al final, un discurso indigenista tan rancio, como libro de texto deslavado, delata lo poco diferente que suena la tirada Tren Maya como para venir de un gobierno que se considera un nuevo episodio de la nación. Desarrollista, innegociable, medio militarizado, consultado de forma bastante opaca con las comunidades de la zona y, sobre todo, planeado desde los diagnósticos, los supuestos y las recetas cocinadas, a la vieja usanza, en el ombligo del país. 

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