Resultados de búsqueda para la etiqueta [Tlatelolco ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Sun, 08 Jun 2025 02:18:11 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.3 Chamizal https://arquine.com/chamizal/ Thu, 18 Jan 2024 21:45:26 +0000 https://arquine.com/?p=86972 El asombro que un territorio produce en el visitante siempre será mayor al de quien siempre lo ha habitado. Pienso que de ese estado de extrañamiento se alimenta la curiosidad de quien explora la ciudad, pues supone un portal para el aprendizaje, para dejar atrás el extrañamiento y convertir en conocido, (y por lo tanto […]

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El asombro que un territorio produce en el visitante siempre será mayor al de quien siempre lo ha habitado. Pienso que de ese estado de extrañamiento se alimenta la curiosidad de quien explora la ciudad, pues supone un portal para el aprendizaje, para dejar atrás el extrañamiento y convertir en conocido, (y por lo tanto en propio) lo que se tiene frente a la mirada. Quizá por eso, quienes no nacimos ni crecimos en la Ciudad de México, caemos con total fascinación en la búsqueda de desentrañar sus maravillas. 

En mis primeras visitas a la ciudad durante la infancia, tenía la sensación de que sus límites estaban por la esquina del Eje Central y avenida Hidalgo, por donde siempre salía con mi tía rumbo a la central de autobuses del norte, en un taxi atiborrado de mercancías para su mercería en Tula, Hidalgo. Cruzando ese umbral, todo lo que veía me parecía menos extraño, menos espectacular y menos misterioso. Más bien se parecía cada vez más al paisaje familiar (en el que había pasado hasta entonces la mayor parte de mi vida), salvo, desde luego, en el momento de atravesar Tlatelolco: Era tal mi estado de extrañamiento en ese momento, que no recuerdo siquiera haber percibido la zona arqueológica, sólo tengo grabadas en la memoria las letras de la descomunal caja azul que coronaba una torre parduzca: CHAMIZAL. En Tula había un lugar al que llamaban el Chamizal y me intrigaba entonces saber sí existía alguna relación entre esas letras y el homónimo asentamiento de mi pueblo, tratando de encontrarle un sentido a todo lo que veía con mi bagaje desnutrido de provincia. 

Unos quince años después terminaría viendo esas letras todas las mañanas desde la ventana de mi habitación en el piso 17 de la torre Revolución de 1910. 

Quizá mi sensación infantil y provinciana de que la ciudad terminaba en esa esquina del Eje Central e Hidalgo, no estaba tan lejos de ser cierta, y es que hasta el siglo XIX, toda la ciudad de México, era lo que ahora llamamos de manera condescendiente “El Centro Histórico”, el territorio en el que se desarrollaron los grandes relatos de esta ciudad: el florecimiento de Tenochtitlán, la Conquista, el Virreinato… Todo dentro de estos límites como de burbuja, que finalmente explotó en el siglo XX, expandiendo sus límites mucho muy lejos de los originales. Sin embargo, algo ocurrió y sigue ocurriendo en esta frontera; basta con cruzar del centro a la colonia guerrero para sentir el intenso cambio de ambiente, de concurrencia, de olores y sonidos, la Guerrero al contrario que centro histórico, parecería un territorio más propicio para el desarrollo de los micro relatos, los que ocurren diario dentro de las casas y vecindades, en las banquetas y las plazas públicas. 

Y es precisamente en una plaza pública donde me encontré con uno de estos micro relatos que le dio sentido a mi relación con la colonia Guerrero y, más tarde también, con Tlatelolco. Mi padre sí nació y vivió en la Ciudad de México, por situaciones familiares. Desde muy pequeño habitó con distintos parientes en varios lugares, pero una de las historias que más recuerdo haberle escuchado es sobre su tía Chata, portera del edificio de la calle Zarco número 5, detrás del convento de San Hipólito. Vivió ahí durante un tiempo, aproximadamente en 1954. En un momento en que la colonia Guerrero había pasado por distintas transformaciones, intentos de gentrificación y más, pero siempre resistiendo con un carácter marcadamente bohemio, la omnipresencia de la música y un insólito desarrollo del teatro conocido como “de revista”. La tía Chata y su hermana Celia, además de encargarse de hacer funcionar la bomba de agua del edificio, eran artistas que trabajaban en las carpas (teatros improvisados, como el que originó incluso el Teatro Blanquita), invitadas por sus amigas cantantes “las torcacitas” (Matilde y Faustina Sánchez Elías); además de esto, intuimos que realizaban trabajo sexual en la plaza de San Fernando (una plaza rodeada de hoteles y sindicatos en la que, a la fecha, se ejerce este oficio), pues cuenta mi padre que cuando terminaban sus jornadas, lo llevaban a él y a su hermana a tomar un baño caliente en la comodidad de la habitación de hotel, antes de abandonarla. 

Me gusta imaginarme cómo habría sido el día a día de estas mujeres que vivieron en un edificio que ya no existe, que trabajaron en teatros de los que apenas queda memoria en unas cuantas crónicas, que conocieron a tantas personas que les legaron a la vez sus historias y que marcaron la vida de mi padre y quién sabe de cuántas personas más, todo dentro del mismo territorio.

Años después, entrada la modernidad, la tía Chata tuvo la oportunidad de adquirir un departamento en Tlatelolco en 1964, uno de los 12 mil departamentos que se pagaban a cuenta de renta. Durante este periodo mi padre volvió a vivir un tiempo con ella en el edificio Narciso Mendoza, que pertenece a la tipología más austera, en la primera sección de Tlatelolco, justo donde Mario Pani proponía reubicar a los desplazados por el saneamiento de la “herradura de tugurios” que, dicho sea de paso, abarcaba buena parte de la colonia Guerrero. Siempre me ha parecido muy sospechosa la idea de que aquellos que vivían en barracones, vecindades o en porterías (como la tía) pasaran de ese estilo de vida a habitar un departamento en un edificio moderno, pero esta historia parece indicar lo contrario: sí era posible. 

Se establecieron ahí, y también recuerdo constantemente la historia de mi padre durante los sucesos de 1968 y cómo durante las redadas en la mañana los militares les habrían permitido transitar libremente a él y su primo, a pesar de su edad estudiantil, gracias a que trabajaban en Pemex y tenían credenciales; de cómo llegaron estudiantes aterrorizados a refugiarse en el pequeñísimo departamento de la tía, a pesar de que todo había ocurrido en la primera sección, casi a dos kilómetros de ahí. Estas historias las escuché mucho antes incluso de pisar estos territorios, y posiblemente despertaron en mí una curiosidad muy particular, la del extraño que de pronto siente como propio lo que mira… 

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Mauricio Garcés, el seductor de Tlatelolco y la Villa Olímpica https://arquine.com/mauricio-garces-el-seductor-de-tlatelolco-y-la-villa-olimpica/ Mon, 10 Oct 2022 14:08:19 +0000 https://arquine.com/?p=69935 Con su estrambótico y flamboyante diseño de arte —cuyo vestuario y decorados son dignos de análisis—, "El sinvergüenza", película protagonizada por Mauricio Garcés y filmada entre Tlatelolco y Villa Olímpica, es una caja de sorpresas.

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“Igual que los gitanos sin destino / vagamos, vagamos / si acaso nos sentimos ya cansados / cantamos, cantamos”, canta Lupita D’Alessio al inicio de El sinvergüenza (1971). Si fuera una persona, el cine también sería nómada —como el corazón gitano de Mauricio Garcés—, yendo de aquí para allá, recolectando imágenes —y en el caso del protagonista del filme, conquistas—. Al unirlas, se genera la ilusión. No sin coordenadas puntuales, el cine es un espacio imaginario.

Fufurufo como ninguno, con felina pericia, Mauricio Garcés camina por la Villa Olímpica. El otrora seductor —hoy un acosador— sigue a una mujer, y, de repente, ¡magia!, ambos están en Tlatelolco. Para quien poco conozca la Ciudad de México, no será evidente que a partir de dos espacios se genera uno en la película de José Díaz Morales. La caracterización es explícita en el filme: él, pudiente padrote que disfraza su negocio como escuela de idiomas, vive en el sur del conjunto urbano que propone la película; ella, hija de familia, habita “en la parte modesta”, su edificio está sobre lo que fue San Juan de Letrán, hoy Eje Central Lázaro Cárdenas.  

No es arbitraria la decisión de unificar estos espacios. Los dos conglomerados están asentados sobre las ruinas de otras culturas. La Unidad Habitacional Villa Olímpica Libertador Miguel Hidalgo en Tlalpan, al sur de la Ciudad de México, fue construida para hospedar a los atletas de los Juegos Olímpicos de 1968; su drenaje está conectado con el centro ceremonial de Cuicuilco, que, según se cree, fue una de las primeras poblaciones del valle de México. Dentro del Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco, al norte del Centro Histórico, está la Plaza de las Tres Culturas que integra los restos de la ciudad fundada por el pueblo mexica tlatelolco, el convento de Santiago del periodo colonial, y la Torre de Tlatelolco que proyectó Pedro Ramírez Vázquez. 

Para la historia estos espacios, que fueron parte de un proyecto de vivienda vanguardista, son emblemáticos. Sin ellos es imposible narrar los hechos del 68: el 2 de octubre, la matanza de los estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas; diez días después, el inicio de la Olimpiada. Sentados en la explanada de la Villa Olímpica, Garcés y Paula Cusi —la última esposa de Emilio Azcárraga Milmo, que tuvo una breve carrera como actriz— hablan inspirados sobre el lugar; el montaje los sitúa frente a la zona arqueológica de Tlatelolco e intercala imágenes de otros edificios. Entre broma y broma, charlan sobre el posible derrumbe del progreso que constata la arquitectura, catorce años antes del terremoto de 1985, que afectó severamente a Tlatelolco:  

— Esa plaza en lugar de llamarse Plaza de las Tres Culturas debería llamarse Plaza de las Tres Casualidades.

— ¿Por qué?

— Casualidad de encontrarla, casualidad de que seamos vecinos.

— ¿Y la tercera?

— La tercera es la que dan en los teatros antes de que empiece la función.

— Ja. Ja. 

— Esa ya no se la voy a decir porque ya no sería casualidad, sería una tontería de mi parte. ¿A usted no le hace pensar esa plaza?

— Claro que sí.

— A mí me agobia. No sé, me da la impresión de que todo mi pasado cayera sobre mí como… como una lluvia, como una luz sobre mis hombros. ¿A usted no le da esa sensación?

— No. Será quizás que yo no tengo pasado.

— Todos tenemos un pasado. Usted, por ejemplo, tiene los prejuicios de la moral, de la religión, un atavismo que forma parte de un pasado que lo limita a uno, que lo abruma, que lo agobia a veces.

— Sí, pero tanto su pasado como el mío pueden borrarse. Mire, enfrente de nosotros hay un porvenir luminoso que nos espera.

— ¿Y usted cree que esos edificios van a estar ahí para siempre?  

— Puede que no, pero ahora están ahí, como símbolo de una vida nueva que comienza.   ¿Usted no lo ve así?

— ¿Ya ve por qué la esperaba?    

Es comprensible que con su atractivo de enormes maquetas, Tlatelolco y la Villa Olímpica sirvan como sets cinematográficos. En la unidad que diseñó Mario Pani se filmaron aspectos de Rojo amanecer (1989), de Jorge Fons, y Temporada de patos (2004), de Fernando Eimbcke, películas mexicanas sobre la represión y el encierro que generan la pérdida del espacio público. Uno de los filmes más destacados del tema es Tlatelolco (2011), documental de la austriaca Lotte Schreiber que traza la controvertida historia de la unidad, su esplendor y posterior descuido, que hasta hoy se prolonga. Villa Olímpica, recuerdos de un mundo fuera de lugar (2022), de Sebastián Kohan Esquenazi, documenta cómo este lugar se convirtió en el refugio de familias argentinas, uruguayas y chilenas que huyeron de las dictaduras de sus países.

Con su estrambótico y flamboyante diseño de arte —cuyo vestuario y decorados son dignos de análisis—, El sinvergüenza es una caja de sorpresas. Ahora al vagar por Tlatelolco uno se encuentra con ancianos que pasean perros de razas pequeñas, trabajadores que intentan reparar los corredores rotos, motociclistas, muchachos que pasan la tarde jugando frontón detrás de la iglesia, turistas colorados como camarones de tanto caminar, patinadores que con sus tablas le sacan algo de brillo a los pasillos e intrusos que, igual que los gitanos sin destino, por la plaza pasan.   

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Arrasamiento https://arquine.com/arrasamiento/ Thu, 29 Sep 2022 23:00:31 +0000 https://arquine.com/?p=69287 Everybody knows that our cities Were build to be destroyed… …María Bethania, please send me a letter I wish to know things are getting better… Tal como dice este fragmento de una canción de Caetano Veloso, sabemos que nuestras ciudades fueron construidas para ser destruidas después. Pienso que no se refiere, sin embargo, a la […]

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Everybody knows that our cities

Were build to be destroyed…

…María Bethania, please send me a letter

I wish to know things are getting better…

Tal como dice este fragmento de una canción de Caetano Veloso, sabemos que nuestras ciudades fueron construidas para ser destruidas después. Pienso que no se refiere, sin embargo, a la total aniquilación o arrasamiento de una ciudad completa, sino más bien a esa interminable puesta en escena de construcción y destrucción que presenciamos a diario, con particular aceleración en la Ciudad de México. 

Esta puesta en escena interminable, tuvo sin embargo un comienzo, hace casi 700 años, cuando alguien decidió consolidar un sitio sagrado y fundar así la ciudad que hoy conocemos, ¿Qué pensaría un mexica recién llegado a nuestro año, en una hipotética máquina del tiempo, al enfrentarse con las ruinas del templo mayor de Tenochtitlan o de Tlatelolco? ¿Reconocería algo, o quizá los procesos masivos de construcción y destrucción que tuvieron lugar desde su época y hasta la nuestra, le nublarían cualquier referente del pasado?

No lo sabremos, pero frente a esta imposibilidad hay que reconocer que llevamos ventaja: conocemos lo que en algún momento fue el futuro de esos pueblos gemelos: Sabemos que Tenochtitlan acaparó el poder ideológico y político, y que, en 1473 apenas a unos cuarenta años del arribo de los españoles, emprendió una guerra contra el pueblo de Tlatelolco, que se consumó con la muerte de su gobernante y su posterior conquista. Este suceso es importante porque parece haber dejado una estela imaginaria que continuó hasta tiempos más recientes, y que quizá puede dar luces de el por qué tantas construcciones en Tlatelolco han sido atacadas por los arrasamientos, por la violencia y la muerte.

Mencionaré algunos arrasamientos, comenzando con uno que ocurre precisamente durante el proceso de conquista indígena, en la que la construcción en cuestión, es el centro ceremonial de Tlatelolco, (del que se habla, tuvo un esplendor similar o incluso mayor, al de Tenochtitlan) el gobernante tenochca ordenó expresamente, transformar el centro ceremonial tlatelolca en un muladar, una especie de destrucción simbólica del espacio, que lo despojó de su función. 

Después, a la llegada de los españoles, este mismo sitio sirvió de escenario para la última resistencia mexica frente a la conquista europea; al caer los mexicas, comenzó el primer arrasamiento: se desmontó el templo mayor, (construido en siete etapas, como si fueran las capas de una matrioska) hasta su segunda etapa constructiva; esta etapa y otros templos y plataformas circundantes fueron enterrados, seguramente por la dificultad que representaba destruir semejantes obras monumentales. 

Posteriormente, con el material resultante de la destrucción, se construyó la Iglesia de Santiago, curiosamente atribuida a Juan de Torquemada, un fraile franciscano autor de numerosas obras escritas y que posteriormente murió en el convento de Tlatelolco. 

La iglesia de Santiago sigue en pie, aunque no sin haber pasado por embates: incontables sublevaciones indígenas, saqueos e incluso su transformación en un almacén de explosivos durante la revolución; para entonces Tlatelolco parecía seguir bajo la maldición que le endilgó Axayácatl, pues no era precisamente un muladar, pero si un gran terreno en el que se establecieron los patios de maniobras de ferrocarriles mexicanos.

Llegado el siglo XX se dio inicio en esta zona, la construcción del proyecto de vivienda urbana, quizá más ambicioso que se haya consumado. Aún consciente de la existencia e importancia de los vestigios arqueológicos (que fueron excavados desde 1944 por Antonieta Espejo y Robert Barlow) los primeros proyectos del arquitecto Mario Pani, contemplaban a penas una mínima parte de rescate arqueológico, dejando sepultado debajo de los planes de modernidad, mucho pasado mexica. Esto no ocurrió a totalidad, al final se modificó el plan para rescatar buena parte de los basamentos, (aunque algunos quedaron inevitablemente sepultados) y se creó el sitio arqueológico urbano más grande de México. 

Cerca de ahí, existió un edificio de importancia histórica, que tuvo usos muy variados desde su construcción, el Tecpan de Tlatelolco fue el único palacio colonial edificado en esta zona de la ciudad, y sirvió como casa de gobierno indígena, asilo y sede de diversas escuelas hasta la época de Porfirio Diaz. En el año 60, con la construcción de la unidad habitacional, y la ampliación de la avenida Paseo de la Reforma, el palacio del Tecpan quedó fatalmente cercenado en aras de la traza de la nueva avenida, así como de la edificación de un estacionamiento y una torre de veintiún pisos, esta última, conocida irónicamente como torre Tecpan. La ironía aparece de nuevo en esta historia veintiún años después, con el sismo de 1985: la torre sufrió daños y fue demolida, un arrasamiento tras otro. A pocos metros de ahí, se derrumbaron dos de los tres cuerpos que formaban en el edificio Nuevo León, donde se calcula que murieron más de mil personas. 

Tlatelolco, como se puede ver a todas luces, es un sitio donde estas puestas en escena de construcción-destrucción, no solo han ocurrido, sino que han sido espectaculares a lo largo de su historia, sin embargo, aquí, los restos de esos arrasamientos, no han sido borrados por completo, se resisten a desparecer, formando capas que dan fe de lo bello y terrible de su pasado. 

Hoy vivo en Tlatelolco, y me gustaría que igual que en la canción de Caetano, alguien me envíe una carta del futuro, para saber que las cosas irán mejor… 

Carlos Will, Septiembre 2022.

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Tlatelolco. Un concepto de ciudad https://arquine.com/product/tlatelolco-un-concepto-de-ciudad/ Sat, 10 Sep 2022 21:03:10 +0000 https://arquine.com/?post_type=product&p=68132 Textos: Miquel Adrià, Héctor de Mauleón, Rubén Gallo, Mario Pani, José Alfonso Suárez del Real y Aguilera
Cubierta: Pasta flexible
Tamaño: 25 x 30.5cm
Páginas: 224
Edición: Español
ISBN: 978-607-9489-62-5

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El conjunto habitacional Nonoalco-Tlatelolco, inaugurado en 1964, es una de las obras más representativas de la arquitectura moderna en México. Este libro recopila la historia del conjunto, desde el proyecto original de Mario Pani, pasando por momentos en los que ha sido testimonio de profundas transformaciones de la ciudad, sede de distintos movimientos socioculturales e inspiración de diversas manifestaciones artísticas. Esta publicación integra las perspectivas urbano arquitectónica, social y cultural, a través de los textos de José Alfonso Suárez del Real, Miquel Adrià, Héctor de Mauleón y Rubén Gallo. Se complementan con fotografías, material hemerográfico y el trabajo de diferentes artistas que muestran Nonoalco Tlatelolco y su evolución en el tiempo hasta el día de hoy, consolidado como uno de los grandes hitos de la ciudad.

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Amanecer en Tlatelolco https://arquine.com/amanecer-en-tlatelolco/ Tue, 03 Aug 2021 06:02:05 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/amanecer-en-tlatelolco/ La vida de Tlatelolco ocurre más allá de la obra de Mario Pani, sobre todo después de lo ocurrido el 2 de octubre de 1968. Sin embargo, la matanza del 2 de octubre no es el único rasgo identitario de Tlatelolco. Están las actividades religiosas, las redes vecinales, la oferta educativa y cultural y, también, las películas.

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Presentado por:

 

La dicotomía entre modernidad y fracaso pareciera detonar reflexiones que buscan definir cómo es que el proyecto moderno fue desmontado. En una conferencia titulada El siglo que nunca existió, el arquitecto y escritor Reinier de Graaf pasó revista a diversas ideas y construcciones del periodo moderno para concluir que, tanto la teorías como algunas obras de ese momento, fueron derrumbados casi de manera sistemática hacia el final del siglo XX. En una primera lectura, la unidad Nonoalco-Tlatelolco podría incluirse, sobre todo después de lo ocurrido el 2 de octubre de 1968. Si en el 64, el gobierno en turno inauguraba un signo contundente del progreso, cuatro años más tarde, el mismo aparato de las autoridades exterminaría en una plaza pública los ideales de democracia que la modernidad también tendría que poner en marcha. Sin embargo, la matanza del 2 de octubre no es el único rasgo identitario de Tlatelolco. La vida de Tlatelolco ocurre más allá de la obra de Mario Pani. Las actividades religiosas, las redes vecinales, la oferta educativa y cultural del Centro Cultural Universitario son algunos de los aspectos que también se deberían considerar al momento de pensar al multifamiliar como una de las obras más importantes para la historia de la arquitectura moderna y, también, para la historia reciente de la ciudad. Ahora, si concedemos que el 68 fue un momento definitivo para la unidad, podríamos decir que los habitantes no fueron receptores pasivos de la violencia. En La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral (1974) de Elena Poniatowska, se recogen estas palabras de Lorena González Soto, vecina de Nonoalco:

En la Unidad Tlatelolco hubo un movimiento popular que surgió efectivamente de padres y de madres y hermanos y niños, chiquillos de seis, siete, ocho, nueve años, que como uno de sus juegos, llegaban a marchar con un rifle o un palo de escoba a guisa de rifle y pasar marchando delante de los granaderos y soldados que ya desde antes del 2 de octubre estaban allí puestos para lo que sucediera. Desde los encuentros entre los estudiantes y la policía, nos vigilaban constantemente. Los niños se subían a las azoteas de los edificios o gritaban desde las ventanas: “Pinches granaderos”, y los adultos coreábamos: “Asesinos”. Muchos de los niños participaron activamente en los mítines anteriores. 

Son muchos los intelectuales, activistas y escritores que han buscado oficializar un relato sobre lo ocurrido en el 68, y casi todos descalifican un libro escrito por una mujer. Pero en su libro más emblemático, Poniatowska incluye las voces de líderes estudiantiles, analistas y políticos, pero también la de personas de la clase trabajadora que, transitando por las calles de su ciudad, se encontraron con un grupo de estudiantes que pedían dinero para imprimir volantes o llevar comida a quienes acampaban en Ciudad Universitaria o el Instituto Politécnico Nacional, o bien, con granaderos que los inculparon de participar en el movimiento estudiantil por el simple hecho de pasar por ahí. Por esto, es posible considerar a La noche de Tlatelolco como un ejercicio de crónica urbana que, incluso, habla sobre cómo las infancias experimentaron la toma de la Plaza de las Tres Culturas. Además de las palabras de Lorena, son varios los actores que redundan en cómo los niños entendieron lo que estaban haciendo sus hermanos mayores, lo que hizo que se sumaran al descontento o, de manera más general, afirmar que los habitantes del multifamiliar se opusieron, de la manera en que les fue posible, a las acciones del gobierno. Es posible establecer una relación entre el libro de Elena Poniatowska y una de las tomas de Rojo amanecer (1989), dirigida por Jorge Fons y la primera cinta que narró la masacre de Tlatelolco. El niño Carlitos se encuentra jugando en la azotea de unos de los edificios de Tlatelolco con sus soldados de juguete, a un lado de su abuelo, un exmilitar veterano. En un momento del juego, fingen apuntarles a la formación de los soldados del gobierno.

Si en El callejón de los milagros, una cinta posterior a Rojo amanecer, Jorge Fons colocó bajo una lupa crítica a la vecindad (una tipología que fue abundantemente filmada por el cine de la Época de Oro), narrando cómo esta forma de vivienda, un significante de la nostalgia, formaba parte de las crisis traídas por la globalización, en Rojo amanecer las efervescencias políticas se expresan de manera literal entre el interior de un departamento y el exterior de una plaza pública, como propone David William Foster en Mexico City in Contemporary Mexican Cinema (2002). Para el autor, vale la pena prestarle atención a los estratos sociales que moran en una sola casa. En un espacio reducido donde se comparten las habitaciones con uno o más familiares conviven, como ya se dijo, un militar retirado, el padre de Humberto, un burócrata que pide a sus hijos universitarios no meterse en “grillas” y Alicia, ama de casa y esposa de Humberto. Esto, para William Foster representa un recorrido por las ideas de aquellos que habitan la ciudad física y simbólicamente. Ciertamente, un espacio se recorre, pero también la ciudadanía mira las noticias, se preocupa por sus hijos y discute durante el desayuno los eventos actuales. Para el autor, el departamento es representativo ya que reúne a los grupos demográficos de la ciudad más importantes de la década de los 60, como lo es un matrimonio con hijos. 

William Foster no deja de enfatizar que, aun cuando la ciudad no aparezca físicamente, ésta irrumpe en un refugio familiar mediante los conflictos sociales, político y económicos que se generan en el ámbito urbano. En Rojo amanecer, “la ciudad es omnipresente y es el eje dominante que dirige el significado de la cinta”, lo cual queda demostrado en los personajes que estructuran la historia pero también en el audio y en algunos encuadres que tensionan, de una manera por demás inteligente, al interior y exterior. Evidentemente, la línea temporal de la cinta es el 2 de octubre. Conforme el día va desarrollándose, irrumpe en un hogar de la clase media el sonido de las manifestaciones y, posteriormente, el de los disparos. La invasión se incrementa cuando, desde las escaleras y el vestíbulo, llegan los ecos de los amagamientos y de los gritos de ayuda. Finalmente, ingresa el sonido se corporeiza en la figura de un estudiante herido que pone en crisis la empatía de la familia ya que dudan si darle o no refugio. Por otro lado, en algún momento la madre abre su ventana para mirar lo que está ocurriendo en la Plaza de las Tres Culturas. Desde el punto de vista de ella y del mismo departamento, se nos narra un momento definitivo para la ciudad, para la política y para la clase media. 

El único que sobrevive al ataque militar es Carlitos quien, en la mañana del 3 de octubre, sale de su departamento para encontrar los cadáveres que se extienden desde el interior de su edificio hasta la plaza. Es el único momento en el que aparece el exterior de Tlatelolco. Aquí, es posible establecer un contraste. En los metrajes documentales, sólo vemos a los estudiantes tomando o huyendo de la plaza, rodeados de las fachadas corbusianas que diseñara Mario Pani. En la ficción de Jorge Fons, como sucede con las voces que recopiló Elena Poniatowska, se nos dice que hubo personas viviendo dentro de esos proyectos, lo que sigue siendo cierto después del 68, del sismo del 85. Tlatelolco continúa siendo habitado. 

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El encanto de Tlatelolco. Una revisión estética que sigue transformándose https://arquine.com/el-encanto-de-tlatelolco-una-revision-estetica-que-sigue-transformandose/ Thu, 29 Apr 2021 13:48:01 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-encanto-de-tlatelolco-una-revision-estetica-que-sigue-transformandose/ La ciudad es un campo de batalla, un escenario que incita a sus múltiples actores sociales a tomar la batuta en el constante juego de calles, avenidas, edificios, plazas ó jardines. Entre la composición occidental de una cuadrícula urbana y moderna que se suscribe sobre una ciudad prehispánica. Es así como llega el urbanismo moderno a América Latina,

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Erik López, Tlatelolco Ciudad Museo. https://eriklopez.xyz/Tlatelolco-Ciudad-Museo

 

Una ciudad es una provocación para la creación de actos de significación. Es un mapa en espera de un lector, una invocación siempre en espera de su mensajero. Saturados de experiencias, personas, recuerdos e historias, los espacios de la urbe demandan interpretación, una inscripción. Las calles requieren señales. Las intersecciones, los cruceros, los pasos a desnivel, los callejones sin salida y retículas están en espera de ser escritas sobre topografías imaginadas.
Shuddhabrata Sengupta, miembro de Raqs Media Collective

La ciudad es un campo de batalla, un escenario que incita a sus múltiples actores sociales a tomar la batuta en el constante juego de calles, avenidas, edificios, plazas ó jardines. Entre la composición occidental de una cuadrícula urbana y moderna que se suscribe sobre una ciudad prehispánica. Es así como llega el urbanismo moderno a América Latina, donde los grandes arquitectos representan su aprendizaje y las enseñanzas de sus grandes maestros (con mayúsculas) con el diseño urbanístico de complejos habitacionales, a escala latam.

Esta es la a era de oro del diseño doméstico en el México de Mario Pani & friends. Donde la mancuerna del arquitecto y el artista plástico se vuelve una misma, esa práctica que Diego Rivera enseñaba y defendía mientras tuvo por unos meses la dirección de la Escuela Nacional de Arquitectura hacia los años 30. La idea de la “bauhaus mexicana” que nunca fue escuela, sí fue en la vida real un ejercicio constante. 

Erik López, Tlatelolco Ciudad Museo. https://eriklopez.xyz/Tlatelolco-Ciudad-Museo

 

Sin embargo, debajo y alrededor de esta fantasía del habitar moderno, también existe su lado obscuro. Esta fantasía se llama Conjunto Urbano Presidente Adolfo López Mateos de Nonoalco Tlatelolco, es decir, el museo-ciudad-cementerio más visitado por los amantes del urbanismo moderno de la Ciudad de México. Al recorrer estos espacios públicos no precisamente da miedo, al contrario, nos atrapa el encanto de su historia latente. Con esta premisa es que revisé, desde sus inicios en el seminario de Espacio público y recelamiento urbano con sede en la UVA del CCUT organizado por El Asunto Urbano, el proyecto Tlatelolco Ciudad-Museo de Erik López. Una oda a la memoria y al arte público, a la generación de vínculos y procesos históricos que se generan en esta misma sede desde su construcción. 

A través de 6 visiones diversas, se retoma la historia de cada una de las secciones del conjunto y las provocaciones que generó este sueño moderno. Como bien empieza Isaac Torres en el prólogo: Tlatelolco ha inspirado a muchos, que ya hasta perdimos la cuenta. Los textos con la visión de Christian del Castillo—estudioso de la integración plástica y la arquitectura emocional—, Sofía Carrillo—el enlace con la comunidad inmediata y facilitadora del CCUT—, sumando el peculiar estilo del curador Julio García Murillo y las revisiones estéticas de David Miranda. Todo esto alrededor de la narrativa que Erik López recopila, organizando a modo de guión museográfico, obras de arte (físicas y efímeras desde 1968 a 2020) que han intervenido los espacios públicos y murales de los edificios de Tlatelolco.

Erik López, Tlatelolco Ciudad Museo. https://eriklopez.xyz/Tlatelolco-Ciudad-Museo

 

Además de trazar una bitácora del pasado, Tlatelolco Ciudad Museo, nos encamina por una versión histórica de una ciudad que se suscribe minuto a minuto. Además de ser museo, es un libro abierto que puede ser leído desde sus múltiples habitantes; vecinos, trabajadores ó transeúntes. 


Referencias:

CEBEY, Gina: “Arquitectura del Fracaso”, Fondo Editorial Tierra Adentro, (2017), 106pp., ISBN: 978-607-745-749-7

CERVANTES, Tadeo: “Hacia una política de corpo-barricadas”, (2020), https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=2102

LÓPEZ, Erik (2020): “Tlatelolco Ciudad Museo”, 152pp.

Memorias del Segundo Simposio Internacional de Teoría sobre Arte Contemporáneo ‘ARTE Y CIUDAD| ESTÉTICAS URBANAS · ESPACIOS PÚBLICOS · ¿POLÍTICAS PARA EL ARTE PÚBLICO?’ del Patronato de Arte Contemporáneo, (Ciudad de México, 2003).

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El suburbio y las balas https://arquine.com/el-suburbio-y-las-balas/ Mon, 30 Nov 2020 06:55:30 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-suburbio-y-las-balas/ Jardines del Pedregal no sólo fue un proyecto de paisaje y un desarrollo inmobiliario planteados por Luis Barragán, también fue, junto con Ciudad Universitaria y Ciudad Satélite, Tlatelolco y La ruta de la amistad, un intento arquitectónico y urbano de consolidar la imagen de un milagro que no fue.

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En la fotografía vemos a un hombre de perfil. Una luz oblicua apenas define su rostro y ensombrece sus ojos, dejando ver sólo el aro de sus elegantes gafas. El hombre está de pie frente a un mapa que cubre la totalidad de un muro. La zona que aparece en el mapa es los Jardines del Pedregal, donde Luis Barragán, el hombre retratado, desarrollará un conjunto inmobiliario que será, para una burguesía cosmopolita, “el lugar ideal para vivir”, a decir de la publicidad de la época con la que se anunció la venta de las casas.

En “Luis Barragán’s Jardines del Pedregal and the International Discourse on Architecture and Place”, el historiador Keith Eggener cuenta que el proyecto del Pedregal inició para Barragán como un ejercicio de jardinería. Las primeras intervenciones del arquitecto fueron quioscos y caminos para que se pudiera caminar por una zona cuya singularidad eran las lavas petrificadas de la erupción del Xitle, hace unos 2,500 años. Posteriormente, anticipando la bonanza económica de la posguerra que también beneficiaría a México, Barragán adquirió terrenos con el plan de arreglar más jardines, instalar fuentes y construir casas que pondría a la venta. Entre sus socios y colaboradores para el proyecto se encontraron los desarrolladores Luis y José Alberto Bustamante, el urbanista Carlos Contreras, responsable del plan maestro del Distrito Federal, el pintor Diego Rivera, el arquitecto Max Cetto y el escultor Mathias Goeritz, quien hizo la Serpiente del Pedregal, escultura que estaría a las puertas de este trozo de una nueva ciudad que imaginó, también, un habitante de la modernidad. 

Además de comentar las características formales del proyecto, Eggener no deja de señalar que esta obra colectiva coloca a Barragán en un sitio diferente a aquel en que cierta tradición académica ha querido mantenerlo. La idea del Barragán de los silencios y las luces, del arquitecto mexicano que únicamente proyectó desde México y para México, puede ser cuestionada porque la obra que emprendió en los Jardines del Pedregal tuvo, sin dejar de lado la calidad arquitectónica, razones comerciales, además de que se inserta en una serie de prácticas y debates internacionales sobre la importancia del diseño del paisaje. Eggener plantea que el aspecto comercial del proyecto permitió ciertas decisiones estéticas. Si bien los jardines son un elemento común en la obra de Barragán, esta ocasión operarían para aislar a la vivienda: una forma orgánica de delimitar la propiedad privada. Asimismo, el automóvil y las piscinas serían dos tecnologías que volverían atractivo al conjunto. En la gráfica de los anuncios publicitarios se procuró incluir a las cocheras con último modelo incluido, y a las mujeres disfrutando de la piscina con un traje de baño a la moda. Podemos imaginar interiores equipados con sistemas de sonido de alta gama y bar para preparar coctelería.

Pareciera que los Jardines del Pedregal fueron más californianos que nacionalistas. La crítica de arquitectura Esther McCoy, autora de la primera monografía sobre las Case Study Houses, proyecto angelino también de la posguerra, visitó la casa de Barragán y dijo sobre su biblioteca de arte que era “la más grande que se encontraba en México”. Ejemplares de las revistas Architectural Record y Espacios formaron parte de su colección, publicaciones en las que se difundieron los debates de la arquitectura moderna sobre el jardín funcionalista. Cómo el arquitecto tomaba en cuenta al paisaje para diseñar un espacio eficiente y cómo el terreno físico imponía cualidades previas al diseño fueron algunas de las preguntas planteadas. Entre quienes dieron forma a estas preocupaciones se encontraron participantes de las Case Study Houses, como Richard Neutra, cuya Casa Kaufman influyó a Barragán durante el desarrollo de los Jardines del Pedregal. 

“Queda el nacimiento del más bello fraccionamiento que he visto jamás”, dijo Mathias Goeritz en “El arte del Pedregal”, un artículo publicado en El Occidental, periódico de Guadalajara. En ese mismo texto también declaró: “La construcción de una ‘zona residencial’, casi de una nueva ciudad —donde hasta hace poco no había más que una naturaleza verdaderamente salvaje— es quizá una de las obras más complejas, de las más difíciles, pero al mismo tiempo una de las más serias y más creadoras que ha nacido en el siglo XX.” La adjetivación es peculiar para un fraccionamiento. Goeritz, el teórico de la arquitectura emocional, vio belleza en la domesticación de la naturaleza y en una forma de vivienda privada. Para el artista, las máquinas de vivir de Barragán tenían un aura de espiritualidad. Goeritz mismo también contempló la tecnología del automóvil como un dispositivo esencial que facilitaría la verdadera apreciación de la Ruta de la Amistad, obra casi adyacente a los Jardines del Pedregal y que uniría un conjunto de esculturas abstractas, diseñadas por artistas de diversas naciones, con el fin de celebrar la amistad de México con los países que arribarían a los Juegos Olímpicos de 1968. 

“La gente se mueve a 70 kilómetros por hora en los viaductos, en las supercarreteras”, escribió para la revista En Concreto. “Por eso, cuando se me invitó para organizar alguna representación artístico-escultórica, como se hizo con otras artes que integraron la Olimpiada Cultural, pensé en este problema del hombre del siglo XX. Había que hacer un arte funcional, […]”.

 

 

El automóvil es también el protagonista de La creación artística: Vicente Rojo, un documental experimental dirigido por Juan José Gurrola, el cual pretende capturar la práctica artística del pintor y diseñador. Muy lejos de ser un filme biográfico, o de proponer un ensamblaje de entrevistas alrededor de la figura de Rojo, Gurrola decidió capturar un recorrido en el coche del pintor e instalar su obra en los capotes de otros automóviles y en las calles. Sobre esta pieza, dice Jesse Lerner, en “Las películas de Juan José Gurrola”, que “Las abstracciones del artista conectan con los espacios públicos de la modernizante capital de Adolfo López Mateos. Sostenidas contra la defensa de un coche o en la fachada de vidrio y acero de un edificio, las geometrías simplificadas entran en los espacios abiertos de la ciudad.”

México ya se movía sobre cuatro ruedas. O al menos su élite intelectual. Jean Baudrillard, filósofo francés cuyo primer libro fue El sistema de los objetos (1969), título contemporáneo de las prácticas artísticas de vanguardia en México, dijo que el automóvil era un signo de victoria para el día a día suburbano. El automóvil no se trata de la modernidad monumental, sino un facilitador que “integra la mediación gestual entre el hombre y las cosas”. La clase media puede recorrer las vías principales y apropiárselas a través de la velocidad. Esta misma clase, más culta y bilingüe, está habitando los suburbios del sur de la capital. Por su parte, el Estado asimila nuevas formas de representación artística. La obra pública ya no despliega los mensajes pedagógicos del muralismo, sino que interviene el paisaje con esculturas abstractas. El nuevo capitalino ya conoce el extranjero, está formado en la técnica pero también en las humanidades, busca renovar sus bailes de fiesta y asumir como identidad cortes de cabello importados. Carlos Monsiváis describe a este ciudadano con mayor contundencia:

La estabilidad es la frivolidad. Ya en los sesentas, los sectores medios adheridos a los prósperos deleites (comerciales y espirituales) de la Modernidad aceptan, entre crisis periódicas de duda nacionalista, que lo cosmopolita es meta que bien vale la desidia frente a los derechos políticos. Lo importante es ampliar la otra vertiente de los derechos individuales, hacer del egoísmo una aventura ideológica, reivindicar el psicoanálisis como derecho civil de la burguesía, hurgar interminablemente en la infancia o en la pérdida de la identidad para encontrar allí las raíces prestigiosas y licenciosas de las conductas convencionales. La televisión va unificando habla y reacciones del país entero, […]. La Rumba de la Falsa Conciencia atraviesa galerías de arte y conferencias-show y teatro del absurdo y cine experimental […].

En 1965, la Sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica, o STPC, convoca al Primer Concurso de Cine Experimental como respuesta a la decadencia de la industria cinematográfica nacional, estancada en los códigos de la Época de Oro, con sus madres abnegadas y sus vecindades, o su miedo por los multifamiliares. Si el cine que tomó al Centro Urbano Presidente Alemán como escenario hablaba sobre un mexicano que migraba de las formas de vivienda rurales a las de los edificios de Mario Pani, lo que se vería en las películas entregadas al concurso contendrían el “imaginario de la juventud capitalina de la clase media capitalina, de sus gustos y obsesiones”, según consigna Álvaro Sánchez Mantecón en “Contracultura e ideología en los inicios del cine mexicano en súper 8”. “En medio de una tranquilidad real y aparente, los sectores medios van desertando de una práctica de lo ‘mexicano’”, señala Monsiváis. La convocatoria de inscripción tuvo un plazo de dos meses, en la que se registraron 31 cintas. A los proyectos seleccionados, el concurso ofrecía el apoyo en equipo de filmación y personal, así como la financiación del sindicato para la compra de película virgen y el trabajo de revelado en laboratorio. 

Quienes se inscriben a la convocatoria son la juventud que irrumpe a finales de la década de los cincuenta, que “proviene de las aulas de una Universidad renovada [la UNAM, otro conjunto arquitectónico de suma importancia para la modernidad, que también se encuentra en el Pedregal]”, como consigna Francisco Javier Miranda en “Renovarse o morir: Concurso de cine experimental en México”. Miranda describe a esta población de la siguiente manera: “Se desempeñarán en diferentes ámbitos de la vida cultural y tendrán como punto en común el ejercicio de la crítica, reflejado en las diferentes manifestaciones artísticas.” El espíritu de los filmes presentados al concurso, según el recuento de Miranda, forman parte de este ambiente de efervescencia artística. Se tratan de proyectos interdisciplinarios que establecen comunicación entre la literatura y las artes plásticas del momento. Las cintas ganadoras fueron adaptaciones de textos de escritores contemporáneos a la filmación y, para los escenarios, contribuyeron pintores como Fernando García Ponce o Manuel Felguérez, nombres que se opusieron a las restricciones estéticas de la Escuela Mexicana de Pintura y que construyeron una pintura emancipada de los códigos nacionalistas.

El primer lugar fue para Rubén Gámez con La fórmula secreta (1965), un mediometraje que ensayó formas de montaje que no relataran una anécdota y que, sin embargo, enunciaban un discurso. En la cinta vemos rostros que podemos identificar como campesinos que rondan por una tierra estéril, mientras un histriónico Jaime Sabines lee un texto de Juan Rulfo que pareciera resumir algunos de los argumentos de historias como “Nos han dado la tierra” o “Talpa”, ya publicadas en su libro de cuentos El llano en llamas (1953). A grandes rasgos, el texto que escuchamos habla sobre la promesa fallida de la Revolución. A los campesinos no se les entregaron los terrenos fértiles que asegurarían su economía, sino páramos de sal y arena. Gámez establece el contraste entre esta circunstancia y la vida de las ciudad, donde anuncios de marcas extranjeras de las industrias textil, automotriz y alimentaria señalan su triunfo sobre el paisaje.

El tercer lugar de la competencia se trató de una reunión de episodios reunidos por el productor Manuel Barbachano Ponce bajo el título de Amor, amor, amor (1965), una recopilación que alcanzó las tres horas y media y que reunió cortometrajes y mediometrajes como La Sunamita de Héctor Mendoza y Las dos Elenas de José Luis Ibáñez, ambas adaptaciones literarias de Inés Arredondo y de Carlos Fuentes, respectivamente. La antología Amor, amor, amor es el extremo opuesto de La fórmula secreta. Los episodios retratan a quienes sí les fue entregada la tierra: quienes sí gozaron de los privilegios del capital cultural y de, hay que decirlo, la tez blanca. Los hijos de Marx, Coca Cola y la trova de protesta. Dos de estos episodios fueron, a su vez, reunidos en otro díptico titulado Los bienamados, el cual contenía “Tajimara”, dirigida por Juan José Gurrola a partir de un cuento homónimo de Juan García Ponce, y “Un alma pura” de Juan Ibáñez, basada en una historia de Carlos Fuentes.

Las fiestas y el sexo de ambas entregas están mediadas por un ritmo de introspección intelectual. Dice Jesse Lerner que se tratan de mediometrajes “cultos, literarios, en deuda profunda con la Nueva Ola francesa.” Arte abstracto, aflicciones existenciales y bailes con música en inglés son los rasgos en común entre “Tajimara” y “Un alma pura”. También aparece en ambos el tema del incesto. Los jóvenes de las historias añoran tener una identidad propia que no estuviera mediada por el machismo y la idea de llegar virgen al matrimonio. Pareciera que la única salida para experimentar un afecto auténtico es la de enamorarse entre hermanos. En ambas películas hay cameos que, en sí mismos, forman una antología del zeitgeist intelectual. En la fiesta que se filma en “Tajimara” aparece un Carlos Monsiváis melancólico, de riguroso abrigo negro, así como los hermanos García Ponce (Fernando y Juan) y la actriz Beatriz Sheridan. Por su lado, en “Un alma pura”, Carlos, el hermano incestuoso, está discutiendo con su novia Clara (a quien Carlos utiliza para ocultar el objeto de su verdadero deseo, su hermana Claudia) en un departamento neoyorkino. Carlos desiste de la discusión y se va a saludar a los demás. Todos hablan francés e inglés. Todos hablan de literatura y de marxismo. Todos son invitados ilustres: Leonora Carrington, Carlos Fuentes y, de nuevo, Juan García Ponce, los autores y guionistas de Los bienamados.

Las fiestas de “Tajimara” y “Un alma pura”, si bien tienen un interés histórico, se tratan de montajes ficcionales. Pero “Un cumpleaños”, cortometraje de Julio Pliego también filmado en 1965, es un ejercicio documental que, si bien no compitió en el Primer Concurso de Cine Experimental, reconoce en la fiesta un momento de importancia para construir la narrativa sobre el México pop y vanguardista. Una cámara recorre los espacios de una casa de San Ángel: estamos asistiendo a la celebración del cumpleaños de Carlos Fuentes, a quien vemos bailar un rock and roll con Beatriz Sheridan. Gabriel García Márquez; la actriz y cantante Julissa; el pintor José Luis Cuevas; los cineastas Arturo Ripstein y Luis Alcoriza; las escritoras Margo Glantz y María Luisa Mendoza son algunos de los nombres de esta exclusiva lista de invitados sí, al onomástico de Fuentes, pero también a un siglo XX de copetes complicados, trajes y corbatas y alianzas culturales con el partido que llevó a México a una bonanza económica tal que hasta ahora la seguimos nombrando como un milagro.

Todos ellos, para volver a decirlo con Francisco Javier Miranda, desempeñaron papeles importantes en la vida cultural de México, actividades que tendrían una consolidación en la Olimpiada Cultural de 1968, una serie de eventos que acompañarían a las actividades deportivas de los Juegos Olímpicos del mismo año. Por ejemplo, Julio Pliego también documentaría aquella fiesta política. Juan José Gurrola, José Luis Cuevas, Manuel Felguérez, ente otros, organizarían una serie de eventos (contra)culturales como protesta a la exposición de artes plásticas organizada por el INBA para el programa de la Olimpiada Cultural, muestra en la que ficharon a la pintura de la vieja guardia tras haber lanzado una convocatoria que decía abrirse a todas las tendencias de la plástica contemporánea. Por su lado, Juan García Ponce formaría parte del comité de prensa comandado por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez. Catorce años después a los hechos ocurridos en la Olimpiada Cultural, Juan García Ponce publicaría su novela más ambiciosa, Crónica de la intervención (1982), la cual recogería en clave ficcional los puntos de vista de los artistas que participaron en la Olimpiada Cultural —con una aparición, entre otras, de Mathias Goeritz—, la cual sería nombrada en la novela como el Festival Mundial de la Juventud, dirigido por el arquitecto Alberto Pérez Manrique, máscara de Ramírez Vázquez.

“El problema es que tenemos la obligación de crear algo que todavía no existe”, dice en su mal español Berenice Falseblood, coordinadora de la oficina de comunicación del Festival. Ella no se referirá únicamente a la construcción de los pabellones y a la instalación de las esculturas para el evento, sino a la misma imagen de la modernidad con la que se jugaría el presente y el futuro político del país. Pérez Manrique pensaría medianamente igual aunque, de manera enigmática, concibe al evento a través de la idea de que “las exigencias de la vida pública raramente coinciden con las posibilidades de la vida privada”, paradoja que comprobará cuando tenga que dar la conferencia de prensa del Festival y justificar, ante los periodistas, los ataques del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas. Manrique cuenta la versión de la Secretaría de Defensa, la cual señala que hubo “un número indeterminado pero bastante bajo de civiles” y reitera “su confianza en que el mundo y en particular los periodistas llegados desde todas las partes del globo reconocerían, más allá de la intolerancia política, el laborioso esfuerzo con el que durante varios años la nación se había aplicado a mostrar que era capaz de recibir con una sorprendente dignidad a los deportistas y visitantes del mundo entero.” Mientras, allá a los lejos, los estudiantes demandan ideales modernos que corresponden a esa vida íntima que no se puede conciliar con la pública, como la democracia, los derechos y la libertad sexual.

Esteban, el documentalista asignado del Festival Mundial de la Juventud, decide acudir a Nonoalco-Tlatelolco, inaugurado por López Mateos, presidente que legó el mismo paisaje visto por los ojos de Vicente Rojo. “Los lugares eran siniestros y muchas gentes más buscaban a sus desaparecidos. En la delegación cercana a la plaza, Esteban, con otras personas a las que también se había dejado entrar, miró cuidadosamente más de treinta cadáveres, sin camisa, con la ropa hecha jirones, sin zapatos, sin más rostro ni apariencia que el que habían creado las heridas que les causara la muerte. Miró fijamente, miró cuidadosamente. La espantosa figura de la muerte violenta.”

La élite intelectual y artística quedó en pleno fuego cruzado. Los amagados en los vestíbulos de la unidad habitacional de Pani, definitivamente, no fueron ellos. Los principales beneficiados del milagro mexicano acudieron a sus actividades culturales mientras decidían qué postura tomar en sus libros, en su pintura, en su cine y en el debate público. Sánchez Mantecón relataría que los subsecuentes concursos de cine experimental mantendrían el compromiso de filmar en el formato de súper 8 a la juventud capitalina que sufrió las consecuencias de la matanza del 2 de octubre. También se publicarían novelas y crónicas, y se imprimiría gráfica y se cambiaría, otra vez, el rumbo de la representación pictórica. Hasta ahora, los cadáveres que vio Esteban en plena inauguración del Festival Mundial de la Juventud, permanecen anónimos.

El sur de la Ciudad de México conserva algunos rasgos de aquella modernidad que buscó transformar su vida cotidiana, sumergiéndola en el glamour de las casas californianas y de las avenidas con arte vanguardista. Actualmente, las obras que se desarrollan ahí continúan privilegiando al automóvil, dejando a un lado un posible estilo que pudiera darle estatus a sus habitantes. Los segundos pisos de autopistas son el hito que define al sur y resuelve, de manera deficiente, su conexión con las zonas más céntricas. El proyecto de los Jardines del Pedregal ha sufrido las modificaciones tanto del paso del tiempo como de las necesidades de la nueva clase alta que, después de la década de los sesenta, comenzó a habitar aquellas colinas. Según Federica Zanco, son pocas las casas del proyecto que mantienen sus rasgos originales. Probablemente las piscinas, el vidrio y los aparatos de sonido de alta gama son elementos que ya desaparecieron. Pero, ¿debemos mirar esa época con nostalgia? ¿Debemos creer en milagros económicos? ¿O más bien preguntarnos cómo es que la arquitectura moderna, y la vida cotidiana moderna, pudo ser posible mientras el Estado disparaba contra los estudiantes? La nostalgia por el milagro mexicano sería despolitizarlo, estableciendo que  tecnologías como el automóvil, el suburbio y el arte público fueron los únicos agentes que definieron aquel momento de la historia. Los Jardines del Pedregal, así como la Ruta de la Amistad y la Ciudad Universitaria, proyectos que se encuentran en cercanía física y discursiva, permanecen como una suerte de zona arqueológica de la modernidad en donde el espectro del glamour persiste como una evidencia histórica a la que hay que cuestionar. Ahí, sobrevive algo de aquella clase media cosmopolita que, con todo y su capital cultural, miró, impotente, la matanza de Tlatelolco.

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Después del 2 de octubre, Tlatelolco https://arquine.com/despues-del-2-de-octubre-tlatelolco/ Fri, 04 Oct 2019 06:03:10 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/despues-del-2-de-octubre-tlatelolco/ “Esto podría pasarte a ti. Podría pasarle a cualquiera”, se lee en una placa puesta sobre un cajón rectangular, de 2.40 mts x 96 cm x 48 cm. A un lado, está colocada una cédula en la que hay un código QR que, tras ser escaneado con un celular, activará una animación.

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“Esto podría pasarte a ti. Podría pasarle a cualquiera”, se lee en una placa puesta sobre un cajón rectangular, de 2.40 mts x 96 cm x 48 cm. A un lado, está colocada una cédula en la que hay un código QR que, tras ser escaneado con un celular, activará la animación de un joven que porta una mochila y se acerca a la cámara, pero que antes de llegar a la misma distancia del usuario, cae como si le hubieran disparado, para después desvanecerse sobre la superficie del cajón de madera.

El Monumento digital al estudiante caído se ha instalado en cuatro sitios relevantes para la historia reciente de México: el Centro Cultural Universitario Tlatelolco; el ITESO de Guadalajara, escenario del secuestro y asesinato de tres estudiantes; la Casa de la Cultura del Centro Cultural de El Carmen, en Chiapas, foco de las luchas por los derechos humanos; y Guanajuato, “estado que registra 6,829 personas desaparecidas entre enero de 2016 y noviembre de 2018”, a decir de José Carlos Thissen, jefe de comunicación de la Federación Internacional por los Derechos Humanos para Latinoamérica y el Caribe. Thissen también menciona que “contar la historia reciente de la violencia en México de una forma amigable no es posible, ni sería ético. Pero sí merece ser hecha de forma tal que interpele a quien la vea, y que al mismo tiempo logre generar empatía” (Animal Político, 2019).

Este miércoles 2 de octubre, la ciudad volvió a protestar por los ahora 51 años de la matanza en la Plaza de las Tres Culturas. Desde 1968 las políticas de la mirada han establecido un consenso sobre la representación —y consecuente comprensión— de lo ocurrido. En su momento el gobierno controló encabezados en periódicos y la difusión de imágenes —simultáneamente a que Luis Echeverría, documentalista involuntario, ordenara la filmación de los momentos más álgidos del fuego en el conjunto urbano obra de Mario Pani. El 3 de octubre, un día después del crimen, el caricaturista y pintor Abel Quezada publicó en el periódico Excélsior un cartón totalmente negro, únicamente rotulado con la pregunta ¿Por qué? Una cinta de luto pero también una veladura sobre los cuerpos que todavía no eran vistos fue, con el transcurrir de los años, paulatinamente transparentada. Ahora tenemos archivos de fotografías que documentan las manifestaciones y los cadáveres; crónicas escritas desde Lecumberri o desde la mirada de quien visita Lecumberri para recopilar testimonios; y sobrevivientes que son rastreados por periodistas o historiadores y que, medio siglo después, siguen hablando sobre un crimen de Estado. Para la conmemoración de los 50 años, también, hubo actos oficialistas que, a su vez, produjeron sus propias imágenes histórico-estéticas. En la Cámara de Diputados se lee ahora sobre un mármol la placa que reza “Al movimiento estudiantil de 1968”, y las luces de la Torre de Rectoría, también proyectada por Mario Pani junto con Enrique del Moral, se apagaron en las primeras horas de la mañana del 2 de octubre. El 68 es una imagen ineludiblemente política cuya representación sigue construyéndose, ya que únicamente la justicia puede clausurar sus diversas articulaciones, cuyos soportes están dados en las posibilidades que puedan surgir entre la documentación o la ficcionalización.

Entonces, ¿por qué producir tecnología para mirar al estudiante que cae, teniendo un repertorio tan robusto de interpretaciones? En el texto Sobre la inminencia de lo insensato o la pintura como aniquilación. Memoria, materia e historia (MUAC, 2016), el crítico José Luis Barrios, partiendo de las ideas clásicas de Walter Benjamin sobre la técnica y la reproductibilidad, aborda el problema de la imagen artística o documental como herramienta para construir las verdades históricas. “Pensar en la verdad de las artes o considerar los regímenes de la imagen supone pensar la verdad en las artes: pensar sus técnicas, sus soportes, su materialidad, pero también pensar el carácter histórico material de estos medios”, escribe. Y se puede comprobar que la visualización digital es un formato que está forjando nuestra mirada política y afectiva, y que igualmente nos posiciona en nuestro presente histórico. Con las pantallas está capturándose el temperamento de nuestra época. Pero esta afirmación no descarta otra. El Monumento digital al estudiante caído reproduce la misma sintaxis que otras instalaciones que ahora requieren ser activadas. ¿Explotación de una particularidad técnica? El Monumento digital es una aplicación de realidad aumentada para, sí, transmitir información sobre los crímenes de Estado —porque Tlatelolco no es lo único que ha sucedido— pero cuyas interactividades son las mismas que las que ahora podemos observar en la nueva edición de los nuevos billetes mexicanos, que activan animaciones de ballenas. Esta especulación tecnológica sobre los desaparecidos, ¿significa una recuperación urgente del 2 de octubre para una generación que podría no conocer el hecho, y que ha adoptado para sí las implicaciones de la imagen digital? No podría justificarse así al Monumento, ya que esa misma generación es la que se ha apropiado del signo siempre abierto del 2 de octubre, es la que vuelve a las calles.

José Luis Barrios también dice que las representaciones siempre encierran un vacío que genera un desfase entre la fidelidad histórica y la imagen del horror que desata la violencia necropolítica, “la clausura de la representación no en función del tiempo, ya sea como memoria o como historia, sino de remontarlo como huella o impronta, como impronta del terror en la superficie”. Una vuelta a la veladura de Abel Quezada: desde Tlatelolco los cuerpos siguen desapareciendo sistemáticamente, y una forma más empática de mirarlos puede ser dimensionando su anonimato, su permamente falta de resolución política. Mirar un abismo negro. Pero lo que intenta el Monumento digital es corporeizar, ponerle una figura aunque sea prostética al estudiante asesinado. Y lo que podría ser una multitud de cuerpos anónimos queda reducida no sólo en un cuerpo, sino en el cuerpo de un hombre joven, misma figura de otros monumentos de bronce y oro.

Yo diría que el desfase contemporáneo de Tlatelolco puede identificarse en la vida después del 2 de octubre. Si Gustavo Díaz Ordaz pretendió borrar la presencia pública dentro de un espacio, esa misma presencia vuelve no sólo cada 2 de octubre. Más bien, nunca fue borrada. La lectura pesimista —y reduccionista— del Conjunto Nonoalco Tlatelolco es la que lo coloca en la vitrina de las ruinas de la modernidad. Pero su destino ha sido distinto que el que trazó Reinier de Graaf en MEXTRÓPOLI 2017, al revisar tipologías similares a la de Pani y que fueron, en su mayoría, demolidas. Tlatelolco continúa siendo habitado y es un sitio que ha generado vínculos institucionales y vecinales de maneras mucho más eficaces que otros espacios más mediados por ideas de tolerancia. Por las fiestas religiosas o las actividades programadas por la Unidad de Vinculación Artística, se puede intuir que el tejido social que palpita en la obra de Pani es más que saludable. Tlatelolco mantiene sus funciones como vivienda, como parque y como sitio de tránsito entre Reforma e Insurgentes. Sí, es un lugar para la memoria pero también es un espacio público. De ninguna manera es una zona cero. La imagen del 68 mexicano no logra ser determinada por el archivo y por las supuestas actualizaciones del 2 de octubre, ya que ahí se viven de maneras múltiples a las que una matanza marcó. Permanecer después del 68 podría tomarse como una protesta cotidiana que no tendría que ser resuelta por ningún monumento.

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Todo se derrumbó https://arquine.com/todo-se-derrumbo/ Fri, 08 Jul 2016 14:20:34 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/todo-se-derrumbo/ La arquitectura, por sí misma, es incapaz de poner solución a los males de la sociedad. Por mucho que haya existido durante gran parte del siglo XX un esfuerzo desde la teoría por reivindicar la autonomía de la disciplina, hoy ya sabemos que la arquitectura se circunscribe, en realidad, a un complejo proceso que está afectado por lo económico, lo social o lo legal, entre otros factores.

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La arquitectura, por sí misma, es incapaz de poner solución a los males de la sociedad. Por mucho que haya existido durante gran parte del siglo XX un esfuerzo desde la teoría por reivindicar la autonomía de la disciplina, hoy ya sabemos que la arquitectura se circunscribe, en realidad, a un complejo proceso que está afectado por lo económico, lo social o lo legal, entre otros factores. Pretender que sólo la arquitectura nos salvará es quedarse con una visión reducida de todo esto. Sin embargo, es en la arquitectura donde mejor se siguen reflejando los cambios, los aciertos y los fracasos detrás de determinadas políticas, en la medida que ella es la concreción material y espacial de las mismas. De ahí su fuerza simbólica: la caída y destrucción de un edificio, o la violencia que impone, sirven, casi siempre, como metáfora perfecta de nosotros mismos.

_MG_8576Fotografía: Aimée Suárez

2 de octubre de 1968 (6:10 pm)

Yo era feliz contigo (…)
Hasta que desperté de mi locura
Y pude comprender que me mentías.

En 1964 el Conjunto Urbano Presidente Adolfo López Mateos de Nonoalco Tlatelolco luce radiante. LIFE lo retrata con orgullo entre sus páginas como imagen del Milagro mexicano. Los editores de la revista de arquitectura L’Architecture d’Aujourd’hui, al ver las primeras fotos aéreas del proyecto recién terminado, confundieron el nuevo conjunto con una maqueta: líneas precisas para una nueva sociedad. Tlatelolco es en ese momento el más nuevo de los proyectos de vivienda impulsada por el Estado, revelando una extraordinaria claridad corbusiana. Pani, su arquitecto, hizo aquello que el maestro suizo sólo pudo imaginar en los dibujos del Plan Voissin. Urge pues celebrar esta nueva imagen, el Presidente a la cabeza, acompañado de sus secretarios y el arquitecto expone el nuevo orden urbano y social a golpe de concreto; arquitectura prístina, levantada con imposición sobre la antigua herradura de tugurios, ese caos urbano cuya historia, como en la película de Buñuel, sólo pertenece a los olvidados. La realidad chocaría allí sólo cuatro años después; el sueño moderno se convierte en pesadilla en la Plaza de las Tres Culturas, un lugar donde la historia parece constantemente escrita en sangre. Ahí fue donde cayó Cuauhtémoc, el último tlatoani de México-Tenochtitlan. Ahí fue donde se disparó impúdicamente contra un conjunto de personas que sólo reclamaban cambios sociales. 1968 había sido un año capital. Los jóvenes franceses, nacidos después de la Segunda Guerra Mundial, pedían imaginar otro mundo posible. La fiebre revolucionaria de una floreciente clase media se extendía por todo el planeta. En Estados Unidos surgen los primeros movimientos contra la guerra de Vietnam. En México, con la proximidad de los Juegos Olímpicos que debían mostrar al mundo un Estado moderno, se reivindicaron las luchas propias. Pero las ilusiones de transformación quedaron esparcidas en pedazos en el corazón del proyecto de Tlatelolco. El diseño arquitectónico había sido su trampa: la configuración espacial de la plaza fue el escenario perfecto para disparar sobre una población desarmada, atrapándola entre los edificios como si se tratara una ratonera. Si bien era evidente que el proyecto realizado por Mario Pani fue usado desde el principio por el poder, pocos imaginaron, sin embargo, que llegara a tal forma de servicio: la represión contundente de todas aquellas personas fuera de los ideales de los gobernantes.

_MG_8667Fotografía: Aimée Suárez

19 de septiembre de 1985 (7:17 am)

Todo se derrumbó dentro de mí (…)
Mira mi cuerpo, cómo se quiebra

Marcado en sangre, el lugar se hundió en desgracia una vez más. Como afectado por un mal deseo, los costos de su mantenimiento nunca fueron asumidos del todo por el Estado, que era el propietario. En la década de los 80 ya se había abogado por la autoadministración por parte de los vecinos. Algunos años antes, los grandes proyectos inmobiliarios de carácter social distaban mucho de las ideas tras Tlatelolco. Si en la visión de Pani siempre se defendió la densificación del centro urbano, con servicios públicos integrados, los nuevos desarrollos realizados se instalaban en periferias cada vez más lejanas, convirtiéndose en grandes guetos donde se excluyó de cualquier tipo de beneficio a toda una masa de población. Pero el golpe definitivo estaba por llegar. Un terremoto de 8.2 en la escala de Richter afectó a casi toda la Ciudad de México. En Tlatelolco, sólo uno de los 102 edificios colapsó consecuencia del temblor: el edificio Nuevo León perdió dos terceras partes en el acto, fallecieron cientos de personas. Otros se vieron afectados y fueron derribados posteriormente. Los vecinos acusaron el hecho de “homicidio colectivo” porque, pese a que se conocían las malas condiciones técnicas del inmueble y en especial de su cimentación, las soluciones fueron escasas y llegaron tarde. Desde entonces, Tlatelolco, como un gigante de pies de barro, fue convertido para siempre en la imagen del fracaso moderno.

_MG_8605Fotografía: Aimée Suárez

Hoy

Todo se derrumbó dentro de mí (…)
Mira mis sueños, cómo se queman

El aspecto del conjunto urbano hoy es muy distinto. Algunos edificios ya no están. Otros perdieron sus plantas superiores. Casi todos fueron reforzados en su estructura. La imagen del prisma puro que tuvo en su origen es ahora más cercana a una arquitectura brutalista de concreto. Cicatrices visibles que hacen del lugar una especie de imán que atrae a visitantes con sus historias fantasmales, buscando deshebrar los hilos de la historia. Uno de tantos de estos oportunos paseantes es el artista español Fernando Sánchez Castillo, quien expone en Hoy también fue un día soleado tres piezas en la Sala de Arte Público Siqueiros en torno a los sucesos del 68: una alfombra que reproduce un plano con la ubicación de francotiradores situados en varios edificios y la dirección de sus disparos el 2 de octubre; un video coreográfico que muestra una acción en la Plaza de las Tres Culturas con bengalas rojas y verdes, como las que señalaron el inicio de la acción militar; y una enorme estatua —un centímetro menor que el David de Miguel Ángel— de uno de los estudiantes detenidos durante en el 68, de cara a la pared y con los pantalones bajados hasta los tobillos en señal de humillación. Interesado en “las intrahistorias de la historia”, Sánchez Castillo monumentaliza el trágico evento para devolver dignidad a los perdedores: la única manera de reconciliarse con las promesas incumplidas, sepultadas y aplastadas bajo el poder y las metáforas de la arquitectura.

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Dos de octubre https://arquine.com/dos-de-octubre/ Fri, 02 Oct 2015 05:25:46 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/dos-de-octubre/ El 2 de octubre de 1968, el mismo día que Duchamp murió de golpe habiendo dejado dicho que siempre son los otros los que mueren, entraron miles de estudiantes a manifestarse en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, en la ciudad de México.

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Son siempre los otros quienes mueren. Ellos. Nunca yo.

Marcel Duchamp murió a los 81 años de un paro cardiaco, el 2 de octubre de 1968. Su epitafio dice eso: por cierto, son siempre los otros quienes mueren. Otro juego de lenguaje, otra ironía de Duchamp, dicen. Lo dijo hablando with a tongue in the cheek, casi el título del autorretrato que unos diez años antes, en 1959, se hizo Duchamp: un vaciado en yeso de su lengua empujando su cachete y puesto sobre un papel donde completó a lápiz su perfil: nariz, ojo, ceja y frente. Pero como buen ironista, lo que dijo Duchamp tiene doble filo, como un cuchillo, a veces, o tiene canto, como el que separa las dos caras de las monedas —que usualmente vienen adornadas con un perfil en bajorrelieve; nunca, supongo, con un personaje mostrando la lengua en el cachete.

Los que mueren son los otros. Dicho así, como despedida, es de paso un guiño —lengua en el cachete incluida— a lo que pensó Bataille de la muerte y que es, de algún modo, la otra cara de lo que señalaba Heidegger. Éste, nos definió a los humanos como seres para la muerte, los únicos seres con una consciencia histórica, pues sabemos que allá vamos todos; aquél, al pensar las experiencias límite entendió que el límite de la experiencia es aquella de la que jamás podré dar cuenta: mi propia muerte, cuya propiedad y apropiación queda así puesta en duda o cuando menos en suspenso: al ser lo único de lo que yo no puedo hablar habiendo tenido la experiencia. Aunque si por experiencia pensamos en darse cuenta de algo y poderlo contar, ni siquiera se puede decir eso en primera persona: tener la experiencia de morir. Al muero porque no muero habría que completarlo con un yo no muero porque si muero no puedo decir: he muerto. Los que mueren, son siempre los otros. Y eso, que mueran siempre los otros, nos hace responsables de sus muertes: los lloramos, los enterramos, los recordamos. Exigimos justicia en su nombre si su muerte lo demanda, porque ellos ya no pueden hacerlo y esperamos que, dado el caso, alguien lo haga por nosotros. La muerte, pues, que nunca es propiamente mía y de la que jamás tendré experiencia en carne propia, es una de esas —pocas— cosas que hace de los otros un nosotros.

El 2 de octubre de 1968, el mismo día que Duchamp murió de golpe habiendo dejado dicho que siempre son los otros los que mueren, entraron miles de estudiantes a manifestarse en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, en la ciudad de México. Faltaban diez días para que iniciaran los Juegos Olímpicos que el gobierno mexicano había preparado con esmero para demostrar al mundo entero la cultura y el desarrollo del país. Un helicóptero volando sobre los manifestantes lanzó una bengala y de los edificios que rodean la plaza empezaron los disparos. Mataron a cientos o más, nunca se supo. ¿Quién los mató? Militares o paramilitares, los del guante. Hoy habríamos dicho que fue el Estado, entonces no era tan fácil decirlo. El que entonces era Presidente de la República tardó un año en asumir íntegramente la responsabilidad y lo hizo como si de un acto heroico se tratara: nos salvó del comunismo, dijo. Cuando se iban a cumplir 46 años de la matanza de Tlatelolco, el 26 de septiembre del 2014, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa se preparaba para ir a la marcha del 2 de octubre en varios autobuses tomados. En el camino los atacaron. Mataron a varios y 43 desaparecieron. ¿Quién los atacó? ¿Militares, paramilitares, narcos? Repetimos que fue el Estado y a cinco años se sigue investigando quiénes fueron responsables.

Son los otros los que mueren, nunca yo. Pero no son sólo ellos, los otros: son parte de nosotros y por eso no se olvidan.

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