Resultados de búsqueda para la etiqueta [tiempo ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 14 Aug 2023 00:09:39 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Topografía y alteridad: las enseñanzas de David Leatherbarrow https://arquine.com/topografia-y-alteridad-las-ensenanzas-de-david-leatherbarrow/ Thu, 19 Dec 2019 14:20:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/topografia-y-alteridad-las-ensenanzas-de-david-leatherbarrow/ Exponer de forma sintética la contribución de David Leatherbarrow a la teoría de la arquitectura actual es algo difícil, más aún cuando se trata de un público de habla hispana. Quizá la contribución teórica mas importante de Leatherbarrow sea el desarrollo del concepto de topografía.

El cargo Topografía y alteridad: las enseñanzas de David Leatherbarrow apareció primero en Arquine.

]]>
Exponer de forma sintética la contribución de David Leatherbarrow a la teoría de la arquitectura actual es algo difícil, más aún cuando se trata de un público de habla hispana. Salvo Arquitectura de la Superficie (2008) escrito con Mohsen Mostafavi y publicado en Madrid por editorial Akal, ninguno de sus libros ha sido aún traducido al español. Pero incluso para los lectores de habla inglesa, la teoría de Leatherbarrow puede ser dura de roer, sino es que de plano inaccesible. Como Daniel Willis señaló en referencia a dos de sus obras, Uncommon Ground (2000) y Surface Architecture (2002): para leerlo se requiere de “gusto adquirido” (acquired taste). Robert Harbison fue aún más concreto en referencia a su segundo libro, The Roots of Architectural Invention (1993): “El libro no es fácil. Jamás pasa por la mente de Leatherbarrow que un libro cómo este debe ser entretenido. El lector está obligado a hacer un gran esfuerzo, pero una vez hecho, sale recompensado”. En resumen, sus escritos no son para cualquiera. La dificultad de sumergirse en ellos no se debe a malabarismos conceptuales sino quizás a su opuesto, y a lo inesperado de su lenguaje. Si algo distingue la obra de Leatherbarrow de la mayor parte de la producción teórica actual, siempre apresurada en adherirse o declarar filiaciones teórico-críticas o filosóficas, sean estas marxistas, post-estructuralistas, fenomenológicas, poscoloniales, “triple-o”, o lo que sea, Leatherbarrow parte de premisas por demás familiares para los arquitectos: los proyectos o edificios mismos o el pensamiento de sus artífices. Una vez iniciado esto, eleva gradualmente su discurso al ámbito filosófico. Es decir, Leatherbarrow no parte de la filosofía sino que arriba a ella y en este sentido su esfuerzo se asemeja al de Louis I. Kahn en su persistencia de atisbar -pero nunca presuponer- “horizontes filosóficos”. A fin de cuentas la verdadera filosofía no filosofa sobre ella misma sino sobre la vida y el mundo.

Foto: An Nguyen

 

Quizá la contribución teórica mas importante de Leatherbarrow sea el desarrollo del concepto de topografía. Término usado por igual por teóricos como Kenneth Frampton o Ignasi de Solà Morales, o por proponentes del diseño paramétrico (para quienes topografía y topología son casi lo mismo) o por teóricos del paisaje y la ciudad, el concepto de topografía de Leatherbarrow no se refiere únicamente a la dimensión física del terreno o las superficies sino, de forma más amplia, al lugar. Elaborado principalmente en Uncommon Ground y Topographical Stories (2004), y parcialmente derivado de su maestro Dalibor Vesely (para quien la topografía implica orientación, y esta a su vez fisonomía), el término adquiere en sus manos connotaciones antropológicas, ecológicas y disciplinares más concretas. Aunque raramente definida de manera directa, la topografía es para él el horizonte al cual la arquitectura se refiere en su forma y disposición, y ante la cual defiere en ultima instancia su identidad y autonomía. Es algo tanto visible y patente como invisible y latente que permea y circunscribe los edificios y nuestra experiencia de ellos; diversa y heterogénea, nuestro registro de ella es inagotable. Si existe un concepto filosófico equivalente este es el de “mundo”, especialmente aquel emanado de la tradición que corre de Husserl a Merleau-Ponty. Leatherbarrow, sin embargo, lo circunscribe al ámbito arquitectónico, primero, al señalar que la topografía considerada desde la arquitectura está “saturada de rastros de praxis humana”, y segundo, al insinuar, mediante el uso de la raíz graphos, que la labor de los arquitectos es la de registrar estos rastros, marcas o huellas -no sólo humanas sino también naturales- y de proveer de más huellas para que las experiencias recurran o en su caso se transformen.

Otra de las contribuciones de Leatherbarrow es la de pensar la arquitectura en su carácter accesorio; algo difícil de digerir para quienes la arquitectura es ante todo presencia ante los sentidos. Leatherbarrrow, al contrario, enfatiza lo que ya Walter Benjamin identificó (aunque quizás con propósitos distintos) al afirmar que la arquitectura es “el prototipo de la obra de arte cuya recepción se consuma en la colectividad en estado de distracción”. En efecto, en nuestra experiencia diaria, rara vez prestamos atención a los edificios, a su configuración, materiales o proporciones; y cuando lo hacemos es por intereses bastante específicos, como el estudio científico o la contemplación estética. Este carácter accesorio el lo llama la “lateralidad esencial de la arquitectura”, algo que muy a menudo contrapone a su “frontalidad,” la experiencia frontal de los edificios y al producto que deriva de ella: la fachada. Para Leatherbarrow, la arquitectura se percibe primordialmente en los márgenes de nuestra experiencia, precisamente como topografía, horizonte, o mundo. No quiere decir esto que, la apariencia visual sea secundaria, todo lo contrario, sino que los edificios tienen la capacidad de volverse “figura” pero sólo cuando emergen del “fondo” o sustrato que comparten con el mundo mismo. De ser recesiva, la arquitectura puede en cualquier momento tornarse prominente, volverse objeto de nuestra atención, o para parafrasear a Merleau Ponty, ser visible una vez e invisible otra. A pesar de que muchas de las categorías usadas en sus trabajos pueden parecer nebulosas, su método es el de acompañar sus teorizaciones con descripciones de obras o proyectos arquitectónicos de lo más rigurosas, atendiendo a expectativas disciplinares, pero también echando mano de analógias con el mundo del arte o la literatura.

Hay también en su obra una fuerte carga de alteridad, una noción de arquitectura como algo que se sacrifica ante lo otro (“The Sacrifice of Architecture” fue el titulo de su contribución a la Biennale de Venecia de 2012), y que le otorga a sus escritos una gran dimensión ética y ecológica. Este cúmulo de ideas está principalmente vertido en sus dos últimos libros, la serie de ensayos Architecture Oriented Otherwise (2009) y el más reciente Three Cultural Ecologies (2018) escrito con Richard Wesley (y en el que sin embargo extrañamos en su título —no así en su argumento— una referencia directa a la arquitectura). Estas ideas, sin embargo, ya estaban anunciadas en uno de sus primeras obras, y quizás la más famosa de ellas: On Weathering: the Life of Buildings in Time (1993). Escrito a la par con Mostafavi, este texto esta dedicado a la cuestión del desgaste de los edificios por el paso del tiempo, el uso y la erosión natural, y de forma significativa tiene como epígrafe un poema del mexicano Octavio Paz.

Hoy en día Leatherbarrow se encuentra finalizando su más ambicioso proyecto hasta la fecha: un libro sobre arquitectura y el sentido de temporalidad, tema que, como hemos sugerido, ha sido abordado de distintas maneras en todos sus escritos. Aparte de su producción teórica, sus participaciones en revisiones, jurados, presentaciones de tesis y debates públicos son ya legendarias. Su elocuencia verbal caracterizada por un hablar suave pero categórico es magnética y de una profundidad casi hipnótica. Con todo, fuera de aquellos profesionales y académicos que conocen su obra en nuestro idioma, sus escritos traducidos al español son aún pocos, y muchos tendrán que conformarse por el momento con ellos. No obstante esto, Leatherbarrow ha tenido otro tipo de influencia en América Latina y la península ibérica. Esta ha sido básicamente resultado de sus colaboraciones con colegas de esas regiones, así como a través de aquellos que han tenido la fortuna de estudiar bajo su tutela en cursos de pregrado, maestría o doctorado. Estos últimos, maestros muchos de ellos ahora, difunden su pensamiento en países como Colombia, Puerto Rico, Brasil y México. Más allá, su influencia se deja sentir en muchas otras latitudes. Como bien dijo Kenneth Frampton en ocasión de su nombramiento como ganador del medallón Topacio 2020 otorgado por el Instituto Americano de Arquitectos y la Asociación de Escuelas Colegiadas de Arquitectura en reconocimiento a la “excelencia en la educación en arquitectura”, Leatherbarrow es “un profesor extraordinario con una gran ambición y energía; ha sido profesor o investigador invitado en literalmente todas las escuelas de prestigio del mundo ¿que más se puede añadir? maestros de arquitectura de élite no se encuentran con más distinción que esto”. En efecto, desde su posición de profesor de arquitectura en la Universidad de Pensilvania, institución donde ha dictado cátedra durante los últimos treinta y cinco años, Leatherbarrow ha compartido sus conocimientos en una gran cantidad de países y a la vez aprendido de ellos para beneficio de su propia obra y enseñanza: desde Canadá, los países del norte y centro de Europa, pasando por Grecia y Turquía, Australia y Nueva Zelanda, hasta Tailandia, Corea del Sur, Japón y China, país este ultimo en donde reside parte del año, al repartir su tiempo entre la ciudades de Nanjing y Filadelfia.

El cargo Topografía y alteridad: las enseñanzas de David Leatherbarrow apareció primero en Arquine.

]]>
Condición póstuma https://arquine.com/condicion-postuma/ Wed, 17 Apr 2019 15:48:16 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/condicion-postuma/ Nuestro tiempo es el tiempo del todo se acaba. La modernidad, la historia, las ideologías y las revoluciones. Se acababa el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio, los ecosistemas y su diversidad. Nuestro tiempo es aquél en que todo se acaba, incluso el tiempo mismo. 

El cargo Condición póstuma apareció primero en Arquine.

]]>
Nuestro tiempo es el tiempo del todo se acaba. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y las revoluciones. Hemos ido viendo cómo se acababa el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Ahora vemos cómo se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio, y cómo se extinguen los ecosistemas y su diversidad. En definitiva, nuestro tiempo es aquél en que todo se acaba, incluso el tiempo mismo. 

En un artículo de enero de 2016, el periodista del New York Times Tom Friedmann escribía un artículo en el que decía: “Si me hacen hablar del mundo actual, soy capaz de estropear cualquier cena”. Y a continuación, abría una secuencia de preguntas como las siguientes: “Y si resulta que se están acabando muchas épocas al mismo tiempo? (…) ¿Y si la época del gran crecimiento de China está tocando a su fin? (…) ¿Y si la época del barril de petróleo a 100 dólares se ha terminado? (…) ¿Y si se acaba la época de la UE?” Y terminaba así: “Aún queda alguna oportunidad de que alguien de un paso al frente, que alguien pregunte y responda a todos estos ¿y si? Pero el tiempo pasa y se está acabando, como la cena que hace poco estropeé (Diari Ara, 24/01/2016). En pleno inicio de la campaña electoral norteamericana, un influyente periodista se permite cartografiar y diagnosticar, para el próximo presidente de Estados Unidos, el presente del mundo desde una sucesión de finales que se resumen en la idea de que el tiempo se acaba y de que alguien tiene que dar un paso al frente y hacer algo. ¿Podía imaginar Tom Friedmann, en ese momento, que estaría dirigiendo estas palabras a Donald Trump?

Como éste, hay muchos otros ejemplos en el día a a día de la prensa, de los debates académicos y de la industria cultural que nos confrontan a la necesidad de pensarnos desde el agotamiento del tiempo y desde el fin de los tiempos. Cuando se afirma que el tiempo se acaba, no está en cuestión el tiempo abstracto, el tiempo vacío, sino el tiempo vivible. Es decir, el tiempo en el que aún podemos intervenir sobre nuestras condiciones de vida. Confrontados al agotamiento del tiempo vivible y, en último término, al naufragio antropológico e irreversibilidad de nuestra extinción, nuestro tiempo ya no es el de la postmodernidad sino el de otra experiencia del final, a la que llamaremos condición póstuma. En ella, el post- ya no indica lo que se abre tras dejar los grandes horizontes y referentes de la modernidad atrás. Nuestro post- es el que viene después del después: un post- póstumo, un tiempo de prórroga que nos damos cuando ya hemos concebido y en parte aceptado la posibilidad real de nuestro propio final (ya sea del final de nuestro mundo, ya sea del final de la propia especie humana).

 

De la postmodernidad a la condición póstuma

El tránsito entre estas dos experiencias del después puede resumirse en cinco desplazamientos. 

En primer lugar, la condición postmoderna nos situaba en el presente del capitalismo global, que desde finales de los años 70 y principios de los 80 del siglo XX empezaba a experimentarse como el presente del hiperconsumo, de la producción ilimitada y de la unificación política del mundo. La globalización, que es la otra cara de la postmodernidad, celebraba un presente eterno hinchado de posibles, de simulacros y de promesas realizables en el aquí y el ahora. En este presente, el futuro ya no era necesario porque de algún modo se había realizado o estaba en vías de hacerlo. Frente a ello, el tiempo de la condición póstuma es el no-futuro del presente desbocado. Es el tiempo de la precarización, del agotamiento de los recursos naturales, de la destrucción ambiental, del malestar anímico y de la salud… Si el presente de la condición postmoderna se nos ofrecía bajo el signo de la eternidad terrenal, siempre joven, el presente de la condición póstuma se nos da hoy bajo el signo de la catástrofe de la tierra y de la esterilidad de la vida en común. Tomando un ejemplo de la experiencia más inmediata de la ciudad donde vivo, podríamos decir que hemos pasado de la ciudad guapa a la ciudad muerta, de la ciudad que borró la historia para maquillar sus escaparates coloridos a la ciudad que se está quedando sin historia porque condena a sus habitantes, especialmente a los más jóvenes, a tener que emigrar. De la fiesta sin tiempo, al tiempo sin futuro.

En segundo lugar, la postmodernidad parecía culminar el giro biopolítico de la política moderna. Como empezó a analizar Michel Foucault y han desarrollado otros autores, de Agamben a Negri, entre otros, la relación entre el Estado y el capitalismo configura del siglo XVIII en adelante un escenario biopolítico, donde la gestión de la vida, individual y colectiva, es el centro de la legitimidad del poder y de organización de sus prácticas de gubernamentalidad. No es que no haya muerte, pero ésta pasa a ser considerada excepcional y deficitaria respecto a la normalidad política. Actualmente, la biopolítica está mostrando su rostro necropolítico, ya no como déficit o excepción sino como normalidad. En México este giro es paradigmático. La muerte no es residual sino que se ha puesto en el centro de la normalidad democrática y capitalista y sus guerras no declaradas.

En tercer lugar, la condición postmoderna tal como la definió Lyotard en su informe de 1979, que llevaba el mismo título, se caracterizaba sobre todo por la incredulidad hacia los grandes relatos. Ni la historia como escenario del progreso hacia una sociedad más justa, ni el progreso como horizonte desde donde valorar la acumulación científica y cultural hacia la verdad ya no son el marco de validez de la actividad epistemológica, cultural y política. El después postmoderno, liberado del sentido lineal de la metanarración histórica de progreso, se abre a los tiempos múltiples, a las heterocronías, al valor de la interrupción, al acontecimiento y a las discontinuidades. Frente a ello, la condición póstuma coincide con la imposición de un nuevo relato, único y lineal: el de la destrucción irreversible de nuestras condiciones de vida. Inversión de la concepción moderna de la historia, que se caracterizaba por la irrevesibilidad del progreso y de la revolución, tiene ahora en el futuro ya no la realización de la historia sino su implosión.

En cuarto lugar, el fin de los grandes relatos se correspondía, también, con el descubrimiento de la diferencia y de la multiplicidad de las identidades y de los sentidos como dimensiones fundamentales de la experiencia humana. Las ontologías de finales del siglo XX se abrieron a todo aquello que no había cabido en las categorías de la identidad y de la representación. La política incorporó pragmáticas culturales, simbólicas y corporales diversas e irreductibles, que experimentaban con nuevas formas de generar vínculos y alianzas. Ahora, la condición póstuma nos confronta a una nueva experiencia de la totalidad: la totalidad de una humanidad que se hace concreta, como un todo, cuando se expone a la posibilidad real de su destrucción como consecuencia de su propia acción. Es una totalidad negativa que no nos acoge sino que nos muestra una nueva experiencia del límite, de un todo o nada.

Finalmente, en quinto y último lugar, el después de la postmodernidad se ofrecía como un tiempo para la experimentación, respecto al cual las teleologías y los horizontes predefinidos habían quedado atrás. En el después del después póstumo la acción colectiva (ya sea política, científica o técnica) ya no se entiende, en cambio, como experimentación sino como emergencia, como operación de salvación, como reparación o como rescate. Por ejemplo, la nueva política que está gobernando algunas ciudades españolas en la actualidad se presentan más como operaciones de rescate ciudadano ante la emergencia social, que como proyectos colectivos de transformación. En los movimientos sociales y en el pensamiento crítico actual hablamos mucho de “cuidados”. Quizá éste es hoy uno de los temas clave que van desde el feminismo hasta la acción barrial o la autodefensa local. Pero estos cuidados de los que tanto hablamos quizá empiezan a parecerse demasiado a los cuidados paliativos. 

Desde estos cinco desplazamientos, el imaginario colectivo de nuestro tiempo se ha llenado de zombis, de dráculas y de calaveras, incluso de calaveras millonarias como las de Gabriel Orozco, quien decía hace poco en una entrevista que ya hace años que está muerto. Mientras, no sabemos cómo responder a la muerte real, a los viejos y a los enfermos que nos acompañan, a las mujeres violadas y asesinadas, a los refugiados y a los inmigrantes que cruzan fronteras dejándose en ellas la piel. La condición póstuma es el después de una muerte que no es nuestra muerte real, sino la que ha convertido en histórica el relato dominante de nuestro tiempo y que por ello se nos presenta como una muerte socialmente producida y culturalmente aceptada. ¿Por qué ha triunfado tan fácilmente este relato? Es evidente que estamos viviendo en tiempo real un endurecimiento de las condiciones materiales de vida, tanto económicas como ambientales. Los límites del planeta y de sus recursos son evidencias científicas. Pero, ¿cuál es la raíz de la impotencia que nos inscribe, de manera tan acrítica y obediente, como agentes de nuestro propio final? ¿Por qué, si estamos vivos, aceptamos un escenario postmortem?

Quizá, para responder a estas preguntas, es necesario dar un paso atrás en el tiempo histórico para encontrar el que podríamos denominar “tiempo de nuestra muerte”. El siglo XX es el siglo de nuestra muerte, de este después que hemos dejado atrás pero del que no hemos salido más que bajo la forma de una prórroga. El sentido de nuestra condición póstuma no está sólo en el futuro, en la posibilidad real del cataclismo o del naufragio antropológico. Si así fuera, no hablaríamos de lo póstumo sino de la inminencia de una amenaza. Está en un pasado que aún da sentido a nuestro presente y lo captura.

 

El tiempo de nuestra muerte

El siglo XX es el tiempo de nuestra muerte histórica: muerte masiva, muerte administrada, muerte tóxica, muerte atómica. Es la muerte provocada de millones de personas, con la cual mueren también el sujeto, la historia y el futuro de la humanidad. Es la muerte que la postmodernidad, con su celebración del simulacro inagotable, negó y que ahora vuelve, como todo lo reprimido, con más fuerza. Aquí está la debilidad de la cultura postmoderna, con todo lo que es capaz de abrir: que su presente eterno olvida y niega la muerte (la muerte del morir y la muerte del matar). Confía en el sentido inagotable del simulacro y del trabajo inmaterial. Pero la continuidad entre el siglo XX y el XXI es que no hemos dejado de matarnos y que, además, estamos cansados.

El tiempo de nuestra muerte dibuja una cartografía de lugares y de acontecimientos: Verdun, Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki, Bohpal, Palestina, Sudáfrica, Chernobyl… De todos estos nombres, el último es quizá para nosotros el más invisible, el menos presente. Pero la reciente traducción al castellano de los libros de la periodista y escritora  vetlana Aleksévitx nos permite experimentar e incorporar este nombre a los referentes imprescindibles de nuestro presente. Hay unos párrafos, en el libro Voces de Chernobil, que merecen ser reproducidos enteros, porque dicen la verdad de nuestro tiempo:

yo miro a Chernobyl como el inicio de una nueva historia, en la que el hombre se ha puesto en cuestión con su anterior concepción de sí mismo y del mundo (…) Cuando hablamos del pasado y del futuro, introducimos en estas palabras nuestra concepción del tiempo, pero Chernobyl es ante todo una catástrofe del tiempo. 

De pronto se encendió cegadora la eternidad. Callaron los filósofos y los escritores, expulsados de sus habituales canales de la cultura y la tradición.

Aquella única noche nos trasladamos a otro lugar de la historia, por encima de nuestro saber y de nuestra imaginación. Se ha roto el hilo del tiempo. De pronto el pasado se ha visto impotente; no encontramos en él en qué apoyarnos; en el archivo omnisciente de la humanidad no se han encontrado las claves para abrir esta puerta. 

Nos hallamos ante una nueva historia. Ha empezado la historia de las catástrofes. Pero el hombre no quiere pensar en esto (…), se esconde tras aquello que le resulta conocido. Tras el pasado. 

En Chernobyl se recuerda ante todo la vida “después de todo”: los objetos sin el hombre, los paisajes sin el hombre. Un camino hacia la nada, unos cables hacia ninguna parte. Hasta te asalta la duda de si se trata del pasado o del futuro. En más de una ocasión, me ha parecido estar anotando el futuro.

Lo único que se ha salvado de nuestro saber es la sabiduría de que no sabemos.

Ha cambiado todo. Todo menos nosotros.

(fragmentos del capítulo “Entrevista de la autora consigo misma…”, en Voces de Chernobyl, Debate, pp.44-56)

 

Filosofías del tiempo roto

La filosofía del siglo XX es la elaboración de esta muerte histórica. Por eso, las filosofías del siglo XX son filosofías del tiempo roto. Filosofías del acontecimiento que rompe el hilo de la historia y lo expone a otras temporalidades. Contra la idea moderna (kantiana, hegeliana, marxiana…) de una realización histórica de la filosofía, que tendría que resolver todas sus contradicciones y reconciliar la realidad y la teoría, las filosofías del siglo XX nos abren a otra experiencia del espacio y del tiempo. Las dos figuras que condensan de manera más significativa esta ruptura del tiempo en la filosofía contemporánea son, básicamente, Heidegger y Deleuze.

Heidegger es el maestro que se apropia de la muerte del siglo para hacer de ella nuestra condición existencial y nuestro destino metafísico, histórico y técnico. Desde su filosofía de la aceptación de la finitud radical, que desfundamenta toda la filosofía del sujeto y su realización en el mundo cosificado de la técnica, Heidegger abre la experiencia del sentido a un tiempo extático. El tiempo extático es el acontecimiento que expone la temporalidad a una experiencia no lineal ni acumulativa. El tiempo extático es el de la iluminación, que va desde la experiencia de la comprensión en el lenguaje hasta la suspensión de toda voluntad en una disposición del sujeto a abrazar, sin provocarlo, el advenimiento de un nuevo destino para occidente. Es un tiempo de estructura mesiánica, sobre cuya estela otros muchos filósofos, como Blanchot, Derrida, Nancy o Agamben han continuado pensando en la segunda mitad del siglo XX. Son filosofías del entre, del entre-tiempo que suspende el sentido de la historia y de la acción en el quizá de una interrupción inminente pero inabordable.

Por su parte, Deleuze es el filósofo que rehúye la muerte del siglo, evitando prestar atención a su condición mortífera y mostrando la perseverancia creativa del deseo. Deleuze, como su maestro Spinoza, se niega a decir la muerte, a ponerla en palabras. El hombre libre es el que no piensa en la muerte. Y como su otro maestro, Nietzsche, Deleuze rompe el hilo de la historia exponiéndonos a una repetición creadora de la novedad, del desplazamiento inagotable de la diferencia que se aloja en la virtualidad de un pasado que se despliega en el futuro, pero en múltiples direcciones en devenir. Como Heidegger, su tiempo es el del acontecimiento. Pero en este caso no es el acontecimiento de un tiempo extático, sino el acontecimiento como irrupción de novedad sin comienzo ni final. No hay éxtasis, pero si anhelo de beatitud, es decir, de eternidad viva y en movimiento. 

Tanto para Heidegger como para Deleuze, la filosofía es precisamente la palabra que puede acoger y decir el acontecimiento, es decir, la ruptura del hilo temporal. Porque es hija pero no obra de su tiempo, puede expresar lo intempestivo y levantarse contra el sentido de su propio tiempo. Por eso la filosofía no acaba con el fin de la historia, sino todo lo contrario. Nos ofrece un lugar, una brecha, para nuestra existencia inacabada. 

 

La palabra inacabada

Heidegger deja esta existencia finita por inacabada en suspensión. Deleuze invita a hacer del inacabamiento una incansable experimentación. Pero cuando el acontecimiento de nuestro tiempo lleva el nombre de Chernobyl, este acontecimiento ya no abre ni el tiempo del éxtasis ni el de la irrupción de novedad, sino que nos condena al tiempo irreparable de la catástrofe. Frente a ello, ¿cuál es el sentido la palabra filosófica capaz de alzarse contra esta nueva teleología y su irreversibilidad condenatoria?

Aleksévitx decía, en los fragmentos citados, que del pasado sólo se ha salvado la sabiduría de que no sabemos nada. Es decir, esa vieja condición socrática del no-saber como puerta hacia un saber más verdadero, porque ha pasado por abismo del cuestionamiento crítico radical. El no-saber, desde este gesto soberano de declararse fuera del sentido ya heredado es todo lo contrario del analfabetismo pasivamente padecido. Es un gesto de insumisión respecto a la comprensión y la aceptación de los códigos, los mensaje y los argumentos del poder. 

La filosofía, en su idiotez radical y expresa, interrumpe el sentido del mundo y abre la posibilidad de hacer de él otra experiencia. Respecto al relato dominante de nuestro tiempo podemos decir: no sabemos nada respecto a nuestro final que nos quieren hacer aceptar, pero sí podemos saber, porque ya la conocemos, que la muerte que nos impone nuestra condición póstuma no es, en ningún caso, una muerte natural. Que seamos mortales y finitos es la conciencia misma que nos hace humanos. Que la especie humana es una entre otras, en la larga historia de la vida, también es un hecho. Pero la muerte que hoy aceptamos como horizonte pasado y futuro de nuestro tiempo no es la muerte, es el crimen. Es el asesinato. Así lo expresa la escritora austríaca Ingeborg Bachmann, escritora de obra y de vida inacabadas, que nunca confundió la finitud humana con la producción social de muerte, de modos de matar. No en vano había estudiado filosofía y había hecho su tesis doctoral, en plenos años 40, contra la figura y la filosofía de Heidegger. Tras dejar la filosofía como disciplina trasladó su investigación a la palabra y su confianza a la posibilidad de encontrar, aún, una palabra verdadera. Una de estas palabras verdaderas, que cambia el sentido de la experiencia de nuestro tiempo es, precisamente, la palabra asesinato. Con ella termina la novela inacabada de Bachmann, Malina. Desde la verdad a la que nos expone esta palabra, podemos decir con Bachmann que no nos estamos extinguiendo, sino que nos están asesinando, aunque sea selectivamente. Con este giro, con esta interrupción del sentido de nuestro final, la muerte ya no se proyecta al final de los tiempos, sino que entra en el tiempo presente, muestra las relaciones de poder de las que está hecha, y puede ser denunciada y combatida. El tiempo de la extinción no es el mismo que el del exterminio, como tampoco lo son el morir y el matar. 

Del mismo modo que no sabemos nada acerca de nuestro final pero sí acerca de la muerte presente, no sabemos nada acerca de los límites de nuestro mundo pero sí que podemos saber, en cada caso, cuáles son nuestros límites: los límites de la dignidad, los límites de lo intolerable. Y desde ahí, en vez de atemorizarnos, también se puede trabajar, luchar, comprometerse. Deleuze, quien no abrió un espacio para la muerte en la filosofía, la única palabra negativa que usó y pensó fue la de lo intolerable. Decía, ya mayor, que la vergüenza de ser hombre ante lo intolerable de nuestra acción y de nuestras formas de vida era el único y verdadero motivo de escribir. Lo decía después de haber descubierto y leído la obra de Primo Levi. Lo intolerable es un límite que nos hacemos capaces de percibir cuando creíamos haber perdido todo sentido del límite, cuando ya habíamos aceptado que todo es posible dentro de las cárceles de lo posible. Trabajarnos esta percepción de lo intolerable, hacernos capaces de experimentarlo en concreto y de tomar posición desde es la tarea principal que la educación, el arte, el pensamiento y las formas de vida en común deben proporcionarnos. 

Decía Günther Anders, en los años 50, que cuando los límites de la producción han superado todos los límites, es preciso desarrollar una crítica de los límites humanos. Esta crítica tiene una doble función: mostrarnos que nos hemos hecho pequeños respecto al mundo que hemos construido y respecto a las consecuencias de nuestra acción. Pero también indicarnos, desde estos contornos, la potencia de la plasticidad humana. Dice Anders, del alma humana, que se caracteriza por su capacidad de ampliarse y de ampliar su capacidad de comprensión. Ésta labora de ampliación de los contornos del alma humana es, para Anders, el trabajo de la poesía. La poesía no es palabra en verso. No es un género literario. Es la confianza en el lenguaje, verbal o no, que abre en vez de cerrar, que amplía en vez de reprimir y que no mata sino que deja respirar. Dice Anders, “las almas de ésta época que es la nuestra aún están in the making, es decir, aún no acabadas, y como rehusan toda forma definitiva, nunca estarán acabadas.” Estas almas son, en el tiempo del siempre y del aún, las nuestras, si no nos dejamos condenar a muerte… antes de tiempo.


Texto publicado en el libro Futuros, Arquine, 2017.

El cargo Condición póstuma apareció primero en Arquine.

]]>
Mientras cae la ruina https://arquine.com/mientras-cae-la-ruina/ Fri, 18 Jan 2019 14:00:29 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/mientras-cae-la-ruina/ Las ruinas despiertan una intuición que dormita; al desequilibrar lo habitual, al acudir a lo asimétrico, a lo inacabado, a lo incompleto, a lo que carece de techo, de apoyo o de piso, a lo que se le abre un abismo, despierta en nosotros el vértigo de nuestro propio futuro; pero también una esperanza.

El cargo Mientras cae la ruina apareció primero en Arquine.

]]>

“Las patrias se derrumban, 

ríos y montañas permanecen; 

sobre las ruinas del castillo 

verdea la hierba, es primavera” 

Tu Fu 1

 

“En la arquitectura, la ruina empieza en el dibujo.” 

-Frida Escobedo 2

A León Felipe

 

En la ruina, una impostergable uniformidad cubre toda superficie, la independencia de cada elemento vacila; muros y losas pierden sus aristas; las columnas —más que nunca— surgen de la tierra y a otra tierra parecen llegar; la humedad conquista; los colores se difuminan, hasta confundirse.

 

Padece la verticalidad 

y se inclina, 

hasta el derrumbe. 

En el hueco del tabique,

crece el musgo:

se desborda el vacío.

Por la herida de la piedra,

descansa el agua,

y reverdece.

Hiedra sobre musgo,

sobre muro,

hasta secarse

y sobre esa huella,

un insecto vacila 

en volar.

 

¿Qué es lo que vuelve ruina a la ruina? ¿Qué hay de fascinante para nosotros en ellas? ¿Qué nos atrae y nos repele? ¿Por qué hay quienes pretenden “rescatarlas”, mientras otros lamentan decepcionados su salvación?

Contra la incuestionada restauración y el conservadurismo de la arquitectura en ruinas, ¿hay en su inevitable caducidad y deterioro sentido para nosotros? ¿Disfrazarlas, considerarlas reliquias encerradas tras el cristal, decorarlas, o hasta devolverlas a la vida productiva como oficinas o comercios, es la única manera de poder con-siderarlas? 

Vayamos por partes, una ruina parece llegar cuando de un objeto quedan solo vestigios. El tiempo ha cometido estragos sobre él hasta su fractura o vencimiento. Mas no se trata de cualquier objeto, sino de una creación puramente humana, que entregada al tiempo, entrega algo más.

Para Georg Simmel, la ruina aparece como la venganza de la naturaleza por la violencia ejercida en su contra.3  La destrucción de la ruina por el tiempo “es una devolución del orden natural.” 4 Para María Zambrano, “no hay ruina sin vida vegetal; (…) delirio de la vida que nace con la muerte. (…) Supervivencia, no ya de lo que fue, sino de lo que no alcanzó a ser.” 5

Y Chantal Maillard los complementa: “Lo que nos atrae universalmente no es la belleza del edifico, su estilo arquitectónico, sino algo mucho más sutil: el testimonio de su caducidad. Una extraña ambigüedad entre aniquilación y supervivencia” 

En cualquiera de los autores algo parece claro: lo humano queda rebasado y hay en su persistencia otra cosa: venganza y creación de la naturaleza, vida que nace de su muerte, supervivencia después de la aniquilación. 

Ruina: en su caída, algo se alza; es “victoria del fracaso”. 6

Lo que fascina en la ruina es su aparente infinitud en el correr finito de nuestra experiencia, algo muere, pero en su muerte algo vive. Recién se completa cuando algo ha comenzado a faltar.

Y este es el punto principal de la aparente fascinación, en palabras de Maillard:

“Lo que en las ruinas se nos manifiesta es nuestra muerte, la nuestra propia, y se nos manifiesta a nuestra conciencia anhelante, siempre, de eternidad.” Queremos que algo de nosotros viva después de nuestra muerte.

Vemos pues, en las ruinas, nuestro deseo de trascendencia. La ruina transmite algo que no se valora en nuestra época mayormente utilitaria: la conciencia de nuestra muerte, y lo espiritual. No por casualidad, María Zambrano afirma: “toda ruina tiene algo de templo”.

Por ello hay personas que ante el vértigo de la ruina, acuden al sentimentalismo trágico, lamentan la finitud del objeto y quieren y trabajan en prologar su valor de utilidad; los vuelven productos, mercancías, lugares de visita obligada: son limpiadas, reforzadas, depuradas, sirven a la cotidianidad sistemática, y una generación más parece negar su muerte definitiva. Hay otros, en cambio, quienes gozan de las ruinas por su orden, y permiten la continuidad de su deterioro, para que vivan de otra forma. 

Las ruinas despiertan una intuición que dormita; al desequilibrar lo habitual, al acudir a lo asimétrico, a lo inacabado, a lo incompleto, a lo que carece de techo, de apoyo o de piso, a lo que se le abre un abismo, despierta en nosotros el vértigo de nuestro propio futuro; pero también una esperanza: de prevalecer aún en nuestra inconciencia y finitud; siendo templos para alguien más. 

En la experiencia personal, la ruina inquieta y tranquiliza: detiene mi andar tras el encuentro, mi cuerpo pierde tensión, respiro más lento, con-templo: la luz me parece más viva y dramática, la más diminuta planta me parece exaltada por una peculiar belleza, y siento pena por su ajustado hogar. El polvo es una bruma que uniforma y materializa la luz anticipadamente. No parece existir error: todo está donde debería. En la ruina, me siento desajustado de toda pre-tensión. Ruina: camino a la nada, para ser más. 

En La Habana Vieja, en Cuba: levita la mitad de una puerta entreabierta: doble invitación. Un árbol sale por la ventana buscando la luz: el jardín es de pronto dentro. La sombra se construye en el afuera, las personas descansan ahí. Ruina: conciliación de antónimos.

“En la arquitectura, la ruina empieza en el dibujo”, argumenta la arquitecta mexicana Frida Escobedo: su nacimiento dicta muerte, y en su muerte vida. Dupla reconciliada.

Mientras cae la ruina,

el rocío sobre la hiedra

seca. 8


  1. BASHŌ, Matsuo, “Sendas de Oku”,  EDICIONES ATALANTA, D.F. México; 2012. (Matsuo parafrasea un conocido poema del poeta chino Tu-Fu)
  2. Frase mencionada por la arquitecta Frida Escobedo en la charla titulada: “Arquitectura y desigualdad”, en el Centro para la cultura arquitectónica y urbana, Guadalajara, Jalisco, México. El día jueves 23 de febrero de 2017.
  3. SIMMEL, Georg, “Sobre la aventura Ensayos filosóficos”, Península, Barcelona, España; 1988. 
  4. MAILLARD, Chantal, “La razón estética”, Galaxia Gutenberg, Barcelona, España, 2da edición; 2017. 
  5. ZAMBRANO, María, “El hombre y lo divino”, Fondo de Cultura Económica (FCE), D.F. México; 1973.
  6. Tomado del mismo libro de Zambrano, dentro del ensayo: “Los procesos de lo divino. Las ruinas.”
  7. El sentido del verso aislado imita el Haiku de Taneda Santôka: (Mientras termino de morirme, / la hierba/ llueve). En palabras de Chantal Maillard, en dicho verso hay una búsqueda de  “eternidad”. En el verso propuesto, hay una muerte sobre la muerte, y el rocío es la promesa para una nueva vida sobre lo que yace acabado. Eco sobre eco, hasta que el grito sea un susurro. 

El cargo Mientras cae la ruina apareció primero en Arquine.

]]>
Matar el tiempo https://arquine.com/matar-el-tiempo/ Mon, 10 Jul 2017 13:14:39 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/matar-el-tiempo/ Si la locomotora impulsó la línea de tiempo hacia un progreso sin límites, a la vez que impuso una sincronía del planeta, los dispositivos móviles actuales imponen la dictadura de un presente perpetuo en el que noche y día, trabajo y ocio, se confunden y en que la noción de la experiencia se ha puesto en crisis. ¿Qué puede hacer el arte hoy para construir nuevos lenguajes que permitan imaginar otros tiempos?

El cargo Matar el tiempo apareció primero en Arquine.

]]>
 

El tiempo está fuera de quicio
¡Maldita suerte que haya nacido yo para ajustarlo!
— Hamlet, William Shakespeare

1-zHtOhRrYfH5IvfEOAHshuA

La durée poignardée es una pintura de René Magritte que ofrece un paisaje surrealista en el que una locomotora se cruza con un reloj en el salón de una casa burguesa. Ambos elementos, locomotora y reloj, fueron importantes y decisivos dispositivos de la modernidad; ayudaron a expandir un nuevo ritmo sobre el mundo. La locomotora —la máquina de vapor— trajo consigo la confianza en el progreso a todos los puntos del globo e hizo necesario el establecimiento de un Tiempo Universal Coordinado que permitió sincronizar al planeta bajo una única medida de tiempo. A su vez, supuso también el anuncio de la aceleración del mundo. A partir de ahí, matar al tiempo, ir lo más rápido de un lugar a otro, se convertirá en la única prioridad de los nuevos prodigios técnicos, hasta llegar a la instantaneidad ofrecida por internet y nuestros dispositivos móviles interconectados.

La durée poignardée es también el punto de partida del reciente ensayo de Graciela Speranza, Cronografías (Editorial Anagrama, 2017). Un texto que sirve para pensar el concepto de tiempo en la actualidad a través de un devenir a-histórico por los territorios del arte y de la literatura, que se entrecruzan para ofrecer un panorama diverso de distintas formas en las que pensar, discutir o revelarse contra una temporalidad que, como reza el subtítulo del libro, nos ahoga. Frente a esta imagen de un tiempo aplastante y siempre en fuga, que avanza hacia un progreso que nunca tiene límite, la autora utiliza la obra del joven artista argentino Adrián Villar-Rojas como una especie de contrapeso, como un punto final a la aceleración. En Today We Reboot the Planet, Villar-Rojas presenta un conjunto de esculturas realizadas en arcilla cruda, cemento y adobe —un material que se resquebraja poco después de darle forma— que recrean, entre otras cosas, objetos banales de nuestra sociedad consumista, como un iPod, una tableta o un par de zapatillas. Apoyados en su frágil materialidad, dichos objetos sirven para hacer consciencia del carácter efímero del tiempo que vivimos: son elementos que no aspiran ni siquiera a convertirse en ruina; son los escombros de nuestra propia civilización, marcada por una visión que aún cree que puede explotar los recursos del planeta sin atender a las consecuencias sobre la vida futura. Las inundaciones, sequías, extinciones, o el muchas veces negado cambio climático, son hechos que ponen el relieve cómo la humanidad ha afectado a la geología misma del planeta, hasta configurar una fase nueva: el antropoceno. Nuestra enorme huella ambiental –consumimos más rápidamente el planeta de lo que tarda el regenerarse– nos aboca a dirigirnos de forma irremediable a nuestro propio final.

1-ZrLWubSCUPHwfDw1Ld1r-Q

Asistimos, pues, al fin del mundo. El acceso futuro aparece bloqueado y negado. Sin un ‘después’, el ‘ahora’ se ha convertido en un imperio que se impone tiránico sobre nosotros. Afectado por el modelo capitalista, el presente se ha hecho extensivo hasta alterar todos y cada uno de los aspectos de nuestra cotidianidad. El tiempo que conocíamos se ha desajustado: pasado, presente y futuro se confunden; noche y día, trabajo y ocio, se entremezclan sin marcar límites claros entre uno y otro. El tiempo, nos recuerda Hamlet, está fuera de quicio. Y con la historia desarticulada, nos enfrentamos al abismo de una locura provocada por el desajuste de la dimensión temporal: ¿a qué podemos atarnos para saber dónde estamos? Sólo el pasado, manifestado como una nostalgia consumista, parece rescatarnos y nos permite crear algún tipo de memoria, sabernos parte de una historia compartida, aunque sea de forma fugaz. La cantidad de remakes y refritos que pueblan muchas de las muestras culturales contemporáneas, en especial las del cine y la televisión, son un reflejo de tal síntoma. Pero, a diferencia de estos reboots, el que propone Villar-Rojas no es la recreación actualizada de una historia de nuestra infancia o de un pasado cercano que ya conocemos, sino del mundo mismo. El argentino nos advierte que antes que llegue el final de todo debemos de empezar de nuevo, construir un nuevo comienzo: es necesario reformular la forma en la que percibimos el tiempo.

La vida apresurada e instantánea redefine la experiencia de lo real. El resultado posible de este ritmo feroz es un despreocupado goce hedonista del momento que no permite establecer lazos con las personas o las cosas, que son desechadas antes incluso de haber sido gastadas: un aislamiento en una individualidad cargada de selfies, menciones y comentarios que no sólo niegan la acción, sino que bloquean de forma absoluta la empatía y la experiencia real con el otro.

Ante la extinción del mundo y de la humanidad, ante la perdida de la confianza en el progreso, ante la muerte misma, ante el fin del tiempo y, en espacial, ante la perdida de lazos afectivos y de confianza, los cuerpos siguen pegados a las pantallas en busca de likes sin atender a cómo los modelos de producción y explotación traen la muerte y la destrucción del territorio consigo.

1473092509_973513_1473094446_noticia_normal

Así, el problema de pensar el tiempo pasa también por enfrentarse al problema de la muerte. Como afirma Marina Garcés en La condición póstuma —incluido en Futuros (Arquine, 2017)— , el siglo XX, además del siglo de la aceleración del mundo, fue el siglo de una muerte histórica —donde la razón técnica se transformó en un horror visible desde los campos de exterminio hasta la bomba atómica— ; una muerte que nunca fue atendida en la posmodernidad —que centró su dialéctica en la pasmosa celebración del simulacro con sus arquitecturas kitsch y eclécticas— y que ahora vuelve a nosotros como si se tratara de un zombi: ni muerto, ni vivo, ni enterrado. ¿Qué se puede hacer desde el arte para realmente cambiar las cosas?, ¿cómo enfrentar esta catástrofe ante la que nos situamos?, ¿cómo construir lenguajes que permitan pensar e imaginar otros tiempos?

Al final de la Segunda Guerra Mundial, Adorno anuncia el final de la poesía. La violencia de la guerra hace imposible volver a decir, la humanidad debía quedarse muda: el lenguaje había sido roto y destruido en mil pedazos con los no quedaba posibilidad alguna de enunciar el mundo. Por supuesto, la poesía no se extinguió en Auschwitz, como quiso ver el alemán, e incluso muchos de los testigos vertieron —sobre papel u otros formatos— expresiones de su propia experiencia. No era que la poesía no pudiera ser enunciada, sino que había que llevarla a otro estado, recuperarla de sus escombros y darle otro significado.

Esta poesía, como nos dice Garcés, citando a su vez a Günther Anders, no es el verso ni un género literario: es un lenguaje. Un lenguaje que puede ser verbal o no, puede ser la palabra o, como propone Speranza, puede expandirse en el campo del arte. Frente a la aceleración, este libro —lleno de saltos, contradirecciones, paradojas, ralentizaciones, negaciones, aburrimientos o devenires temporales— supone una breve pausa sobre la que abrir un nuevo campo semántico desde el que pensar relaciones no establecidas a priori. Si la experiencia del arte es siempre una experiencia compartida entre la obra, el contexto y quienes la experimentan, la autora argentina propone una constelación en forma de montaje de piezas, trabajos, proyectos y textos que a través de su propio diálogo no sólo proponen nuevas formulaciones y cronologías, sino que revelan historias alternativas y proponen nuevos sentidos de un tiempo en común. Quizá esto sea exigirle mucho al texto, pero es necesario arrojar luz a lo inhóspito del mundo en el que nos ha tocado vivir, reinventar de nuevo la poesía —o el lenguaje o el arte— antes de que la muerte y la violencia generen una completa erosión de la experiencia que nos impone la dictadura del tiempo sin tiempo.

 

El cargo Matar el tiempo apareció primero en Arquine.

]]>
Color, tiempo y espacio. Conversación con Carlos Cruz-Diez https://arquine.com/color-tiempo-y-espacio/ Tue, 06 Nov 2012 17:29:48 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/color-tiempo-y-espacio/ Conversación con el artista franco venezolano Carlos Cruz-Diez, quien ha desarrollado su obra a partir de la reflexión plástica que caracteriza el movimiento cinético desde sus orígenes en los años cincuenta.

El cargo Color, tiempo y espacio. Conversación con Carlos Cruz-Diez apareció primero en Arquine.

]]>

 

Nacido en Caracas, Venezuela, en 1923, Carlo Cruz Diez, uno de los más reconocidos artistas cinéticos en el mundo, murió ayer, 27 de julio, en la ciudad de París, donde vivía. Esta conversación con Cruz Diez se dio con motivo de su exposición en el MUAC, en México, en el 2012.

El arte contemporáneo introduce variaciones entre el hombre y el espacio, otorga valor a la relación entre éstos y las situaciones sensoriales complejas construidas en torno a los objetos; en ocasiones se desprende de las galerías para ocupar lugares claves del entorno y formar parte de los itinerarios cotidianos que despiertan sensibilidades ligadas a la estética de la reacción, la diferencia y el movimiento. La obra de Cruz-Diez le ha permitido posicionarse como uno de los principales exponentes del arte del siglo XX debido al gran aporte en el campo teórico y plástico del color.

 

Andrea Griborio: La retrospectiva de su obra en el MUAC reúne 120 de las obras que ha realizado desde 1940 hasta hoy. ¿Cómo ha relacionado color, tiempo y espacio a lo largo de esta trayectoria artística?

Carlos Cruz-Diez : Desde niño me fascinaba el color, la transparencia de los vidrios coloreados y sus reflejos sobre el piso, sobre el cuerpo, en el mantel blanco de la mesa en mi casa. Desde el primer año de estudiante en la Escuela de Bellas Artes de Caracas me preguntaba si no habría otra manera de pintar que no fuera aplicando colores con una brocha sobre una tela o un cartón. Me molestaba que todo el mundo hiciera el mismo cuadro y de la misma manera. Por supuesto, en esa época no tenía la información ni la formación intelectual para dar  respuesta a mi inquietud. Para mí, el color representa años de reflexión acompañada de lecturas, experimentos y fracasos para dar otra información sobre el color en el arte. Propuestas distintas al concepto arraigado durante milenios, según el cual la expresión de arte se reduce a un cuadro pintado al óleo colgado de un clavo en la pared.

AG: ¿Cómo se activa la obra al trascender las cualidades del soporte. ¿Cómo definir la escala, el formato y el material de la obra para lograr la máxima experiencia sensorial e interactiva?

CCD: El sentido de la escala es como tener buen oído musical. El sentido de las proporciones está relacionado con la sensibilidad, más que con el conocimiento. Una de mis preocupaciones fundamentales es darle proporción justa a los componentes de mis obras para que el discurso sea eficaz y evidente. El formato y los materiales usados obedecen a la evidencia de que el color esta fuera del soporte evolucionando continuamente. El “objeto” como fetiche estético no debe ser importante para que el espectáculo sea el único punto de atracción de la obra. No hago cuadros, ni esculturas, sino simples soportes de acontecimientos; acontecimientos cromáticos de un instante, sin pasado ni futuro, como el sonido.

AG: ¿Cómo se define la vocación de interacción artística y cuáles son las principales herramientas que la hacen pública?

CCD: En el pasado, el arte estaba diseñado para la contemplación pasiva. Hoy se manejan  conceptos de participación activa,  multiplicidad e interactividad. Los artistas cinéticos avanzamos unos años y esto nos costó mucha incomprensión y, no pocas veces, la banalización de nuestras propuestas fundamentales que abrían nuevas posibilidades de expresión. Tomamos la noción de tiempo y espacio reales, y la participación como instrumentos  medulares de la creación de arte. Al ser una expresión participativa y creadora de acontecimientos se facilita el acceso al disfrute del arte. En nuestras proposiciones hay un hecho lquinas de la represa Gury en Venezuelan en Yvelines en Franciacurrio ralizarla en el piso, pues, lo quwe uno hace en aeriopuertoúdico como primera manifestación de la creatividad. No es preciso tener información previa para “entender la obra” porque se asiste a un espectáculo que se desarrolla con nuestra participación.

AG: Su obra se desprende de las galerías para ocupar lugares claves del entorno urbano y se revelan para hacer fricción, de una u otra forma ser parte de los itinerarios cotidianos ciudadanos. ¿Cuál de su obra se considera paradigmática como catalizador de la vida pública?

CCD: Hay varias que considero importantes desde el punto de vista del bien común y de la participación, como es el caso del piso del Aeropuerto Simón Bolívar de Caracas. Cuando me encargaron hacer una propuesta para ese sitio se me ocurrió realizar una obra cromática en el piso que se desarrollara en función de la actividad que hacemos en un aeropuerto: caminar de un lado para otro mientras despega el avión. Otra obra es la Plaza Venezuela en París, donde transformé un espacio de estacionamiento salvaje en un lugar reposado de recreación visual. También están la pasarela de la estación de tren de la ciudad de Saint Quentyn en Yvelines, Francia; la sala de máquinas de la inmensa represa del Gury en Venezuela; la plaza de entrada al estadio de los Marlyns en Miami que volvió amable y participativa una zona triste y desprovista de cosas sensibles.

AG: Rem Koolhaas decía que los arquitectos nunca supimos explicar el espacio… que cuando pensamos en el espacio sólo miramos sus contenedores, como si el propio espacio fuese invisible ¿De qué hablamos cuando hablamos de espacio?

CCD: Estamos inmersos en el espacio, ocupamos un espacio y no tomamos conciencia de ello. Los objetos y las formas nos obnubilan impidiéndonos “leer” el espacio. Uno de los propósitos Chomosaturation es revelar el color haciéndose y deshaciéndose en el espacio.  Cuando entramos en uno de los cubículos de intensa saturación cromática estamos “leyendo” el espacio, no las formas.  Es una insinuación que invita a descubrir que vivimos en el espacio y que suceden cosas en el mismo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El cargo Color, tiempo y espacio. Conversación con Carlos Cruz-Diez apareció primero en Arquine.

]]>