Resultados de búsqueda para la etiqueta [Tacubaya ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 14 Sep 2023 15:48:04 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 El nombre, ¿es lo de menos? https://arquine.com/el-nombre-es-lo-de-menos/ Fri, 03 Feb 2023 05:31:48 +0000 https://arquine.com/?p=74930 “No hay inocencia en el gesto de nombrar”. Llamarle a un fraccionamiento propuesto en la Hacienda de la Condesa, Nueva Tacubaya, o Chapultepec Heights a lo que hoy es las Lomas o intentar rebautizar Tepito como Reforma Norte, no son actos inocentes: el nombre acaso no es lo de menos.

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Antes de que Daniel Giménez Cacho encarnara a Silverio Gama, protagonista de la película Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro González Iñárritu, 2022) y quien busca la raíz de la mexicanidad en el Zócalo o en el Castillo de Chapultepec, el actor organizaba recorridos por Tepito, un barrio menos monumental y menos fotogénico, a los que llamaba “safaris”. Nadie cuestionó que la actividad colonial de avistar animales, con el fin de apreciarlos en todo su esplendor salvaje, se utilizara para describir una serie de visitas a una zona de la ciudad donde vive gente, al igual que en la Narvarte o en la Condesa, donde pareciera que las mesas de restaurantes en la banqueta imprimen mayor alcurnia. Será que para la imaginación geográfica de quienes planearon recorrer Tepito, la vida en la colonia Morelos era digna de tomarse como una suerte de gabinete donde los espectadores podían ver cómo vivían los tepiteños con el fin de tener una experiencia estética. Sin embargo, no se necesita desmadejar mucho para encontrar el problema: una de las zonas más céntricas de la capital de México es también una de las zonas más imaginadas y menos comprendidas. A la manera de los monstruos, podríamos decir que Tepito pertenece a la tradición oral de la ciudad. Se habla mucho sobre lo peligroso del barrio, y sólo se visita si un actor es quien protege a los turistas, recomendaciones mediante de “no portar objetos ostentosos” antes de ingresar a este paraje exótico.

A Tepito también se le conoce como el “barrio bravo”, lo que a veces se utiliza como una especie de demarcación no oficial para todos los capitalinos, la cual delimita a Tepito del resto de la ciudad. La urbe que rodea al barrio no es tan peligrosa. Sobre esto, podemos afirmar, junto a Luz América Viveros Anaya, que nombrar los sitios es una práctica social que “delata pactos que los habitantes establecen con su pasado, con la memoria y con una manera de situarse en el mundo”. En el texto “A veinte calles de la Plaza de Armas y a diez mil de la civilización”, la autora comenta que “esa designación de los lugares está mediada, a veces tensamente, por los alcaldes o regentes civiles que intentan ya normar, ya cubrir deudas políticas, ya establecer homenajes de panteones políticos, profesionales, artísticos o culturales”. Viveros Anaya concluye: “No hay inocencia en el gesto de nombrar”. Tepito ya existía cuando, en 1883, José Tomás de Cuéllar escribió un artículo titulado “La nomenclatura de las calles”. Como cronista urbano, este autor defendió la simetría, las superficies lisas y la tecnificación de las ciudades. Por lo tanto, no le parecía que entre cuadra y cuadra se cambiaran los nombres de un centro urbano en continuo crecimiento, y que mucho menos las denominaciones estuvieran dadas por las tradiciones religiosas o los oficios que ahí se ejercían. En su texto, Tomás de Cuéllar narraba que al tramo de las calles de Corpus Christi, Calvario y Acordada se les había nombrado avenida Juárez y que, a pesar de esta síntesis, los ciudadanos seguían acostumbrados a una nomenclatura mucho más primitiva. “Y ya que de avenida Juárez se trata, pregunto yo: ¿qué inconveniente hay en que la avenida Juárez la constituya de hoy en adelante y para siempre toda esa vía desde la primera calle de Plateros hasta salir a despoblado? Así quedarán suprimidos los nombres de primera y segunda de Plateros, Profesa, primera y segunda, y Puente de San Francisco y, para suprimir esos nombres sustituyéndolos con el de nuestro benemérito don Benito Juárez, hay todas estas razones”. 

La idea de facilitar la vida a los transeúntes no es, en principio, problemática, pero la forma en la que nombramos las estructuras de la ciudad está fundamentada en la ideología de un momento determinado. Para Tomás de Cuéllar, si los antepasados habían emprendido la “larga y laboriosa tarea” de “conservar en lo posible el alineamiento en las nuevas construcciones, hasta lograr una ciudad más regular y más perfecta que todas sus contemporáneas del continente, nos toca a nosotros hacernos dignos de esa previsión sensata y meritoria, y al encontrarnos calles que atraviesan la ciudad en línea recta en toda su extensión, sin más defecto que cambiar de nombre a cada cien pasos, nos toca, repito, bautizar esa vía con una sola letra, con un número o un solo nombre, siguiendo en esto el espíritu práctico de las ciudades modernas”. ¿Quién se hace cargo de la noble tarea de nombrar los sitios de la ciudad? Viveros Anaya habla de los alcaldes, pero también los bienes raíces tienen una injerencia importante en los mapas urbanos. Por supuesto, las clases medias quieren habitar barrios donde puedan criar con decencia a sus hijos, o donde sus inversiones inmobiliarias puedan demostrar con mayor contundencia su estrato económico. En uno de los anuncios publicitarios del desarrollo habitacional Chapultepec Heights se leía “El patrimonio de los suyos”, y una familia conformada por una mamá, un papá y una hija miraban su título de propiedad y su casa. La Nueva Tacubaya fue un territorio destinado a compradores similares, al igual que el Nuevo Polanco, un ejemplo más contemporáneo donde las clases medias producen espacios dignos para la crianza de los hijos y para las inversiones que se pueden heredar. Este panorama resulta ajeno a Tepito, aquel sitio donde se hacen safaris y donde se puede arriesgar el pellejo si se ingresa con teléfonos o prendas que puedan activar los instintos criminales de sus habitantes. En Tepito no viven familias y  el tipo de negocios que ahí se encuentran no elevan la plusvalía de la vivienda. Al menos hasta que una inmobiliaria decida lo contrario. 

El 28 de enero, el diario El Financiero reportaba que la compañía constructora UBK rebautizaba a Tepito como “Reforma Norte” para ofrecerles a sus potenciales clientes departamentos con costos que llegan a los dos millones de pesos. Si las familias de mamá, papá e hijita se encontraban lejos del “barrio bravo”, el mismo “barrio bravo” tiene ahora para ellos una promesa de patrimonio. Sin embargo, como mencionábamos, todos los capitalinos sabemos de la reputación de Tepito, y es de dudarse que una maniobra mercadotécnica pueda captar inversores y especuladores, y mucho menos gente que quiera trabajar en su nuevo proyecto en la paz de alguna cafetería. Pero también podemos decir que el estrato porfiriano está completamente sedimentado en nuestra consciencia urbanita. En tiempos de Tomás de Cuéllar también se aspiraba a eliminar las vecindades (lo que también contribuiría a la rectitud de las calles tan deseada por el cronista), por tratarse de una forma de vivienda que encarnaba el “mal moral de la pobreza”, una denominación hecha por quienes planeaban las políticas urbanas mediante la cual se borraba cualquier desigualdad estructural. Bajo esta perspectiva, los “pobres” no podían acceder a una casa mejor construida por su calidad humana. Tal vez quienes van de “safari” a Tepito tampoco se preguntan si esa inseguridad (que sí es real) se debe a que, casi siempre, la infraestructura ha sido utilizada para elevar la plusvalía de las colonias donde sólo habita la clase media, como puede ser la seguridad misma de las calles. También cabría preguntarse si sabemos cómo es que los tepiteños se nombran a sí mismos. Si Tomás de Cuéllar decía que por mera practicidad se debían borrar los nombres religiosos de las calles (que dan cohesión) o los nombres de los oficios (que, en su momento, les entregaron un territorio a los comerciantes), decirle “Reforma Norte” o “barrio bravo” es, de alguna manera, anular la identidad de un barrio que, como pocos, puede empezar a contar su historia desde tiempos prehispánicos. Igualmente, podemos leer el nombre de “Reforma Norte” como un eufemismo con el que se quiere disimular que en Tepito también hay casas y negocios y, sobre todo, gente. 

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El adefesio de Tacubaya y el concurso de arquitectura https://arquine.com/el-adefesio-de-tacubaya-y-el-concurso-de-arquitectura/ Wed, 21 Aug 2013 22:06:21 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-adefesio-de-tacubaya-y-el-concurso-de-arquitectura/ Lo más grave del corredor Barragán no es el adefesio propuesto, sino que éste fue concebido en la más absoluta de las opacidades. Homenajear al más grande de los arquitectos locales es algo que debiera materializarse en una obra digna de quien la inspira, su verdadero estándar de comparación.

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No tengo idea cómo se gesta la idea, pero puedo imaginármelo. El delegado se junta con sus asesores para dar forma a lo que soñó la noche anterior: un corredor turístico-cultural alusivo a la vida, obra y milagros de Luis Barragán, que por esas cosas del destino construyó su casa-estudio-taller dentro de los límites delegacionales. Se suceden aplausos, felicitaciones, palmadas en la espalda y una frenética lluvia de ideas para dar cuerpo a la ocurrencia edilicia: un centro cultural, un café, tiendas de suvenires, restaurantes (¿cómo andaría un Barragán’s?), exposiciones fijas e itinerantes, y un largo etcétera fruto del entusiasmo del comité creativo reunido. Sólo falta saber quién se hará cargo del proyecto de arquitectura de las obras del corredor.

Ante la falta de información sobre el mismo, y no sabiendo de ni un concurso realizado para tal efecto, el ciudadano debe suponer que, haciendo uso de sus facultades, el señor delegado designó a quien su propia inspiración le pareció como el más indicado para acometer tamaño desafío. El resultado está a la vista: si hacemos caso al pobre render publicado en La Jornada de ayer, el edificio principal del sistema será algo así como un estacionamiento rodeado de plantas en que el único punto de contacto con la vida de la calle será la puerta de entrada y salida de automóviles. El corredor, un espacio para ser caminado, ofrecerá una de las banquetas con menos brillo de toda la ciudad. Alguien en twitter señala que el proyecto es de Legorreta + Legorreta; de hecho parece un Legorreta (creí que la obra debía aludir  a Barragán), pero en la página de este despacho no hay ni un tipo de información al respecto. En Internet tampoco. Si así fuera, sería por lejos la más deslucida de sus obras.

Ahora bien, lo más grave del corredor Barragán no es el adefesio propuesto, sino que éste fue concebido en la más absoluta de las opacidades. Homenajear al más grande de los arquitectos locales es algo que debiera materializarse en una obra digna de quien la inspira, su verdadero estándar de comparación. Cualquier arquitecto que se precie de tal quisiera un encargo así, pondría lo mejor de sí mismo para llevarse un proyecto de esta envergadura. Una ciudad inteligente aprovecharía este compromiso y entusiasmo, y organizaría un concurso para maximizar el resultado de la oportunidad. Al parecer éste no será el caso.

El concurso de arquitectura tiene su razón de ser en la búsqueda de la excelencia en la disciplina, en la necesidad ineludible de la transparencia pública, y en la obligación de abrir la cancha de la profesión a todos los que tengan las capacidades para jugar en ella. El concurso no garantiza que se elijan las mejores obras, pero sí aumenta las posibilidades que esto ocurra. Obliga a los que tienen el poder de decisión a hacer públicas sus razones para preferir el proyecto de fulano sobre el de zutano y de paso descalificar al de mengano. En este sentido, una instancia así nos blinda bastante de los particulares gustos de las autoridades de turno. Al menos en la etapa de proyecto, también nos protege de las aspiraciones de gobernantes que consideran que parte de los honorarios de los arquitectos les pertenecen. A su vez, nos resguarda de los abusos de arquitectos capaces de hacer sudar al erario público con sus abultados recibos de pago (¿cuánto cobrarán Toyo Ito y Herzog & de Meuron por las obras públicas que actualmente proyectan en México?).

Un concurso de arquitectura es una verdadera olimpiada para el gremio de los arquitectos. Cualquiera que haya participado en uno sabe que el verdadero premio no es el monetario, sino el orgullo de imponerse a los colegas para construir un pequeño pedazo de ciudad que por muchos años llevará la firma del ganador. El concurso mantiene al arquitecto en forma, le devuelve la pasión por la profesión, lo hace volver a trasnochar para sacar lo mejor de sí. Si no concursa se aburguesa, se duerme en los laureles. El arquitecto sabe que lo más probable es que no ganará, que es más que seguro que perderá tiempo y dinero, que la sobredosis de café le producirá una nueva úlcera, pero igual concursa. Hacerlo es antes que nada un acto de profundo compromiso con la profesión. Las ciudades inteligentes saben esto y por eso entienden el concurso como una herramienta vital para el mejoramiento de su espacio construido. De alguna manera la competencia de arquitectura también las mantiene en forma.

El concurso abre el hermético círculo de la profesión, lo democratiza al dar cabida en igualdad de condiciones al arquitecto consagrado y al que está recién empezando (en algunos casos es lícito establecer algunas restricciones de entrada, pero eso es harina de otro costal). Cuando Richard Rogers y Renzo Piano ganaron el concurso internacional organizado para proyectar el Centro Pompidou eran una pareja de perfectos desconocidos en las grandes ligas de la arquitectura. El primero tenía 37 años, mientras el segundo apenas se empinaba sobre los 33. El tiempo le dio la razón al jurado y a la ciudad que llevó a competencia y puso en manos de dos jóvenes el diseño de uno de sus mejores espacios públicos.

Por supuesto que el concurso de arquitectura no es perfecto: tiende a alargar los plazos de desarrollo de los proyectos (tema sensible para autoridades ávidas de cortar listones), no nos salva de la inoperancia de los arquitectos seleccionados a la hora de aterrizar sus propuestas (el render lo aguanta todo), y tampoco garantiza la total transparencia en la toma de decisiones. Mal que mal, los jurados perfectamente pueden arreglarse por fuera con alguno de los participantes. Tampoco nos libra de los malos jurados. Sin embargo, en caso de abuso, parcialidad o simple mal criterio, las decisiones se toman e informan de cara a la ciudadanía, que cuenta con más herramientas para evaluar si fue víctima de engaño en el proceso. Eso no es poco en ciudades que cada día más demandan mayores niveles de transparencia en las iniciativas que impulsan sus autoridades.

El corredor Luis Barragán no es una mala idea. De hecho, puede ser una muy buena para revitalizar el barrio de Tacubaya, que harta falta le hace, pero para que esto suceda primero debe haber un plan maestro para el sector ampliamente discutido con la comunidad, con estrategias, herramientas y presupuesto claramente definidos. Este plan puede incluir algunas acciones de rápido impacto, que siembren confianza en la ciudadanía y en posibles inversionistas, y den la posibilidad al delegado de cortar algunos merecidos listones. Para los encargos más relevantes, ya sea a nivel de espacio público o edificaciones, debe asumirse como una obligación ciudadana el llamado a concurso público de arquitectura y dar la oportunidad a cientos de profesionales de mostrar su talento y dejar su impronta en la ciudad. Tacubaya lo agradecerá, la gente lo agradecerá. Barragán, desde su tumba, también.

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Echando a perder no se aprende https://arquine.com/echando-a-perder-no-se-aprende/ Wed, 21 Aug 2013 15:55:59 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/echando-a-perder-no-se-aprende/ Según el diario La Jornada: "crearán en Tacubaya el corredor turístico-cultural Luis Barragán. Una inversión de 100 millones de pesos para el 'rescate' de comercios, vivienda y el paradero, lo último como parte de una de esas siempre opacas asociaciones público-privadas"

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Hace tiempo le oí decir a Humberto Ricalde que Luís Barragán, al decidir hacer su casa en Tacubaya —dos veces: primero la que hoy es la Ortega y luego, al lado, la suya— en vez de en el Pedregal, por ejemplo, tomó una posición estética y, quizás —anoto yo— ética: no viviría —seguía Humberto— en una nueva colonia adinerada —léase: con nuevos ricos— sino en un viejo barrio tradicional, con casas modestas y entonces prácticamente al borde de la ciudad, aunque cercano al Centro y al lado de Chapultepec. Barragán —ya se sabe— cerró loosianamente su casa hacia el exterior con una fachada más que discreta, apenas abierta por un par de puertas y una gran ventana cuadrada y concentró su atención en los espacios de alturas variables —gesto de nuevo loosiano de compresión y descompresión, sístole y diástole como decía Humberto— y en el gran jardín y la terraza en la azotea.

Desde finales de los años 40 la zona ha cambiado mucho. Se construyó el Periférico y se amplió Constituyentes —antes Madereros, porque por ahí bajaban troncos de árboles hacia la ciudad, según nos contó Francisco Serrano. Apareció una estación del metro —cuyo defecto es la muy mala calidad urbana de la plaza en que desemboca— y luego se construyeron algunos edificios de vivienda, malos. A Tacubaya se la llevó lo mismo que se llevó a casi toda la ciudad y, si me apuran, al país entero: el crecimiento urbano mal planeado sumado al decrecimiento económico no se si, también, fruto de la mala planeación; resultado, pues, de la improvisación y de una forma de corrupción que va más allá del puro latrocinio: corrupción de las ideas, de las formas, de los procesos democráticos para hacer ciudad y, me atrevería a decir —si no fuera por lo problemático de la afirmación— que hasta del gusto.

La “solución” al deterioro se publicó ayer en varios periódicos, como La Jornada: “crearán en Tacubaya el corredor turístico-cultural Luis Barragán.” Una inversión, dice la nota, de 100 millones de pesos para el “rescate” de comercios, vivienda y el paradero, lo último como parte de una de esas siempre opacas asociaciones público-privadas. Por lo que leo entiendo que al proyecto lo apoyan un diputado federal del PRD —Augustín Barrios Gómez—, el delegado de la Miguel Hidalgo —Víctor Romo— y Eduardo Aguilar, autoridad del espacio público.

Lo que se muestra en la imagen presentada por el periódico podría ser una versión arquitectónica de cierta idea gnóstica sobre la relación entre dios y el mundo: casi sin darse cuenta, dios tiene una emanación degradada de sí mismo que produce otra más degrada que produce otra aun menor y así hasta la centésima, que será el creador del mundo —de ahí su infinita imperfección. El proyecto que presumen es así: una mala copia de las versiones de un epígono que se repitió a sí mismo hasta la caricatura: un derivado de mala calidad. El edificio, a todas luces de un tamaño desproporcionado para la zona en que se construirá, repite el gesto de Barragán —cerrarse a la calle— pero con torpeza, y va acompañado, se supone, de proyectos para hacer peatonal la calle donde está la casa de Barragán, la ampliación del mercado y algunas otras cosas que no se muestran, pero que si son tan malas como lo que sí se enseña, anticipan un desastre. ¿Por qué se hacen así las cosas?

La semana pasada visité de nuevo el High Line en Nueva York. La historia es conocida y por tanto la abrevio: en 1999 se forma una asociación sin fines de lucro, Friends of the High Line, para preservar una línea de tren elevado construida en 1934. Dicha asociación organizó un concurso en el 2004 —que ganaron James Corner, de Field Operations, y Diller, Scofidio + Renfro— y cuya primera fase se inauguró en el 2009. La segunda está en obra. La transformación que generó este proyecto en su entorno ha sido ampliamente comentada. Subrayo tres cosas: se funda una asociación civil para proteger el sitio, se organiza un concurso y se toman 14 años desde las primeras ideas y 9 desde que se tuvo el proyecto para realizarlo. ¿Les podría sugerir eso alguna idea a los funcionarios locales y federales, diputados, delegado y a la autoridad del espacio público —sí: público— sobre las maneras, las formas en que se puede hacer un proyecto importante en la ciudad? Si no les queda claro se los repito de nuevo: darse el tiempo necesario para la planeación y tomar con absoluta claridad todas las decisiones —lo que en el caso de un proyecto arquitectónico implica un concurso bien organizado— involucrando a la mayor parte de los afectados o beneficiados. Mientras las decisiones, las intenciones y los procesos continúen siendo opacos y apresurados, no habrá en México ni buena arquitectura ni buen urbanismo sino por accidente. En este caso, por la zona y por las casas de Barragán —la de Enrique del Moral, enfrente, ya fue modificada desafortunadamente—, el proyecto debe tratarse con extremo cuidado y habría que oponernos a decisiones apresuradas, mal planteadas y sin claridad, como, por lo que hasta ahora se ha visto, la que se propone.

Captura de pantalla 2013-08-21 a la(s) 09.43.15Imagen vía La Jornada

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El triángulo de Tacubaya https://arquine.com/el-triangulo-de-tacubaya/ Mon, 11 Jun 2012 14:14:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-triangulo-de-tacubaya/ Se ha delineado un triángulo en proceso cuyas aristas mantienen cierta permanencia y transformación. Más allá de esta figura geométrica, Tacubaya conserva edificios fundamentales para la comprensión de la arquitectura y morfología de la ciudad.

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Durante el siglo 19, Tacubaya era uno de los centros de población más importantes de la ciudad de México y escala para quienes viajaban hacia el poniente rumbo a Mixcoac o San Ángel. A finales de este siglo se empezaron a desarrollar nuevos fraccionamientos y colonias como San Miguel Chapultepec, San Pedro de los Pinos y Escandón, que en su momento fueron ampliaciones de Tacubaya.

Entre los callejones de esta emblemática colonia en la delegación Miguel Hidalgo –además de otros edificios insigne del siglo XX como el Edificio Ermita y el Conjunto Isabel de Juan Segura, y la Secretaría de Salubridad de Carlos Obregón Santacilia– se ha delineado un triángulo en proceso cuyas aristas mantienen cierta permanencia y transformación. Más allá de esta figura geométrica, Tacubaya conserva edificios fundamentales para la comprensión de la arquitectura y morfología de la ciudad.

Tacubaya, convertida en personaje(s) por cronistas como Salvador Novo, José Joaquín Blanco o Héctor de Mauleón, sugiere direcciones coetáneas al final de la calle General Francisco Ramírez, como parte de la colonia Ampliación Daniel Garza. La elección de esta pequeña calle en el antiguo barrio de Tacubaya es, por sí misma, una de las primeras declaraciones en el manifiesto de la obra de Luis Barragán en un barrio popular.

Después de algunos años de actividad profesional en la capital, a principios de los cuarenta, Luis Barragán adquiere terrenos sobre la calzada Madereros, junto al Bosque de Chapultepec. En esta zona realiza algunos jardines privados y su primera residencia, la Casa Barragán/Ortega en el número 20 y 22 de la mencionada calle General Francisco Ramírez. Barragán se mudó a esta casa en 1943, un año después de haberla terminado, y posteriormente la vendió para construir su casa-estudio en el número 14. Barragán diseñó esta casa mientras desarrollaba la urbanización de El Pedregal, entre 1947 y 1948 (Valente, Ilaria y Zanco, Federica, Guía Barragán (2010), México, Fundación Barragán, Arquine).

La Casa Luis Barragán –ahora museo propiedad del gobierno de Jalisco y de la Fundación de Arquitectura Tapatía Luis Barragán– fue reconocida como Patrimonio Mundial de la UNESCO en 2004 y se trata del único inmueble en América Latina que ha logrado esta distinción por ser “una obra maestra dentro del desarrollo del movimiento moderno, que integra en una nueva síntesis elementos tradicionales y vernáculos, así como diversas corrientes filosóficas y artísticas de todos los tiempos”, según la declaratoria. La casa, al igual que la mayoría en la calle, es un contenedor compacto que cierra su fachada hacia el exterior.

A un costado se ubica el Archivo Diseño y Arquitectura (ADA), “un espacio de revisión, colección, promoción, exhibición y difusión del diseño en sus distintas vertientes”. Está emplazado en el número 4, en una casa construida por el artista Arturo Chávez Paz, quien también edificó la casa 7. El archivo –cuya entrada es a partir de un túnel que se abre hacia el jardín posterior de la casa– contiene dos acervos: una colección compuesta por mil 300 objetos de Fernando Romero y un acervo –aún en proceso– con bibliografía sobre arquitectura y diseño. Se puede visitar una exhibición dispersa de las piezas del archivo curada por Guillermo Santamarina (La felicidad es una esponja caliente (y fría)), además de una serie de Fonosistemas curada por Regina Pozo.

El tercer lado de este reciente triángulo con notable historia se traza justo en frente. En el número 5 se tiende un puente entre tiempos culturales diversos, subvirtiendo así la linealidad histórica y su transformación. Enrique del Moral construyó su casa en 1949 –un año después que la casa Barragán– posterior a la casa Yturbe en Acapulco (1944) y anterior a la casa Quintana en San Ángel (1955), que en conjunto, “ejemplifican no sólo el dominio del espacio íntimo sino la posibilidad de extenderlo, convirtiéndolo en parte del paisaje. Denominado por el teórico británico William Curtis —al trazar algunos paralelismos entre su obra y la de Barragán— como quien “reinventó el patio en torno a una mitología del modo de ser mexicano”, Del Moral trabajó siempre regido por la fusión de lo que él denominaba “lo general y lo local”” (Fernanda Canales en Enrique del Moral (1906-1987)). La casa del Moral fue transformada literal y radicalmente al grado de no reconocerse como tal –obra de Fernando Romero, quien también restauró ADA–  y ahora alberga a la galería LABOR, cuya nueva sede abrió sus puertas con una serie de Rompecabezas de Pedro Reyes (1972).

Y como un mismo rompecabezas triangular, esta zona de Tacubaya va construyendo una historia propia y con un papel efervescente sobre la difusión, exposición y debate en torno al arte, el diseño y la arquitectura. Además del valor cultural y de renovación urbana, como museos o galerías, estos espacios cumplen otra función en la que el contenedor define los contenidos como arte, y a la vez, los mismos contenidos determinan la identidad de propio contenedor ‘arquitectónico’. Esto en una misma calle de la ciudad, como parte de una labor de archivo coetánea en casas modernas del siglo XX.

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