Resultados de búsqueda para la etiqueta [Sylviane Agacinski ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 22 Apr 2024 17:01:00 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Partituras https://arquine.com/partituras/ Mon, 22 Apr 2024 15:18:09 +0000 https://arquine.com/?p=89319 Desde el Neolítico, con la aparición de la agricultura y el establecimiento de las primeras comunidades humanas sedentarias, hasta nuestros días, trazar líneas que definen y delimitan territorios y terrenos, sea directamente sobre el suelo o con mapas, planos o títulos de propiedad como intermediarios, ha tenido una influencia mayor en la forma de las construcciones que ocuparán esos sitios.

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El domingo 14 de octubre de 1973, el New York Times publicó una nota cuyo título podría traducirse así: “Compradores de ‘rebanadas’ gozan de un día de campo en la venta de terrenos de la ciudad”. Firmado por Dan Carlinsky, el texto inicia con esta declaración: “estando los precios en bienes raíces como están, es sorprendente que uno pueda adueñarse de un pequeño jardín por un módico pago”. El artículo relata las subastas que el gobierno de la ciudad de Nueva York organizaba cada mes en el Hotel Roosevelt para ofrecer terrenos que tenía de sobra y en propiedad. Entre estos lotes, algunos eran rebanadas sobrantes en el reparto de una manzana en propiedad privada:

Con dimensiones de un pie de ancho por cien de largo [continúa Carlinksy] la mayoría de estas rebanadas parecen no servir para otra cosa que tender ropa en línea recta o almacenar espaguetis, pero a veces hay gente que tiene buenas razones para querer una parcela en particular y hacen que los precios de la subasta lleguen a los cientos de dólares, con la esperanza de revender el terreno a algún vecino y obtener una ganancia. El precio base, sin embargo, es de 25 dólares.

Más adelante, Carlinsky nombra a uno de los compradores, quien asistió a la subasta del 5 de octubre y planeaba volver a la del martes 16:

Gordon Matta-Clark, un artista de 28 años del SoHo, salió con cinco pedazos de Nueva York —cuatro en Queens y uno en Staten Island—, todos por menos de 100 dólares. “Obtuve más de lo que esperaba y por eso estoy muy contento”, dijo el señor Matta-Clark, quien pretende usar las propiedades en obras de arte que creará en los próximos meses. Las obras tendrán tres partes: un documento escrito sobre el pedazo de terreno, incluidas las dimensiones exactas y su localización, y quizá una lista de las plantas que crecen en el sitio; una fotografía a escala real del lugar; y el sitio mismo. Las dos primeras partes se expondrán en una galería, y los coleccionistas podrán comprarlas. “Tuve que comprar lotes pequeños porque son manejables: puedo colgar fotografías de ellos en la galería”, explicó el artista. “Tengo una pieza que mide 1 pie por 95 pies de largo. La fotografía medirá lo mismo. Estará colgada en una pared larga.”

Por lo que cuenta Carlinsky, Matta-Clark tenía muy claro lo que iba a hacer con sus propiedades desde el momento mismo en que se convirtió en terrateniente de la ciudad de Nueva York. Poco después, en una entrevista con Liza Bear, publicada en diciembre de 1974, Matta-Clark dijo que su mayor interés al comprar los lotes fue que estaban clasificados como “inaccesibles”, y agregó: “Comprarlos fue mi propia toma de posición sobre la extrañeza que representan las líneas de demarcación de las propiedades ya existentes. La propiedad es tan omnipresente que la noción que cada quien tiene de ella está determinada por el factor de uso.” [1] La obra resultante tuvo numerosos nombres, todos a partir de juegos de palabras con el concepto de real estate: Fake Estates, Reality Positions, Reality Properties.

En su ensayo “L’invention partagée”, la filósofa Sylviane Agacinski revisa la idea de “casa” tal y como la planteó el también filósofo Emmanuel Lévinas. “La existencia humana es impensable”, escribe Agacinski, “antes de cualquier posibilidad de retiro a un espacio separado”. Para Lévinas la casa es eso que abre —y cierra, al mismo tiempo— esa posibilidad de retiro. “El trazo de límites o fronteras”, sigue Agacinski, “permite la distinción entre el adentro y el afuera, el interior y el exterior, y condiciona la posibilidad, para la existencia, de separarse, de retirarse o, como diría Lévinas, recogerse, designando así la instauración de una relación de intimidad consigo mismo”. [2] En otro texto, reunido con ensayos de distintos autores que reflexionan sobre las relaciones entre la arquitectura y la deconstrucción, y relacionando en particular la -tectura y la escritura, Agacinski escribe que hay que pensarlas a ambas como una separación, una brecha: “El reparto”, Agacinski usa la palabra francesa partition, que también significa partitura, sucede “primero en varios sentidos, ya que el campo en el que aparece la arquitectura no es una página en blanco ni un fondo prearquitectónico: ya es arquitectura ahí mismo, tejido ya tramado, texto ya escrito en el cual el constructor, cual intérprete de un concierto, no incluye jamás otra cosa que cadencias.” [3]

En 1873, Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, arquitecto y padre de la restauración moderna —aunque ningún restaurador de hoy se tomaría las libertades interpretativas que aquel se dio a sí mismo—, publicó el libro Histoire d’une maison. [4] La historia empieza con una idea que tiene M. Paul, de 16 años: construir una casa de campo para su hermana. En el segundo capítulo, un primo le ayuda a Paul a “traducir sobre el papel el resultado de nuestras meditaciones”, por lo que, al final de dicho capítulo, veremos los planos de la casa. Más adelante, esos planos sufrirán algunas modificaciones y Paul tomará un curso práctico de construcción. Llegamos entonces al capítulo VII: “Implantación de la casa y operaciones sobre el terreno”. El primo le explica a Paul cómo, una vez desarrollada y definida su idea en unos planos sobre papel, estos se acotan con el fin de trazar sus ejes sobre el terreno y dar inicio a la construcción de la casa. El capítulo viene acompañado de un dibujo en el que, como si viera desde la perspectiva de un dron imaginario, Viollet-le-Duc muestra a un grupo de trabajadores que dispone una retícula ortogonal de hilos que reparten virtualmente el espacio como anticipación de los muros que vendrán. Colocados casi de la misma manera en que lo hacían, se ha dicho, los agrimensores egipcios cinco mil años antes de nuestra era, y como se sigue haciendo actualmente —150 años después del dibujo—, esos hilos no sólo son parte de la historia de una casa, ya sea la que nos cuenta Viollet-le-Duc o la de la casa en general, como idea y modelo que reparte la extensión entre lo próximo y lo distante, lo íntimo y lo ajeno. Esos hilos también son parte de una historia de ciudades y procesos coloniales, de repartos y apropiaciones en los que algunos se fueron quedando con todo y muchos otros se quedaron fuera, en todos los sentidos.

En su ensayo “Apropiación, subdivisión, abstracción: una historia política de la retícula urbana”, del que publicamos una versión resumida en el número 107 de Arquine, [5] Pier Vittorio Aureli traza la historia de la retícula urbana desde sus orígenes neolíticos, no en las ciudades, sino en la organización de los campos de los primeras poblaciones sedentarias, y en la transformación del desplante circular al rectangular de sus construcciones, hasta el entramado contemporáneo, que va más allá de la traza de las ciudades y se extiende por territorios, continentes y, en última instancia, el planeta entero, cuadriculándolo con calles y avenidas, pero también con meridianos e infraestructuras, entre otros sistemas. Y, sobre todo, con líneas que —dibujadas en mapas o descritas en documentos legales— acotan la superficie terrestre, y muchas veces también el mundo subterráneo y el aire por encima, determinando derechos de uso y propiedad sin que quienes ahí habitan o habitaron por generaciones tengan mucho que decir al respecto. Para Aureli, “los tan debatidos muros fronterizos, que pretenden impedir que la gente se mueva a través de naciones o territorios, son sólo una de las consecuencias del sistema entero de subdivisión que organiza nuestro mundo urbano y […] se basa en el régimen de propiedad.” Aureli concluye afirmando que entender y reimaginar el potencial de la retícula —traza y articulación de ciudades y Estados enteros— abre la posibilidad de intentar otras formas de relacionarnos con la tierra (y con la Tierra) más allá de “la lógica excluyente de la propiedad privada” que, a pesar de la tendencia de algunos a pensarla como condición eterna de la humanidad, tiene una historia moderna de apenas 5 siglos —los del colonialismo— o, si se quiere extender hasta el Neolítico, de 10 mil años, dejándonos una herencia de al menos 190 mil años de otras formas humanas posibles para estar en el mundo y habitarlo. [6]

P.S.
En el número 107 de la revista Arquine presentamos, además varios edificios de reciente construcción en la Ciudad de México, París y Los Ángeles. Estas dos últimas ciudades comparten con la primera, en distinto grado y de diversa manera, ciertos trazos. Son, pues, proyectos que responden a lo mismo que la gran mayoría de los edificios construidos en entornos urbanos: un sitio definido con precisión por una traza urbana —o el choque de varias—, además de otras condicionantes como normas, reglamentos y contrato; desde municipales hasta de seguridad, pasando por consultores y certificaciones. En el espacio así dibujado, de arriba a abajo, como en aquellos famosos dibujos de Hugh Ferris para Nueva York, parece que sólo queda —como apuntó Agacinski— entender que el diseño arquitectónico no es otra cosa que cadencias, como el paso para atrás de Mies van der Rohe en el Seagram, que inventó una plaza al mismo tiempo que logró salvar al prisma abstracto de la amenaza babilónica.

 

Notas:

1. Las citas provienen de Stephen Walker, “Gordon Matta-Clark: Drawing on Architecture”, en Grey Room, núm. 18, 2004, 108–131.

2. Sylviane Agacinski, Volume. Philosophies et politiques de l’architecture, Éditions Galilée, París, 1992.

3. Sylviane Agacinski, “Tecture, écriture”, en Mesure pour Mesure. Architecture et Philosophie, Cahiers du CCI, Editions du Centre Pompidou/CCI, París, 1987.

4. Viollet-le-Duc, Histoire d’une maison, Bibliothèque d’éducation et de récreation, J. Hetzel et Cie., París, 1873.

5. Próximamente lo publicaremos en editorial Arquine como parte de un libro.

6. Esa es la hipótesis central del libro de David Graeber y David Wengrow, The Dawn of Everything. A New History of Humanity, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 2021.

 

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Volúmenes https://arquine.com/volumenes/ Sat, 27 Feb 2016 01:00:51 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/volumenes/ La trivialidad en general transparente del paisaje urbano: toda la arquitectura contemporánea debe ser considerada como un enorme dispositivo de aceleración y de racionalización de los desplazamientos humanos o un dispositivo de aumento de la producción —Michel Houellebecq.

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Ya se sabe que al gran público no le gusta el arte contemporáneo, dice Michel Houellebecq —que nació el 26 de febrero de 1956— en un artículo publicado en 1977 con el título Aproximaciones al desarraigo. Houellebecq dice que esa “afirmación trivial” abarca dos actitudes opuestas. Ante pintura o escultura contemporánea, la gente se detiene, irónicos o burlones, y sonríe o ríe de lleno. En cambio, dice, ante la arquitectura contemporánea “tendrá muchas menos ganas de reírse.” Esa arquitectura angustia más que divertir. Esa arquitectura llega a su máximo nivel, continúa, cuando desaparece y se vuelve transparente: “la trivialidad en general transparente del paisaje urbano,” escribirá después en su novela El mapa y el territorio. La arquitectura contemporánea, pues, o molesta o pasa desapercibida, pero no divierte; son modestos, imperceptibles volúmenes bajo la luz del sol.

Otro lugar común que al final no dice nada de tan obvio que resulta, es el que afirma que la arquitectura es la más pública de las artes, que nos rodea inevitablemente, que siempre estamos expuestos a ella. Primero habría que preguntarse si todo lo construido a nuestro alrededor es arquitectura —una de las preguntas iniciales de cualquier teoría arquitectónica— y si toda la arquitectura es arte —segunda pregunta inevitable. Luego, si el mero hecho de que el edificio esté ahí, frente a nosotros, hace pública a la arquitectura. Sobre qué es el arte, Xavier Rubert de Ventós escribió que hoy la pregunta correcta no es qué es el arte sino, más bien, cuándo algo es arte, cuándo, digamos, un mingitorio o una caja de cartón son obras de arte. De la arquitectura se podría responder de la misma manera: hoy ya no importa decidir si un cobertizo para bicicletas es mera construcción o también es arquitectura, con el mismo derecho que la catedral de Lincoln.

Decir que la arquitectura está ahí siempre para nosotros, como un juego magnífico y sabio de volúmenes bajo la luz del sol, ¿es como decir que estar rodeados de volúmenes impresos y encuadernados es una experiencia literaria? Es más probable que, en principio, entrar a una biblioteca sea más una experiencia espacial y, por tanto, potencialmente arquitectónica, antes que literaria. La filósofa francesa Sylviane Agacinski escribió su libro Volumen, filosofías y políticas de la arquitectura, que la arquitectura es un volumen como el libro es un volumen en el sentido antiguo: un rollo que para leerlo hay que desplegarlo. “El movimiento de despliegue que implica la palabra ‘volumen’ –escribe– sugiere la comparación entre la espacialidad del libro y el espaciamiento del texto que hay que desenrollar, recorrer, permitir que se desenvuelva poco a poco en el espacio-tiempo de la lectura (como de la escritura) y los volúmenes arquitectónicos que, ellos también, no se aprehenden que en el tiempo del recorrido, recorrido de las miradas y de los cuerpos, que no se pueden contener ni apresar de un vistazo y que, necesariamente, hay que leer, atravesar, pasar de uno a otro”.La arquitectura, pues, se entrega en ese despliegue de los volúmenes que implica una atención mantenida a lo largo de un recorrido físico e intelectual: el parcours architectural.

Más allá de los tratados donde la arquitectura se organiza y regula mediante el texto y la imagen o de la manera como se comunica también gracias a textos e imágenes impresos, rebasando la aparentemente inevitable atadura a un sitio, habría que pensar esa relación del libro y la arquitectura como volúmenes que, si no se despliegan, si no se abren a la lectura –lo que supone ponerlos en relación al tiempo– simplemente no tienen lugar. Al libro hay que leerlo, ¿y a la arquitectura? Una respuesta acaso demasiado evidente dirá que la arquitectura se habita, se vive, dirán otros aún más románticos. Unos más dirán que se recorre, como recorres las páginas de un libro. Tal vez se reconstruya imaginariamente. Es la apuesta del también filósofo inglés Roger Scruton: la experiencia de la arquitectura es imaginaria. Con la arquitectura, como con un libro –o tal vez, con cualquier tipo de experiencia que se entrega a su tiempo– nuestra tarea consiste en eso: reunir mediante un ejercicio de la imaginación los distintos datos, las distintas secuencias, las diferentes historias que se van entretejiendo en el edificio, o en el libro.

Pero qué pasa si la arquitectura ya no dice o expresa nada mediante un despliegue espacial y sensorial. Cuando Victor Hugo —que nació el 26 de febrero de 1802— hizo decir al archidiácono medieval en Nuestra Señora de París que la arquitectura había muerto a manos del libro, porque es más ligero y a la vez más perdurable, descalificó a toda la arquitectura que siguió al gótico como meros volúmenes geométricos, pura composición incapaz ya de decir nada y por tanto, tal vez, de leerse. Esa arquitectura ya no habla —ni canta, pese a lo que quisieran Boullée y compañía o, más tarde, Valery. Esa arquitectura opera: “toda la arquitectura contemporánea —dice Houellebecq— debe ser considerada como un enorme dispositivo de aceleración y de racionalización de los desplazamientos humanos” o “un dispositivo de aumento de la producción.”

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