Resultados de búsqueda para la etiqueta [suelo de conservacion ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 30 Aug 2022 16:08:54 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 La ciudad en el bosque https://arquine.com/la-ciudad-en-el-bosque/ Tue, 30 Aug 2022 06:15:27 +0000 https://arquine.com/?p=67603 Ahora sabemos que esa dicotomía, la de decidir si explotar a la naturaleza o a la gente, se ha resuelto en explotar a ambas por igual, el asunto de saber si es necesario elegir entre la ciudad y la naturaleza puede parecer menor.

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Hace quince años el escritor Héctor Manjarrez consignó por primera vez en literatura el Bosque de Tlalpan, “o Bosque de Zacayucan, que alguna gente todavía conoce como Bosque del Pedregal”. El acontecimiento sucedió en un libro que lo dice todo en su título: El bosque en la ciudad (Era/Conaculta, 2007), crónica de un caminante cincuentón casi sexagenario que recorre las pistas de gravilla roja —en donde los runners exhiben el afán clasemediero de estar en forma— y trata de perderse (sin éxito) por los terrenos escarpados que conducen a los miradores de ese parque nacional que mira, desde la retaguardia, al centro y norte de la ciudad.

Digo acontecimiento porque, a pesar de que el de Tlalpan es uno de los bosques más conocidos de la Ciudad de México, pareciera que la literatura o el cine o la música endémicos poco tienen que decir sobre esta mancha verde. Sobre todo, valoro en este libro la mirada de Manjarrez, vecino de ese bosque durante décadas, y su manera irónica e incluso odiosa de describir el encuentro del urbanita con el pretendido más allá de la ciudad: la naturaleza. En efecto, no se trata de una apología sin más del bosque que resiste a la ciudad, sino del diario de un caminante que le habla al bosque con el mismo destajo que le habla a la ciudad y, en especial, a la ciudad recordada (cosa en la que Manjarrez, exciudadano de París, Londres o Belgrado, es experto). Por ejemplo, en su máxima concesión al sentimentalismo dizque ecologista, Manjarrez narra cómo saluda a diario al mismo árbol (“Mi Árbol” lo llama) y sigue su camino como si nada.

Y es que, en efecto, es como si el Bosque de Tlalpan apenas pudiera ejercer el hechizo de hacernos creer que está a las afueras de la ciudad, cuando la verdad es que está bien incrustado en su inmediación y no le turba manifestarlo. Hoy, aunque sigue teniendo parajes que parecen conducir a un sinfín de monte y piedra volcánica, su perímetro está bien demarcado por el resto de la ciudad. Desde cualquier dirección que no sea el sur hay que franquear no uno sino cuatro monumentos chilangos para llegar a su entrada: la sala Ollin Yoliztli, la pirámide de Cuicuilco, la parroquia de La Esperanza de María en la Resurrección del Señor (que, tal vez por su gigantesca cruz y su diseño que da la apariencia de unas alas plegadas, siempre me ha parecido una enorme paloma moribunda) y, en la banqueta de enfrente, esa mole brandeada que es Perisur. Ya dentro del bosque, incluso cuando uno se interna en sus zonas más espesas y en apariencia deshabitadas (aunque siempre hay algo: el globo perdido de una fiesta de cumpleaños, o una de las torres de electricidad que atraviesan todo el parque), el bosque no alcanza a enmudecer el rumor de Periférico o Insurgentes Sur, así como las colonias que lo delimitan al poniente o, aún peor, los gritos de quienes se suben a las montañas rusas de Six Flags.

Bien visto el asunto, ahora deberíamos hablar de La ciudad en el bosque, y es probable que nunca haya sido de otra forma. En particular, me interesa cómo el lugar ha sido construido, de manera sucesiva, como un santuario ambiguo de la naturaleza. Ninguna anécdota expresa mejor esta tensión que la leyenda (que yo me sabía por relatos y algunas fotos de familia) que cuenta que en su momento más álgido, allá por los años 80, en la cima del Bosque de Tlalpan hubo un zoológico. Hoy no queda nada como testimonio de ese bestiario en las alturas del Valle de México, pero de niño todavía recuerdo haber visto las jaulas en una de las zonas de juego donde se habrían alojado los monos araña y algunas especies de aves exóticas, además de algunos patos. Lo que es más, en el rodeo que está a la mitad del bosque, se dice, hubo bisontes y, en las paredes a su alrededor, tigres y leones. A mí sólo me tocó encontrar ahí un grupo de caballos que se dejaban acariciar y alimentar con hojas de pino y oyamel.

Por eso, cuando el libro de Manjarrez consignó por primera vez por escrito esa leyenda, no pude sino entusiasmarme: en verdad el bosque había sido más fascinante, más opuesto a la ciudad, un recinto incluso para animales salvajes (aunque estuvieran en cautiverio). No obstante, la historia es más extraña (más chilanga) pues el autor especula, no sin razón, que esos caballos que reemplazaron a los bisontes puede que hayan sido decomisados de un rancho de Arturo El Negro Durazo, figura sombría de esa zona de la ciudad caracterizada también por sus mansiones (o por mencionar otra, la figura más mitológica que la del expresidente Carlos Salinas de Gortari, asiduo a las carreras y el joggin, quien, siempre de acuerdo a Manjarrez, en su tiempo recorrió los caminos del bosque de Tlalpan en pants y sudadera).

La fauna que queda —ardillas, aves citadinas e insectos— poco se compara con ese sueño de un zoológico en las alturas, y probablemente los animales nativos —serpientes, teporingos, tlacuaches, águilas— hace más de un siglo que no viven en este enclave. Por eso me cuesta reconciliar la imagen cotidiana, plenamente citadina del bosque, con la idea de Parque Nacional, título que ostenta todavía el Bosque de Tlalpan.

 

Todo esto viene a cuento por otra lectura, la de Parques revolucionarios. Conservación, justicia social y parques nacionales en México: 1910-1940, de Emily Wakild (La Cigarra, 2020). En este espléndido libro, la historiadora estadounidense hace un repaso de cómo durante el gobierno de Lázaro Cárdenas se impulsó la creación en nuestro país de parques nacionales (ella se centra en cuatro: los de Lagunas de Zempoala, el Popocatépetl-Iztaccíhuatl, La Malinche y El Tepozteco) y cómo, después de su presidencia, el proyecto tomó un rumbo más cercano al turismo y la explotación que a su intención inicial: lograr una simbiosis entre la naturaleza y los intereses comunitarios de quienes habitaban esos territorios.

Venido del norte, el primer movimiento conservacionista abrió parques como el de Yellowstone, que aún hoy evoca en el imaginario (con ayuda de su incesante reproducción en la cultural pop) postales de géisers, osos grizzly, cascadas y programas de protección ambiental. Pero Wakild apunta a algo extraordinario: aunque pareciera que la conservación del ambiente y de la fauna siempre estuvo en el ímpetu de quienes crearon los primeros parques nacionales, la distinción tajante entre naturaleza y cultura (ejemplificada en los parques tropicales del sur global como el Serengueti o zonas protegidas del Amazonas) nunca fue tan tajante, porque nunca ha sido posible desprender lo humano de lo no humano.

Acá en México, a diferencia de la imagen que se tiene de los parques nacionales como zonas cerradas para ciertos biomas y animales, los parques que surgieron de la Revolución Mexicana tenían un importante componente de reivindicación social. Entre los varios hallazgos que depara Wakild (como la compleja red de conflictos y acuerdos entre quienes querían explotar los recursos naturales del país y quienes hoy llamamos defensores del territorio) está el de una revalorización de lo que significa una política medioambiental y lo que hoy parecería un sueño pero fue una realidad durante algunos años en este país: “una visión que conjugaba la nacionalización de la naturaleza con la ampliación de los beneficios de la ciudadanía a las clases populares” (p.239), es decir, la construcción de artefactos culturales capaces de lograr un balance entre el medioambiente y el impulso civilizatorio.

Ahora sabemos que esa dicotomía, la de decidir si explotar a la naturaleza o a la gente, se ha resuelto en explotar a ambas por igual, el asunto de saber si es necesario elegir entre la ciudad y la naturaleza puede parecer menor. Leo a Manjarrez y pienso en que la distinción entre ciudadano y naturaleza que él mismo enuncia (“Nosotros somos como Jean-Jacques Rousseau, que para ponerse en contacto con la naturaleza y provocar sus rêveries, sus ensoñaciones, se iba apenas a las afueras de la ciudad…”) realmente es un reflejo defensivo del urbanita y su incapacidad de llevarse su civilización a otro lado, por mucho que intente excluirse de ella —sea con zoológicos, viveros, lagos artificiales, amigos árboles u otros artificios metropolitanos—. Prefiero pensar el problema desde el optimismo soterrado de Emily Wakild, tan opuesto a ceder ante divisiones que ni siquiera están ahí y, como ella dice “ honrar todo lo que va de lo salvaje y silvestre hasta lo que es, apenas, un parque” (p.241).

Recuerdo ahora que en la primaria a la que iba, ubicada en avenida San Fernando y a unas calles del Bosque, le gustaba graduar a sus alumnos entregándoles un árbol bebé que debían sembrar en cualquiera de sus rincones. Eran los años finales del siglo XX y en todos lados se hablaba del fin del mundo, las películas trataban de volcanes, meteoritos o invasiones extraterrestres. Ya se hablaba de que las “nuevas generaciones” debían salvar al mundo y sólo los lugares verdes, respetuosos de la naturaleza, podían levantarse contra el incendio global. Como fuera, mis padres me ayudaron a cavar un hoyo para el arbolito y pensé que estaba haciendo algo por detener alguna de esas catástrofes. No recuerdo dónde lo planté, pero me gusta pensar que sigue por ahí, levantándose entre los otros lados y mirando ese otro bosque que lo abraza, lo invade y con cuyos árboles de concreto deberá convivir.

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Huertos urbanos en la Ciudad de México https://arquine.com/huertos-urbanos-en-la-ciudad-de-mexico/ Thu, 09 Aug 2018 14:00:01 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/huertos-urbanos-en-la-ciudad-de-mexico/ La Ciudad de México tiene un pasado poético y substancial con los huertos urbanos o la agricultura urbana, las primeras prácticas de estos proyectos fueron las chinampas y las milpas.

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Contrariamente a lo que solemos pensar, los huertos urbanos no son sólo un invento de los años 60 ni una moda de la década pasada que reapareció con la preocupación por el medio ambiente. La Ciudad de México tiene un pasado poético y substancial con los huertos urbanos o la agricultura urbana, las primeras prácticas de estos proyectos fueron las chinampas y las milpas de la era pre-colombina que se encontraban en la antigua Tenochtitlan. Estas se perdieron con el crecimiento desmesurado de la población y de la urbanización, creando así, la megaciudad de más de 20 millones de habitantes.

Es importante mencionar que la estructura espacial de la ciudad, su arquitectura y su planeación urbana son partícipes de la reproducción e intensificación de las desigualdades y la segregación espacial a lo largo de los años, así como de la falta de planeación y la invasión de los terrenos y bosques de conservación. El suelo de conservación forma parte de las zonas protegidas que cubren las necesidades ecológicas mínimas en agua y biodiversidad y ayudan a la disminución de los niveles de contaminación de la ciudad. Estos suelos no son aptos para la construcción habitacional, se construye sin ninguna regulación y por ende agravan la situación ecológica de la ciudad, provocando varias problemáticas: la desaparición de los suelos de conservación, de espacios verdes y huertos que alguna vez formaron una parte importante de la configuración de la ciudad y de la interacción de sus habitantes que se encuentran dentro y alrededor de la ciudad, así como una especulación desmesurada en el precio del suelo urbano de la capital. Actualmente, la mayoría de las áreas urbanas no presentan una morfología social o física equilibrada porque tampoco se le ha dado importancia al desarrollo de espacios culturales, sociales y ambientales.

Hoy en día ante el calentamiento global, el derecho a la ciudad y otras tendencias ecológicas hacen que los ciudadanos se cuestionen la presencia y la utilidad social y ecológica de los diferentes espacios, entre ellos los espacios verdes, como la creación de huertos urbanos como centros para crear comunidad, propagar conocimientos o prácticas más sustentables y saludables con relación a la alimentación. Además de desafiar las ideas preconcebidas sobre la configuración capitalista urbana de la ciudad, creando de esta manera espacios de interacción social genuina y no de alienación como lo suelen ser los centros comerciales o estacionamientos, por dar unos ejemplos.

Desde 1992 cuando la Ciudad de México fue clasificada como la ciudad mas contaminada del mundo,  los diferentes gobiernos han desarrollado programas e iniciativas para mejorar la calidad de vida. En el Programa General del Desarrollo del Distrito Federal 2013-2018 se reconoce ‘la distribución desigual de los espacios verdes urbanos que por consecuente provocan el deterioro del los espacios públicos en general’. En el 2016 la Secretaría del Medio Ambiente, desarrolló una política pública de desarrollo urbano sustentable para incrementar la existencia de áreas verdes en la ciudad. De acuerdo a la FAO (2014), existen tres categorías que han sido desarrolladas en la Ciudad de México: la agricultura peri-urbana, la agricultura sub-urbana y la agricultura urbana; esta última se concentra en 9 delegaciones y es representada por las azoteas verdes y los huertos urbanos de carácter comunitario o educativo en diferentes edificios o espacios de la ciudad. La agricultura urbana se distingue de la rural porque puede integrarse a la economía urbana y a un sistema ecológico (Moreno Flores, 2017).

Paralelamente, en los movimientos que involucran a la sociedad civil también conocidos como bottom-up, los ciudadanos y varias asociaciones civiles se han movilizado para crear espacios verdes o huertos dentro de la ciudad donde el espacio es muy competido y donde las políticas relacionadas con el desarrollo de espacios públicos en general y por ende de espacios verdes, no han sido satisfactorias. Estos diferentes proyectos de huertos urbanos presentan diferentes tamaños y objetivos, ya sea enfocados más a la agricultura o más en el aspecto de inclusión social. Desafortunadamente, estos proyectos compiten entre sí y muchas veces se aíslan en sus propios objetivos y proyectos sin crear un movimiento cohesivo y significativo para la escala de urbanización que conoce la ciudad.

Lo que he logrado constatar a través de un estudio comparativo de los huertos urbanos en México y otras partes del mundo, en este caso Europa, es que parte de los huertos urbanos de la Ciudad de México reproducen las características utilitaristas del sistema neoliberal que han fragmentado al individuo que se ve obligado a vivir en una ciudad altamente urbana. Una mayoría de los huertos son creados por asociaciones civiles que pretenden ser sin fines de lucro pero que muchas veces se ven sujetas a eventos donde el aspecto económico predomina y donde la clase trabajadora o estudiantil, que es más vulnerable y no tiene acceso a la información que le permitiría ser un ciudadano ecológico consciente, es indirectamente pero automáticamente excluida.

En el caso Europeo, los huertos urbanos no tienen un único representante o no son parte de una asociación civil, son creados por los habitantes que viven en proximidad y se delegan las tareas necesarias del huerto que fundaron. Algo todavía más impresionante es la ausencia de bardas que delimitan los terrenos de estos huerto urbanos en varias ciudades, haciendo alusión al desvanecimiento de la propiedad privada, la más ejemplar siendo Freiburg im Breisgau en el sur de Alemania. En estos huertos cualquiera puede venir, cosechar y aprender de manera gratuita. Esto denota que los huertos urbanos de las ciudades aquí y en el mundo, sin importar su extensión, su objetivo principal o su privatización son una señal (ahora) consciente de los habitantes al rechazo de lo urbano y todo lo que conlleva: el vacío social provocado por la razón utilitaria, instrumental burocrática, además de sus efectos nocivos para la salud.

De esta manera, los huertos urbanos, además de ser una tendencia son un reflejo de la organización de la sociedad y la ciudad en la que vivimos, siendo la creación de los huertos urbanos algo novedoso, podemos inspirarnos de modelos Europeos, pero sobretodo recordar nuestro pasado y nuestra relación con la naturaleza que es tan característica de la filosofía de vida de las antiguas civilizaciones de América Latina. Plantearnos como cuidamos su destino y concepción nos afecta de manera inmediata y también a las próximas generaciones. No está de más mencionar que este cambio será posible a través del dialogo entre las instituciones y estos proyectos independientes. Esto no ha sido aun suficiente para darle el impacto e importancia al desarrollo urbano ecológico y mucho menos al desarrollo de áreas verdes mas democráticas para mejorar la calidad de vida y el medio ambiente de los ciudadanos de la capital.

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